DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Norte de Asturias: diario de Gijón: Número 305 22/02/1868 y Núm.307 25/02/1868. (Gijón: Eduardo Tenorio)

Acontecimientos
Enrique salva la vida por dos veces a Catalina. D. Manuel accede finalmente a concederle la mano de su hija.
Personajes
Enrique, Don Manuel, Catalina, Arturo.
Enlaces

LOCALIZACIÓN

NOREÑA

Valoración Media: / 5

La torre de la montaña.

(Leyenda.)

Situada en una pintoresca eminencia, desde la  cual se descubre un bellísimo paisaje, hay en  una aldea del oriente de nuestra provincia, una  magnífica quinta de construcción moderna, habitación de una familia noble que, durante el  estío gusta de aspirar las perfumadas brisas del  campo, abandonando la corrompida atmósfera  de las grandes ciudades, para entregarse a los dulcísimos placeres que esto proporciona.

Hermosas arboledas, floridos jardines, elevados  montes, espaciosos valles, rodean el edificio  que, mirado desde lejos, apenas se distingue, a  causa de la espesa cortina de ramaje que le cubre  por todos lados.

Un caudaloso río serpentea a sus inmediaciones  por sobre la verde alfombra, semejando una cinta de plata extendida caprichosamente en una  tela de fondo oscuro, que por lo tanto hace resaltar más su fúlgido esplendor.

No, lejos de la casa de recreo que ligeramente  bosquejamos, se ve un torreón medio derruido,  cuyos negruzcos escombros yacen aquí y allá  diseminados.

Andando algunos años ha a la solariega quinta  del señor de R., hemos preguntado cual era el  origen de aquellas ruinas, que en nuestro concepto  debía tener su historia, conservada quizá  en antiguos manuscritos, o encomendada a la  tradición.

—Nada se sabe—nos contestó el dueño de la  casa. Mil veces he tratado do averiguar el pasado  de ese castillo, he juntado à los ancianos de  la comarca, y siempre han guardado silencio,  siempre se han negado a satisfacer mi curiosidad.

¡Qué os extraña!  repliqué yo; previendo que –pág-113- mis pesquisas serían también infructuosas,  —pero  haremos lo posible porque su historia  se descubra, continuó el señor R. En la casa  existe una biblioteca. En la biblioteca, compuesta toda ella de libros de edades antiguas, quizá  encontraremos algún vestigio que nos dé luz, que nos abra el camino. Venga Vd. Probaremos a ver...

Y ambos entramos en un anchuroso salón.

Allí, en efecto, y colocados en enormes estantes  de nogal, había una infinidad de protocolos,  cubiertos  de polvo. Revolvimos uno por uno los  pergaminos, y al fin ¡oh felicidad! leímos con  sorpresa en uno de ellos el siguiente lema: La Torre de la Montaña.

Ese es el nombre con que ha sido designado  en la antigüedad. Ahora los campesinos le llaman  La Morada de las Brujas: no sé sí por capricho,  o porque también tenga esto su historia  —dijo el señor R. Pero salgamos de dudas. Empecemos  la lectura del manuscrito.

II.

 La Torre de la Montaña fue construida en 1636 por el rico hacendado, D. Manuel Ortiz y  Alvareda.

 Tenía esto una hija muy bella, llamada Catalina. Sus ojos, negros como la noche, eran de  viva expresión, de un fulgor mágico.

 Sus cabellos dorados, como na rayo de sol,  perfectamente rizados, caían en descuidados bucles  sobre su ebúrnea garganta, blanca como el ampo[1] de la nieve.

 Sus torneadas y diminutas manos manejaban con asombrosa habilidad los instrumentos  propios de las tareas femeniles. 

 Catalina, en la época en que la describimos,  estaba enteramente desarrollada, a pesar de contar  solo 15 años.

A esa edad, todos los objetos se miran a través de un prisma de color de rosa; todas las esperanzas  son risueñas; todos los proyectos que  se forjan para el porvenir, son de suprema felicidad,  de alegría infinita.

Catalina poseía un corazón muy impresionable,  una imaginación calenturienta.

Sus flores y sus libros la entretenían agradablemente.

Ella, hija única, era el encanto de su anciano  padre que la quería con ternura, porque veía retratarse  en Catalina las inestimables prendas,  las bellas cualidades que habían distinguido a su esposa.

 

III.

 

¿Amaba Catalina? ¿Estaba virgen aun su alma  de ese fuego santo, cuya ardorosa llama no se apaga, por muchos que sean los obstáculos  que se opongan a su propagación?

¿No había sentido hasta entonces, ese suavísimo  goce que se experimenta al hallar el ideal de nuestras ilusiones, la realización de nuestras  esperanzas?

Sí por cierto.

 Catalina estaba enamorada con entusiasmo,  con locura, de un joven campesino de los alrededores;  pero al empezar a germinar en su pecho  ese amor purísimo, se llenó de una amargura inmensa,  de un dolor intenso, porque comprendió  cuán lejos estaba de llevar a cabo los sueños de  ventura que a solas había coordinado.

¡Su amor era casi un imposible! Colocada en una situación encumbrada, de que ella de buen  grado descendería a no ser por su padre, que se  cuidaba muy mucho de los blasones de nobleza,  había adivinado la lucha que iba a sobrevenir entre su frenético deseo y las exigencias de don  Manuel.

¡Pobre Catalina! Su primer amor estaba contrariado.

Se veía precisada a sufrir en silencio, a  ahogar su profunda pena.

—Resignémonos, esperemos, decía frecuentemente  entre sollozos y suspiros.

IV.

 

 Catalina había conocido al joven labrador de  la siguiente manera:

En un despejado día de primavera, la hermosa  niña salió como de costumbre a pasear a las márgenes del río, cuya susurrante armonía  le agradaba en extremo.

Un ligero vientecillo agitaba las cañas de los  árboles. El sol, desde su carro de fuego, enviaba a la tierra sus benéficas luces. 

Trinaban los pajarillos entre el follaje de los  arbustos.

Catalina al borde de las ondas caminaba  meditabunda.

Llevaba un vestido sencillo, pero elegante. 

A no estar sumida en una profunda abstracción, hubiera podido notar que un hombre seguía sus pasos à una respetable distancia.

(Se continuará.) EL NORTE DE ASTURIAS.

Aquel hombre vestía como los labriegos del país, y fijaba constantemente sus ojos en la joven. 

 Catalina marchaba lentamente, siempre abatida, siempre con la cabeza inclinada.

 De repente dio un grito, un gemido lastimero,  y cayó al agua.

Se había acercado demasiado a la orilla, había resbalado y sumergídose en el abismo.

Entonces el hombre adelantó a escape, se lanzó  a la corriente y desapareció en su fondo como  un excelente buzo marino.

Por un instante ni uno ni otro se dejaron ver  en la superficie.

....Al fin apareció el hombre sacando asida por las vestiduras a Catalina, en un estado deplorable. 

Inmediatamente fue trasladada a su casa  por su libertador, que quiso completar su obra, poniéndola bajo la inspección de su familia.

Cuando Catalina volvió en sí dirigió una  mirada de reconocimiento al labriego, y articuló fluidamente estas palabras: 

 -Os debo la vida: Sabré premiar vuestros  servicios.

Calló Catalina, pero su vista se clavó lánguida,  candente, en aquel hombre que, aturdido, anonadado ante la grande hermosura de la joven,  no sabía que responder.

¡Se habían comprendido! Por una rara coincidencia, por una fatal casualidad habían simpatizado.

He ahí como Catalina empezó a amar.

¡De la simpatía al amor no hay más que un paso!

Por lo demás, el joven era digno de aprecio por sus cualidades tanto físicas, como morales.

V.

El padre de Catalina agradecido al comportamiento  de su colono Enrique, que así se llamaba el joven, como era huérfano, le tomó a su  servicio, a instancias de su hija que influía  poderosamente en los negocios de su padre.

Desde aquel momento, Enrique y Catalina se comunicaron mutuamente sus pensamientos.

Paseaban juntos, jugaban, se divertían.

¿Qué extraño era, pues, que aquel amor que  había empezado por el agradecimiento de una buena acción tomase proporciones colosales  en el alma de la joven, que era tan sentimental?.

Catalina y Enrique se amaban con cariño,  con toda la insistencia del primer amor.

Al juntarse bajo los frondosos pabellones  del jardín, al estrecharse con arrobamiento, al pronunciar sus amorosas protestas, sojuzgaban  los seres más felices del mundo.

Pero en todo cáliz, hay por lo regular una  gota amarga.

 Cuando se separaban, una nube de tristeza empañaba el diáfano cielo de sus encantos, el cielo de su amor.

La idea de que su unión no podía llegar a ser un hecho, sin disgustar ella a su padre, sin ofender él a su protector les asediaba  de continuo, les hacía derramar abundantes lágrimas.

VI.

Catalina palidecía, adelgazaba, se ponía  triste.

Su padre, entregado sin descanso a sus habituales  faenas no había reparado en esta circunstancia,  cuya causa conocemos nosotros.

Los días se sucedían con rapidez.

El tiempo, ajeno a todos los acontecimientos, marchaba sin detenerse, como un hombre de negocios que pasa por la calle, sin cuidarse de  observar las gentes que transitan a su lado.

Llegó el invierno. Las hojas cayeron de los  árboles.

Los montes vecinos se cubrieron de nieve,  encapotóse el cielo, y esa monotonía propia de la estación de los hielos, empezó à extenderse  sobre la tierra.

Catalina seguía triste.

Parecía que una aflicción oculta minaba su  existencia.

Enrique también sufría; porque veía a Catalina irse poco a poco debilitando.

VII.

 

 En una tormentosa noche de diciembre, y  como a las doce, el aldabón de la puerta de entrada  de la casa retumbó sordamente.

 Levantáronse los criados, al oír los ladridos  de los mastines, abrieron, y despertaron a su señor avisándole que el Marqués de P... le llamaba con urgencia a su palacio.

El Marqués de P... era íntimo amigo de Don Manuel y vivía en una aldea circunvecina.

Acudió inmediatamente al llamamiento, y pocos momentos después, saludaba cortésmente al Marqués.

— Os llamo, dijo este, al comparecer D. Ma nuel en su presencia, para un asunto grave, de trascendental interés.

 —Usía dirá... contestó respetuosamente Don Manuel.

 —Arturo mi hijo, está locamente enamorado de Catalina Alvareda. Al regresar de una cacería Arturo vio posarse una bandada de alondras en los acopados árboles de vuestro jardín.

Corrió allá presuroso, salvó la tapia; pero se detuvo admirado al observar que vuestra hija adelantaba.... —Inútil me parece deciros, que con solo verla una vez, quedó prendado de su elegancia, de su hermosura.

— Ahora bien: Vd. es noble y rico y puede dar en dote a Catalina muchas tierras  de labradío.

— Yo igualmente lego a mi muerte un título a Arturo. No hay más que hablar. Consultad a vuestra hija, y si acepta, hemos concluido.

— Está bien, enterado. Creo que mi hija no rehusará. El cielo os guarde, señor marqués.

—Él os proteja, D. Manuel.

 

VIII.

 

Don Manuel llegó a su casa al amanecer.

Arreciaba la lluvia, y silbaba fatídicamente el vendaval. Cárdenos relámpagos de fosfórico brillo alumbraban de cuando en cuando.

Sonaba a lo lejos el horrísono tableteo del trueno.

Cerníanse las aves en el espacio, anunciando la próxima tormenta,

En la casa todos dormían. D. Manuel entró de puntillas en la alcoba de Catalina, que entonces quizá estaría soñando con sus desventurados amores.

 Don Manuel se acercó sin hacer el mis leve ruido. Inclinó dulcemente la cabeza y extendióse en la habitación un rumor cusí imperceptible.

Fue un... beso.

 — Es muy joven, ¡y muy bella! ¡Dentro de poco será marquesa! Creo que me conviene semejante enlace. ¡Cuánto la quiero!

D. Manuel salió del retrete[2] radiante de felicidad, ebrio de contentó.

IX.

 A las diez de la mañana, Catalina, como de costumbre, se presentó en el despacho de su  padre.

 —Buenos días, papá. ¿Has pasado bien la noche?

 —Perfectamente. Siéntate hija mía. Tenemos que hablar... Es preciso que me escuches, que no pierdas una palabra do lo que voy a decirte.

 —¿Amas, Catalina? Sé franca con tu padre. No temas que yo me irrite...

Un vivo carmín coloreó las mejillas de la joven.

— El excelentísimo señor Marqués de P. me ha enviado a llamar anoche. Su hijo primogénito  Arturo te pide por esposa. ¿Qué opinas tú de éste?

 El carmín había desaparecido al expresarse así D. Manuel; y en su lugar una palidez mortal había cubierto el semblante de la joven.

¡Nunca! contestó decididamente Catalina dejándose caer desfallecida sobre un taburete de pino que había en la estancia,

— ¿Nunca? ¿Hay por ventura en todo el vecindario de las comarcas lindantes, quien pueda optar con tanta honra a tu posesión, como el caballero Arturo? Medítalo bien Catalina. Medítalo bien.

— Padre mío mi corazón no está libre. Yo adoro con toda mi alma a....

—¿A quién? interpuso D. Manuel, golpeando fuertemente encima de la mesa.

— ¡Dadme fuerzas. Dios mío! a Enrique....

(Se continuará.)

(Conclusión.) 22 de febrero de 1865 núm.

— ¿A. un plebeyo? ¡imposible! Catalina. Olvida ese amor. ¿A un plebeyo? ¡qué horror! Antes que termine el día, Enrique será despedido. A un plebeyo ¡paraos, esto es atroz!

 D. Manuel se paseaba iracundo. Catalina con la vista en el pavimento lloraba...

 Su amor era irrealizable. Desdichas sin cuento le producía. ¡Pobre Catalina!

X.

Enrique  dejó el nido de su amor, por orden de D. Manuel. No prorrumpió ni en una queja. Sólo sus  ojos derramaron acerbo llanto.

Volvió a dedicarse al trabajo, a ganar el pan con el sudor de su rostro, a emprender de nuevo las tareas de campesino.

¿Habla impedido una catástrofe. Había salvado la preciosa vida de una mujer, y sin embargo, el que más debía haber apreciado el beneficio, le arrojaba ignominiosamente.

Y todo ¿por qué? Por una jactanciosa presunción ¡porque no era noble!

¡Oh vanidad!

 

XI.

Al día siguiente de haber declarado Catalina a su padre que no aceptaba la proposición del hijo del marqués, se presentó Arturo a saber el resultado.

Como era natural, D. Manuel nada le ocultó de cuanto habla pasado, y manifestó esperanzas de que Catalina, acaso con el tiempo, entraría en avenencias.

¡Cuánto se engañaba! Las almas grandes solo aman una voz, y jamás cejan en sus propósitos. A manera de un copo de nieve que al descender de una inmensa altura, va agrandándose cada vez más hasta convertirse en una voluminosa mole, el corazón humano, al abrirse a la impresión del amor se robustece de día en día.

 Arturo era un chico voluntarioso y descontentadizo. Al ver contrariados su designios juró que se vengaría de los dos amantes, y llena la mente de maquiavélicos planes salió da la Torre de la Montaña.

XII

 

D. Manuel iba frecuentemente a ver al marqués de P. para asegurarle que Catalina era muy joven, que en un tiempo no lejano consentiría, a no dudarlo, en el matrimonio.

XIII.

Enrique venía todos los días a visitar a su adorada, a decirle por milésima vez que la amaba con delirio.

Estas entrevistas nunca llegaban a oídos de D. Manuel, porque las doncellas de Catalina se guardaban muy bien de descubrir los secretos de su ama.

En las noches de luna si la temperatura era suave, bajaban a los jardines y hasta que las fajas blanquecinas do la aurora se dibujaban en el Oriente, permanecían en amorosos coloquios.

XIV.

 

Catalina había cumplido veintidós años.

 Preguntada por su padre si había variado de opinión acerca de su futuro enlace con Arturo, contestó enérgicamente con una negativa terminante.

Entonces D. Manuel se exasperó, reprendió con severidad a su hija, y no volvió a hablarla.

XV.

 

D. Manuel, al hacer esto, se sacrificaba, padecía un continuo martirio.

Pero trataba de doblegarla voluntad y era de su hija necesario a todo trance negarlo hasta el cariño de padre.

En aquellos tiempos el que no era noble por los cuatro abolengos, en vano pretendía la mano de las doncellas acomodadas que descendían de personajes distinguidos.

Se tenía como un baldón que uno de la clase baja se uniese a una joven que ostentaba en el frontis de su palacio escudos de castillos y leones.

He ahí explicado el motivo por que Manuel, que rendía culto a estas consideraciones, juzgaba oportuno, o mejor dicho, anatematizaba el amor de Catalina hacia Enrique.

Manuel era un hombre de bien, recto, probo, afable, pero cuando salían a relucir las cartas de nobleza, se erguía saisfecho mostrando la suya y por nada del mundo la mancillaría, casando a Catalina con un plebeyo.

 

XVI.

 

Una noche las campanas de la aldea alarmaron a los vecinos con sus melancólicos y aterradores tañidos.

La Torre de la Montaña ardía como un volcán.

Una espesa columna de humo salía de su interior.

Se reunieron las gentes. Se estableció una línea de mujeres hasta el río, para que sin interrupción llenaran sus cántaros de agua.

Todo era en vano. El fuego tomaba incremento, y lo peor del caso era que D. Manuel y  Catalina no habían podido librarse, a causa de dormir en las habitaciones más céntricas.

La servidumbre al tener noticia del siniestro, se despertó despavorida y huyó.

Era pues, probable que si el fuego no se atajaba, hubiera que lamentar desgracias terribles.

Nadie se atrevía a penetrar en aquel Vesubio incandescente.

De pronto un joven como de diez y nueve años trepó con la agilidad de un mono por una  ventana.

La multitud fijó en él ansiosa la vista y exclamó con entusiasmo: sálvales Enrique, Sálvales.

Durante un cuarto de hora no se le vio.

Las llamas parecían ser más vivas, más amenazadoras.

Un ruido horroroso impuso silencio a los espectadores.

El  techo de la parte del edificio, que miraba al Poniente, se había desplomado.

¿Cuál fue su asombro al contemplar aparecer por sobre los escombros, al joven Enrique  encorvado bajo el peso de un  anciano que traía a las espaldas, y de una bellísima joven que se agarraba con vehemencia del brazo de su libertador. Un grito de alegría se exhaló de todos los pechos.

La muchedumbre corrió entusiasmada.

Rodeó al joven, y le prodigó las más tiernas caricias, las más halagadoras alabanzas.

— ¡Soy plebeyo! exclamó Enrique con doloroso acento, pero mis sentimientos son nobles, sí, muy nobles.

 Don Manuel comprendió toda la razón de aquellas palabras y abrazó a Enrique.

 —Olvidemos lo pasado, dijo,— Un sacerdote os echará sus bendiciones. Sois dignos el uno del otro. Seréis felices, hijos míos. D. Manuel, bastante a tiempo había reconocido su error.

 

XVII.

 

Al  mismo tiempo que el vecindario de la aldea se agrupaba en torno del incendio, un hombre subido en una corpulenta encina, contigua al lugar de la quema, gritaba desaforad amento, gesticulaba, reía.

Poca penetración era necesaria para adivinar que aquel hombre estaba loco.

En el metal de la voz, en sus modales, se conocía a primera vista lo extraviado de sus facultades intelectuales.

¡Arde! ¡Catalina! ¡siempre ella! ¡Plebeyo! ¡Plebeyo! ¡Ya se enciende su morada! ¡Morirá! ¡já! ¡já! ¡já!

¡Desdichado Arturo! Había cumplido su venganza. Él había  aplicado la incendiaria tea a la Torre de la montaña.

 

XVIII.

Enrique y Catalina celebraron sus bodas pocos días después.

En compañía de D. Manuel abandonaron aquella, tierra en donde hablan sufrido tanto y fueron a morar a la villa marítima de L...

XIX.

 

El marqués de P., profundamente afectado con la locura de su hijo, y con las consecuencias que esta había ocasionado, murió de disgusto.

Arturo vagó errante durante mucho tiempo  por aquellos contornos.

Al fin se le halló exánime una noche junto a  las ruinas de la Torre de la Montaña.

Tal ha sido la historia del torreón arruinado.

XX.

Terminada ésta me despedí cortésmente del  señor R. También ahora, amables lectores del Norte de Asturias, me despido de vosotros esperando me dispenséis las muchas faltas que habréis notado en el trascurso de esta leyenda

FUENTE

Regino Escalera. “La torre de la montaña”, El Norte de Asturias: diario de Gijón: Número 305 22/02/1868 y Núm.307 25/02/1868. (Gijón: Eduardo Tenorio)

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

[1] Copo de nieve. Blancura resplandeciente (DRAE)

[2] Retrete: cuarto pequeño.