DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Ilustración Artística, (Barcelona) nº 190, 17 de  agosto de 1885. pp. 259 y 262.

Acontecimientos
Amores trágicos.Suicidio del amante (el salto).
Personajes
Alfonso VI, Isabel y Diego Bernáldez
Enlaces

LOCALIZACIÓN

PRIORIO

Valoración Media: / 5

El salto del paje.

Leyenda de Asturias.

 

I

 

Cerca de los conocidos baños de Caldas, de Oviedo; a una legua de esta capital, orillas del Nalón, y dominando gran parte de la feracísima vega llamada de la Llera, hace poco atraían poderosamente la atención del viajero las ruinas de un castillo feudal, que en la actualidad se ha restaurado a la moderna, llevando su antiguo nombre de Priorio.

No voy a recordar su historia; para mi objeto nada necesito investigar ni en apolillados pergaminos ni en páginas menos cubiertas de polvo. Las revelaciones de archivos y bibliotecas no son de más valor que las de un libro universal y misterioso, familiar y sagrado, cuyas páginas, grabadas en el corazón del pueblo, brillan a la luz de la Poesía, para guiar a la Historia en su paso majestuoso; las del libro de la tradición.

Después de escucharla de labios de campesinos, en el fantástico tono inspirado por las imágenes de ternura y de horror que se aparecen y que se tocan en la lobreguez de una noche de invierno, la he leído igualmente grabada en los pardos muros del castillo y sobre un peñasco prominente, a la orilla del río; sitio a que llaman «El salto del paje,» no lejos de donde cruza la barca de San Juan de Caces.

Así, pues, invocando a la Poesía y a la Historia, ya me tiene el lector en el caso de satisfacer su curiosidad; en la inteligencia de que, si me atrevo a ofrecerle una leyenda interesante y conmovedora, no ha de calificarme de vano por este atrevimiento, puesto que cae todo bajo la responsabilidad de aquellos reveladores.

Ahora retrocedamos al siglo XI.

 

 

II

 

Al expirar una tarde de abril, doña Isabel Bernáldez aparecía asomada a la ventana más baja del torreón del mediodía, en el castillo de Priorio. Fijos en la inmensidad del cielo sus azules ojos, con la atracción que existe entre dos seres igualmente bellos, revelaban la vaga inquietud de la esperanza, detenida en su vuelo quizás por los abrojos de la tierra.

Vestía un brial de seda carmesí, recamado de oro, y ceñía su talle un corpiño de terciopelo negro. Una sencilla diadema de perlas contenía la de su exuberante cabellera dorada, y era tal la hermosura y la gentileza de sus formas que daban a los ricos adornos mucho mayor realce del que recibían.

Debía respirarse ambiente de ilusión en torno de aquella dama, y con su encanto podrían disiparse recelos y acallarse penas. Pero sin duda su magia no alcanzaba al personaje que, inmóvil y cruzado de brazos, a su espalda, seguía con ojo centellante los movimientos de su gallarda cabeza, como intentando adivinar el objeto de sus pensamientos.

Adusto como la adversidad, sombrío como el remordimiento, aquel personaje, cuya edad parecía encontrarse en un otoño vigorosísimo, por más que las escarchas de invierno prematuro blanquearan sus cabellos, habría recordado a observadores atentos una de esas estatuas que suspenden el ánimo del viajero sobre las ruinas abandonadas de algún monumento de la Antigüedad.

Estaba armado, teniendo la cabeza descubierta, y ostentaba una excelente cota de malla, en vez de la incómoda armadura; bien que, en tal caso, la incomodidad no habría pesado mucho en aquel cuerpo atlético.

Era don Diego Bernáldez, uno de los caballeros más distinguidos de la corte de Alfonso VI y que a la sazón descansaba de las fatigas de la guerra en su castillo de Priorio.

—¿Qué es lo que tanto distrae tu atención, Isabel?—dijo pausadamente el adusto caballero, después de un rato de inmovilidad y silencio.

—¡Ah!... ¿estabas tú ahí, padre mío?—exclamó la joven volviendo rápidamente la cabeza, con rubor, producido sin duda por la sorpresa, y fijando en él sus ojos con aire de infantil reconvención.

—¿Es hoy desagradable para ti mí presencia?

—¿Y te ocurre preguntarme eso, como si hoy hubieras olvidado el cariño de tu Isabel?... ¡Me asustas!...

—Alguien se asustaría menos que tú de mis palabras y de mis sentimientos; y, respecto a cariño olvidado, cuida que la idea no se te ocurra a ti sola.

—¡Padre!... Me has preguntado qué es lo que distraía mi atención; y sin darme tiempo para contestarte, vuelves a hablarme para reprender... No sé... no sé por qué motivo me reprendes.

Al terminar esta respuesta las azucenas del rostro de la joven convertíanse en rosas purpurinas, como desmintiéndola.

Don Diego Bernáldez no dejó de reparar en tan hermosa contradicción, viéndose su amor propio de padre a la vez halagado y castigado. Sentía celos de quien se atreviera a robarle los pensamientos de su hija, y se enorgullecía de haber dado la existencia a una criatura tan peregrina.

Con tono solemne, y sin dejar un instante de contemplarla, por estudiar el efecto de cada una de sus palabras, la dijo:

—La verdad, Isabel, no puede ocultarse fácilmente bajo el espejo de la inocencia; y tú nunca te atreverías a revelármela, sabiendo cuánto me disgusta. Porque tu candoroso corazón ya no late inquieto por idear nuevas muestras de ternura filial: tu inquietud procede del desvelo de una pasión. Tú amas ciegamente a quien no es digno de ti, a quien no debes amar, a quien no quiero que ames.

La severidad, la energía con que hablaba el señor de Priorio aterraron a su hija. Pálida y temblorosa alzó los ojos al cielo, y como reanimada ante la serenidad del inmenso azul, balbuceó lo siguiente;

—Yo no he creído ofenderte; no te he engañado, padre mío.. Si él fuese indigno, ¿cómo hubiera podido amarle yo? Y si lo has descubierto, si sabes cuánto sufro por este amor, sabrás también cuánto escondo mi sufrimiento por sonreír siempre a tu cariño, porque no sufrieses tú por causa mía.

—¡Desventurada!... ¿No ves que esa confesión es quizás la sentencia de muerte de tu amante?... Temerario es tu atrevimiento... ¡como el suyo!...

—¡Padre!

—No me des ese nombre hasta que estés dispuesta a obedecerme sin contrariedad alguna, ¿Oyes? te mando que desistas de tu insensata pasión. Tú, la descendiente de una raza ilustre y sin mancha; tú, la virgen nobilísima de los valles de Asturias, tan noble como la misma Reina; tú, la hija mía, no puedes bajar los ojos hasta un aventurero extraño, sin cuarteles ni divisa en su escudo, y que vive tan sólo de la munificencia que usa el Rey con todos sus criados.

—No está tan bajo como supones el paje favorito de Alfonso VI, que nunca le hubiera admitido en su servicio a no saber que es caballero y que de familia de caballeros procede. ¡Germán no es indigno, no, padre mío!...

Estas palabras fueron pronunciadas por Isabel con tal calor y firmeza que habrían desconcertado al señor de Priorio, si en los mismos momentos no le preocupase la aparición y desaparición repentinas de una figura humana por la opuesta ribera del río. La vio desvanecerse entre la espesura de los árboles vecinos, produciendo un rumor acompasado, que tenía las apariencias de una señal.

Don Diego miró a su hija, y ella, azorada, apartó sus ojos rápidamente de la espesura misteriosa.

—¡Defiéndele... que pudiera oírte, y él no ha de ser tan ingrato como tú!...

—No, replicó Isabel, y el irritado caballero añadió:

— Pero aguarda... aguarda... que muy pronto, ¡vive Dios! voy a saberlo.

Y sin escuchar los ruegos, y sin atender a las lágrimas de la doncella, salió de la estancia con ademan amenazador.

Poco después el eco de sus pasos llegaba desde la sala -262- de armas del castillo a helar la sangre en las venas de la amante.

 

III

Luego en movimiento simultáneo, Isabel avanzaba su cuerpo fuera de la ventana, agitando febrilmente un pañuelo blanco, y sobre la ribera del Nalón apareció la misteriosa figura.

Y no habrá lector que no suponga que era un mancebo bizarrísimo[1].

Nada más gallardo que su cabeza, tipo griego, de perfil muy correcto, realzada por una gorra de terciopelo azul celeste, con galón de oro, del cual partía, ondeando al viento, una pluma de garza, sujeta con un rico joyel.

La extremada blancura de su cutis revelaba la pureza de su sangre goda, mientras que el negro de su abundante cabellera, esparcida en rizos sobre sus hombros, pudiera dar envidia a la hija más privilegiada del Oriente.

Pardos y rasgados sus grandes ojos relampagueaban de amor, midiendo el ancho espacio que de su amada le separaba con la noble audacia que idealiza a los héroes.

Alto y admirablemente proporcionado, no era necesario verle ciñendo sobre el traje airoso de paje del Rey la larga espada del caballero para comprender la hidalguía de sus sentimientos.

Pero observemos su acción.

Despojándose galantemente de su gorra, se adelanta hasta el pie de la torre, sin reparar en que, al propio tiempo que las miradas de Isabel le regalan con mayor ternura que nunca, con ademán no menos elocuente le pide que huya de aquellos lugares, donde grave peligro le amenaza.

Como no es de mucha consideración la altura de la ventana, sin gran esfuerzo puede llegar a ella la sonora voz del paje; a lo que concurren también el silencio de la tarde que expiraba y la soledad del sitio.

—¡Isabel!...—exclama con ardor,—¿por qué me pides lo que me es imposible hacer? ¿cómo crees que habré de huir de lo que me arrebata y me fascina? ¿por qué llamarme tus ojos con tan dulce encanto, para sufrir ahora esta cruel decepción?

—Porque quiero salvarte, Germán, porque mi padre te ha visto; no ignora nada, y acaba de dejarme, lleno de ira... ¡Huye, Germán, por la Virgen de Covadonga! ¡Huye por mi amor, por nuestro amor!

Y fijaba sus ojos, arrasados de lágrimas, en los ardientes ojos del paje.

—¡Huir, amada de mi corazón, cuando los acentos de tu pena me infunden un ánimo sobrehumano!... ¡Huir, por miedo a la muerte, cuando es toda mi vida la que miro reflejarse en el puro espejo de tus lágrimas! ¡Ah! La amarga pena que me anuncias no puede producir un llanto tan hermoso!

—¡Cesa, por piedad, que tu acento me trastorna, y acabaría por perder el valor de suplicarte que me obedezcas!..

— ¡Viéndote y escuchándote así, mi Isabel, entre las embriagadoras caricias de la esperanza, mi muerte sería envidiada por los ángeles!...

—Huye, porque si no...¡nos separarían para siempre! Por última vez obedéceme, porque te adoro, y aunque te alejes, a donde quiera que vayas te han de acompañar mis suspiros... Pero ¡Dios mío! ¿aún permaneces ahí?¡Tú no me amas!

— ¡Déjame un momento nada más!

—¡Germán, que este momento va a ser nuestra perdición!... ¡Mira... mira!,.. ¡Ya es tarde!...

En efecto, el castellano de Priorio llegaba en aquel momento, al galope de un soberbio corcel, haciendo inútil toda tentativa de evasión.

Bien que el sorprendido amante no manifestaba tampoco el menor impulso de intentarla.

Al mismo tiempo Isabel se retiró de la ventana, como animada por una resolución salvadora, exclamando:

—Primero tendrá que descargar toda su cólera sobre mí.

 

IV

 

El paje de Alfonso VI, cual si una fuerza sobrenatural le mantuviera enclavado al pie del muro, no dio ni un solo paso para librarse del peligro inminente en que se hallaba: ni siquiera se le ocurrió dirigir la mano a la empuñadura de su espada.

Inaccesible al temor, todo su afán se reconcentraba en Isabel, y en lo que podría significar su manera de desaparecer de la ventana.

Don Diego descabalgó a dos pasos de él y prorrumpió en estos términos:

—Atrévete a decirme a mí tus pretensiones insensatas, aventurero procaz, y a dónde osan llegar tus pensamientos, que, ¡por Santiago! te juro que no habrás de repetírmelo.

—Reportaos, caballero,—repuso Germán, viendo que a la vez desenvainaba su espada.—Yo no os ofendo; y no ha de ser tan insensata mi audacia cuando a vuestros insultos respondo sin cólera. Si hubieseis tardado en preguntarme el alcance de mis pensamientos, yo me habría apresurado a participároslos; y hubiera ido a suplicaros que no tuvieseis por indigno de vuestros blasones el honroso objeto de mis esperanzas.

—¡Calla, temerario, que harto es ya lo que acabo de escucharte! ¿Has medido bien tú la distancia que hay de tu miserable origen a la altura que pretendes? ¡Germán Riberalta, el hijo no reconocido por su padre, el fruto infame de una ¡bastardía!...

—¡Callad... o ¡por el cielo! que, sin reparo a vuestras canas ni al sagrado puesto que ocupáis para mi corazón, os arranco la lengua!...

—¡Prueba a hacerlo, villano!

Y el señor de Priorio cerró con furia terrible contra el paje, quien sin escudo y sin armadura, milagrosamente pudo evitar los primeros golpes con la hoja de su espada, y gracias a su temple toledano.

— ¡Atrás!—gritó a su agresor con voz estentórea, y sin ceder una pulgada de terreno.—¡Yo no quiero ofenderos, yo no puedo heriros, porque mataría mi felicidad!...

¡Vos infamáis la santa memoria de mi madre, y yo no quiero echaros en cara la desigualdad de este combate: todavía no os he dicho que, si me dais muerte, os pondréis al nivel de un asesino, vos, el noble señor de Priorio!...

Pero cegado por la cólera, don Diego no le escuchaba, y aún redobló sus golpes,

La sangre de Germán corría ya por algunas heridas, y sin embargo, continuaba limitando su acción a la defensa.

De repente abrióse con estrépito la puerta principal del castillo, dando paso a una nube de pajes y escuderos, que conducían a Isabel en una litera.

Al observar cuál la palidez de su semblante se confundía con la blancura de su cendal, viendo la inmovilidad de su cuerpo, sin reparar en las lágrimas silenciosas que por sus mejillas se deslizaban, ninguno diría sino que aquellos hombres conducían a un cadáver.

 

V

No se calmó don Diego ante aparición tan imprevista.

Mandó a los conductores que se retirasen, e inmediatamente lo hicieron, depositando la litera a pocos pasos del lugar de la lucha, no sin muestras de compasión por su joven y desolada señora.

Inmediatamente la apostrofó con expresiones durísimas que causaron estremecimientos de indignación en el generoso mozo. Isabel se irguió majestuosamente, y descendiendo de la litera con la resolución de una mártir exclamó:

—Padre mío: vengo a evitar que tu enojo contra mí sea causa de una gran desgracia... ¡Mía es la culpa de amarle! ¡toda mía!... ¡Impón el castigo que te plazca a tu infortunada hija!... Pero... ¡Virgen santa! ¿qué has hecho?

Y hubiera caído al suelo desmayada, si Germán, que voló a sostenerla, no hubiese podido recibirla en sus brazos.

Era que acababa de ver la sangre que tenía el vestido de su amante.

— ¡Aparta, fuera!...—prorrumpió don Diego, blandiendo la espada a dos manos, al ver que los brazos del joven sostenían el cuerpo de su hija,—que tu bastarda sangre no la...

No pudo decir más. Fuera de sí de furor el paje, lanzó un rugido de venganza, fulminando su acero al pecho de su ofensor; y la finísima hoja, a pesar de encontrarle bien resguardado, le atravesó de parte a parte.

El señor de Priorio cayó exhalando un sordo gemido, como a árbol secular herido por el rayo.

Al siniestro rumor acudieron las gentes del castillo, y algunos hombres de armas se arrojaron sobre Germán, que, embargado por el horror de su acción, miraba de hito en hito al cadáver, cual esperando que reviviera.

Pronto le hicieron volver en su acuerdo las imprecaciones de aquellos hombres, y colocado entre el cadáver del padre y el cuerpo inanimado de la hija, dispúsose a vender cara su vida.

Principió el combate, cuyo fin no era difícil prever, atendida su inmensa desigualdad, por más que el valor heroico y la admirable destreza de Germán pudiesen tener un tanto a raya la ferocidad de sus adversarios.

Dos de ellos habían mordido ya el polvo, y nuevas heridas debilitaban el vigor del joven, cuando Isabel despertó de su letargo.

Con un gesto, con una sola mirada libró a su amante de sus acometedores, que a considerable distancia se apartaron.

Pero ella no había visto aún el cadáver de su padre. Cuando sus ojos le encontraron, aquella joven ven dulce y tímida, en vez de caer anonadada para no volver a levantarse, mostró de repente una energía y un valor que pudieran envidiar caracteres viriles.

Sin duda se hablan agotado sus lágrimas, o afluyeran todas a su corazón, porque no lloró más. Arrodillóse ante el cadáver, besó sus manos con augusta veneración; permaneció un momento murmurando una plegaria, y levantándose en seguida entre el religioso silencio que la acompañaba, ordenó con imponente ademán a los hombres de armas que se apoderasen del matador.

Atónito Germán, protestó que él no entregaría su espada sino a ella, puesto que allí no había un noble para reclamarla; y unió la acción a la palabra, pidiendo perdón para su crimen, aunque mandase arrancarle la vida, y que tuviera en cuenta la fatalidad que le había impulsado

—Ansío y merezco la muerte,—dijo,—pero... ¡no me maldigas, Isabel, no me aborrezcas tú!,..

Y Germán lloraba.

Y ante este llanto, el que se había agolpado al corazón de la huérfana salió al fin, rompiendo su dique, en dos torrentes de lágrimas que cayeron abrasando al mancebo.

—¡Me amas todavía!...—prorrumpió él con exaltación sublime, sin reparar en el cuadro que a su alrededor se desplegaba, desde la humeante sangre de don Diego hasta los rostros aterrorizados de los habitantes del castillo.

—¡Imposible!... ¡Imposible!,.. ¡Aparta... que has muerto para mí!...—dijo Isabel, cubriéndose el semblante con las manos, y en un acento que parecía el eco de la justicia divina.

Al oírlo alzóse Germán, poseído del vértigo, y murmurando “¡Adiós para siempre!” se lanzó frenético en dirección al cercano río, sin que nadie se atreviese a contenerle.

Momentos después su cadáver era arrastrado por la impetuosa corriente, y las doncellas y dueñas de Isabel tenían que pedir auxilio para sujetarla y acallar sus gritos, ya espantosos, ya lastimeros.

La desgraciada tan pronto lloraba como reía.

Se había vuelto loca

  *****

Las tradiciones populares, sobre todo las que ofrecen un colorido tan dramático cual la que acaba de referirse, no caducan jamás. Cada nueva generación que pasa refresca y aviva el recuerdo legado por su antecesora.

Ni en las inmediaciones de Priorio ni en toda la vega de la Llera hay un solo campesino que no pueda referir al viajero la historia del paje de Alfonso VI y de la hija del castellano de Priorio, y que no muestre con piadoso interés la peña de donde se arrojó al río el heroico mancebo.

Y aun algunos se empeñan en creer que, en prueba de la sangre que iba vertiendo, subsisten indeleblemente ciertas manchas oscuras sobre aquella roca.

Y es muy posible que, conforme no se ha olvidado la leyenda, no se haya borrado la sangre.

 

FUENTE

García Real, Luciano, Tradiciones y leyendas españolas, Barcelona: Tasso, 1899, p.259. Antes publicado en Ilustración artística. 5/1/1885, p.3, y  Álbum salón. 9/1/1898, p.12.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

NOTAS

[1] Bizarro: valiente, generoso, brillante.