DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Recuerdos de un viaje por EspañaMadrid, Establecimiento de Mellado,  1849, vol.1-2, capítulo IX, pp.110-113.

Acontecimientos
Muerte de Alfonso y Elvira en el castillo de Gauzón, el día de sus bodas
Personajes
Elvira, Alfonso Álvarez de las Asturias, Mauro
Enlaces

Arrieta Gallastegui, Miguel. I. Historias y Leyendas de Asturias Ediciones TREA,1995.

Vigil, Ciriaco Miguel. Asturias monumental, epigráfica y diplomática, datos para la historia de la provincia. Vol. 2. Impr. del Hospicio provincial á cargo de F. Valdés, 1887.

LOCALIZACIÓN

PERÁN

Valoración Media: / 5

Castillo de Perán

De Candás el Cristo y no más, dice un proverbio asturiano aludiendo a lo poco que ofrece el pueblo, de que tratamos, pero es en cierto modo injusto, pues es también notable por sus mujeres, que son bien parecidas y visten con gracia. Entre las elegantes de las aldeas el pañuelo atado a la candasina es de rigor.

Al cuarto de legua en dirección de Gijón se encuentra la feligresía de Perlora, en la que, en el paraje llamado Perán, y sobre unas rocas que se avanzan en el mar, se ven las ruinas de un gran castillo o palacio, con una capilla inmediata dedicada a San Pedro, y muchos vestigios de antiguos edificios a su alrededor.

 Estas ruinas son las que con muchas probabilidades se suponen ser los restos del castillo de Gauzón. Las crónicas antiguas solo dicen estaba situada esta histórica fortaleza sobre peñas, a orillas del mar y entre Oviedo y Gijón, sin determinar otra cosa, lo que ha dado origen a multitud de conjeturas. Muchos opinan por este sitio de Perán, fundados en la situación a la orilla del mar y sobre peñas, en estar dedicada al Salvador la inmediata parroquia de Perlora en que están enclavadas esas ruinas, como lo está la iglesia del castillo, y en pertenecer aun las tierras inmediatas a la catedral de Oviedo, a la que fue donado como hemos visto, el castillo con todos sus términos.

 La tradición vulgar dice que estas ruinas de Perán fueron un soberbio castillo de moros y que tienen una larga mina o camino subterráneo que conduce a Oviedo. Indicónos Caunedo que estas ruinas tienen su leyenda, como casi todas las de su especie, y habiéndole rogado que nos la refiriese, lo hizo en estos términos.

I

Era una bella noche de otoño cuando el noble don Gonzalo Peláez, rico-hombre del emperador don Alfonso VII y señor del castillo de Gauzón, sentado en un ancho –pág.111- sillón gótico en cuyo respaldo se veía su antiguo escudo con la P coronada[1] daba sus últimas instrucciones a su fiel maestresala sobre un negocio de la mayor importancia que a la sazón le ocupaba.

Que esté ricamente ornado el gran salón de los banquetes... que el mejor vino andaluz llene las copas... que se vistan de gala mis escuderos, pajes y vasallos... que mis hombres de armas pulimenten sus lanzones y sus espadas... que vengan cuantos trovadores puedan encontrarse a entonar cantos de amor... mañana es el gran día de Gauzon... es aquel en que debe reinar por do quiera el júbilo y el placer...

En efecto, al día siguiente el antiguo alcázar de Alfonso el Magno, parecía olvidarse de la gravedad propia de un anciano, pues se engalanaba cual una joven coqueta.

Por do quiera se veían flotar en las pardas almenas de los viejos torreones rojas banderas que ostentaban la temida insignia de los castellanos de Gauzón. Multitud de blandones[2] de blanca cera estaban ya colocados en las ventanas bizantinas para las luminarias de aquella noche memorable; encinas enteras habíanse arrancado del centenario bosque, para formar la inmensa hoguera que lucía en el gran patio del castillo, y en torno de la que giraba la antigua y belicosa danza de los astures. Los ecos de la bocina y de la trompa de caza entretenían a los convidados durante el festín: esta música guerrera hacia latir de gozo el corazón de aquellos bravos paladines...

¿Por qué tanto regocijo?... ¿por qué tanta alegría?... Porque aquel día van dos amantes a enlazarse en dulce nudo para siempre.

La tierna Elvira, la virgen de la rubia cabellera, la más bella de las hijas del país de Pelayo, va a llamar esposo al más galán de los guerreros, al esforzado Alfonso Álvarez de las Asturias, caballero el más cumplido que calzara espuela y enristrara lanza. ¡Cuántas veces la del moro se rompiera contra su glorioso pavés!... ¡Cuánto temían su encuentro amigos y contrarios en los torneos y las batallas!

Aquel día suspirado va a coronar el amor más puro y más constante que ardiera jamás en dos corazones tiernos. Seis camareras jóvenes, bajo la dirección de la anciana aya de Elvira, ataviaban a ésta con todo el lujo y elegancia posible; mas las rosas que entrelazaban a sus dorados cabellos, hubieran envidiado a las bellas mejillas de la joven desposada. Todo está ya pronto. Los ecos repiten las alegres canciones que llenan el aire, y los nobles de las cercanías reunidos en el gran salón feudal, felicitan al venturoso desposado; solo se aguarda a que termine el tocador de Elvira para dar principio a la augusta y ansiada ceremonia.

II.

....Moraba desde luengos años en Gauzon un monje; sus severas costumbres, su rara erudición y su melancolía habitual, que le hacían huir del trato de los hombres, habían conquistado al padre Mauro la reputación de santo.

Su frente era pálida y pensativa, su cabeza estaba circundada de escasos y plateados cabellos, y su mirada –pág.112- era fascinadora cual la de serpiente. Era el capellán del castillo, y a él estaban unidos de algún modo los principales recuerdos de la noble familia que le habitaba; el celebrara la misa y bendijera la espada cuando fue armado caballero el señor de Gauzón; él santificó su enlace con su amada esposa, y él la depositó un año después en la tumba, cuando al dar la vida a Elvira perdió la suya; él derramara sobre esta el agua santa del bautismo, y él iba a consagrar su amor en el altar; él la viera crecer a la par de las pintadas flores que cultivaba en su jardín; pero Elvira era la más bella de todas.

III.

Una pasión terrible ardía en el corazón de aquel hombre consagrado al claustro. Las vigilias empleadas en lecturas piadosas, los ayunos, todo el rigor de la más austera penitencia, no eran bastantes a arrancar de su pecho la hechicera imagen que a pesar suyo se apoderara de su albedrío. ¿Por qué, decía el desgraciado, me ha condenado el cielo a este horrible suplicio? A otros hombres les está reservada la felicidad, pueden amar y ser amados, tienen un corazón que responde a los latidos del suyo, visten brillante armadura, calzan espuela de oro, ciñen una espada que les es dado enrojecer con la sangre de su rival; y yo, ¡miserable de mí! ¡solo en el mundo, despreciado, mirado con horror por aquella por quien diera yo mil y mil veces toda la sangre de mis venas!... ¡Oh desesperación!... ¡Oh, rabia!... ¡Verdadero remedo del infierno!... Y el infeliz golpeaba furioso su surcada frente, sobre la fría piedra donde estaba postrado, y que ablandaba con sus lágrimas ardientes.

IV.

Se sucedieran muchos días desde que el padre Mauro, no siéndole dable resistir el volcán que abrasaba su alma, osara confiar sus penas a Elvira, inocente causa de sus delirios, atreviéndose a pedir correspondencia de su amor sacrílego, y forjar proyectos insensatos.

Sus palabras fueron escuchadas con el horror que merecían, y el desventurado amante solo pudo conseguir quedara sepultado en silencio eterno el fatal secreto de su odiosa pasión. Elvira, pura cual el rayo del sol de primavera, la había ya olvidado; ella diera su corazón a Alfonso Álvarez de las Asturias, su próximo pariente, y el anciano señor de Gauzon había sonreído con orgullo a la idea de unir su única heredera a tan celebrado paladín. Un año señalara de plazo al impaciente mancebo, el cual, como presente de boda ofreciera a su dama seis banderas y doscientos esclavos sarracenos, gloriosos trofeos que adquiriera para entretener su impaciencia en aquel largo espacio de tiempo, tan penoso para un amante.

V.

Llegó por fin el ansiado momento; lujosos y antiquísimos tapices cubren las viejas paredes de la gótica capilla; cien cirios arden ya en el altar, su trémula llama va a reflejar en los pintados vidrios de las angostas ventanas, el pavimento se ve cubierto de odoríferas flores. El ancho recinto de la suntuosa capilla del Salvador no es bastante a contener la multitud de asistentes que deben presenciar el solemne desposorio. Alfonso y Elvira están de rodillas sobre un rico cojín de brocado: el padre Mauro revestido de los ornamentos sagrados, diera ya la bendición nupcial a los amantes; empero faltaba aun para completar la ceremonia, la misa y la comunión que debían recibir los desposados.

En este instante solemne la mano de Mauro estaba algún tanto trémula, su mirada era serena, más la ligera sonrisa que animó por un instante su tétrico semblante tenía un no sé qué de infernal. Elvira que en aquel momento alzara a él sus bellos ojos, no pudo soportar la diabólica expresión que animaba el macilento rostro del monje, y los bajó repentinamente.

Al otro día la gran campana del castillo convocaba con sus repetidos golpes a los vasallos de Gauzon, mas no era de fiesta su fúnebre clamoreo. La vieja capilla de Alfonso el Magno, estaba enlutada, más las flores con que se engalanara pocas horas antes aun no estaban marchitas. Ante el altar se veían tres féretros, circundados de gruesos cirios amarillos, los ocupaban los cadáveres de Alfonso, Elvira y el padre Mauro. Este había envenenado la hostia con que dijera misa, y las dos formas que sirvieran para la comunión de Alfonso y Elvira.

FUENTE:

Mellado, Francisco de Paula. Recuerdos de un viaje por España, Madrid, Establecimiento de Mellado,  1849, vol.1-2, capítulo IX, págs.110-113.

Edición. Pilar Vega Rodríguez.

NOTAS

[1] Algunas familias que llevan el de Peláez usan de las armas de la P coronada, aludiendo a su origen que hacen remontar al rey don Pelayo.

[2] Blandón: Vela gruesa de cera con una mecha. (DRAE)