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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Iberia (Madrid). 17/10/1857, Año IV n.1012, p.3.

Acontecimientos
Amores trágicos
Personajes
Elvira, Gonzalo.
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LOCALIZACIÓN

OVIEDO

Valoración Media: / 5

TRADICIONES ASTURIANAS.

El Pozo de la Novia.[1]

 

I.

En una  hermosa tarde del mes de junio, cuando el  sol envuelto en una nube de fuego comenzaba a hundirse en el horizonte, y los pintados pajarillos  buscaban  revoloteando un asilo donde pasar la noche, dirigíame desde  villa de Grado, siguiendo la  margen  derecha del río Cubia, hacia uno de los pintorescos pueblos de nuestras montañas.

Nada más hermoso  que contemplar en aquella hora de amor y poesía el pueblo de Grado iluminado por los  últimos rayos del sol poniente, elevándose orgulloso sobre una de las vegas más risueñas  de nuestra provincia, y rodeado de cien pintorescas aldeas. Para que nada falte a tan bello  panorama, aparece el Cubia, que después de gemir entre elevadísimas montañas cuyas crestas parecen rasgar los cielos, viene a solazarse un momento entre la  feraz vegetación que rodea la villa para ir bien pronto a rendir el tributo de sus puras y cristalinas ondas en las del grave y majestuoso Nalón.

Completamente abstraído en la contemplación de tan bello paisaje, había recorrido la mitad de mi camino, cuando uno de los aldeanos que por casualidad me acompañaba, vino a sacarme de tan agradable distracción, diciéndome al señalarme un punto del río:

—Este sitio, señor, se llama  el Pozo de la Novia.

Picó mi curiosidad el nombre  y rogué a mi acompañante que me indicase la causa de tal denominación.

—Voy a contárosla, —me respondió el complaciente campesino.

 

II

 

—Había, hace largo tiempo, un poderoso señor que cansado de habitar entre el tumulto de la corte se había retirado a uno de sus hermosos palacios situado en estas cercanías, y cuyas derruidas torres se conservan aún. Viudo hacía algunos años, habíale quedado de su matrimonio una hija única, heredera de sus cuantiosos bienes.

Elvira, que este era su nombre, tierna flor condenada a vegetar entre estos breñales, era una joven de diez y siete años, hermosa sobre toda descripción. Entre las pocas personas que  frecuentaban el palacio del opulento señor hallábase un hidalgo vecino, de apuesta y elegante figura, pero pobre de bienes.

Elvira y Gonzalo, así se llamaba, viéndose frecuentemente, y ambos en esa edad en la que el amor es una necesidad del alma llegaron a idolatrarse con todo el frenesí de la primera pasión.

Tan cierto es que el amor, el más bello de los  sentimientos que brotan del corazón del hombre para convertirle este mundo de miserias en un verdadero paraíso, no respeta diferencia de rangos ni de fortunas, ridículos valladares que intenta oponerle nuestra sociedad...

En tanto que estos amores permanecieron ocultos para el padre de Elvira, rápidos y felices se deslizaban los días para nuestros amantes.

Jóvenes cuyos corazones se abrían por primera vez a la influencia del amor, solo consideraban el porvenir a través del hermoso prisma de sus ilusiones.

¡Benditas sean las ilusiones de la juventud!

Sin ellas la vida sería lo que un árbol despojado de su frondosidad; lo que un cuadro de sus colores...

Pero no divaguemos. En medio de la felicidad que rodeaba a nuestros jóvenes, había un presentimiento doloroso, cómo la realidad siempre que viene a destruir nuestros ensueños de ventura.

—Elvira, —dijo un día el enamorado hidalgo; yo  soy pobre, tú rica, ¿si tu padre me negase tu mano, la única que en este mundo puede hacerme feliz, qué haríamos?

—¡Oh! no lo hará, Gonzalo, porque le demostraré que tú eres mi esperanza, tú el único bien que vislumbro en esta vida; pero si lo  hiciese mi deber de hija me mandaría obedecerle; te juro, sin embargo, que si no llego a ser tuya, no perteneceré jamás a otro hombre

 

III

Los tristes presentimientos del joven no tardaron en realizarse. El opulento señor llegó un día a conocer la pasión de su hija, y orgulloso como la mayor parte de los de su clase juzgó un borrón para su sangre semejantes relaciones.

Siempre los privilegios sociales han violentado los más naturales movimientos del alma humana y han roto el concierto y armonía que existe en la creación.

Así fue que el altivo  señor dijo un día a la tierna joven:

—Elvira, sé que amas a Gonzalo, a ese joven que, si bien honrado y de talento, no podrá nunca ser digno de poseer tu noble mano. Te tengo preparado otro esposo, y dentro de un mes se verificará vuestro enlace.

Un rayo caído a los pies de la joven no hubiera sido para ella tan terrible como semejante  manifestación. En vano aquella pobre niña, herida en sus ilusiones, la parte más sensible de un alma virgen, lloró y suplicó; la voluntad de su padre permaneció inflexible.

Gonzalo vino aquella noche a casa de su amada creyendo encontrar en ella dulces momentos de felicidad. Una terrible noticia debía destrozar su corazón. Elvira, triste y abatida, enteró a su amado de la invariable determinación de su padre.

Renunciamos a describir cuánto sufrió en aquel momento el desgraciado joven al ver desvanecerse sus ensueños de felicidad. Hay dolores tan intensos en la vida humana, que cuanto sobre ellos pudiera decirse no será más que pálido bosquejo de la realidad.

—Te conozco, Elvira, dijo el joven después de un largo silencio; sé que eres incapaz de faltar a tus deberes de hija, y por lo mismo no volveré a entrar en esta casa. Al darte mi último adiós te prometo rogar eternamente porque tu esposo te haga tan feliz como desearía hacerte yo.

—Y yo te prometo cumplir mi juramento, exclamó Elvira; seré tuya o no seré de ningún hombre.

Y aquellos dos jóvenes, formados el uno para el otro y cuyo destino era amarse eternamente, lanzáronse por la última vez una mirada que encerraba un mundo de amor y de desesperación....

 

IV

Pasó un mes, y Elvira veía acercarse con fatal rapidez la hora de su enlace. Este instante que abre para otras mujeres una era de felicidad era para la desgraciada joven el más cruento de los sacrificios. El hombre que le había destinado para esposo hallábase ya en el palacio.

Era un ser de antipática fisonomía y entrado en el último tercio de la vida. Dedicado exclusivamente al fomento de sus cuantiosos bienes había dejado extinguirse en su corazón las más tiernas emociones de la criatura humana. Viendo en Elvira un de aumentar su ya fabulosa riqueza, ni reparaba en los encantos de su edad, ni en las seducciones de su belleza; solo llamaban su atención los numerosos servidores y vastos territorios sobre que iba a extender su dominación. Y al comparar Elvira, a cuyo ingenio no se  ocultaba nada de esto, la ternura y noble desinterés de su amado con la frialdad y miras egoístas de su futuro esposo, no podía menos  de odiar a éste tanto como amaba a aquel.

Llegó por fin el día designado.

Elvira, a cuyos labios hacia tanto tiempo asomaba una sonrisa, presentóse a la sagrada ceremonia radiante de felicidad. Había, sin embargo, un no sé qué de terrible en aquella dicha repentina. Terminóse la ceremonia,  y los juegos y fiestas ocuparon lo restante del día.

La noche había envuelto en su negro manto todos los objetos cuando la desposada, aprovechando una ocasión favorable, salió sola de la casa de su padre.

La noche estaba tempestuosa.

Negros nubarrones se apiñaban en el horizonte, y reinaba en la atmósfera una calma sofocante, seguro indicio de grandes tempestades. Fugaces relámpagos surcaban los cielos.

La delicada joven seguía en tanto su camino sin advertir siquiera que la tormenta rugía sobre su cabeza.

Llegó por fin al borde de un pozo, y al contemplarla allí a la fatídica luz de un relámpago pálida como la muerte y envuelta en sus blancos y flotantes vestidos, hubiérasela creído una aparición sobrenatural.

Hubo un momento en que la lucha pareció agitarse en la mente de la joven.

Echó por fin una mirada hacia la casa que habitaba Gonzalo, murmuró una protesta de amor, y lanzóse en el río al mismo tiempo que un  trueno espantoso resonaba en el espacio.

Al día siguiente el cadáver de la desgraciada Elvira flotaba sobre las tranquilas aguas   del río.

Desde entonces los habitantes de estas cercanías  llaman a este sito el pozo de la novia

Así terminó el aldeano su trágica relación dejando mi espíritu preocupado  para el resto de la corta expedición.

 

Trubia y 6 de octubre de 1857, Manuel Fernández Ladreda

 

FUENTE

Fernández Ladreda, Manuel, “El pozo de la novia”,   La Iberia (Madrid). 17/10/1857, Año IV n.1012, 3. Álbum de la Iberia.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

[1] Damos cabida en esta sección de nuestro diario al siguiente articulito, escrita por un joven de corta edad que, amante de las tradiciones de su país  ha querido darnos a conocer la siguiente que no carece  de interés. J. de la Rosa.