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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Gómez Rodríguez, Telesforo. “El fantasma negro”, Revista contemporánea (Madrid). 7/1886, n.º 63, p. 490. También en “La torre del Clavel”, Álbum Salmantino, Salamanca, 19 de marzo de 1854, n. 7, pp.103-108.

Acontecimientos
Guerra de los Bandos
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LOCALIZACIÓN

SALAMANCA

Valoración Media: / 5

 El fantasma negro.

(Recuerdos de Salamanca. Episodio de la guerra de los Bandos)

I.

Una lucha cruel estalló en Salamanca el año de 1442. La muerte de los Enríquez, hijos de María Monroy, más tarde María la Brava, acaecida en desafío, obligó a ésta a tomar venganza: efectivamente un día entró en la ciudad llevando por estandarte las cabezas de los Manzanos, asesinos de sus hijos. Los parientes de estos juraron vengarles y entonces empezó la conocida guerra de los Bandos.

En aquella época junto a la gentil y elegante torre del Clavel[1] se alzaba una casa de vetusto aspecto, en la cual moraban un hombre de cuarenta años, dos niñas de seis a ocho y una mujer sexagenaria.

La noche del 3 de julio de 1443, el hombre mostrando una agitación que le era casi habitual decía a las niñas:

—Recogeos pronto, hijas mías, y no os mováis, no abráis los ojos,  cuidado con el fantasma de la torre.

Las niñas se aterraron, y cinco minutos después estaban en un sencillo y modesto lecho.

Era cerca de media noche, el hombre salió de la casa creyendo dejarlas dormidas; pero apenas se cerró la puerta cuando una de aquellas voces infantiles decía:

—¿Cómo saldrá a estas horas?... Si el fantasma....

A este nombre las niñas se estremecieron.

—¿Te acuerdas de los gritos de anoche?

—Sí, respondió la otra niña, y qué ruido de armas.... era el fantasma que cogía a los hombres, porque no pienses que coge solo a las niñas, ¿no recuerdas que el otro día había una cabeza colgada en la torre? ¡Qué barbas tenía! En esto un grito las llenó de espanto, era una voz que pedía socorro.

Todo quedó en silencio por un momento.

—¡Ay!... ¡qué miedo! continuaron aquellas ¿a quién habrá cogido el fantasma?

—Mañana le verás en la torre; dijo convulsiva la una de ellas.

Hacía en efecto muchos días que una cabeza amanecía colgada en la Torre del Clavel; nadie a media noche se atrevía a pasar por aquel sitio cuyo solo nombre infundía terror.

Las niñas entre el miedo y el cansancio se durmieron y no pudieron ver cuatro figuras que a manera de fantasmas salieron de la pared junto a su lecho, seguidas de un bulto negro de colosal altura. Siguieron todos con el mayor silencio hasta una sala que se elevaba en un ángulo de la torre no sin haber lanzado sombrías miradas a las inocentes niñas, y con especialidad el fantasma, o figura negra, que con sardónica sonrisa quedó un momento inmóvil junto a ellas.

 

II.

Álzase entre unas ruinas un cuadrado que se convierte en octógono a la mitad de su altura, formando gentil y elegante torreón, hoy solitario; - 485- pero que en la época a que nos referimos formaba el ángulo de un palacio, morada de un opulento caballero notable entre los del bando enemigo de María la Brava.

La puerta que se abrió en la casa conducía a una sala de esta torre, ricamente adornada y tapizada de negro; una antigua lámpara proyectaba sus vacilantes reflejos sobre una mesa de alabastro en la que se distinguían dos blancas calaveras, singular ofrenda, que se ostentaba en fuente de plata; sillones de terciopelo carmesí colocados alrededor fueron recibiendo a los actores de aquella escena lúgubre a juzgar por su aparato.

—¿Pagaste al Aya? dijo con ronca voz el hombre de elevada estatura, que estaba cubierto con un largo manto negro.

—Sí, contestó otro que parecía ser el habitante de la humilde casa.
—¿Marchó?
—Sí, a Aragón.

El hombre del capuchón, o manto negro, alzó la bandeja de las calaveras, y sacó un pergamino escrito con sangre.

—Ya tenéis otra víctima en holocausto... y quedó un momento suspenso como esperando contestación de aquellos inmóviles restos. Después escribió un nombre en pergamino.

—¿Cuántas  hay? dijo uno tirando en la mesa su ancho sombrero.

—Treinta y seis, contestó indiferente el del capuchón.

En éste habrán conocido mis lectores al fantasma; ¡pobres niñas! prosiguió, seis años ha os arrullé en mis brazos, ahora......

Una voz gritó.

—¿Tiemblas cobarde?

Mudas quedaron las figuras por unos instantes, pero el fantasma impasible continuó dirigiéndose al habitante de la casa.

—Y la carta, ¿la tenéis?

—Sí, al pronto no quiso firmar la maldita Aya, pero....

—¿Y vuestro encargo? -486- dijo el fantasma a dos embozados que estaban a su derecha.

—El seis os lo daremos concluido.

—¿Cuántas caen?

—Dos.

—¿Y el tuyo? dijo al de la izquierda.

—El mío va peor, pero.... caerá, contestó decidido.

—Muchachos, gritó el fantasma levantándose, mañana a estas horas al muro de la torre.

Todos bajaron las cabezas en señal de afirmación y de respeto y se retiraron. Un resorte dio paso por otro lado al fantasma negro.

Las cabezas de los Manzanos, que en los picos de sus ballesteros trajo desde Portugal Dª María la Brava, fueron depositadas por ella sobre la tumba de sus hijos en la iglesia de Santo Tomé, y de allí sustraídas por los parientes y parciales de aquéllos y llevadas a la torre del Clavel para presidir sus juntas y hacerlas el homenaje de las víctimas que sacrificaban a su venganza, y una de cuyas escenas hemos reseñado en este capítulo.

 

III.

El día 4 de julio

Un grupo de aldeanos rodeaba el 4 de julio la torre del Clavel: una cabeza se veía en lo alto del muro.

El aire no llevaba ni un suspiro de la multitud, miraban y se retiraban silenciosos.

Veinte monjes salieron de un monasterio inmediato, con velas amarillas, llegaron al muro y anatematizaron al homicida.

La multitud nada dijo, y pocos instantes después la torre estaba solitaria.

Pero volvamos la vista a un palacio que se elevaba frente a la iglesia de Santo Tomé -487-

 En un gabinete colgado de damasco, adornado de mosaicos y retratos de la familia de los Monroyes sobresalía uno que figuraba la venganza de María. Veíase a esta mujer extraordinaria montada en un potro cordobés mirando orgullosa a dos hombres de armas cuyas picas ostentaban dos cabezas ensangrentadas aun. El parecido de los personajes del cuadro era inmejorable.

En este gabinete un hombre de 50 años estaba sentado en un cojín con fleco de oro: su aspecto era imponente; leía con la mayor agitación una carta que tenía en sus manos, y que había tirado veinte veces encima de una mesa, cubierta con un tapete de terciopelo color de grana que había en medio del gabinete, y otras tantas la había cogido y vuelto a leer.

—¡A las doce a la torre del Clavel!.... dijo tirando el cojín; y principió a pasearse por el cuarto; tan pronto corría por él, como quedaba estático junto a la mesa sobre la que había un retrato.

-¡Traidores! ... Me las habrán robado.., exclamó furioso y volvió a pasearse a lo largo del gabinete.

D. Pedro Fadrique de Monroy, que era el caballero de que nos ocupamos, tenía, bajo nombre supuesto y al cuidado de un aya, dos hijas en el convento de Agustinos de Madrigal, que hacía pocos años había levantado allí una parienta suya de Arévalo, llamada Dª María Díaz, y la carta que le ponía en tanta alarma, no era sino de la misma dueña que las custodiaba, y que de un modo misterioso le pedía fuese aquella misma noche junto a los muros de la Torre del Clavel.

Por fin sus ojos centellantes se clavaron en la arrugada carta y postrado de cansancio cayó en un sillón que estaba al otro lado de la mesa, allí estuvo largo tiempo con la cara cubierta entre sus manos; hasta que levantándose como si saliese de un letargo, exclamó:

—¿Dónde estoy.... ¿y el fantasma?... no; no es cierto....

Pero sus ojos volvieron a encontrarse con la misteriosa carta, lo cual le hizo comprender la realidad y quedar como una estatua; algunos  momentos después  llamó a uno de sus pajes el cual entró e inclinó la cabeza en señal de respeto, pero la alzó -488-  al momento al ver el rostro desencajado de su amo.

—Esta noche voy a la torre del Clavel.

El paje creyó que su amo estaba loco.

—Sí, sí, continuó el caballero, tengo que ir: y salió por algunos instantes.

—Tú me acompañarás, dijo luego dirigiéndose al paje.

— ¡Señor!.... ¿y el fantasma? convulsivo éste.

—¿Tiemblas?... tú me acompañarás, disponte.

El paje quedó pálido, como salido de la tumba: tal era el terror que infundía  a aquellas horas la citada torre. Era más de media noche, y el personaje temblando de horror vacilaba entre el miedo y el deseo; por fin se puso en pie gritando.

—Mi espada, mi espada... ¿Qué aguardas? ¡miserable! y salió precipitadamente de la estancia: el paje le siguió con paso vacilante.

Poco tiempo después dos puertas giraban sobre sus goznes y dos hombres salen del palacio.

 

IV.

La venganza

La noche estaba oscura y tenebrosa, nubes negras y espesas encapotaban el cielo, y las calles de Salamanca se trocaban en ríos con la fuerte lluvia. Dos sombras interrumpían el sepulcral silencio que reinaba, las que mis lectores habrán ya conocido: un cuarto de hora hacía que caminaban cuando llegaron a la funesta torre.

—¿Quién va? preguntó. Una voz.

La noche no permitía ver a nadie, pero un relámpago que iluminó la plazuela, hizo ver al caballero una figura negra.

—Don Pedro Fadrique de Monroy, dijo sereno el caballero. El paje yacía  -489- muerto a la puerta del palacio.

Todo continuó en silencio: más otro relámpago permitió ver a Don Pedro cinco sombras que se adelantaban hacia él, pero esperó a pie firme.

—Infame, date, gritaron las sombras.

—Cobardes.... dijo el caballero. Y se empeñó entre ellos reñida lucha pero, aunque valiente, Monroy tuvo que ceder al número: así, poco después estaba sin armas en la sala de la torre.

—Ahora no te irás, villano... ¿conoces esta calavera?

Monroy estaba yerto de espanto al ver el aparato de la sala: un vivo carmín bañaba sus mejillas, y sus desencajados ojos miraban horrorizados la calavera que le presentaba el fantasma.

—Pues es de D. Cleto Rodríguez del Manzano.

—¿Y ésta? Traidor....

Don Pedro nada decía.

—Esta es de su hermano. Vas a morir, pero me divertiré en tu muerte, replicó el fantasma.

—¿Quién eres? ¡monstruo del Averno! dijo Monroy furioso.

—Mira, contestó aquel, cayendo su largo manto.

—¡Villano! eres tú....

—Sí, yo soy, Felipe Enríquez.

Una puerta se abrió, por ella entró un hombre que traía dos sangrientas cabezas.

—¡Qué horror! exclamó al verlas Monroy ocultando la cara entre sus manos, mi amigo.... el nombre no pudo oírse, un sudor frío bañaba su frente

—Si: tu amigo, un cobarde como tú. ¿Di? ¿y ésta de quién es? repitió el fantasma que había vuelto a cubrirse con el manto.

—¡Dios mío! ¡Bárbaro! mí hermano!...

D. Pedro cayó acongojado.

Salvadle, gritó el fantasma, un cuarto de hora me interesa su vida.

Todos se dirigieron a D. Pedro el que a fuerza de cuidados volvió en sí.

—¡Dónde estoy!... ¡Mi hermano! no, no es cierto: los ojos le salían de sus órbitas. Pero sí; sí es cierto... estoy entre estos.... Su lengua articuló palabras que no pudieron oírte, había caído otra vez desfallecido.

—Que viva, y todo es vuestro, exclamó otra vez el fantasma.

Media hora estuvo Monroy como muerto, al cabo de la cual sus ojos se abrieron, su semblante se fue coloreando, y poco a poco recobrando la vida.

—¿Y mis hijas? clamó con angustiada voz.

—Ahora las verás; pero antes di: ¿de quién es esta cabeza?

—Matadme, prorrumpió D. Pedro; mi esposa....

—¿Quieres tus hijas?

—¡Eh!... Matadme, matadme, y cayó sobre la mesa.

—No, antes las vas a ver morir.

Las dos niñas, que estaban en la casa, entraron temblorosas acompañadas del habitante que las custodiaba; una de ellas tenía ocho años, una túnica blanca la cubría, pero dejaba ver una garganta de alabastro, adornada por las largas trenzas de su cabello de oro: sus labios de carmín y sus ojos azules la hacían asemejarse a un ángel; no menos bella era la otra de seis años, ojos negros y grandes, cabello también negro y túnica blanca.

—¿Las ves? dijo el fantasma.

D. Pedro Fadrique de Monroy estaba muerto.

Un trueno resonó en el firmamento, la bóveda de la torre se desplomó y cien rayos encendieron la casa y del palacio; -108- de este resta la puerta hoy, de aquella nada.

Inútil es decir que todos perecieron

 

FUENTE

Gómez Rodríguez, Telesforo. “El fantasma negro”, Revista contemporánea (Madrid). 7/1886, n.º 63, p.490. También en “La torre del Clavel”, Álbum Salmantino, Salamanca, 19 de marzo de 1854, n. 7, pp.103-108.

 

Edición Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

 

[1] O Torre del Clavero.