DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La vuelta por España: viaje histórico, geográfico, científico, recreativo y pintoresco: historia popular de España, Volumen 1. Barcelona, El Heredero de D.P. Riera, 1872, pp. 139-52.

Acontecimientos
Perjurio
Personajes
Garci Pérez de Vargas, Alfonso Hurtado
Enlaces
Fuente de la Alaminilla

Cuenca, Emilio. del Olmo, M: López de los Mozos, J.F. La fuente de Alaminilla: una leyenda de Guadalajara.1987

LOCALIZACIÓN

GUADALAJARA

Valoración Media: / 5

El castigo del perjuro

Era el año de 1385.

En las cercanías de Guadalajara existía una gran casa de labranza, propiedad de Garci Pérez de Vargas, labriego con sus puntas de hidalgo.

Garci Pérez tenía una hija a quien amaba con delirio.

Aldonza era acreedora a semejante cariño.

Había perdido a su madre al nacer, y la primera frase que empezaron a balbucear sus labios fue la de padre.

Desde entonces todo su cariño, todas sus afecciones las concentró en el hombre a quien debía el ser.

Era el ángel de la comarca, y no había desgracia de que tuviese conocimiento que no acudiese a socorrer, ni lágrima que no tratara de enjugar.

Garci Pérez estaba orgulloso de su hija, y Aldonza amaba con delirio a su padre.

Y en esta reciprocidad de mutuo afecto, Aldonza pasó de la infancia a la juventud, sin que la mujer perdiese en nada las puras afecciones de la niñez.

En sus ojos de cielo no había nube alguna, ni su frente se veía surcada por la precoz arruga del dolor.

Un día Aldonza había salido como de costumbre cabalgando sobre su blanca hacanea, seguida de uno de los perros de su padre.

Iban a una casa vecina cuyo dueño estaba enfermo, y todos los días acudía a llevarle algún socorro.

En medio de su camino estaba la fuente de la Alaminilla, donde todas las tardes se detenía la joven para dar de beber a su cabalgadura.

El perro corría delante como si tratara de servir de explorador a su ama, cuando de repente se detuvo, olfateó en dirección a la fuente, y se lanzó resueltamente hacía ella.

De repente llegaron a los oídos de Aldonza unos aullidos lastimeros.

Escuchó breves instantes y exclamó:—140—

— ¡Es Leal! ¿Qué le habrá pasado?

Y durante un breve espacio, refrenando la hacanea, detúvose indecisa.

El perro, adivinando tal vez el temor que su dueña sentía, apareció en el camino repitiendo sus aullidos.

—Algo extraordinario ocurre, —murmuró la joven, —cuando Leal aúlla de ese modo; mas no debe ser peligroso puesto que parece me llama.

Efectivamente; el animal daba algunos pasos hacia su ama, y de nuevo volvía a dirigirse hacia la fuente cómo si la llamara hacia aquel sitio.

Aldonza venció su temor, y espoleando a su cabalgadura en breve se encontró en la especie de plazoleta, en medio de la cual corría la fuente.

Una exclamación de sorpresa se escapó de sus labios.

Junto a la fuente había un caballero tendido en el suelo.

Estaba inerte, y su cabeza nadaba en medio de un charco de sangre.

Aldonza, como todas las mujeres de su tiempo, estaba acostumbrada a semejantes espectáculos, y había asistido a más de un herido caballero, a consecuencia de las turbulencias de que Castilla estaba siendo teatro mucho tiempo hacía.

Así fue que, apeándose ligeramente, se aproximó al caballero y exclamó:

—¡Virgen de la piedad! ¡la herida ha debido ser terrible!

Y corriendo a la fuente y empapando en ella el firmísimo lenzuelo que llevaba, lavó el rostro del doncel, cuyos ojos parecían cerrados para siempre.

Después procuró quitar el casco que cubría la cabeza del caballero para reconocer su herida, y cuando lo hubo hecho, dijo:

— Profunda es y temo haber llegado harto tarde. Mas lo que a comprender no—141— acierto, es como ha dado tan terrible golpe, porque bien claro se ve que su cabeza al chocar contra las piedras de la fuente le ha producido esa herida.

Y conforme hablaba así, refrescaba la cabeza del herido, y a manera de compresa le ataba el mismo pañuelo de que se sirviera.

Semejantes cuidados tuvieron al cabo de algunos instantes su recompensa.

Un suspiro que se exhaló de los labios del caballero, la hizo exclamar llena de alegría:

—¡Oh! ¡Virgen mía! ¡Vive, vive! Si yo pudiera quitarle esta armadura que le oprime, quizás respirase mucho mejor.

Y reuniendo todas sus fuerzas trató de quitar las hebillas que sujetaban las piezas de la armadura, cuando un suspiro y un ligero movimiento hecho por el herido la hicieron detenerse.

Este parecía volver en sí.

Abrió lentamente los ojos y fijó una mirada de asombro en Aldonza, que a su vez le contemplaba silenciosa.

Durante algunos segundos el caballero procuró modular una frase, mas era tal su debilidad que apenas pudo murmurar un:

— ¡Sois un ángel!

— Gracias al cielo que podéis hablar. ¿Cómo os sentís?—preguntóle la joven.

Todavía tardó algún tiempo el herido en poder decir:

—Bien, puesto que os tengo a mi lado.

—Ahora, si pudierais incorporaros un poco quedarías arrimado a esta piedra, mientras yo voy a casa a avisar que vengan a buscaros ¿podréis?

 El caballero contestó con un leve movimiento que quería decir que lo probaría, y ayudado por la joven dio principio a aquella operación, más difícil y trabajosa por la gran debilidad que sentía y la armadura que le embarazaba.

Más de una vez volvió a dejar caer pesadamente la cabeza en el suelo, y más de una vez se oyó la dulce voz de Aldonza diciendo:

—Madre mía de la Piedad, no le dejes morir así.

Y sin duda la Virgen tuvo compasión del dolor de la niña, porque el caballero pudo llegar a alcanzar la posición apetecida.

—¿Estáis mejor, no es cierto?—preguntóle Aldonza.

—Sí,—articuló débilmente el herido.

—Pues voy a buscar auxilios.

—Volved pronto.

—Descuidad; mi casa está cerca, y mi hacanea sabe volar también.

Y ligera como un ave cabalgó, haciendo galopar a su palafrén hasta la casa que habitaba.

Una vez en ella llamó a algunos criados, indicó les lo que habían de hacer, encargóles la mayor diligencia, y fuese hacía la habitación de su padre.

Al verla entrar este, advirtiendo la agitación que tenía, la dijo:—142—

—Aldonza, hija mía, ¿qué tienes? ¿qué te sucede? ¿Quién te ha ofendido? Habla, y por mi nombre te juro que...

—Tranquilizaos, padre y señor — repuso Aldonza pasando su brazo alrededor del cuello del anciano; —nadie se atrevería a ofender a la hija de Garci Pérez.

—Pero tu rostro está apenado, la inquietud se revela en tu mirada, y no acierto a comprender...

—Yo os lo explicaré todo.

Y entonces la joven se puso a referir a su padre el encuentro que había tenido y las disposiciones que había tomado.

Garci Pérez aprobó cuanto su hija hiciera, e inmediatamente dio órdenes para que arreglasen una habitación y un lecho para el herido.

Pocos momentos después este se hallaba bajo el techo de Garci Pérez, y tanto el labriego como su hija examinaban escrupulosamente su herida, poniendo sobre ella un apósito con un bálsamo hecho por la misma Aldonza.

Al mismo tiempo los criados hablan encontrado en el campo un magnífico corcel ricamente encubertado, y que vagaba a la ventura.

Garci Pérez y su hija supusieron que debía pertenecer al caballero, y aun cuando encargaron a este el mayor silencio, ellos mismos le quebrantaron preguntándole si era suyo tan soberbio palafrén.

La respuesta fue afirmativa.

Padre e hija sentían suma curiosidad por conocer el nombre del apuesto caballero qué tenían en su casa, pues apuesto y galán era en demasía.

Durante algunos días Aldonza no se separó de la cabecera del herido, y merced a sus cuidados bien pronto empezó a advertirse una notable mejoría.

Mas, ¡ay! que conforme el caballero recobraba la salud, Aldonza iba viendo desaparecer de sus mejillas aquel suave sonrosado que la prestaba nuevos encantos.

Sentía vehementes deseos de llorar, y un fuego desconocido, pero ardiente y abrasador, consumía su pecho.

La dulce paz de su tranquilo sueño había desaparecido, y ya no eran las flores sus goces y su alegría.

Horas enteras se pasaba en una abstracción completa de cuanto la rodeaba, y era preciso que muchas veces la llamasen para que saliese de su extraño ensimismamiento.

Garci Pérez, que jamás la viera así, se desesperaba, y en vano la preguntaba la causa de tan súbita mudanza.

¿Cómo había de contestarle, si ella misma la ignoraba?

Una tarde caminaba a la ventura por aquellos campos tan llenos de felicidad en otro tiempo.

Había penetrado en el bosque que entonces ocupaba una gran parte de lo que hoy es campiña, cuando de repente su caballo se detuvo.

Sorprendida por su brusca detención alzó Aldonza la cabeza y vio ante ella a una mujer a quien el vulgo tenía por hechicera.

—Guarde el cielo a la perla del Henares-—dijo la vieja fijando una mirada profunda en la joven.—143—

—Él os proteja, madre Brígida. Tomad, —y sacando de su escarcela[1] algunas monedas, las puso en manos de la hechicera.

—Dios quiera darte, encantadora niña, la ventura que necesitas en pago de tu caridad.

—¡La ventura que necesito!— repuso sorprendida Aldonza — pues ¿acaso puedo apetecer otra ventura mayor que la de ver a mi padre bueno y alegre, y satisfechos a los que me rodean?

—Eso te satisfacía en otro tiempo, mas hoy pregúntale a tu corazón si le basta con eso.

—¡Oh! hacéis mal en hablarme así.

—He acertado ¿no es cierto?

—Dejadme, dejadme os digo. Yo no apetezco más que la ventura de mi padre, ni tengo más alegría que la suya.

—Plegue al cielo que jamás anheles otra.

Aldonza se sentía visiblemente turbada.

La hechicera tenía razón. En su corazón había un vacío que no bastaba a llenar ni el cariño de su padre, ni el afecto de sus criados.

Ella se reprochaba esto como un crimen, y hacia esfuerzos extraordinarios para ocultarlo; así que al verse descubierta, su turbación era más grande, y mayor su desconsuelo.

Tuvo impulsos de alejarse inmediatamente de aquel sitio, pero la escrutadora mirada de la hechicera fija en su rostro, la daba miedo, la aterraba y paralizaba sus movimientos.

Por fin hizo un esfuerzo y dijo:

—Idos en paz, madre Brígida, y no penséis tan mal de mí.

—Hija mía, no soy yo quien piensa, es tu corazón quien me descubre la inquietud y el anhelo que le devoran.

— ¡Mi corazón!

—Sí; tu corazón que a mis ojos es un libro en el cual leo el pesar que te atormenta.

— ¡Oh! dejadme en paz—murmuró Aldonza con voz desfallecida, —o creeré lo que dicen las gentes de estos contornos respecto a vuestra maléfica ciencia.

— ¡Pobre niña!—prosiguió la vieja sin atender a las frases de Aldonza—tú misma ignoras lo que sientes, y pluguiera a Dios que jamás lo hubieses sentido.

—¿Y vos sabéis lo que yo siento?

—Sí.

—¿Y podéis explicármelo?

— Y lo que me preguntas me llena de dolor porque voy a descorrer ante tu vista un velo que no puede dar de sí más que pesares.

—Me asustáis. Pero bien —prosiguió Aldonza con impetuosidad,—ya que este momento ha llegado, ya que para vos nada hay oculto, decídmelo todo, explicadme de qué nace esta opresión que siento, este fuego en que me abraso, este dolor indefinible, este vacío que con nada puedo llenar.—144—

— ¡Pobre Aldonza! Todo eso es precursor tal vez de mayores desventuras.

—Sois nuncio de ellas. Dejadme, ¿por qué os habéis atravesado en mi camino?

—La fatalidad tal vez lo ha ocasionado.

—Pues bien; si la fatalidad lo quiere, hablad.

— ¿Me lo mandas?

—Os lo ruego, porque nada puede ser peor que esta situación porque atravieso.

—La causa de tu inquietud, la causa de tu dolor, ese vacío que adviertes en tu seno y que con nada puedes llenar, es la falta de amor.

— ¡Amor! Vos deliráis, madre Brígida.

—Es el amor. Tú amas.

—Sí, a mi padre, a mis amigos, a...

—Ninguno de esos amores son como el que se ha despertado en tu pecho, como el que apeteces, como el que no puedes definir todavía, pero que le sientes grande, impetuoso, ardiente.

—Pero ¿qué clase de amor es ese de que me habláis? —preguntó Aldonza alentando apenas.

—Dime, Aldonza, ¿no has visto en medio de tu agitado sueño la imagen de un bizarro caballero fijando en los tuyos sus ojos y murmurando en tu oído frases de una lengua desconocida para ti?

— ¡Oh! sí, sí.

—Pues he ahí el amor que anhelas, he ahí lo que no basta a llenar ni el cariño de tu padre, ni el afecto de tus criados; he ahí el amor más pérfido de todos los amores.

— ¿Con que existe otro amor distinto del que yo tengo a mi padre?

— Sí.

— ¿Y ese amor es el que abrasa mi pecho y me produce este pesar y esta angustia inexplicable?

—Sí, hija mía; hay otro amor que valiérate mas no haber sentido nunca.

—Pero ¿a quién amo yo con ese cariño?

—Busca la imagen que ves en tus sueños y le encontrarás.

— ¡Oh!—y Aldonza, como iluminada por una luz repentina, se cubrió el rostro con las manos.

Cuando las separó buscó por todas partes a la hechicera.

Había desaparecido.

Triste, apenada y silenciosa, regresó a su casa.

Y cuando penetró en la estancia del herido, al encontrarse sus miradas, su semblante no pudo menos de enrojecerse.

El caballero pertenecía a la noble familia del Hurtado de Mendoza.

Su padre era mayordomo del rey D. Juan I de Castilla, residente a la sazón en Guadalajara.

El día en que Aldonza le encontró, había salido para reunirse con la hueste que estaba formándose en Alcalá, cuando al pasar por la fuente espantóse su cabalgadura, y de un tremendo bote lanzó al jinete, cuya cabeza chocó contraías piedras al caer al suelo.—145—

Sus gentes iban delante buen trecho, y no se apercibieron de la falta de su señor hasta que llegaron a Alcalá.

Creyeron que tal vez se habría quedado en Guadalajara, y esperaron confiadas en verle aparecer de un momento a otro.

Mas como transcurrieron los días y nada sabía de él, enviaron mensajeros que tropezaron en el camino con los que Garci Pérez, conocida ya la persona de Alfonso Hurtado de Mendoza, enviaba, participando a sus deudos y amigos el percance que le aconteciera.

Su herida, entretanto, caminaba rápidamente a su curación.

Garci Pérez había advertido la preocupación de su hija, su abatimiento y la palidez de sus mejillas, mas no pudo sospechar que la causa naciese del amor que la inspirara el caballero.

Creyó, sí, que las vigilias y los cuidados que le prodigó habían alterado su salud, y prohibióla terminantemente que pasase más noches velando al herido.

Mas no sospechaba que Aldonza en su cámara sufría tanto o más que en la de Alfonso.

Si sus ojos se cerraban veía en sus sueños aquel gallardo caballero que, inerte en el suelo, fijaba en ella una mirada de cariño, Diciéndola con voz débil: «sois un ángel, señora» frases que, como recordarán nuestros lectores, fueron las primeras que pronunció el herido al volver en sí.

Cuando este pudo abandonar el lecho, su primer deseo fue dirigirse a visitar aquella misma fuente donde estuvo a punto de perder la vida.

Quizás en su corazón se agitaba también la misma llama que abrasaba el de Aldonza.

Porque precisamente el objetivo de los paseos de esta eran también la misma fuente.

Y las miradas del doncel buscaban siempre las de la niña, y para ella reservaba las más suaves inflexiones de su acento y las frases más galantes y seductoras.

Y llegó el momento en que Alfonso, restablecido completamente, se dispuso para partir.

El monarca de Castilla iba a llevar la guerra a Portugal, y Alfonso debía acompañarle.

Cuando tal nueva escuchó Aldonza, estuvo a punto de caer al suelo desvanecida. Y sola en su estancia dejó correr ardientes lágrimas que apenas bastaban a desahogar su afligido corazón.

Aquella tarde, como tantas otras, se dirigió hacia la fuente donde había encontrado al herido caballero.

Placíale a su corazón visitar los lugares donde estaba tan fresco su recuerdo.

Breves instantes hacia que se encontraba en este sitio, cuando un ligero rumor que percibió entre el ramaje la hizo levantar la vista que tema inclinada hacía el suelo.—146—

Una exclamación involuntaria de alegría se exhaló de sus labios.

Alfonso estaba allí.

El joven se detuvo a la entrada de la plazoleta que rodeaba la fuente, y fijando sus ojos en la joven, dijo:

—Bien haya mi estrella que ha dirigido mis pasos hacia este sitio.

—Recuerdos bien ingratos debe tener para vos, —repuso Aldonza apenas repuesta de la emoción que acababa de experimentar.

—Por el contrario, señora; bendigo cien veces aquel lance al cual debo la dicha de haberos encontrado.

—Lisonjero es vuestro labio.

—Si por lisonja tomáis lo que es hijo solamente de mi corazón, obligaréisme a callar; que no por lisonja deseo que se tomen lo que son verdades.

—Dispensadme si os ofendí — contestó Aldonza cada vez más turbada.

—¡Ofenderme vos!—exclamó Alfonso aproximándose hacia la joven; —no puede ofender jamás la mujer que inspira solamente respeto, cariño y...

—No prosigáis. ¿Qué hice yo para merecer todo ese afecto que decís?

— ¿Y me lo preguntáis? ¿Quién ha sido el hada bendita que ha restañado la sangre de mi herida velándome con solícito afán y cuidándome con tanto esmero? ¡Oh! si no estuviera mi corazón y mi pensamiento tan lleno de vos, sería el más ingrato de los hombres.

— ¿Y acaso no es cumplir con un deber lo que yo hice? ¿Por qué loáis tanto lo que cualquier otra hiciera en mi lugar?

—Esa modestia realza doblemente vuestra acción.

—¡Os alejáis de mí!—-exclamó tristemente el caballero observando que Aldonza hacia un movimiento para retirarse.—Y yo que he venido exclusivamente a buscaros.

—¿A buscarme?

—Sí, tenía necesidad de veros.

—¿Acaso no me estáis viendo todo el día?

—Es que necesito hablaros sin testigos, es que me encuentro próximo a partir y no puedo, sin llevar conmigo una esperanza.

— ¡Ah! es verdad, ¡os vais!...

Y Aldonza, vencida por el recuerdo de la inmediata ausencia, dejóse caer sobre el rústico asiento que abandonara momentos antes.

Alfonso se aproximó a ella.

—Señora—la dijo;—mil veces bendeciría la herida que en este sitio recibí, si mil veces ella me proporcionara la inmensa dicha de conoceros. Mas ¡ay! también esa misma herida al cerrarse ha abierto otra más profunda y más terrible en mi corazón.

—¿Otra herida decís? No os comprendo.

—Herida que no tan fácilmente puede curarse; herida para la cual no hay medicina que vuestras manos de ángel puedan preparar.—147—

—No os entiendo.

—Y sin embargo, vos también podéis curarla, vos, que habéis sido la hada que ha cicatrizado la herida de mi cabeza, podéis ser también la que cierre la de mi corazón.

—¿Y qué debo hacer para eso?—preguntó alentando apenas la inocente niña.

—Yo os amo, señora; virgen de sentimientos mi corazón, sin haber sentido otras emociones que las de los campos de batalla, vuestra presencia, vuestras palabras hicieron estremecerse todo mi ser. No podía explicarme lo que sentía, mas hoy, al pensar que voy a alejarme de vos para siempre, mi alma se sentía desfallecer, y la vida que vos misma me habláis dado era una carga insoportable lejos de vos. Ahora bien; una palabra, una sola palabra que pronunciéis, puede trocar este infierno en paraíso, puede cambiar en inmensa alegría todo el horrible dolor que me devora.

— ¿Qué estáis diciendo?

—Que os amo, y que en cambio de todo el tesoro infinito de amor que os ofrezco, en cambio de mi gratitud eterna, de esta vida por vos salvada y que solamente a vos pertenece, no os demando más que una sola frase, una palabra de esperanza, una palabra de consuelo.

—Pero ¿qué queréis que os diga?

—Que me amáis, que el fuego que abrasa mi alma consume también la vuestra, que la pasión que por vos siento tiene su compañera en vuestro pecho; hablad por favor, no me desesperéis más con vuestro silencio.

Era tan sentido, tan tierno, tan enamorado el acento del caballero, que Aldonza no pudo resistir más.

Fijó sus bellos ojos en Alfonso, y con dulcísimo acento le contestó:

—Si vos me amáis así, si el amor os inspira tales frases que enloquecen y fascinan, ¿qué podré yo hacer más que amaros?

—¡Oh! bendita seáis—exclamó el caballero cayendo de rodillas ante la joven que ruborosa y palpitante ni fuerzas tenía para oponerse a su acción,—bendita seáis porque acabáis de devolver la vida al corazón que sin ella se encontraba. ¡Oh! ¿qué inefable ventura, qué placer puede existir comparado a este? Repetidme esa palabra tan llena de encantos, repetid que me amáis y expiraré gustoso y sonriente de felicidad a vuestros pies.

— ¡Morir! ¿Qué habláis de morir? ¿no comprendéis que vuestra muerte llevaría tras si la mía?

— ¿Tanto me amáis?

—Como ese arroyo que corre a nuestros pies al río en que va a confundir sus aguas. Vos sois el río, grande, impetuoso, embriagador, y yo el cristalino y tímido arroyuelo a, quien atraéis con vuestro espléndido y majestuoso caudal. ¡Oh! mi caballero; ¿y cómo no amaros cuando habéis aparecido en medio de las tinieblas de mi alma, inundando de luz toda mi vida? Bien podéis quererme, porque vos solamente reináis en este pecho que solo por vos se agita.

—Yo os juro amaros siempre.—148—

—Yo os juro... pero ¿a qué jurar cuando harto sabéis cuánto os amo?

Y Aldonza quedóse contemplando al gallardo doncel, más gallardo y más apuesto entonces que le miraba a través del encantado prisma de su pasión.

Cuando aquella tarde regresó a su casa la inocente niña, la alegría brillaba en su semblante, a todos sonreía, con todos hablaba, y todos se felicitaban del cambio que en ella se había verificado.

Mas ¡ay! ninguno sospechaba que aquella alegría de un momento era la precursora de un gran dolor.

Alfonso iba a partir.

El Monarca de Castilla estaba reuniendo a toda prisa su hueste para penetrar en Portugal, y allegaba junto a sí a sus mejores caballeros.

La víspera de su partida, Alfonso y Aldonza se encontraron en la fuente de la Alaminilla.

La tierna doncella estaba llorosa; el gentil mancebo triste y apesarado.

—Aldonza—decía él,—no llores, nuestra separación no será eterna; si mi deber de caballero no me llamase a pelear bajo el estandarte de mi Rey, no me separaría de ti. Mas, sin embargo, di una sola palabra y honra y patria todo te lo sacrificaré gustoso.

—Guárdeme el cielo desemejante idea, y no es tu labio el que tales frases debe pronunciar. Tu deber te llama y no será mi amor el que ponga obstáculos a tu marcha.

Pero ¿cómo he de ver tranquila que te alejas de mi lado, que vas a arriesgar tu vida, y que no estaré yo junto a ti para librarte del golpe que te amenace?

—Benditos los labios que tales frases pronuncian. No temas; tu amor prestará nuevos bríos a mi esfuerzo, y tornaré a verte lleno de gloria que depositaré a tus pies.

—Plegue al cielo que de mí te acuerdes.

—Aldonza, tu amor llena por completo mi vida, y no se olvida fácilmente aquello con que se vive.

—Ten presente que yo he concentrado en ti mi existencia, y que día por día esperaré tu vuelta impaciente.

—Y yo anhelante sufriré cien tormentos lejos de ti.

—La esperanza de verte será mi único sostén.

—El deseo de volver a tu lado me hará invencible.

— ¡Ay! temo tanto que te olvides.

—Ofendiéndome estás con esa duda y me destrozas el pecho al mismo tiempo. Dardo de doble punta hiere a la par mi honor y mi cariño.

—¡Oh! comprende mi dolor y ten piedad de él.

—Ven, Aldonza, y ante la solemnidad de mi juramento prométeme que desaparecerán todas tus dudas.

Y cogiendo la mano de la joven la llevó cerca de una cruz de piedra que había a espaldas del monasterio, y ante aquel símbolo sagrado de nuestra Religión dijo con acento solemne:—149—

—Yo te juro, Aldonza, por esta cruz, que jamás ha de faltarte mi amor, y si perjuro fuese, haya el castigo que mi crimen merezca.

—Y yo a mi vez juro conservar entero el depósito de tu cariño, y esperar resignada, ya que no tranquila, tu vuelta.

—¿Dudas todavía de mis palabras?

—No. Tengo confianza en ti—contestó Aldonza conteniendo las lágrimas que se agolpaban a sus ojos.

Al día siguiente Alfonso había partido para reunirse con sus gentes.

Con su marcha desapareció la alegría de Aldonza.—150—

Garci Pérez sorprendió más de una vez una lágrima temblorosa entre los párpados de la joven, más al preguntarla cuál era la causa solía contestarle ciñéndole el cuello con sus brazos:

— No hagáis caso, padre y señor, siento a veces impulsos de llorar, pero se me pasan en seguida.

Y Garci Pérez procuraba que su hija estuviera alegre y divertida, y Aldonza, en medio de las mayores fiestas, tenía afligido el corazón.

Cuando encontraba ocasión propicia demandaba noticias de la guerra, mas nadie la daba razón del apuesto caballero cuya suerte tanto la interesaba,

Y así pasaron muchos días.

Al cabo de algún tiempo una funesta nueva llegó hasta la retirada vivienda de Garci Pérez.

El rey D. Juan I había perdido en la memorable batalla de Aljubarrota lo más florido de su hueste, y si salvó la vida fue merced al noble rasgo de D. Diego Hurtado de Mendoza, su mayordomo.

Aldonza creyó morir de pena al saber tal noticia.

Su corazón se oprimió más dolorosamente, y sus mejillas palidecieron con más intensidad.

Y en vano Garci Pérez se esforzaba en adivinar la causa de su quebranto.

La pobre niña encontró varias veces ocasión de preguntar a varios caballeros si sabían qué había sido de su amante, mas ninguno supo contestarla.

Y nuevos días pasaron, y nuevas no llegaban de Alfonso Hurtado de Mendoza.

Todas las tardes iba a la fuente donde por primera vez le viera, y arrodillada ante aquella cruz que había recibido su postrer juramento, pedía al cielo las noticias que en vano esperaba sobre la tierra.

Un día llegó a la casa de Garci Pérez un alférez seguido de varios hombres de armas del Sr. de Hita y Buitrago.

El labriego les recibió alegremente, y después de darles de refrescar, preguntó:

— ¿Y de dónde bueno, señor alférez?

— De Portugal. Allí hemos pasado muchos meses prisioneros.

— ¿Y dónde tuvisteis tan mala suerte?

—En Aljubarrota — repuso el alférez.

—¿Con que os hallasteis allí?

—Sí tal, y ¡voto a mi nombre! que valiera más que jamás hubiese ido.

—Buena rota sufrió la hueste castellana.

—Pluguiera al cielo que el señor Rey escuchara los consejos de sus viejos soldados y no se dejara seducir por las alharacas y fanfarronadas de los mancebos.

—Contad, contad —dijo el anciano deseando escuchar algún detalle de la memorable jornada. ¡Rayos y truenos! ¿qué queréis que os cuente, cuando yo quisiera poderla borrar de mi memoria?—151—

—Razón habéis, señor,—dijo Aldonza, que estaba muriéndose de deseos por preguntar al alférez noticias de su amante, guárdese en buen hora recuerdo de las victorias, no de las batallas perdidas.

—Cuerdamente habló la rapaza,—repuso el alférez. La batalla de Aljubarrota es de aquellas que debían borrarse de la memoria.

—Según oí contar murieron en ella muchos nobles caballeros.

—Y soldados y hombres de armas, que como son gente menuda no siempre se habla de ellos.

—Decidme, padre y señor; ¿no fue a esa guerra nuestro huésped, el noble caballero D. Alfonso Hurtado de Mendoza?

—Sí, tal, contestó el alférez—víle allí y por cierto que portóse como bueno. Brava lanza y buena espada, por mi vida.

—¿Con que es valiente?

—Y apuesto y gentil como el primero.

—¿Y qué suerte hubo en el combate?—preguntó Aldonza alentando apenas.

—Cuando su buen tío entróse a morir lidiando, después de haber dado su caballo al señor Rey, siguióle D. Alfonso, cerrando con los portugueses de tal guisa que llevólos ante si gran trecho al empuje de su lanza.

—¡Valiente campeón!—exclamó Garci Pérez, mientras Aldonza enjugaba una lágrima que brilló en sus ojos.

—Más de repente cargó sobre él gran muchedumbre de enemigos y cayó envuelto entre ellos.

—¿Herido?

—Ligeramente. Entonces él y nosotros, porque yo también me hallaba en lo más recio de la pelea, quedamos prisioneros.

—¿Y D. Alfonso?

— ¡Oh! Por mi nombre, que tuvo suerte el caballero.

—¿Pues qué le aconteció?—preguntó Garci Pérez.

—Prendóse de él una noble dama portuguesa sobrina del mismo Maestre de Avis, y ya podéis imaginar que su prisión no sería como la nuestra.

—Más él no la correspondería,—exclamó Aldonza sin poderse contener.

—Mal año en él si tal hiciera, que era la dama, aunque portuguesa, muy garrida y hermosa y a más amábale muy de veras.

—¿Y correspondióla D. Alfonso?

—Y concertárnosle las bodas, y ha dos meses que yo mismo vi cómo les echaban las bendiciones.

— ¡Imposible!—gritó con esfuerzo Aldonza.

—Rapaza, el alférez Marco Ordoñez no miente nunca.

—¡Virgen de la Piedad! exclamó Aldonza.

Y sin poder resistir el duro golpe que recibiera, cayó al suelo desvanecida.

—¡Desventurado de mí!—exclamó Garci Pérez, precipitándose sobre su hija,—que hasta ahora no sospeché nada. —152—

—¡Voto a cien rayos!—murmuró el alférez,—¿por qué no puse coto a mi lengua?

El golpe que Aldonza recibiera fue terrible.

Hasta entonces la había sostenido la esperanza.

Mas la revelación del alférez destruyóla por completo, y la vida se alejaba de aquel cuerpo, que solamente la esperanza sostenía.

La pobre niña languidecía de una manera notable.

Una tarde reveló a su padre cuanto mediara entre Alfonso y ella.

El honrado Garci Pérez había creído su honra mancillada; cuando supo la verdad, poniendo las manos sobre la cabeza de su hija, murmuró:

—Bendígate el cielo hija mía como tú padre te bendice; ángel has sido sobre la tierra y ángel volverás al cielo si Dios es servido de llamarte a su lado.

Aldonza se encerró completamente en su casa.

Si acaso salía, era para visitar aquella fuente, mudo testigo de sus primeras impresiones, y para arrodillarse ante aquella cruz donde Alfonso prestara el juramento que tan villanamente quebrantó.

Mas ni una sola frase de venganza brotaba de sus labios.

Arrodillada ante aquel sagrado símbolo de la Religión, pedía a Dios que no tuviese jamás en cuenta el perjurio de su amante y que derramase sobre él todo género de felicidades.

Muy pronto Aldonza ni aún tuvo este triste consuelo.

Cada día más débil, cada día más enferma, llegó el momento en que no pudo salir de su estancia.

Entonces se hizo conducir cerca de la ventana de su aposento, desde la cual se veía aquella fuente llena de recuerdos.

Garcí Pérez había perdido su alegría.

Toda ella estaba cifrada en su hija, y conforme esta iba languideciendo aquella se apagaba también.

—Padre—decíale algunas veces Aldonza,—¿sabéis si es feliz?

— ¿Quién? hija mía, —preguntaba el desdichado anciano.

—¿Quién queréis que sea?—Alfonso.

—¿Todavía le amas?

—Siempre. Juré amarle eternamente, y moriré cumpliendo con mi juramento.

—No me hables de él, Aldonza; ¿qué me importa su felicidad, si me ha robado la mía?

—No le queráis mal, padre mío, perdonadle como yo le perdono.

Y una lágrima brillaba en los ojos de la casta niña, lágrima que muy pronto iba a reunirse con el raudal que brotaba de los ojos de su padre.

Un día Aldonza no pudo ni aún llegar a la ventana, ¡Cuánto sufrió aquel día!

La vida iba extinguiéndose poco a poco en aquel cuerpo donde no quedaba ninguna esperanza de ventura sobre la tierra. —153—

Precisamente la tarde en que hacía tres años que trocó sus juramentos con el ingrato que la olvidara, expiró entre los brazos de su padre y las lágrimas de sus parientes y deudos.

Sus últimas palabras fueron una súplica y un encargo.

— ¡Suplicarme tú! Habla hija mía, dime que puede hacer tu padre por ti.

—Perdonarle.

—¡Perdonarle yo! cuando ha muerto mi ventura, ¡oh!... nunca...

—No digáis eso, ¿no veis cuánto sufro?

—Mas…

—Prometedme que le perdonaréis; os lo suplico.

—Bien hija mía. Pluguiera al cielo que nunca le hubieses conocido.

—Le perdonáis, ¿no es cierto?

—Si eso puede endulzar tus últimos momentos, sí, le perdono.

Y el pobre anciano articuló estas palabras, como si le abrasasen los labios al pronunciarlas.

—Gracias, padre y señor; ya puedo morir tranquila.

— ¿Y nada más tienes que decirme?

—Sí; que hagáis porque llegue a su noticia que he muerto amándole, que ni un solo instante he olvidado mis juramentos, y que en todas mis oraciones he pedido a Dios perdonase su perjurio.

— ¡Ángel de mi vida! —exclamó Garci Pérez, estrechando con delirio a su hija entre sus brazos.

Pasaron algunos años.

El caserío que habitaba Garci Pérez había perdido toda su animación, toda su alegría.

El desdichado anciano apenas salía de su casa.

De repente esparcióse la voz por aquellos contornos que el rey D. Juan I iba a celebrar cortes en Guadalajara.

El padre de Aldonza llegó a saberlo y preguntó por Alfonso.

El noble caballero acompañaba al Monarca.

Un día D. Alfonso Hurtado de Mendoza recibió un recado de un labrador que quería hablarle.

Poco después Garci Pérez estaba en su presencia.

El tiempo transcurrido y los pesares habían alterado de tal modo su semblante que el caballero no pudo reconocerle.

— ¿Qué queréis?—le preguntó.

—Traeros un mensaje de parte de una muerta.

— ¿Qué decís?—preguntó el caballero estremeciéndose.

—Aldonza ha muerto al saber que os habíais casado, y su último pensamiento ha sido para vos.

— ¡Aldonza!—exclamó Alfonso—como si una luz repentina iluminase su pensamiento. —154—

— Sí, señor; Aldonza cuya fe habéis burlado villanamente.

— ¿Qué decís?

—La verdad, y tened en cuenta que tengo derecho para hablaros así, reconocedme y ved si el padre de Aldonza no tiene derecho para insultar al asesino de su hija.

—¡Garci Pérez!

—Garci Pérez, que no puede vengarse de vos que le habéis arrebatado su ventura, porque ata su mano la súplica, de un ángel. Ahora ya he cumplido su última voluntad.

Sed feliz si podéis serlo llevando con vos el remordimiento de un perjurio.

Alfonso no pudo contestar nada.

La impresión que recibió fue demasiado violenta. Había olvidado por completo a Aldonza, y al saber de repente su muerte se agolpó a su pensamiento la horrible ingratitud que cometiera.

Y desde aquel instante ya no se apartó de su imaginación aquel punzante recuerdo.Ni un detalle, ni una frase se escapó a su memoria, y el remordimiento laceraba su corazón.

Preso de una inquietud perenne y de una agitación que nada bastaba a calmar, cabalgó una tarde sobre su corcel y maquinalmente se dirigió hacia la fuente.

Al encontrarse repentinamente en aquel sitio, todos los recuerdos, todas las emociones de otro tiempo acudieron en tropel a su imaginación.

—Aquí la vi por vez primera,—murmuró abandonando las bridas de su palafrén,—Aquí su dulcísimo acento resonó dentro de mi pecho haciéndome volver a la vida.

¡Cuán ingrato he sido!... Sobre ese mismo asiento cambiamos nuestras primeras frases de amor; allí está la senda que conduce a su casa, donde tanto bien me hicieron y de donde arrebaté la ventura. ¡Oh! soy un miserable, solo he sabido devolver mal por bien!...

Y el caballero abismado más cada vez en sus meditaciones inclinó la cabeza sobre el pecho.

Largo rato permaneció así; hasta que alzando de repente la vista fueron a tropezar sus miradas con la cruz de piedra, acusador testigo de su felonía.

—¡Dios mío!—exclamó,—tú que escuchaste mi juramento, ¿cómo podrás perdonar al que tan villanamente te ha ultrajado ? ¡Pobre Aldonza! al pie de esa cruz yo te ofrecí guardar tu fe y conservar puro e inmaculado el tesoro de tu cariño, y ¡ay, mísero de mí! arrojé aquel tesoro por el suelo y olvidéme de ti. Ángel de paz, tú me devolviste la vida y yo en cambio te he dado la muerte.

En este momento percibióse un fuerte rumor entre la maleza e inmediatamente un perro de una corpulencia extraordinaria apareció en medio de la plazoleta.

Sorprendido por tan brusca aparición el caballo que montaba Alfonso, lanzó un relincho de espanto.

El caballero no se apercibió de lo que ocurría hasta que percibió el movimiento de su corcel.

Fijó sus miradas al rededor, detúvolas en el perro y exclamó:—155—

—El mismo que llevaba Aldonza la tarde que me salvó la vida.

Y olvidándose del terror de su caballo que cada vez iba en aumento llamó al perro gritando:

—Leal, Leal, ¿no me conoces?

El perro que se había detenido mirando con desconfianza al caballero, al escuchar su voz, reconociendo tal vez, con ese poderoso instinto propio de su raza, a su antiguo amigo, se lanzó hacia él.

En mal hora lo hizo. El caballo hizo un brusco movimiento, y dando un tremendo bote arrojó al descuidado jinete contra las piedras de la fuente.

El golpe fue tremendo.

Alfonso no llevaba casco que pudiera resguardarle, y su cabeza fue a chocar con aquellas mismas piedras que años antes le produjeran la peligrosa herida.

La violencia del golpe fue tal que le hizo perder el sentido.

La sangre corrió con abundancia, y el perro lanzó los mismos aullidos que años antes atrajeran a Aldonza.

Más ¡ay! la pobre niña no podía ahora volar en su socorro.

El perro continuaba aullando lastimeramente, mientras la sangre brotaba de la ancha herida del caballero.

Por fin, al cabo de un rato el perro lanzó un gruñido de alegría, apareciendo al poco tiempo un hombre en el claro de la fuente.

Este hombre era Garci Pérez.

El padre, como la hija en otra ocasión, corrió apresuradamente a socorrer al herido. —156—

Más al fijar sus miradas en el rostro de este exclamó con una expresión indefinible.

—¡Justicia de Dios! Es D. Alfonso.

Y cogiendo agua de la fuente roció con ella el rostro del caballero y lavó su herida, diciendo al reconocerla:

¡Oh! de esta no salvará. La Providencia le ha conducido a expiar su crimen en el mismo sitio donde cometió la falta.

Precisamente en estos momentos abrió sus ojos el herido.

Fijólos en Garci Pérez, y al reconocerle murmuró:

— ¡Su padre!...

—Sí, señor; su padre que acude en vuestro auxilio como en otro tiempo lo hiciera su hija.

—Pero inútilmente—contestó el caballero con acento que se debilitaba por instantes,— hoy no hay salvación para mí, ha llegado mi última hora, y solo pido a Dios que me perdone, así como también a vos os demando esa última gracia.

—Tiempo ha que os perdoné—contestó Garci Pérez visiblemente afectado.

—Gracias, ¡cuán noble y generoso habéis sido, y cuan ingrato y miserable fui yo!...

—Tranquilizaos, señor,—repuso Garci Pérez, que comprendía lo que D. Alfonso estaba sufriendo.

—No temáis, cortos son ya los instantes de mi vida. El cielo ha querido castigarme donde cometí la falta... cúmplase su voluntad... No creáis que me aterra la muerte... En el estado... en que me encuentro, la muerte... es el único medio... de unirme... con... aquella a quien olvidé... en la vida...

Y todavía siguió D. Alfonso hablando durante algunos segundos, frases que apenas se percibían.

Garci Pérez no podía prestarle socorro alguno.

La herida era mortal, y cualquier movimiento solo conseguiría acelerar su muerte.

El labriego estaba arrodillado junto a él sosteniendo ligeramente su cabeza. El perro fijaba su inteligente mirada en ambos, como si quisiera adivinar lo que hablaban.

Eran las últimas horas de la tarde.

Entre los árboles se distinguían los brazos de la cruz de piedra, y a lo lejos se percibían, los cánticos religiosos del vecino convento de San Bernardo.

De pronto enderezóse violentamente el caballero.

Buscó con extraviada mirada la cruz, y cayó de nuevo pesadamente, murmurando:

—¡Aldonza!... Dios mío!... Perdón.

—El señor te haya recibido en su seno,—dijo con voz conmovida Garci Pérez.

Y depositando el cadáver en tierra, púsose a rezar al lado del que fue D. Alfonso Hurtado de Mendoza.

Tal es la historia que María Antonia refirió con voz conmovida a Castro, y que este escuchó con profunda atención.

 

FUENTE

Sociedad de Literatos. La vuelta por España: viaje histórico, geográfico, científico, recreativo y pintoresco: historia popular de España, Volumen 1. Barcelona, El Heredero de D.P. Riera, 1872, pp. 139-52.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

[1] Escarcela: bolsa que pende de la cintura como monedero.