DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

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Acontecimientos
Crimen del conde de Muñazán, pecador arrepentido, construcción del monasterio de San Antolín de Bedón
Personajes
Rodrigo Álvarez de las Asturias, Conde Muñazán
Enlaces

Busto Cortina, Xuan Carlos, and Juan Carlos Villaverde Amieva. "La leyenda del Conde Muñazan y unas cartas de Juan Menéndez Pidal a Gumersindo Laverde Ruiz." Bedoniana: anuario de San Antolín y Naves (2003).

 

LOCALIZACIÓN

LLANES

Valoración Media: / 5

El conde Muñazán. Leyenda.

I

Sí oprimiendo los ijares de su poderoso trotón[1] de guerra, y empuñando con la diestra la terrible hacha de armas, se lanzaba frenético sobre una turba de agarenos   el espanto invadía el corazón de los hijos de Mahoma, los cuales desaparecían como blancos fantasmas, envueltos en sus turcos albornoces.

Aquella siniestra mirada que relampagueaba a través de la rejilla de su bruñido casco, lanzaba rayos de muerte. ¡Ay del infiel que pasaba ponerse al alcance de su fuerte brazo! Con el cráneo hendido por espantoso golpe rodaba por tierra para no más levantarse.

Los que más tarde presenciaron las hazañas de su sobrino el Cid, decían de este con entusiasmo: “Tiene en sus venas sangre de Munio Rodríguez, conde Muñazán”

Era Munio en la pelea gloria de su padre, el célebre conde D. Rodrigo Álvarez de las Asturias. Pero sí, enfrente del enemigo de la patria honraba el nombre -pag.24- de su linajuda estirpe terminado el combate y vuelto a sus lares coronado con los laureles de la victoria, se convertía en un baldón de ignominia para el apellido de sus antepasados, un azote para la comarca asturiana donde moraba, y una fuente de infinitas amarguras para el noble conde D. Rodrigo Álvarez, quien al tener noticia de sus monstruosos desafueros, se preguntaba con lágrimas en los ojos, si era posible que él hubiera dado el ser a semejante hijo sin haberle transmitido algo siquiera de su caballerosa hidalguía, de su compasión para el desvalido, de su amor profundo a todo lo grande y noble.

Sin freno en sus bastardas pasiones, el conde Muñazán no reparaba en los medios a trueque de satisfacerlas. Descreído, en aquellos tiempos de fe, lanzaba a la santa faz de Cristo la injuria de sus sarcasmos y hacía de los templos teatro de orgías sacrílegas en compañía de otros desalmados como él. Hasta el amor a la patria le faltaba, entonces que ardía como un volcán en todos los pechos, y sus proezas contra los árabes no eran debidas a generosos sentimientos, sino a instintos sanguinarios: no era el hombre que a impulsos del sagrado entusiasmo del patriotismo se convierte en héroe para librar del invasor el país que le vio nacer, sino la fiera que rasga un cuerpo palpitante, sin más fin que satisfacer el satánico goce de despedazar.

II

En el sitio que hoy ocupan las ruinas del monasterio de San Antolín de Bedón veíase, en el año de gracia de 1152, una humilde cabaña.

Vivía en ella la más hermosa joven del contorno, al par que la más desventurada. Su belleza era de esas que deslumbran al primer golpe de vista: sus facciones irreprochables, tenía una expresión de dulzura y candor tal que al verla evocaba en el espíriu la idea de un ángel envuelto en la precedera vestidura de la carne. En cuanto a su desgracia era de las que cavan en el alma un aprofunda fosa, un abismo, que los años, arrojando incesantemente paletadas de olvido, sobre todo los recuerdos, no consiguen colmar con pocos días de intervalo había perdido a sus padres, y decíase que su prometido, aquel a quien jurara eterna fidelidad cuando obedeciendo al doble llamamiento de la religión y   la patria, marchó lleno de entusiasmo a combatir al agareno, había perecido en un encuentro.

¡Sola en el mundo a los 19 años!

Al pasear la hermosa joven su mirada por el agreste y sombrío paisaje de San Antolín, aún más ennegrecido para ella por los pesares que le destrozaban el alma sentíase como náufrago en medio del océano: y así como aquél se agarra con   la energía de la desesperación a la frágil tabla que encuentra cerca de su mano, la pobre joven se asía a la remota esperanza de que no fuera cierto lo que decían de la muerte de su prometido.

Abrazada a esta promesa de futuro consuelo, encaminábase a la caída de la tarde a un humilladero que había entre la espesura de un bosque cercano, y allá postrada a los pies de una tosca imagen de San Antolín, oraba con fervor pidiendo al santo mártir la vuelta del ausente. -pág.26-

Pero los días pasaban, llevándose cada uno trozo de la querida esperanza, ¡y el bien amado no volvía!

III

¿Qué hado maléfico pone al lobo en la pista del cordero y a la inocente paloma en las garras del gavilán?

¿Por qué ley fatal del destino la víctima, que no puede vivir lejos del verdugo, ha de encontrarse con él para ser sacrificada?

Al débil y abandonado que necesita un vigoroso apoyo ¿por qué ha de acercársele inevitablemente no la mano que le sostenga sino el brazo que le inmole?

El conde Muñazán sorprendido por violenta tempestad en una partida de caza encontróse al estallar el primer trueno muy lejos de su castillo. La noche se acercaba y en el redueldo horizonte que podía abarcarse desde el punto en que se hallaba Munio Rodríguez, no se veía una mala choza que pudiera servirle de albergue.

Ignorando hacia dónde encaminarse el Conde se abandonó al instinto de su corcel.

La noche cerró por completo. El caballo marchaba rápido en medio de las tinieblas, frecuentemente rasgadas por cárdenos relámpagos y el jinete dejábase llevar lleno de inquietud.

De pronto apercibió un débil resplandor a poca dis-pág. 27-   tancia producido por los rayos de luz que salían de la ventana entreabierta de una cabaña.   Aproximóse Munio y lanzó una mirada al interior.

 

 

De rodillas ante una imagen, veíase allí la huérfana de San Antolín absorta en su plegaria. La notable belleza de la joven, realzada aún más por su actitud humilde, encendió en el pecho del Conde impuros deseos, y amarrando el caballo a un árbol, empujó bruscamente la puerta de la choza que cedió con facilidad a su esfuerzo

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Vanas fueron las súplicas de Munio, sus pomposas ofertas y hasta sus amenazas. Exasperado, al ver que se estrellaba contra una virtud incorruptible quiso por medio de la fuerza satisfacer su torpe apetito y entabló entre aquellas cuatro pareces una lucha repugnante, en la que todas las ventajas estaban de parte de Muñazán, pero la joven con ese vigor nervioso que da al más débil la inminencia del peligro, pudo con un violento esfuerzo desasirse de los brazos del Conde y se lanzó al exterior de la cabaña

Al pretender seguirla Munio Rodríguez recibió en pleno rostro un vivísimo relámpago que lo dejó deslumbrado con su luz espectral; y cuando pudo volver a mirar, las tinieblas más densas envolvían los alrededores.

Viose obligado a permanecer allí hasta el crepúsculo, rumiando a solas su inútil cólera, y a los primeros albores del día, como tigre que rompe las rejas de su jaula, salió en busca de la presa codiciada -pág. 28-

 Todo fue inútil: la joven había desaparecido, como si en su terror hubiese ido a buscar protección en las olas tormentosas del vecino mar. El Conde Muñazán, defraudado en sus pesquisas, torno al sitio donde había amarrado su cabalgadura y montando en ella, se alejó, no sin lanzar a la cabaña una mirada iracunda llena de amenazas para el porvenir.

Más de una hora había transcurrido cuando la huérfana, transida de frío y de horror, penetró en su choza y después de asegurar la puerta, dejóse caer en el lecho, sin fuerzas para sostenerse más. Había pasado aquella noche terrible en el estrecho hueco del humilladero, azotada por la lluvia y pidiendo a San Antolín que la librase del miserable perseguidor.

IV

 

Muñazán desconocía aquellos lugares y no pudo ver el diminuto edificio oculto entre la espesura del bosque.

Para un hombre como él, habituado a ver que todo cedía ante su paso dominador, la resistencia de la joven constituía un crimen de leso capricho; y estas faltas, supuesto que lo sean, cuanto más perdonables son menos perdonadas. “El amor propio (dice un escritor) es un globo lleno de gas comprimido, del que salen tempestades a la menor picadura”. Y tratándose del amor propio de uno de aquellos caballeros de la edad media, sin ley ni religión ¿a qué crueles castigos no se exponía el atrevido que osaba herirle?

He aquí por qué Munio, al verse rechazado se consi-pág. 29-deró burlado. La fuga de la huérfana, que le había impedido cometer una falta irreparable consideróla como injuria sangrienta hecha a los fueros que le daban sus blasones y a su dignidad de mozo libertino; y en el mismo punto decidió vengarse cumplidamente,   como correspondía a un hombre de su fama.

Algunos días después faldeaba de nuevo las colinas de San Antolín, montado en su brioso corcel. Había cerrado la noche, pero esta vez el relámpago no culebreaba en el espacio, ni el trueno hacía resonar sus ecos en las hendiduras de las rocas. El cielo sin nubes dejaba ver los innumerables mundos que pueblan la inmensidad, ante cuya grandeza, nuestro planeta es átomo imperceptible. Ni el más leve soplo de brisa agitaba los árboles y, en medio de aquel silencio, destacábase poderosa la voz de las olas que se pulverizaban en la playa.

Acercóse Muñazán a la vivienda de la huérfana guiado como la primera vez por los rayos que salían de la ventana abierta. Una sonrisa feroz plegaba sus labios y sus ojos brillaban como los del   gato en la oscuridad.

Súbitamente crispó los puños y su boca lanzó una sorda blasfemia.

¿Qué había visto?

Con las manos enlazadas y el rostro resplandeciente de dicha, dos jóvenes sentados en un escaño conversaban en voz baja. Ella era la huérfana de San Antolín; él, el amante llorado que, sano y salvo, tornaba E aquel nido de amor dispuesto a cumplir una promesa que   ha -pág.30- bía dado después de entregar su corazón. Pronto un sacerdote iba a unir aquellas dos existencias hasta entonces tan desgraciadas y días de felicidad sucederían a los dolores pasados. Esto era lo que se decían en voz baja, tan baja, que su eco no conmovía siquiera al aire que les rodeaba, pero que en cambio era bastante para hacer vibrar sus almas, templadas al unísono por la misma aspiración.

El espectáculo de aquel idilio que destruía sus proyectos hizo a Munio un daño horrible. La furia de los celos nubló su cerebro, sintió el ansia loca, el imperioso deseo de cortar aquella felicidad en sus comienzos y, blandiendo uno de los acerados venablos de que tan ben sabía servirse en la caza le arrojó con toda su fuerza sobre los enamorados.

Oyóse un ¡ay! tristísimo y la joven cayó a tierra bañada en sangre. Antes de que su amante hubiera podido ver de dónde procedía la agresión   un nuevo dardo lanzado con la misma destreza le atravesó el pecho, y después de vacilar algunos instantes el desdichado se desplomó sobre el cadáver de su amada estrechando en su agonía aquellos queridos despojos y depositando sobre la pálida frente de la joven al mismo tiempo el primer beso de amor y el último suspiro.

Penetró en la cabaña el conde Muñazán y durante largo rato contempló silenciosamente su obra. La cólera que le cegara momentos antes se había desvanecido y ¡cosa extraña! él, acostumbrado a derramar sangre humana en las batallas; guerrero implacable que perseguía al enemigo hasta exterminarle, sin otorgar jamás el -pág.31- perdón que los vencidos le habían pedido con frecuencia postrados a sus pies; él, que después de horrendas carnicerías, celebraba tantas veces la victoria con la sonrisa en los labios y el gozo en el corazón, sin que el más pequeño grito de su embotada conciencia hubiese turbado nunca sus alegrías de vencedor, ante aquellos cuerpos inmolados por sus manos sintió un profundo malestar apenas pasada su ira. Algo se removió en el fondo de su pecho ante aquellos semblantes desencajados y lívidos, cuyos ojos abiertos e inmóviles miraban sin ver y reflejaban la luz como vidrio mal tallado. Un rumor confuso agitó su alma: era el remordimiento que despertaba.

Y ese rumor   fue creciendo…, creciendo… hasta aturdirle los oídos, y por fin, la conciencia pronunció claramente estas palabras -¿qué te habían hecho?

Estremecióse.

Miró en torno suyo y pudo ver cómo la conciencia escribía en las paredes aquella pregunta.

Volvió a fijar sus ojos en los cadáveres, y también los yertos labios de los amantes parecían murmurar:- ¿Qué te habíamos hecho?

Tuvo miedo, ¡él, Munio Rodríguez! y huyó.

¡Vano empeño el de quien pretende huir de sí mismo! El caballo, herido cruelmente por la espuela, emprendió una carrera desenfrenada, amenazando despeñar al jinete pro aquellos riscos y el ruido de su galope, repercutiendo en los montes parecía decir:- ¿Qué te habían hecho?

Y las olas al romperse sobre la pedregosa playa -pág.32- con su lejano rumor, y los árboles, con el ruido de sus follajes, y las estrellas con sus centelleos, torturaban siempre aquel espíritu con este grito: - ¿Qué te habían hecho?

V

Transcurrieron cinco años durante los cuales el conde Muñazán trato de ahogar la voz del remordimiento con el estruendo de los combates y de las cacerías que en otro tiempo despertaban su entusiasmo, pero inútilmente: el recuerdo de aquel crimen permanecía fresco en su memoria, y los cadáveres de las víctimas, la cabaña alumbrada por amarillenta luz, todos los detalles, en fin, de aquella escena de horror, habíanse fotografiado, digámoslo así, en aquella alma, de tal modo, que en sus noches de insomnio creía verlos reproducirse con todo el relieve de la realidad.

La tradición refiere que arrastrado Munio providencialmente hacia San Antolín por tercera vez, tuvo allí la aparición milagrosa de los dos jóvenes que, con los ojos fijos en su asesino, le mostraban las heridas, aún vertiendo sangre. Pero no desvirtuemos el arrepentimiento del Conde presentando a este empujado por un poder sobrenatural que le lleva al bien. Si la culpa fue solamente suya ¿por qué no lo ha de ser del mismo modo la penitencia?

El hombre no es una masa homogénea: es un compuesto de ángel y demonio y todas sus facultades, sus -pág. 33- pasiones y sus pensamientos, son armas de dos filos que producen el bien o el mal, según la dirección que se les imprima. si en el ser humano predomina el demonio, el ángel se reduce, parece que se aniquila y decimos del hombre: “He aquí un monstruo” Pero el ángel está allí, y del mismo delito saca alientos para atacar al enemigo con el mortífero dardo del remordimiento: mina las energías para el mal y el monstruo cobra miedo; las destruye con su labor infatigable, y entonces el malvado tiene por fin conciencia de su rebajamiento moral, mide toda la extensión de sus faltas, comprende a fondo lo que hay en ellas de abominable e insensato, y cae desde lo alto de su soberbia.

Pero cae en los brazos de Dios

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En la primavera de año 1157 una multitud de obreros poblaba las soledades de San Antolín de Bedón.

Tratábase de edificar un monasterio, debido a la piedad de Munio Rodríguez quien se desprendía de todos sus bienes para dejar sobre la tierra aquel testimonio de su arrepentimiento.

Y no era esto solo. Decíase que el Conde había experimentado un cambio profundo: que había envejecido mucho en los últimos años, pues no teniendo a la sazón más de cuarenta, parecía sexagenario y, por último, (y esto era lo que más asombraba a los que lo conocían) que había decidido irrevocablemente encerrarse hasta el fin de sus días en el monasterio de su fundación para hacer penitencia. -pág.34-

-¡Buena falta le hace!- decían algunos

-¡Bah!-añadían otros. El diablo harto de carne… Sucedió como se decía. Algunos años más tarde, cuando se terminó la edificación, el conde Muñazán, abandonando los lujos mundanos por el tosco sayal, encerróse en el convento de San Antolín con otros hombres no tan necesitados como él de la clemencia divina.

El que le hubiera conocido en el siglo no hubiese dicho que aquel humilde religioso era el terrible Munio; sus mirada, fijas en la tierra, ya no lanzaban rayos de muerte su brazo, tan poderoso en otro tiempo para manejar el hacha de armas, apenas tenía fuerza bastante para sostener una pequeña cruz; aquel espíritu soberbio y despótico era, en la última etapa de su vida, un alma débil que gemía doblegada bajo el peso del dolor yd e la duda.

Dolor que le aniquiló precipitando el momento de su muerte y duda que le acompañó hasta el solemne momento de trasponer los umbrales de la eternidad, manifestándose en estas palabras.

-¡Señor, Señor! ¿Alcanzaré vuestra misericordia?

FUENTE

Fernández Martínez, Antonio,   Pinceladas cuadros de costumbres, descripciones y leyendas de la zona oriental de Asturias, [Llanes] : [s.n.],   (Llanes : Imp. de Manuel Toledo)   1892, págs. 22-34

NOTAS

 

 

[1] Trotón: Caballo brioso.