DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Las noches del Albaicín. tradiciones, leyendas y cuentos granadinos I. Madrid Tipografía de Huérfanos 1885, pp.62-72.

Acontecimientos
Pacto diabólico
Personajes
Bruja.Higuera encantada
Enlaces
Alcantud, José Antonio González. "Antropología, folclore y literatura costumbrista. El caso de Afán de Ribera." Gazeta de Antropología 1 (1982).

LOCALIZACIÓN

GRANADA

Valoración Media: / 5

El aljibe de la vieja.

Tradición

I

—¡Qué miedo anoche, comadre María! Apenas recé las ánimas[1], dí tres vueltas a la llave del portón y tapé las rendijas de la ventana con los restos de mi último zagalejo.[2]Siquiera pude dormirme pensando si el espanto[3] del aljibe se introduciría en mi aposento.

— ¡Cómo ha de ser, Joaquina! Nuestros pecados llaman a voces el enojo celeste, y estamos abocados a presenciar castigos tremendos. Bien lo dice en sus sermones el padre Benito de San Diego.

— ¿Y no dice también el fraile de nuestro convento vecino que no es regular paguen justos por pecadores? —preguntó con voz estentórea y un poco tomada por el vino, un robusto mancebo con visos de soldado.

— Callaos, hereje; más valiera que cuidarais de acepillar vuestro uniforme, que se lleva todas las noches la cal de la ventana de la Dorotea —63—

— Pues por eso lo digo, santa… mujer. Si no hubiera lenguas maldicientes y ojos que ven visiones, no se escondería mi novia apenas el sol se pone, por miedo a vuestros romances[4]. Pero ya se buscará medio de alentar a las mozas del barrio, y romper las costillas a las fantasmas y a sus procuradores

—Insensato, judío— clamaron ambas mujeres— acercándose al joven en ademán de arañarlo.

Y en esto hubiera venido a parar el caso si los gritos de una porción de muchachos, precursores de la llegada de una anciana, no hubiese interrumpido el poco edificante diálogo.

—¡Que lo cuente, que lo cuente!— La tía Salvadorica lo ha visto- exclamaban las voces infantiles del concurso.

—Diga cuanto sepa, madre Salvadora— añadieron las mozuelas que venían sirviéndola de escolta.

Ea pues, voy a complaceros— respondió parándose en medio del ya formado corro; —dejadme me siente en esta piedra, que recuerda mis primeros años, y hagamos la señal de la cruz para que el espíritu maligno no se goce en ver cómo nos espantan los triunfos de sus inicuas artimaña(s).— 64—

 

II

Pero antes digamos al lector dónde ocurre esta escena. Alumbrada por un sol de mayo, tal como brilla en la poética Granada la placeta del Mentidero del antiguo Albaicín ostentaba, aun en el año 1640, algunos restos del esplendor de aquel populoso barrio. Oíase el monótono ruido de los telares donde se tejían las famosas cintas recibidas con tanto aprecio en América, y las festivas coplas de los trabajadores, la vista de las mujeres haciendo sus faenas en los portales de sus entreabiertas moradas, y el humo del hogar que en tranquilas espirales se elevaba a las nubes, dando un aspecto de alegría y bienestar al cuadro de aquellos pasados tiempos, cuyo contraste puede formar el curioso que recorra hoy los ya descritos lugares.

Reposó un momento la Salvadora, y notando que la concurrencia estaba pendiente de sus labios, con voz agradable, aunque temblona, dijo así:

 

III

Recordaréis que ayer hizo un año que murió la poseedora de aquel huertecillo que —65— da frente a ese pequeño callejón que conduce al escondido aljibe. La pobre María Tomillo no gozaba de la mejor reputación. Sin familia, avarienta, y nada devota, todo su afecto lo cifrada en el huerto, cuyos frutales cuidaba con un esmero sin límites, y defendía furiosa de los ataques de toda esa turba que me escucha. Más de una de vuestras frentes conserva recuerdos de los guijarros que os arrojaba, y algún que otro cuerpo no quedó con hueso sano al caer precipitadamente de las tapias, que franqueara en mal hora.

Sobre todos los árboles, una enorme y copuda higuera gozaba de su mayor predilección. Cada vez que, al madurar el sabroso fruto, las manos profanas de los muchachos del barrio cogían uno de aquellos amarillentos higos, la Tomillo prorrumpía en horribles blasfemias, y su furor no conocía límites. Muchas veces, el señor alcalde del barrio tuvo que apaciguar hondas querellas entre los vecinos, y la época de la madurez de los higos era notada como un principio de guerra civil. ¡Y lo que pueden las malas pasiones, queridos míos!—añadió la narradora—afirman que la María, en un acceso de cólera, al saber que Toñuelo, el hijo del sacristán, que marchó de arcabucero a los tercios reales, le había cogido lo más preciado del fruto, ofreció su alma al diablo con tal de que hechizara el árbol  y nadie pudiese saciar en él sus apetitos.

—¡Qué horror!—exclamaron todos con espanto.

—Pues no paró en eso—continuó la Salvadora. —Lucifer debió escuchar las súplicas de la mala hembra, pues desde entonces la higuera, cuya frondosidad aumentaba cubriendo la fresca cisterna, no se vio privada de ninguno de sus retoños, pues si algún rapazuelo cogía el más blanco y amarillento higo, lo arrojaba al saborearlo, como si hubiese probado el rejalgar[5]. Y al Tomillo, en vez de enfurecerse como antes, se reía irónicamente e invitaba a los aficionados, que huían presurosos del ya no envidiado festín. Y es más: hasta la sombra de la higuera encantada producía tan malos efectos, que quien se guarecía en ella adquiría una enfermedad desconocida. Y quien la contemplaba, divisaba en su penumbra trasgos y fantasmas que flotaban en confuso remolino.

Se sucedían las estaciones; el fruto se conservaba íntegro, y la dueña, cada vez más fosca y terrible, pasaba horas enteras admirándolo —67—. Murió, como sabéis, hace un año, en aquella noche medrosa en que el viento hizo voltear por sí solo las campanas de nuestra parroquia; y por más que se le haya querido echar tierra al asunto, el cuerpo de la desventurada María voló al ser conducida al cementerio.

—Por eso dicen que aparece en el huerto, por eso no se puede asomar ninguna a sus ventanas apenas la noche se apodera de estos contornos— añadió una colorada mozuela que como una estatua había estado escuchando a la narradora.

—A eso voy, Ritilla— replicó aquella —y ahora entra lo más grave de este espinoso asunto. Bien os consta que, armada de mi escapulario[6], no temo a los ángeles caídos, y que mi curiosidad también es de las que necesitan satisfacerse.

—Ahí llaman— interrumpió el soldado, que al principio se manifestara tan incrédulo.

La mirada que le arrojó el auditorio fue tan significativa que calló, y la anciana prosiguió diciendo.

—Hace tres noches, me propuse averiguar la verdadera causa de los rugidos y lamentos que se oían sobre el aljibe. Eran las doce; me —68— asomé a la ventana que domina el huerto, y cuando terminaron las últimas campanadas de la Vela, una sombra de mujer, parecida a la Tomillo, brotó, por decirlo así, de la boca de la cisterna y, columpiándose en el aire, dando agudos chillidos, empezó a dar vueltas de un modo que mareaba alrededor de la higuera, que como por encanto se cubría de sazonado fruto. A poco, otras sombras fueron apareciendo; después otras, todas leves, vaporosas, con rostro humano, y semejanzas a ya difuntos moradores de este barrio, que formando círculo con el árbol, alargaban sus brazos a recoger las dádivas de la poseedora de la heredad. Redoblé mi cuidado y aquellos presentes eran magníficos: unos higos eran de oro, otros de piedras preciosas, y los más diminutos con que brindaba a las sombras más pequeñuelas, deberían ser de dulce, según el ansia con que los acogían los más afortunados. Después, cuando todos parecían satisfechos, la sombra primera empezó un monótono canto, y sus compañeras bailaban girando en torno del encantado árbol, primero pausada,  luego con una rapidez desconocida. Y así continuaron su locura hasta los primeros albores de la mañana, en que la sombra de la Tomillo —69— se convirtió de repente en una espantosa lechuza que, dando un aterrador graznido, se hundió en el aljibe, mientras las restantes sombras, transformándose en feos pajarracos de agudo pico, embestían al árbol, que semejaba lanzar hondos gemidos, despareciendo por el mismo sitio que su funesta precursora.

Yo cerré la ventana medio muerta de susto, y ahí tenéis explicado el ruido que se escucha por las noches, y las visiones que la que deja la luz encendida contempla a través de los agujeros de su vivienda, para perder la dulce tranquilidad del sueño.

Calló la tía Salvadora: los concurrentes se  marcharon medrosos a pesar del sol, y únicamente el aprendiz de soldado guiñó a tres de sus camaradas, y se dirigieron presurosos a la taberna

IV

La noche del día en que se verificó la narración al aire libre, como a las once y media de la misma, cuatro bultos se dirigían a la estrella calleja que desde las Cuestecillas conduce a la placeta del aljibe. Ni luna ni estrellas —70— se divisaban en la celeste bóveda, pues nubes opacas cubrían el espacio, y ningún ruido turbaba el silencio de aquel medroso contorno.

Colocados enfrente de la boca del acueducto los cuatro bultos, que eran Antón el soldado y sus tres camaradas, con paso no muy seguro entornaron la espesa celosía que resguardaba el agujero, poniendo una enorme tranca apoyada en la tierra como para doble seguridad.

—Ahora veremos por dónde sale la Tomillo, y quién es el guapo que pone en consternación al vecindario— dijo el soldado hablando quedo a sus compañeros; —al menor golpe que sintamos, manos a las espadas y hagamos el conjuro con tajos y reveses.

—Conformes, Antón— contestó el de más edad; —pero fortalezcamos el estómago con una docena de tragos, que es una receta de gran valía contra los espantos.

—Pero es señal de poco valor— le dijo otro de los jayanes[7], que se apoyaba en una descomunal espada.

—Ya veremos cuando llegue la ocasión, señor guapo— le contestó el primero, —aunque la noche se pone tan oscura que no se verá el color de tu rostro.—71—

—Silencio— replicó Antón; —pongámonos en esta esquina, que se acerca el momento.

Las tinieblas se aumentaban por grados, un tenue rumor empezó a dejarse oír dentro del  aljibe; y al extinguirse el eco de una campanada de la iglesia cercana, un golpe duro resonó en la celosía.

—¿Qué suena?— se preguntaban temblando los ya acobardados mancebos. ¿No decías, Antón, que era mentira lo que se cuenta, o nos has traído a que nos lleven las brujas?

No estaba más tranquilo Antón; y sin responderles nada les ofreció la bota, de la que sorbieron un crecido trago.

A los dos minutos, otro golpe más fuerte se  hizo oír; apareció una luz pequeña, pero brillante, y una mano de esqueleto se filtró, por decirlo así, por entre los claros de la madera; quitó la tranca, y prolongándose de un modo horrible aquel huesudo brazo, llegó al esquinazo en donde estaban muertos de miedo los cuatro valentones,  y les sacudió la más tremenda paliza que se puede imaginar. Al menos así lo contaban al día siguiente al maese barbero[8] que fue a gobernarles los desperfectos de las espaldas, por más que algunos maliciosos  suponían que aquellos cardenales y chichones eran producidos por las caídas que dieron a impulsos del temor y de los vapores del mosto, en la desenfrenada carrera que tuvo por término el empedrado de la Plaza Larga.

 

V

Corrieron los tiempos; la Iglesia tomó caras en el negocio; se exorcizó al finca, que al pasar a distinto poseedor, cortó y deshizo el arbolado, y se prohibió, bajo pena de excomunión, hablar de aquellos maleficios; pero la Salvadora, con sus gestos, insistía en sus afirmaciones, y la tradición pasó como moneda corriente entre el vulgo, que, al mirar anualmente retoñar la siempre en balde arrancada higuera, decían en voz baja:

—Por mucho que trabajen, el alma condenada de María Tomillo estará dando sus encantados frutos hasta la consumación de los siglos.

 

VI

Nosotros no podemos salir garantes de la verdad de este cuento; pero el incrédulo lector —72— puede subir al sitio indicado, y en una limpia placeta, formada por las tapias de los huertos que la rodean en el frente principal, descubrirán un fresco receptáculo de clarísima agua, con su medio punto árabe, su losa de piedra de Sierra Elvira, que desde tiempo inmemorial es conocido con el gráfico nombre de El Aljibe de la Vieja, donde aún hoy mismo las jóvenes despreocupadas van con sus relucientes cántaros a altas horas de la noche a esperar se presente la sombra que refiere la tradición, repartiendo sus higos de oro.

 

FUENTE

Afán de Ribera, Antonio Joaquín. “El aljibe de la vieja” Las noches del Albaicín. Tradiciones, leyendas y cuentos granadinos I.  Madrid Tipografía de Huérfanos 1885, pp.62-72.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

[1] Rezar las ánimas: los lunes se destinaban en la antigua devoción cristiana a rezar por las Almas del Purgatorio, y para  ello se tocaba la campana de la iglesia del pueblo como recordatorio sobre las nueve de la noche.

[2] Zagalejo: Refajo que usan las lugareñas. (DRAE)

[3] Espanto: en el sentido de fantasma

[4] Romances: en el sentido de habladuría, ficciones.

[5]  Rejalgar:  mineral  integrado por arsénico y azufre.

[6] Escapulario: objeto que representa el manto de la Virgen del Carmen; bajo esta advocación la Virgen promete a S. Simón Stock que todos los que lleven su escapulario  saldrán del Purgatorio, si allí han sido destinados, en el sábado siguiente a su muerte.

[7] Jayán: persona de gran estatura, grosera en su modo de comportarse y de hablar.

[8] Barbero: antiguamente el barbero no sólo rasuraba sino también hacía oficios de enfermero.