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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Cruzada (Madrid). 29/8/1868, n.º 79, página 5 vol. 2-3, pág.278-279

Acontecimientos
Crimen del notario de Tuñón.
Personajes
Reyes Católicos, Diego de Prada, Elena Vázquez de Quirós.
Enlaces
De Castro Valdés, C.G.,  & González, S. R. (2014). “Los Castillos de Proaza”. Arqueología y Territorio Medieval, 5.
Lasso de la Vega y López de Tejada Saltillo, Miguel (marqués del), Francisco Javier Pérez de Rada y Díaz Rubín Jauregízar (marqués de), Linajes y palacios ovetenses: datos para su historia, Ediciones Hidalguía, 1992 –pp.88-90.
 

 

LOCALIZACIÓN

TUÑÓN

Valoración Media: / 5

La cueva del notario

(Leyenda histórica)

I

Agitábase aún bajo la poderosa planta de los Reyes Católicos la hidra[1] del feudalismo español, ya moribunda, cuando las quebradas montañas del  Principado de Asturias fueron teatro de una de las más sangrientas escenas que dieron jamás en espectáculo al mundo los hombres de hierro que florecían en aquellos tiempos de alteración y revuelta. Postrer adiós dado sin duda a aquellas breñas por las costumbres que a su sombra y amparo se habían desarrollado y, que terminada su misión guerrera, dejaban el puesto a otras más en armonía con las ideas de orden y justicia que llevaba en su seno la magnífica institución de la monarquía. Parto glorioso de gestación tan trabajosa.

No fue, por cierto, fratricida lucha de raza ni de clase la que así vino a turbar con sus guerreros ecos el silencio de las dilatadas vegas que surcaban la cuna de la reconquista española; pues cuando el peligro aprieta, cerniéndose, ya sobre una institución, ya sobre una familia, los hasta entonces divididos miembros se unen y traban con los estrechos lazos de la común desgracia para oponer así mayor resistencia al  general enemigo y universal contrario. Y, alzábase ya fuerte y poderosa la diestra del monarca, en los tiempos a que nos referimos, para que el noble pensara en guerrear con el noble, ni el perlado con el perlado[2]. Antes por el contrario, unidas las huestes, volvían los fierros[3] de sus lanzas contras las milicias de los concejos y gente del estado llano, asiento y escabel sobre que se elevaba la autoridad real para decretar su destrucción y ruina. Y es fuerza confesar que no iban en ello —278— del todo descaminados, pues viendo los plebeyos cerrado casi para ellos el camino de las armas, hubieron de abandonarlo algunos por completo, para emprender el menospreciado de las letras, creando así el tipo de letrado, que tan fatal había de ser más tarde al feudalismo, y tan favorable en demasía al poder y a la autoridad del monarca. Y tanto es así  que entre un caballero de ilustre familia  y un letrado, deudo suyo, tuvo lugar la sangrienta escena que referir nos proponemos

 

 

II

Como a las dos de la madrugada serían, cuando a la cárdena luz con que los relámpagos iluminaban el valle y la montaña, que cercan el lugar de Prada[4], veíase descender desde el castillo feudal que coronaba la cima del monte hasta el comienzo de la vega, una unida cabalgata,  compuesta de homes de armas[5], y a cuya cabeza marchaba el valeroso D. Diego Vázquez de Quirós, Señor de horca y cuchillo[6]; cabe él y en poderosos corceles caminaban sus hermanos D. Alonso y D. Andrés, vástagos todos del a misma casa y familia.

—Por mi vida, que me las ha de pagar el tal Notario — exclamaba enfurecido D. Diego.

—Poca es su sangre para lavar tal ofensa— murmuró D. Alonso.

—Poca o mucha, por Dios, que la he de verter toda, — respondió D. Diego.

Y en tan sangriento diálogo entretenidos, fueron perdiéndose poco a poco por entre las espesas sombras de la noche y las corpulentas hayas de los campos.

 

III

Dejémosles caminar meditando en su sanguinaria venganza, y trasladémonos al concejo de Sto. Adriano y en el interior de una mezquina choza.

Al pie del fuego, que ya estalla en mil lucientes y brillantísimas chispas, como se alza ondulante y sereno, símbolo exacto de la suerte del hombre, que así se revuelve en agitadas convulsiones, como se levanta tranquilo de su postración y abatimiento, duermen tranquilos nueve paisanos provistos de ballestas de caza y bien afiladas jaras. Y allá, en el fondo de la cabaña, apuran juntos las primicias del amor, el notario Tuñón y su mujer Elena Vázquez, recién casados contra la voluntad de su familia y huidos de su casa para la celebración del matrimonio. Un enorme mastín duerme enroscado a los pies de los amantes.

Silbaba el viento alrededor de la choza con sin igual coraje, cuando levantando lentamente su pesada cabeza, lanzó el corpulento mastín un dilatado ladrido que resonó en toda la choza.

—Calla, Leal— exclamó el notario golpeando con el pie a su vigilante custodio.

Alzó los ojos el perro, contemplando con cariño a su amo, y como este siguiera conversando en apagada voz con su señora, torno a sepultar su cabeza entre sus robustos brazos.

Pero de pronto, volvió a levantarse, sacudiendo sus entumidos miembros, y comenzó a ladrar con tal ahínco y furia, que los labradores despertaron espantados.

Era tiempo: un humo denso y blanquecino comenzaba a penetrar por entre las rendijas de la puerta, y a los gritos de los paisanos respondió la algazara de los homes de armas de D. Diego que, contemplaba el progreso seguro del voraz incendio.

—Somos perdidos— exclamó el notario, y –asiendo a su mujer por al cintura, saltó por  una ventana seguido de su fiel mastín y los demás labradores.

Al amparo de la oscuridad profunda que todavía en rededor reinaba, pudieron, sin ser vistos, ganar la montaña y empezar a trepar por sitios inaccesibles a la caballería, ansiosos de ganar una cueva que en los flancos de la montaña se abría.

Cercanos a su tortuosa entrada se hallaban, cuando la blanca columna de humo que de la choza se alzaba, trocóse de repente en deslumbradora columna de fuego que derramó vivísima claridad en todo el valle y destacó el temeroso grupo de entre las sombras que velaban la escarpada roca.

—Por mi nombre, que se nos huyen— exclamó D. Diego, clavando sus acicates[7] de acero en los ijares[8] de su corcel.

—¡A ellos, a ellos!, —gritaron D. Andrés y D. Alonso, y prendidos de su hermano y seguidos de sus homes de armas, embistieron tras de los fugitivos que, viéndose de tal manera apretados, despidieron tal nube de saetas y de piedras, que, dando en tierra con muchos caballeros, pudieron guarecerse de la cueva en tanto que los otros se reponían.

Fortificados los unos y apresados los otros para el ataque comenzaron a ofenderse con armas arrojadizas y piedras, con gran daño de los sitiadores y poco de los sitiados que tras de la peña se guarecían. Pero ganada que fue por los hombres de D. Diego la altura de la Peña, comenzaron a cortar árboles y rodarlos hasta —279— la entrada de la cueva, con ánimo manifiesto de renovar su intento de abrasarlos. Visto lo cual por los de adentro, comenzaron a hacer gran llanto y a confesar en alta voz sus pecados y a pedir a Dios por sus pecadoras ánimas. Bramaba el notario, no hallando medio de salud y defensa contra el nuevo ataque que contra él se preparaba, y afligíase en gran manera al considerar la terrible muerte que le esperaba tanto a él como a su mujer y vasallos; y viendo ya el peligro tan cercano, resolvieron entregarse, para lo que Elena de Quirós, salió a la boca de la cueva, y puesta sobre una gran piedra, les enderezó esta razonada plática:

— Hermanos míos, bien veis y Dios es testigo de la sinrazón con que perseguís a mi marido  señor, pues si lo es, fue por ser así gusto mío y de Dios voluntad mas, ya que tan duramente nos perseguís y tan apercibidos para nuestro daño os veo, recibidnos en vuestro poder y mano, así a los que a mi marido acompañaban. Que Dios será servido en hacer conforme a su voluntad.

Más Diego, su hermano, con rostro encendido en ira y coraje repuso:

— Tiempo era ya, mi señora hermana, que  a vuestro hermano acudiéseis, como a guardador de vuestra honra y fama, y aunque por lo liviana, bien merecierais castigo, salid acá, que todo os será perdonado. No así al villano de vuestro marido que, si quiere salir, topar ha con los fierros de nuestras lanzas, y si no, abrasado ha de morir con los unos, en tal manera que sin recuerdo quede de su  nombre.

— Adiós, pues, home no, mas fiera cruel y sanguinaria, repuso la valerosa asturiana: a la cueva me torno, que más quiero morir con mi marido que vivir sin él, adiós, y que el cielo vos perdone lo que para nuestro daño tratáis.

Dicho lo cual, entróse en la caverna, y elevadas la manos al Señor, murieron todos abrasados por mano de D. Rodrigo y su hermano, que temerosos de los Católicos Reyes, huyeron de Asturias y contornos, pues su castillo fue arrasado y solo se conserva la cueva en que fenecieron sus víctimas, cueva conocida hoy en día con el terrible nombre de La cueva del Notario.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

FUENTE

Pidal y Mon, Alejandro, “La cueva del notario.  LEYENDA HISTÓRICA”. La Cruzada (Madrid). 29/8/1868, n.º 79, página 5 vol. 2-3, 278-279.

 

NOTAS

 


[1] Hidra: 3. f. Mit. Monstruo del lago de Lerna, con siete cabezas que renacían a medida que se cortaban, muerto por Hércules, que se las cortó todas de un golpe. (Diccionario de la lengua española, RAE),

[2] Sic. por prelado.

[3] Fierros: hierros, filos (arcaísmo)

[4] Prada: Proaza. Localidad del concejo de Santo Adriano. Aún existe allí la casa fuerte de Diego Vázquez de Prada.

[5] Homes de armas: hombres de armas.

[6] Horca y cuchillo. En lo antiguo, tener derecho y jurisdicción para castigar hasta con pena capital. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[7] Acicate: espuela.

[8] Ijares: cada una de las dos cavidades simétricamente colocadas entre las costillas falsas y los huesos de las caderas. (Diccionario de la lengua española, RAE).