DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las familias, t. XIV (1856), pp. 174-185.

Acontecimientos
Personajes
Juan Pedro Ansúrez. Sol de Mendoza. Pedro de Vargas. Pata-corta.
Enlaces
Resumen

Adaptación de X.-B. Saintine, “La tour au Païen”, Musée des familles, t. 21 (1853), pp. 37-44/ 81-87 (Novembre/Décembre).  Se reproducen los dibujos de Gustave Janet que aparecen en el Musée des familles.

LOCALIZACIÓN

OLMEDO

Valoración Media: / 5

ESPAÑA ROMÁNTICA

LA TORRE DEL CASTILLO DE OLMEDO

LEYENDA

Toda novela tiene algo de historia,
Toda historia tiene algo de novela.

 

Hacia fines del reinado de don Juan II de Castilla, vivía cerca de Olmedo, en un castillo, el caballero Juan Pedro Ansúrez[2]. Podía haber tomado un título más pomposo, porque era de noble raza; pero no se atrevía por tres razones principales: la primera porque todavía no era más que un doncel, y no caballero, y esta era la menor de las tres razones; la segunda, porque el rey don Juan II no hubiese tenido que decir, al tratar de resucitar un nombre y un título, que el rey difunto Enrique III, cuando sometió a los grandes que le tenían empobrecido, había querido extinguir para siempre; y la tercera, en fin, porque le faltaban los medios de mostrarse digno de su alto origen.

Hallábase tan pobre, que el castillo de Olmedo, su único patrimonio, aunque edificado solo hacia un centenar de años, se estaba cayendo por todas partes sin que hubiese que pensar en levantarlo; tan pobre, que más que castillo parecía una mala venta, teniendo por únicos servidores su mayordomo y tres labriegos, que eran colonos de las pocas tierras que formaban la pertenencia del castillo, y que cuidaban un corto viñedo que era todo el patrimonio del bueno de Juan Ansúrez.

El mayordomo era un hombre particular: un cojo que cuidaba de la ropa de su señor, le servía a la mesa, se encargaba de sus mensajes y comisiones; y, cuando venía el tiempo de la siega y de la vendimia, echaba también una mano a las labores del campo. Jamás mayordomo alguno estuvo más ocupado ni peor pagado.

Era tan pobre el bueno de Ansúrez, que para tener algunas monedas de plata en su escarcela[3] y poder, como todos los ricos-homes[4] de aquella época, hacer su ofrenda el domingo en la iglesia, se veía obligado a malvender los exiguos productos de sus tierras, que apenas le daban lo suficiente para mantenerse él y sus tres criados.

Llegó un año de escasez en que faltó el trigo casi enteramente. Lejos de poder vender tuvo que comprar pero, en cambio de eso, la cosecha del vino había sido abundantísima; tanto, que parecía ser una especie de compensación.

No sabía nuestro gentil-hombre como componerse, porque sus bodegas estaban llenas, y vacíos sus graneros. En esta confusión, juntó, a consejo a su mayordomo, el que por el defecto de su cojera era llamado Pata-corta en toda aquella comarca, y después de una seria discusión acordaron el establecer una especie de tienda en el mismo palacio, donde vender el vino al por menor o a cántaros.

          Mucho costó a la vanidad y amor propio de nuestro rico-home el hacer esto; pero ante la necesidad no hubo más remedio que ceder.

       A poco tiempo, pues, no lejos de la entrada principal del castillo de Olmedo, alzaron una especie de barraca, provista de unas malas mesas y bancos de madera, y rodeada de una ligera verja también de madera, coronado todo ello con una enorme rama de pino[5].

       Ya tenemos, pues, a nuestro castellano[6], a nuestro rico-home de tan alto nacimiento, obligado para vivir a hacerse tabernero. Si grandes eran sus escaseces, grande también debió de ser su humillación y su sombría tristeza.

       A despecho, sin embargo, de su pobreza, de su abatimiento y de sus desgracias de familia, encontrábase por lo regular de excelente humor. ¡Ah! es que circulaba por sus venas un poderoso filtro que le sostenía contra la adversidad: era joven. Nacido al mismo tiempo que el siglo XIV[7] contaba apenas veinte y tres años. Ardía además en su corazón una pasión noble: todos los domingos sin faltar uno, iba a la iglesia de Olmedo, donde su familia tenía su capilla señorial; y allí, no estando obligado a fijar sus ojos sobre un misal porque no sabía leer, los dirigía continuamente hacia una hermosa y joven doncella de catorce o quince años, digna y altiva, vestida de blanco de pies a cabeza, porque estaba consagrada a la Virgen. Era esta doña Sol de Mendoza, hija de don Álvaro de Mendoza, señor de Cuéllar y de Sepúlveda, parienta de los condes de Villena, uno de los más altos personajes de aquella época.

       De seguro, si hubiera podido raciocinar su corazón, hubiera sofocado en su nacimiento aquel hermoso sentimiento, como en el nido se sofoca casi en el huevo el aguilucho que aún no tiene pico ni garras para destrozar. Sin embargo, en todo pensó menos en eso.

       ¿Esperaba que le dieran algún día por mujer una de las más ricas hembras de Castilla, cuya familia era omnipotente y brillaba al lado del trono del rey don Juan II? ¿Esperaba tal vez seducirla, robarla, y obrar violentamente, como tan de ordinario se verificaba en aquella época?

       Por su señorío de Olmedo era feudatario del padre de Sol, y cualquiera que seducía o robaba la hija o la mujer de su señor, era declarado traidor y felón según las leyes de aquel tiempo, arriesgando el ser ahorcado si era pechero, o degollado si pertenecía al estado noble. Las leyes eran en el siglo XIV severísimas en este punto, y tal vez a esta severidad, más que a la delicadeza de sus sentimientos, los caballeros de aquellos tiempos debían el distinguirse sobre todo con las damas por su discreción y su porte.

       Nuestro doncel no se detenía por la idea de poder ser degollado: amaba a Sol porque era hermosa, porque le gustaba el verla, porque tenía unos dientes como perlas, unas manos blancas, unos pies de ángel, y unos cabellos rubios como el oro. Se obstinaba en verla, porque amar le parecía bueno y llenaba de alegría su corazón. En esta edad, ni el corazón ni el estómago pueden permanecer vacíos.

       ¿Cuidábase acaso él de ser correspondido? No lo creemos. ¿Qué hubiera adelantado en esto? Sol era toda su felicidad, su felicidad de los domingos; así la hora de la misa era para él una hora de inefables delicias. Sin embargo, como no hay más que un domingo a la semana, y en el domingo una sola misa, y esta demasiado corta, trató de indemnizarse de esto, yendo al castillo; ya a cumplir con sus deberes de feudatario con el señor de Cuéllar, ya a visitar a don Álvaro de Mendoza, hermano de doña Sol, cuya amistad había sabido granjearse. Y aunque en la iglesia, como en el castillo, jamás Sol había tenido para él sino una mirada altiva y glacial, no por eso admiraba menos sus lindos ojos, que reconocía ser los más hermosos del mundo, y volvía a su casa extasiado de haberla visto.

       Este amor que con tan poco se contenta y satisface, que ni aún tiene la esperanza por alimento, bastó, sin embargo, para darle la fuerza necesaria con que soportar su mala suerte, desdeñar todos los bienes que no poseía, y pasar su vida en dulces ensueños de felicidad.

       Fue una fortuna para nuestro doncel el haber seguido los consejos de su honrado mayordomo, porque se encontró casi rico. No faltaban parroquianos a su ventorrillo, tanto que muchas, veces no cabían todos en él. Los pasajeros y mercaderes que pasaban por cerca de Olmedo se detenían allí para refrescar y tomar fuerzas con que seguir adelante en su camino de Castilla. Los aldeanos de los contornos acudían allí igualmente a celebrar sus fiestas, y aun cuando ya libres de toda dependencia de su antiguo amo, por un resto de veneración y respeto antiguo los hombres en cuanto veían al señor del castillo se quitaban los gorros de sus cabezas, y las muchachas cogían una flor, un ramo, y le llevaban aquel tributo voluntario, después de haberle saludado humildemente con la más expresiva cortesía.

          Una mañana, cuando nuestro buen Juan Pedro Ansúrez se hallaba en su cama, dormido en un delicioso ensueño, soñando que asistía en la iglesia de Olmedo a una misa que duraba nada menos que seis horas, se despertó por un gran ruido que oyó fuera de su desmantelado castillo. Llamó a su mayordomo, y a los otros criados, y ninguno respondió. De los tres, dos estaban trabajando en la viña, y su factótum[8], Pata-corta, desde el alba había marchado a Olmedo para traer las provisiones que hacían falta en el castillo. Continuaba aumentándose el ruido y Ansúrez, medio dormido, aunque aquella era la hora entre prima y tercia[9], es decir, entre siete y ocho de la mañana, creyó que algunos malhechores venían a derribar sus puertas, y arrojóse de la cama; púsose apresuradamente sus calzas[10] y el jubón[11] de sarga[12], y se dirigió a donde se oía el ruido, que cada vez era más formidable. Vio en el acto que en la barraca donde despachaba el vino, un caballero joven, de bastante hermosa apariencia, después de haber roto a fuerza de porrazos sobre los bancos parte de la verja, llevaba trazas de romper los bancos sobre las mesas.

          —¡Hola! ¿Qué es eso? le gritó Ansúrez en cuanto le vio.

          —¿Cómo haces aguardar al hijo de mi padre? En nada esta, villano, que no te rompa los huesos, como he roto estos trastos.

          — ¡Virgen santa! murmuró Ansúrez arrugando el entrecejo.

          Y por un rápido movimiento echó la mano al costado derecho cual si debiese encontrar allí el puño de una espada.

          —¡Vamos pronto, tunante, trae vino! estoy reventando de sed. ¿Qué haces ahí con eso aire espantado? ¿Habla en hebreo para ti un caballero?

          —Soy tal vez de tan noble linaje como vos, respondió Ansúrez levantando altivamente la cabeza.

          —¿Cómo?.... ¿qué?.... ¿qué dices? Esa ramo de pino que cuelga del techo de esta barraca, ¿qué quiere decir?

          —Que hago vender el vino de mi cosecha, como tengo derecho de hacerlo, porque yo soy el señor de este castillo.

          El recién llegado se tranquilizó de repente.

          —Perdonadme, señor mío, dijo aproximándose al castellano: pero la paciencia no es mi virtud y la cólera turba la vista, tomándose a veces un faisán por un milano. Además, añadió con una sonrisa un poco irónica, el vestido que ahora lleváis ha podido ayudar a mi equivocación: la tela no es de las más finas, ni cortada a la última moda.

          Ansúrez se ruborizó ligeramente, pero sin guardar rencor al caballero, bastante excusable en efecto de haberse dejado equivocar. Como caballero que sabe su deber propuso admitirle en su casa para aplacarle aquella terrible sed que sufría, excusándose anticipadamente de la corta hospitalidad que le ofrecía, en atención a que todos sus criados se hallaban ausentes de la casa por una causa o por otra.

          Don Pedro de Vargas –tal era el nombre del alborotador —aceptó a todo riesgo el convite. Aguardaba sus pajes y criados que le seguían a cierta distancia con sus equipajes, y desde el castillo tendría tiempo y ocasión de verlos llegar cuando pasasen, porque mejor que al aire libre le convenía el aguardar dentro de la casa.

          Cogió, pues, por el diestro[13] su caballo, que inmediato pacía la verde yerba de un fresco prado, y los dos jóvenes, ya compañeros, pasaron juntos el dintel de la puerta del castillo.

          — ¿Qué es esto? preguntó Vargas volviéndose hacia su derecha, y deteniéndose a examinar cuidadosamente un largo lienzo de pared bien trabajado, que se adelantaba en forma de rotonda hacia el castillo que estaba al frente. Diríase que este era un bastión subterráneo, o alguna torre mágica edificada por Melusina, la mujer serpiente.

          —Mi bisabuelo, respondió Ansúrez, a su vuelta de las guerras de Granada hizo construir esta torre, a imitación de las que allí había visto en el palacio del califa[14]. Ese califa en los calores demasiado fuertes se retiraba allí con sus sultanas[15].

       —Malditos sean los califas y su modo de alojar a las sultanas. Nuestro rey don Juan II a sus queridas las tiene mejor.

       —Sin embargo, esta construcción es extraña, y merece conservarse.

       —Os será preciso, caballero, reparar con cuidado los cristales que están cayéndose, y todos desplomados. En el estado que se encuentra vuestra torre que me ahorquen entre dos perros como un judío si consentiría dejar mi caballo una sola noche ahí dentro. Pero a propósito de mi caballo, continuó, ¿tendréis la bondad de darle un lugar en vuestras cuadras?

       —No tengo más que una sola cuadra, dijo Ansúrez, y allí estará cómodamente espero, porque no tengo más que un caballo.... si, nada más que uno, para mi servicio particular, añadió el pobre castellano con un sentimiento de vergüenza.

       —¿Uno solo? ¿de veras? Sera un corcel andaluz de los mejores que pueda haber para la carrera.

       —Vais a verlo, dijo Ansúrez comprimiendo un suspiro.

          Entraron en la cuadra: estaba vacía.

          Entonces recordó Ansúrez que su mayordomo Pata-corta había debido servirse del caballo, y que en aquel momento su hermoso corcel andaluz arrastraba una carreta en el mercado de Olmedo. Aquella vez su rubor pasó a un encendimiento pronunciado.

       Aún no había llegado al fin de sus trabajos.

          Cuando entró con su huésped en el gran salón más adornado y mejor de su castillo, más confortable como diríamos hoy, este hizo observaciones sobre la desnudez en que se hallaban las paredes; le aconsejó que pusiese colgaduras y tapices, tales como los que entonces se veían en todas las buenas casas y castillos; y que sobre el suelo de grandes losas, apenas cubiertas con una mala estera, le parecía más conveniente que hiciese poner esteras árabes de junco, más suaves y menos duras para los pies. Examinó después el conjunto; las alhacenas de encina, con su vajilla de estaño, que aunque muy limpia toda y bien conservada, le pareció demasiado modesta. Sin dar en un lujo exagerado, el señor Ansúrez no podía proporcionarse esas estanterías magníficas que entonces se usaban de forma gótica. Las sillas eran tristes a la vista y duras al tacto; y más parecían propias de un convento de monjes que de un castillo de un rico-home.

       Por la primera vez padecía Ansúrez en su orgullo y en su pobreza, pero se contenía porque el forastero era su huésped. Sin embargo, cuando prosiguiendo en su examen llegó este a criticar una imagen en cera de la Virgen, adornada de encajes y de dorados, y que figuraba en la chimenea entre una vela y un ramo bendecido, no tuvo ya fuerza para contenerse más, porque con grandes razones era devoto de la Reina de los Ángeles. Así es que, dando una patada, no pudo menos de incomodarse.

       —¿Qué os da, señor mío? dijo Vargas dispuesto a encolerizarse a su vez. — ¡Por la muerte de Mahoma! Hace poco decíais que os estábais abrasando de sed, y ahora no parece que os ocupáis más que en inventariar mi miseria.

Vargas hizo un movimiento como para disculpar su intención.

       —¡Paz! prosiguió Ansúrez, dejadme tiempo de responder. Si soy pobre, eso a nadie le importa sino a mí; y no me avergüenzo de ello; pero ¡habéis hablado mal de la Virgen!

          —Un instante, compañero; no de la Virgen.... sino de ese horrible pedazo de cera que no es digno de representarla. En cuanto a la Reina del cielo, la honro tanto como podéis hacerlo vos. Yo mismo tengo su imagen a la cabecera de mi lecho, pero sobre un esmalte de León, y muy finamente iluminado, y muy bien puesto en un cuadro de plata.

       —Vamos, dijo Ansúrez; y colocó sobre una mesa dos vasos y dos jarros.

Vargas, aunque repentinamente atacado de la sed, probó lentamente el vino, y después se detuvo.

       —¿No tenéis otro?

       —No: ¿no es de vuestro gusto?

       —Es excelente.

       Y con una perfecta cortesía concluyó de beberse el vaso de un trago.

       —Lo encuentro bueno, muy bueno, replicó en seguida después de haber hecho un ligero gesto; pero ¿no habéis jamás pensado en dejar fermentar en algunos toneles una mezcla de miel y pez resina[16]?

       —Nunca, respondió bruscamente Ansúrez.

       —Pues sería mucho mejor.

       El honrado castellano de Olmedo comenzaba ya a disgustarse de su huésped: su crítica como sus elogios no podía ocultársele que estaban amalgamados con cierto desdén e ironía, como su vino predilecto con miel y resina: examinó aquel brillante doncel, cuyo aire noble e insolente anunciaba el hábito de la autoridad y la frecuencia de la corte: cuyo traje de camino, aunque sencillo en la apariencia, hubiera sido para él un vestido de gala: cuyo fresco rostro sobresalía tan bien entre su cuello de fina tela y su gorro de terciopelo: cuya cintura se dibujaba elegantemente bajo su corpiño de la misma tela , y su rico cinturón dorado: el doncel a la vista de todo esto no pudo menos de sentir un movimiento de celos y casi de odio. Disponíase ya a despedirle bastante políticamente, pero con viveza si le fuese posible cuando una palabra de este de repente cambió todas sus malas disposiciones.

          —Sostengo que esto vino puede mejorarse, decía su huésped prosiguiendo en su tema. El de la Roda no vale más... Perdonad, le es inferior en color y en sabor.... ve ahí lo que yo os quería decir.... Sin embargo, con una mezcla de mirto y de áloe se convierte en néctar, y es cosa que nos lamemos los labios al beberlo cuando volvemos de nuestras cacerías con el señor de Mendoza.

       —¿Conocéis al señor de Mendoza, exclamó Ansúrez, el hijo del señor Cuéllar y de Sepúlveda?

        Hubiera podido añadir el hermano de doña Sol, que era el mejor título a sus ojos; pero se contuvo.

       —¡Que si conozco a Mendoza! El año pasado vino a habitar por dos meses en mis dominios, y a pasar el tiempo alegremente: por cierto que se llevó una buena cantidad de maravedises que me ganó a los dados; es un excelente compañero. ¡Si le conozco! Es mi mayor amigo.

       —También lo es mío.

      —¿De veras? Pues entonces a su salud!

       Esta vez chocáronse los vasos, y se vaciaron inmediatamente sin gestos por un lado, ni malos tratamientos por el otro. El nombre de Mendoza había hecho desaparecer todo sentimiento de antipatía. Volviéronse a llenar los vasos de nuevo, y se bebió a la salud del señor de Cuéllar, después a la de la castellana y sucesivamente a la de cada uno de sus demás hijos.

       Solo el nombre de doña Sol no fue pronunciado en medio de aquellas copiosas libaciones.

   Un poco acalorado por el vino, a pesar de que no estaba mezclado como aconsejaba Mendoza, Ansúrez, sin duda para realzarse a los ojos de su huésped, le hizo las confidencias de su ilustre origen.

       Era nieto de Pedro Ansúrez, poderoso rico-hombre de Castilla que en los tiempos de don Juan I había ocupado una alta posición en la corte de Valladolid, y tenido el título de señor, conde de Olmedo. En el reinado de Enrique III había sido su padre uno de los partidarios de los regentes Villena y arzobispo de Toledo, y cuando había entrado en la mayor edad este rey había sido perseguido con sus protectores y privado de gran parte de sus propiedades, y de aquí provenía la triste situación en que se hallaba su hijo, el héroe de nuestra leyenda. Así el nieto del poderoso conde de Ansúrez se veía desposeído de los bienes de sus antepasados, y como heredero de estos poderosos señores tenía que contentarse con el simple título de señor de Olmedo.

       Cuando Ansúrez terminó su relación, mezclándola con algunas expresiones de dolor, le dijo Mendoza:

       —¿Qué pensáis hacer para salir de vuestro estado? Creedme, debéis casaros con alguna rica viuda que os dé sus feudos a guardar.

       —No tenga corazón para viudas, replicó Ansúrez echando una mirada a la imagen de la Virgen que había sobre su chimenea, cual si la Virgen fuese su confidente y pudiera comprenderle.

       —A fe de caballero, yo tampoco me cuido de las mujeres de segunda mano. No quiero que aquella con quien me case haya llevado más nombre que el de su padre: y entre nosotros, compañero, puede hablarse con confianza; cuando haya hecho la guerra aún dos o tres años contra los moros, creo que habré logrado el corazón de la mujer a quien amo.

        —¿Es bonita?

       —Linda, bella, graciosa y majestuosa, cuanto puede serlo una criatura.

       — ¡Pues entonces a su salud!

       Y cuando hubieron llenado los vasos hasta arriba,

       —¿Se puede saber el nombre de la dama a quien habéis consagrado vuestro corazón? añadió Ansúrez levantando el vaso para brindar por ella.

       —¿Seréis discreto?

       —Os lo juro.

       —Pues bien, es doña Sol de Mendoza, hermana de mi amigo a cuya casa voy en este momento.

       Y Vargas alargó su vaso para tocarlo con el de su huésped, pero no encontró nada. El vaso de este se acababa de romper entre sus manos, y el vino inundaba la mesa.

Vargas miró a Ansúrez que estaba pálido y estremecidos todos sus miembros: soltó una carcajada.

        —¡Vaya un negocio, un vaso roto!

          No vio en esto otra cosa.

       En aquel momento se oyó fuera del castillo ruido de mulas y de caballos, levantóse a mirar Vargas. Eran sus pajes y sus criados que venían con sus equipajes, volviendo inmediatamente con ellos.

       —Perdonad, mi querido huésped, le dijo, pero no es decente presentarse delante de las damas en viaje de camino ¿Me permitís que mude de vestido? Sin vuestra generosa hospitalidad hubiera tenido que hacerlo detrás de un árbol en algún bosque.

          Sacaron sus pajes los cofres y una jarra y palangana de plata, y frascos de aguas de olor; se lavó las manos y el rostro, se perfumó la barba y los cabellos y se puso un hermoso vestido de seda y de terciopelo encarnado que le sentaba a las mil maravillas. Después calzó sus piernas con unas magníficas calzas de gamuza y cubrió su cabeza con un ligero casco adornado con una pluma ondulante.

          Mientras arregló su traje el corazón de Ansúrez se hallaba, lleno de un pensamiento. No vio, tan preocupado estaba, cuando Vargas se despidió de él.

Sumergido en aquel estupor y aturdimiento, permaneció sin moverse aún algunas horas; a tal punto quo sus criados le dirigían la palabra y no les respondía: parecía que se había convertido en una estatua de piedra. Al fin al amanecer volvió en sí.

          Dando entonces un grito de rabia,

          —¡Ah, con que es ese Vargas, dijo, ese atrevido, ese insolente!... Bien sabía yo que le aborrecía desde el momento que le vi. Pero por la sangre de mis venas no se casara con doña Sol; quiero ser rico como él, poderoso como él. Aunque me sea preciso reunir una banda de hombres intrépidos, saquear los castillos, las iglesias, como han hecho en otro tiempo los señores de castillos: saquearé, mataré hasta que el rey me haya devuelto los bienes que su padre robó al mío, y a más mi título de conde de Olmedo....! Doña Sol me pertenecerá, yo desbancaré a ese Vargas aunque deba entregar mi alma al diablo.

          Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando parecieron agitarse todos los muebles y estremecerse las paredes del salón del castillo. Cayó una cosa en tierra con un sonido extraño sin que pudiera adivinar hacia qué parte, ni lo que era.

Mirando entre la oscuridad por todas partes, vio a Pata-corta, en el mayor desorden, que venía con una lámpara encendida en su trémula mano.

       —Mi amo, dijo el mayordomo con una voz triste y ahogada, no sé lo que sucede, alguna gran tormenta amenaza; no parece sino que todos los diablos andan sueltos.

       —Cállate, visionario, tu razón está perturbada y no puedes sostenerte sobre las piernas; nada se ha oído, le dijo Ansúrez que trataba de disimular su propio terror reprendiendo el de su criado.

       —No seáis incrédulo, mi señor, el infierno amenazará a alguien en este país; pero, añadió el honrado mayordomo suspirando con más facilidad, pero no sobre vos ni sobre mí, que somos buenos cristianos. Además, el demonio no tiene derecho sobre nosotros sino cuando cometemos algún crimen, y yo me atrevería a afirmar......

       Aquí le interrumpió su amo que sin articular una palabra le acababa de arrancar la lámpara de las manos. Aguardó en vano la respuesta de Ansúrez, que preocupado con el ruido que había oído cerca de él, como de caer alguna cosa sobre las losas del suelo, miró a todos los lados. Su Virgen de cera desprendida de la chimenea se había hecho mil pedazos.

          Lanzó un profundo suspiro, y con lágrimas en los ojos recogió sucesivamente los fragmentos, los besó uno por uno, hizo la señal de la cruz y los encerró en un armario cerca de un libro de oraciones quo le había legado su madre.

          Juan Pedro Ansúrez durmió poco durante aquella noche. La pasó toda entera pensando en los medios de ser rico y de impedir a Vargas casarse con doña Sol de Mendoza; pero como no pensaba ya en recurrir a medios reprobados, que había invocado en un momento de olvido de sí mismo, no encontró nada.

       A la mañana siguiente cuando se paseaba meditabundo en el parque de su castillo, oyó a muchos soldados en la especie de ventorrillo que había fuera, cantar diversas canciones con la mayor alegría. Eran soldados que marchaban hacia Castilla para guerrear con los moros que, en aquella época, adelantándose de Andalucía, venían a atacar las tierras reconquistadas por los cristianos.

          Entonces encontró el medio que vanamente había buscado toda la noche.

       No vaciló en vender cuanto poseía de sus tierras, y hasta un derecho de pasaje que tenía en un camino cerca de Olmedo en el que tenían que abonarle un tanto los mercaderes y viajeros que por él pasaban. Además pidió una cantidad a un viejo usurero hipotecando el desmantelado castillo de Olmedo, que era cuanto poseía. Cuando vio en su escarcela algunas monedas de oro y plata, producto de la venta de cuanto tenía, tomó sus armas y montando a caballo se decidió a marchar a Andalucía a hacer la guerra a los árabes, soñando volver antes del término en que debía casarse Vargas, rico, poderoso, y, tal vez, señor y conde de alguno de los lugares que se proponía conquistar con su valor.

       Bien equipado, con una blanca pluma en el casco, y el escudo cubierto con una banda oscura en señal de que no estaba en posesión de su título, Juan Pedro Ansúrez la víspera de su partida, se presentó ante el conde de Cuéllar y señor de Sepúlveda, de quien dependía, el cual le armó caballero. Vargas, otros señores y algunas damas de alto linaje, asistieron a su recepción; pero entre ellas no veía a la que su corazón buscaba, y esto le contristó mucho. Después de armarle caballero entró doña Sol con un largo vestido de terciopelo blanco, corpiño de armiño y haldetas[17] caídas sobre las caderas, llevando un hermoso velo blanco, que de lo alto del peinado le caía sobre todo el cuerpo, dándole un continente y aire majestuoso. Ansúrez, que no la esperaba, recibió de ella una profunda reverencia. La halló más hermosa que nunca, y usando de su derecho de caballero, hincó la rodilla y la ofreció traerla de Granada un árabe que hubiera él mismo aprisionado en los combates, poniendo por testigo de su juramento al conde de Cuéllar, su señor y amigo, y a todos los que allí estaban presentes.

       Un murmullo de aprobación circuló por toda la concurrencia. Las damas se felicitaban de que aquel hermoso y apuesto doncel siguiese la costumbre de honrar de este modo a su sexo. Doña Sol solo permanecía muda, sin fijar apenas su vista en él, contentándose con hacerle una cortesía más fría y más indiferente que la primera, mostrando siempre su aire altivo y casi desdeñoso.

       El buen caballero Pedro Ansúrez la siguió algún tiempo con la vista, diciéndose a sí mismo, que ni aún la misma reina de Castilla podía tener un aire más majestuoso.

       Al día siguiente, con tres caballos y Pata-corta por escudero, tomó el camino de Andújar, donde estaba el grueso del ejército castellano.

       Los moros eran dueños de la mayor parte de Andalucía y de parte de la Mancha. Pedro Ansúrez pasó el primer año en combatir en diversas acciones parciales, pero sin poder conquistar jamás los feudos y señoríos con que había soñado al salir a campaña.

       El año siguiente fue más ventajoso para él. Tuvo ocasión de distinguirse y adquirir gloria batallando con los mores en los campos de Jaén; pero en un encuentro quedó vencido por estos, y lo que es más, gravemente herido.

       Su escudero Pata-corta le sacó de en medio de la refriega, le curó, y, a fuerza de cuidados, logró devolverle la salud. Sus recursos se agotaban. En su escarcela apenas había algunas monedas de plata. De sus tres caballos, dos habían muerto, y el que sobrevivía estaba cojo como el pobre escudero, que se vio precisado a seguirle a pie. Juan Pedro Ansúrez cayó en una triste melancolía, y de pacífico y razonable que era, se hizo quimerista[18] y colérico.

          Pata-corta, continuando su papel de médico, le aconsejó volverse a Castilla. Colérico el caballero, a punto estuvo de darle de golpes; pero agravándose el mal, tuvo que someterse a la receta, y tomó la vuelta para Castilla.

          Estando un día en la inmediación de un pueblo, aguardando la hora de marcharse montado sobre su caballo, paseando por los alrededores para distraerse de los tristes pensamientos que le acongojaban, no sabiendo cómo presentarse ante doña Sol sin llevarla el árabe que le había prometido con juramento delante de todos, vio llegarse a él un moro, que sin duda por la necesidad vino a colocarse delante de él a pedirle un socorro.

          —¡Retírate! le gritó Pedro Ansúrez luchando contra la tentación que le ocurría de apoderarse de él violentamente. ¡Retírate, pagano!

       —Caballero, la caridad está mandada igualmente a los cristianos y a los musulmanes, replicó el mendigo, y levantando su mano con aire humilde para pedir una moneda, tocó con el dedo el freno del caballo, que hizo un ligero movimiento hacia atrás[19].

          —¡Miserable! exclamó Ansúrez aprovechando la ocasión para abandonarse a su mal pensamiento. ¿Tratas de derribarme del caballo para robarme o matarme tal vez? Pues bien, yo defenderé mi vida, defiéndete.

          Echó pie a tierra y marchó con la espada levantada hacia el pobre moro, que poniéndose de rodillas le pedía perdón.

          —Confiesa que atentabas a mi vida.

          —Juro por Mahoma...

          —No blasfemes, idólatra... Quiero tener compasión de ti si te rindes prisionero... si no ¡ay de ti!

          Viendo a los rayos de la luna blandir y brillar sobre su cabeza la espada del caballero, asustado el árabe, con la frente en el polvo, aceptó todas las condiciones que aquel quiso imponerle, confesó su pretendido crimen, y se reconoció justamente su cautivo, jurando seguirlo donde quisiera llevarlo. En señal de sumisión comenzó a dejarse atar estrechamente el brazo al caballo del que se creía su vencedor.

       Al volver a Castilla y al entrar en su castillo de Olmedo, la primer cosa que allí supo Ansúrez, fue que aquella misma mañana había vuelto Vargas, y que iba a casarse muy pronto con su prometida doña Sol de Mendoza. ¿Era aquel el momento de cumplir su voto yendo a presentar un cautivo sarraceno? No lo juzgó él así. Además, no tenía humor de hacerlo, porque no podía presentarse con su cautivo en el estado de miseria en que ambos se hallaban.

          Aquel llevaba sus harapos de árabe, y en cuanto a la armadura del caballero, estaba abollada, cortada en varios puntos, y sobre su justillo[20] de búfalo remendado y ensangrentado, se veía más el aire de un perdido malandrín que el de un cumplido caballero. Si hubiera encontrado a Sol libre, capaz hubiera sido de vender, para vestirse decentemente, el castillo de sus padres; pero ya no había remedio, porque se habían celebrado los esponsales de doña Sol y del caballero de Vargas.

          Pensó, pues, establecerse en su casa lo mejor que pudiese. Ansúrez había conocido, no solo la pobreza, sino la miseria, la horrenda miseria. No tenía ni sus tierras ni el producto de su peaje, ni tenía su barraca donde vender vino, y su escarcela se hallaba vacía, debiendo además cincuenta escudos de oro al usurero judío, por lo que le había dado al tiempo de marchar a la guerra.

          ¿Cómo había de comer hoy? ¿Cómo había de comer mañana? no lo sabía.

       ¿Y lo que padecía su corazón? ¡Ah! Sol, Sol, era para él un tormento más terrible que la miseria.

       Por fortuna Pata-corta pensaba más en las provisiones que en doña Sol, y el buen hombre se dedicaba a aliviar a su amo con el producto de su trabajo.

       Eran muy buenos los criados del siglo XIV.

          Conmovido con semejante abnegación, el amo le admitió a su misma mesa.

       ¿Y el sarraceno? ¿Con quién comía? Pedro Ansúrez, siguiendo las preocupaciones y las ideas de su tiempo, le había prohibido hasta la entrada en su castillo. Bajo ningún pretexto un pagano circuncidado podía entrar en la vida común con un caballero cristiano.

       Lo tenía, pues, en una torre donde Pata-corta le llevaba todas las mañanas su pitanza del día; un pedazo de pan negro, una cebolla y algunas veces un puñado de habas mal cocidas y sazonadas con agua clara. El cautivo, a pesar del aislamiento y del frío que sentía en su prisión al través de las mal cerradas ventanas, no tenía mal humor. Dormía sobre un montón de pajas, y lo que jamás podría creerse de tan malas comidas, engordó; sin duda el descanso sirve para todo.

       Así se pasó el invierno del año de 1444 en el castillo de Olmedo.

       Una noche que no podía dormir Ansúrez porque el frío le molestaba, porque la comida no había sido bastante para calmar su hambre, y sobre todo, porque al día siguiente debía casarse definitivamente doña Sol con el caballero Vargas, se levantó para tratar con el movimiento de calmar su frío y su hambre. En cuanto al tormento del corazón nada podía calmarlo. Volviéndose hacia la ventana que daba frente de la torre, vio una gran claridad. ¡Oh sorpresa! el cuarto del pagano, sobre el grupo de piedras ennegrecidas por el musgo, se presentaba luminoso; lámparas colgadas del techo disipaban la oscuridad, y sobre una mesa cargada de vasos, de jarras y de platos, brillaban bujías de cera, derramando su luz sobre viandas variadas que exhalaban un apetitoso vapor. Delante de aquella mesa un hombre envuelto en una larga dalmática[21] de terciopelo forrada de piel, se estaba deleitando en todas las voluptuosidades del apetito que puede satisfacerse. Volvió un instante la cabeza hacia el lado del castillo: era el árabe.

          Creyó Ansúrez estar soñando. Para asegurarse trató de despertarse, y echándose una capa sobre los hombros corrió a la habitación del pagano. Todo volvió a quedar a oscuras. Cuando entró Ansúrez encontró a su cautivo sobre un montón de paja y que incorporándose con trabajo sobre sus brazos, con los ojos tristes, se quejaba de ser despertado en medio de su sueño.

       Las paredes de la habitación estaban desnudas; el frio viento soplaba allí y hacía rechinar las ventanas. El caballero se adelantó y no encontró ni mesa, ni bujías, ni cena, ni platos: olfateó la atmósfera y solo sintió un olor que no era de rica y exquisita comida, sino de fetidez que exhalan las paredes húmedas.

          Decididamente había soñado.

       La noche siguiente la pasó Ansúrez toda entera en gemir, pensando que Sol iba a casarse con Vargas. Iba a llegar el instante en que debía presenciar su unión.

Afligido con aquella angustia que le hacía más pesada su miseria, que le impedía la dicha de presentarse ante la dama de sus pensamientos, se entregaba a la desesperación, cuando oyó una voz clara y distinta, que le distrajo, y que decía estas palabras enigmáticas.—Vamos, Pito, vuelve la hoja—aquella voz parecía salir de la cama del caballero. Alargó la mano hacía aquel lado.... nada.

       Después de un minuto de silencio la voz volvió a decir. —¡Vuelve la hoja, Pito! —Después como murmurando continuó: —La conjunción de los astros lo ha querido así, y aunque me ha tratado rudamente, y me hubiese dejado voluntariamente morir de hambre a no haberlo yo dispuesto de otro modo, quiero que sea rico y feliz: pero por mucho que ojeo este libro no penetro el arcano.... ¿Será impotente mi ciencia?

       Y se volvió a oír el mismo estribillo:—¡Vuelve la hoja, Pito!

          Ansúrez escuchaba con los oídos abiertos como los de una liebre perseguida. Cogió una linterna de que se había provisto con anticipación, la encendió, registró todos los sitios del cuarto, debajo de la chimenea, debajo de la cama.... ¡Nada! Y por todas partes le perseguía la voz siempre a su lado, a tal punto que llegó a creer salía de la linterna o de la manga de su camisa.

       Una exclamación le detuvo. —¡Ah! decía la voz, gracias a la estrella Aldebarán y a mi amo Ben-Meli-Sader el gran mago! Está visto, ya hemos dado con ello... La obra está dispuesta a completarse si tiene firme voluntad.

Ansúrez, señor de Olmedo, se casará con doña Sol de Mendoza... ¡Vamos, Pito, vuelve la hoja!

          Atacado de un temblor nervioso, con la frente empapada en sudor, el caballero reconoció la voz del sarraceno.

          ¿Pero la voz de dónde salía? Así como el buen olor de la noche anterior había llegado hasta él a través de las paredes a pesar de su espesor; al través de la gran distancia, a pesar de la tormenta que en aquel momento azotaba fuertemente las ventanas y hacía temblar los techos del edificio, el sonido de la voz llegaba hasta él ahora. Lánzase sobre la ventana que da sobre la torre. De aquel lado la oscuridad era completa. No importa; vio que tenía que habérselas con un hechicero, pero aquel hechicero era dueño de su suerte: podía hacerle casar con doña Sol. De grado o por fuerza era preciso que se la concediera aun cuando tuviera que obligarle con la punta de su espada.

       Con la linterna en la mano y la espada debajo del brazo, atraviesa los corredores, trepa rápidamente por la escalerilla de piedra que dirige a la mansión de su cautivo. Pero al llegar se apaga la linterna: sin embargo, dando un empujón a la puerta se detiene lleno de estupor ante el cuadro que se le presenta.

          Cubierto con su misma dalmática forrada de armiño, ante un velador en el que una lámpara encendida proyectaba un círculo luminoso, vio al cautivo sarraceno con un enorme libro en el que había escritos varios signos cabalísticos[22]. Un gato con las patas le volvía las hojas.

       Este era Pito.

          Ansúrez no se atrevió a dar un paso. Sin moverse de su sitio, sin volver la cabeza hacia él.

          —Te aguardaba. Acércate, y cierra la puerta, le dijo el árabe. Pero deja fuera tu espada: el puño tiene forma de cruz, y la cruz no debe entrar aquí.

          Estremecióse el caballero: quiso hablar y no pudo. —Sé lo que aquí te trae, repuso el nigromántico, tus más secretos pensamientos me son conocidos: quieres ser rico y poderoso a fin de casarte con una rica-hembra[23].... ¿quieres que te diga su nombre? Se llama doña Sol.

       —Pero Sol va hoy mismo a ser esposa de otro, exclamó Ansúrez.

          —Será tuya si te sometes a mis condiciones.

          —¿Cuáles son esas condiciones?

          —Escúchame bien: esa hija de los condes de Cuéllar, señores de Sepúlveda y otros pueblos, no ha tenido para ti más que indiferencia y desdén. ¿Miento acaso? Ansúrez bajó la cabeza. — Tú la deseas para satisfacer tu pasión, tu amor propio. Para satisfacer ese sentimiento ¿son bastantes diez años? Es mucho. No importa, te los concedo. Pero pasados los diez años es preciso que tú me entregues a esa doncella hija del conde que tan dura guerra ha hecho a los árabes mis hermanos....

       El caballero dio tres pasos hacia atrás. —¡Entregaros á mi Sol!.... ¡A mi mujer!

       —No puede ser tu mujer si no aceptas este pacto, sino lo firmas con tu sangre.        Entonces cogió un pergamino y se lo presentó. Ansúrez se quedó pensativo y meditabundo.

       Diez años de matrimonio ya eran algo: tanto más que el hechicero podría tener razón. Sol jamás le había mostrado cariño ni simpatía, tanto que sin pesar alguno se hallaba dispuesta a dar a otro su mano.

          Escudriñando en lo último de su corazón, creyó hasta entrever que en el afecto que él tenía a aquella desdeñosa beldad había también un poco de odio.

          —Acepto.

       —No basta eso; prosiguió el hechicero: necesito una prenda que durante los diez años te coloque bajo mi dependencia, me responda de tu buena fe. Después, roto nuestro pacto, tendrás tiempo de arrepentirte y aún de meterte fraile, si quieres, como se dispone a hacerlo tu amigo Mendoza.

          —¿Y qué prenda me exigís?

       —Por el pronto reniega de Dios Padre.

       — ¡Desgraciado de mí! murmuró el caballero. Sois el mismo Satanás que venís a reclamar mi alma que en un día de culpable desesperación os ofrecí.

       —¿Qué te importa a ti quien sea yo, con tal que asegure tu felicidad en este mundo, y no te cierre las puertas del otro?

          Ansúrez, no sin haber vacilado bastante tiempo, renegó de Dios Padre.

          — ¡Ahora reniega de Dios Hijo!. También renegó de Dios Hijo.

       —En fin, y es la última cosa que te pido. ¡Reniega de la Virgen María!

       —Jamás... ¡La Virgen!... —¡Una mujer! ¡Ultrajar así a mi confidente, mi divina amiga, mi protectora y mi devoción especial!.... ¡Jamás! repitió Ansúrez en la mayor exaltación.

       El pretendido árabe enseñó con el dedo el alba que iluminaba ya los patios, y disipaba las sombras alrededor del castillo.

       —Pronto, le dijo, las campanas van a anunciar los desposorios de Sol con el caballero de Vargas.

       —¡Hágase ese matrimonio! respondió Ansúrez enteramente resuelto: jamás renegaré de la Virgen a quien he tomado por mi santa protectora en el cielo: no lo esperéis.

          Nuestros dos personajes permanecieron de pie e inmóviles esperando cuál de los dos cedería.

       La lámpara iba palideciendo gradualmente a medida que iba aumentando la luz del día. Sin pronunciar una palabra el hechicero, extendió de nuevo su dedo hacia las ventanas donde ya daban los primeros rayos del sol.

          Ansúrez se cruzó de brazos e hizo un gesto negativo. El tentador, sin interrumpir el silencio todavía, sacó de debajo de su dalmática un espejo de acero bruñido, y se lo puso delante de los ojos.

       Lo que vio Ansúrez en aquel encantado espejo no fue su propia imagen, sino la de doña Sol. Acababa de despertarse apenas, y estaba en aquel momento sencillamente vestida, más linda que hubiera podido estarlo con las más ricas galas.

          Nunca la había visto tan hermosa el pobre caballero. Con los ojos clavados en aquel acero que exactamente reproducía cuanto pasaba en el aposento de la hermosa doncella, vio a las camareras de esta peinarla, rizar los cabellos, arreglarle las trenzas y los rizos según la moda de aquella época, mientras le preparaban los vestidos de boda cubiertos de riquísima pedrería.

          ¡Cuán linda estaba Sol en aquel momento, y cuán hermosa iba a estar después!

       El pecho del señor de Ansúrez apenas podía respirar; brillaban sus ojos como dos ascuas ardiendo. De pronto se volvió enfurecido contra el sarraceno.

       —Diablo o hechicero, maldito seas, gritó: malditas sean las engañosas esperanzas que me has hecho concebir. No renunciaré a la santa Madre de los Ángeles, de quien soy fiel devoto... ¡adiós!

       —¡Aguarda! le dijo el misterioso habitante de la torre, alargando la mano hacia él. Tu obstinación ha vencido la mía. Mudemos de condiciones. Te dispensaré del tercer reniego, pero en lugar de diez años solo pasarás tres al lado de doña Sol; ¡tres! ¿me entiendes? ¡Después me pertenecerá!

       En este nuevo pacto vio Ansúrez una ventaja para él; únicamente durante tres años iba a dejar en prenda su alma.

          Aceptó el trato, y no sabiendo escribir hizo una cruz en forma de firma en el pergamino que le presentaba.

       En aquel momento tocaron alegremente a vuelo las campanas.

          Estremecióse el caballero.

          —¿Estáis seguro, dijo este al que antes había sido su cautivo, de poderme cumplir la palabra? ¿Cómo podréis impedir un matrimonio que va a verificarse dentro de un instante?

          Sonrióse este, le presentó el espejo de acero, y Ansúrez vio al caballero de Vargas con grande aparato, seguido de sus criados y ricamente vestido. Salía de una casa donde había debido pasar la noche para ir a casa de su prometida. Examinaba con despecho el celoso la gracia con que iba Vargas en un soberbio alazán[24], haciendo escarceos[25], cuando vio que de un bote arrojó el caballo al jinete. Vio a su rival bastante mal parado y herido para poder pensar en bodas en un mes a lo menos, llevado entre cuatro a la casa de donde acababa de salir.

       Al fin de aquella misma semana, el caballero don Juan Pedro Ansúrez con grande aparato, cumplía la promesa y el voto que tres años antes había hecho a la hija del conde de Cuéllar y señor de Sepúlveda. En medio de un lucido acompañamiento llevaba al moro hecho por él prisionero, riquísimamente vestido y con un magnífico turbante.

       El sarraceno se arrodilló delante de doña Sol, y a una orden del caballero puso a los pies de la hermosa joven un precioso cofrecito, todo lleno de perlas y de esmeraldas. Doña Sol creyó que aquel era el precio de su rescate, y en el acto le concedió la libertad.

       No volvió a oírse hablar más de él durante tres años.

          Juan Pedro Ansúrez había rescatado sus tierras y adquirido otras muchas más. El rey don Juan II había consentido por un buen servicio al dinero que le había hecho, en devolverle su título de conde y el señorío de Olmedo, de que había despojado a su padre el rey de Castilla don Enrique III.

       La gente de la comarca se ocupaba mucho en discurrir cómo un hombre, que tan rico y poderoso había vuelto de la guerra, vivió con tan gran miseria en su desmantelado castillo y su cautivo en la torre.

       Lo atribuían a un voto[26]. Discurrían también cómo su escudero Pata-corta trabajaba como un peón en el campo.

       También era un voto. Esta palabra daba solución a todo.

          Pronto se supo que el caballero de Vargas durante su enfermedad había sido cuidado y asistido por una señora viuda muy diestra en curar toda clase de heridas y contusiones, y que en agradecimiento a su celo, a pesar de sus anteriores compromisos, se había casado con ella.

          Ansúrez aprovechó el momento para pedir la mano de doña Sol, y la obtuvo.

       Tres días después teniendo en sus brazos a su mujer,

       —Querida mía, la decía, ¿por qué en otro tiempo cuando por todas partes te seguía, y aun cuando fui armado caballero en la casa de tu padre solo tenías para mí indiferencia, desdenes y desprecios?

       —Porque temía amarte demasiado.

        —¿Por qué el día que ofrecí traer a tus pies, de la guerra un moro cautivo me miraste tan altiva y me volviste la espalda?

       —Porque te amaba ya demasiado.

          Tres meses después el señor de Ansúrez gozaba de todos los bienes de este mundo. Tenía magníficos castillos, soberbios caballos, jaurías de perros, hermosos halcones y una joven y lindísima esposa a quien adoraba y de quien era tiernamente correspondido.

          Tres años después Ansúrez agobiado por el pesar y atormentado por los remordimientos era el más infeliz de los hombres. Lejos de haberse debilitado su amor a Sol se había aumentado, y aquel mismo día tercer aniversario de su matrimonio, debía entregar su mujer al antiguo habitante de la torre, al maldito hechicero, al mismo Satanás, con quien había celebrado el pacto fatal.

       Al verle hacia algún tiempo enflaquecer y entristecerse, y pasar con su esposa de los transportes de la mayor ternura a los accesos más inexplicables de cólera, Sol no se atrevía a contradecirle creyéndole atacado de una influencia fatal, que con su mansedumbre y sumisión se esforzaba en aplacar.

          Desde los primeros albores del alba, Ansúrez había oído la voz, aquella voz tan conocida de él, murmurar en su oído e indicarle el sitio de la cita. Era este el patio del antiguo y desmantelado castillo de Olmedo, ya magníficamente restaurado, y el punto la puerta de la antigua torre. Con una voz terrible Ansúrez dijo a su mujer que se levantase, se vistiese y le siguiese.

          Obedeció.

          Caminaban juntos sin hablarse algún tiempo. Temía doña Sol excitar su cólera haciéndole alguna pregunta, y él temía no poder contener sus sollozos si le dirigía la palabra.

       Al acercarse al castillo y pasar por delante de un bosquecillo inmediato,

       —Aún, querido mío, se aventuró a decirle Sol, no he dirigido a Dios mi oración de por la mañana, tan aprisa me he vestido por acompañarte. ¿Quieres aguardarme un momento mientras detrás de esos árboles rezo un instante de rodillas?

       —Sí, Sol, y ruega a Dios por los dos, le respondió Ansúrez, volviendo la cabeza para ocultar una lagrima que corría por sus mejillas.

       Y aguardó en el camino a que hubiese terminado su oración.

          Casi al momento la vio venir hacia donde estaba aguardando, pero el rostro de Sol no estaba como antes, pálido o inquieto, brillaban sus ojos con un singular resplandor, su paso era firme, seguro, apenas tocaban sus pies el suelo.

Ansúrez, cada vez más turbado, continuaba su camino: después no pudiendo contener su llanto y sus suspiros, agotadas sus fuerzas, se paró e hizo señal a su mujer, o, al menos a la que tomaba por tal, de que se parase también; pero esta, sin hacer caso, prosiguió rápidamente su camino sola dirigiéndose al patio del castillo de Olmedo y a la puerta de la torre.

          Consternado el caballero la llama, decidido tal vez a arriesgar su salvación eterna antes que llevar a cabo semejante sacrificio. Entonces oyó resonar un gran grito y sintió un fuerte olor a azufre.

          Cuando Ansúrez recobró sus sentidos, halló delante de sí a la pretendida doña Sol presentándole el pacto que había firmado con su sangre, pero que ella acababa de reconquistar y anular.

          —Ahora, le dijo, con una voz tan melodiosamente sonora que parecía oír un coro de espíritus angélicos, ve a buscar a tu mujer que tras esos árboles concluye sus oraciones, y alégrate de no haber renegado de mí.

          La Virgen había tenido misericordia del que le había permanecido fiel, aun cometiendo el gran crimen de haber renegado de Dios y de Jesús, y, sustituyéndose a doña Sol mientras esta oraba en el bosque, había obligado a Satanás a devolverle su presa.

          Este milagro de la Santísima Virgen estuvo pintado por mucho tiempo en una capilla de la iglesia mayor de Olmedo. Desapareció de allí en la invasión de los franceses en 1808.

          Aun se enseña en los derruidos restos del castillo de Olmedo, un agujero en una torre que entre las gentes del país conserva el nombre del Agujero del Infierno.

          El señor Ansúrez hizo gran penitencia para reparar sus culpas: dio a las iglesias y monasterios todos los bienes mal adquiridos, hizo cerrar la torre maldita que había servido de asilo al diablo. El caballero Ansúrez volvió al ejército, peleó noble y valerosamente y murió sobre los muros de Baza al plantar en ellos el pendón santo de la Cruz.

          Doña Sol se retiró a llorar su viudez y pedir por el descanso del alma de su querido esposo a un monasterio de monjas que ricamente había dotado, y en el que murió en opinión de santidad.

          Son muy frecuentes estas tradiciones de hechos portentosos en los siglos XIII y XIV, en que en casi todos los sucesos se hacía intervenir el poder directo del cielo o del infierno, siglo de ignorancia empero en que ardía viva la fe, que produjo tantos y tan grandes monumentos religiosos, y que hoy parecería su relación una invención de una imaginación enferma si de padres a hijos no se hubieran transmitido como piadosas y verídicas leyendas.

 

Editado por María José Alonso Seoane

FUENTE:

   Muñoz y Gaviria, José,   “La torre del castillo de Olmedo”. Publicado en Museo de las familias, t. XIV (1856), pp. 174-185.

                             

 

NOTAS

 

[1] José Muñoz Maldonado es el padre del autor, José Muñoz y Gaviria.

[2] Los nombres y apellidos de los personajes de ficción, aunque parecen históricos, no corresponden a personajes de la época.

[3] Diccionario de la lengua española, RAE: escarcela 3. f. Especie de bolsa que pendía de la cintura.

[4] Diccionario de la lengua española, RAE: [rico-home: forma antigua de] ricohombre 1. m. Hombre que pertenecía a la primera nobleza de España.

[5] Las tabernas o establecimientos donde se despachaba vino tenían como distintivo una rama de pino o de laurel.

[6]Diccionario de la lengua española, RAE: castellano 8. m. y f. Señor de un castillo.

[7] En realidad, la acción de la leyenda, a finales del reinado de Juan II, transcurre en el siglo XV.

[8]Diccionario de la lengua española, RAE: factótum 1. m. y f. Persona de plena confianza de otra y que en nombre de esta despacha sus principales negocios.

[9] Diccionario de la lengua española, RAE: horas menores 1. f. pl. En el oficio divino, las cuatro intermedias, que son: prima, tercia, sexta y nona. RAE oficio divino 1. m. Rel. Oración litúrgica de la Iglesia católica, que se distribuye a lo largo de las horas del día.

[10] RAE: calzas 1. f. Prenda de vestir que, según los tiempos, cubría, ciñéndolos, el muslo y la pierna, o bien, en forma holgada, solo el muslo o la mayor parte de él. U. m. en pl. con el mismo significado que en sing.

[11] Diccionario de la lengua española, RAE: jubón 1. m. Vestidura que cubría desde los hombros hasta la cintura, ceñida y ajustada al cuerpo.

[12] Diccionario de la lengua española, RAE: sarga 1. f. Tela cuyo tejido forma unas líneas diagonales.

[13] Diccionario de la lengua española, RAE: de diestro, o del diestro 1. locs. advs. Dicho de llevar a un animal: Yendo a pie, delante o al lado de él tirando del ronzal.

[14] Diccionario de la lengua española, RAE: califa 1. m. Título de los príncipes sarracenos que, como sucesores de Mahoma, ejercieron la suprema potestad religiosa y civil en algunos territorios musulmanes.

[15] Diccionario de la lengua española, RAE: sultana 1. f. Mujer del sultán, o la que sin serlo goza de igual consideración. RAE: sultán 2. m. Príncipe o gobernador musulmán.

[16] Diccionario de la lengua española, RAE: pez2 1. f. Sustancia resinosa, lustrosa, quebradiza y de color pardo amarillento, que se obtiene de la trementina y que, mezclada con estopa y otros materiales, sirve para calafatear embarcaciones de madera.

[17] Diccionario de la lengua española, RAE: haldeta 1. f. En el cuerpo de un traje, pieza o cada una de las piezas que cuelgan desde la cintura hasta un poco más abajo.

[18] Diccionario de la lengua española, RAE: quimerista 2. adj. Dicho de una persona: Que ocasiona riñas o pendencias. U. t. c. s.

[19] Diccionario de la lengua española, Señal del carácter demoníaco del mendigo.

[20] Diccionario de la lengua española, RAE: justillo 1. m. Prenda interior sin mangas, que ciñe el cuerpo y no baja de la cintura.

[21] Diccionario de la lengua española, RAE: dalmática 6. f. Túnica abierta por los lados, usada antiguamente por la gente de guerra, por los reyes de armas y por los maceros.

[22] Diccionario de la lengua española, RAE: cabalístico 1. adj. Perteneciente o relativo a la cábala. RAE: cábala 5. f. Conjunto de doctrinas teosóficas basadas en la Biblia, que, a través de un método esotérico de interpretación y transmitidas por vía de iniciación, pretende revelar a los iniciados doctrinas ocultas acerca de Dios y del mundo.

[23] Diccionario de la lengua española RAE: ricahembra 1. f. Hija o mujer de grande o de ricohombre.

[24] Diccionario de la lengua española RAE: alazán 1. adj. Dicho de un color: Más o menos rojo, o muy parecido al de la canela. U. t. c. s. m. 2. adj. Dicho especialmente de una caballería: De color alazán. Apl. a caballo, u. t. c. s.

[25]Diccionario de la lengua española RAE escarceo 6. m. Torno y vuelta que da un caballo cuando está fogoso o el jinete lo obliga a ello. U. m. en pl.

[26] Diccionario de la lengua española,  RAE: voto 9. m. Rel. Promesa que se hace a la divinidad o a las personas santas, ya sea por devoción o para obtener determinada gracia.