DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Museo de las Familias (1863), págs. 171-176. 

Acontecimientos
Personajes
· El conde Alarcos de Antonio Mira de Amescua (1574-1644) : http://www.cervantesvirtual.com/obra/el-conde-alarcos-0/ (Edición digital a partir de Sevilla, en la Imprenta Real, Casa del Correo Viejo, [s.a.]. Localización: Biblioteca de Menéndez Pelayo) · Anónimo, Entremés del conde Alarcos, 1675. · Relacion del Conde Alarcos, y de la Infanta: trata de como mato a su muger para casarse con la Infanta... de Pedro Rodríguez, Granada: imprenta de Nicolás Prieto, siglo XVIII : https://bivaldi.gva.es/es/consulta/registro.cmd?id=5227 · Alarkos: Ein Trauerspiel in Zwei Aufzügen (1802) de Friedrich Schlegel (1772-1829) · El conde Alarcos (1838) de José Jacinto Milanés (1814-1863) · The tragedy of Count Alarcos (1838), de Benjamin Disraeli - El conde Alarcos: Tragedia romancesca en tres actos. Jacinto Grau, 1917
Enlaces
Romance del conde Alarcos y de la infanta Solisa hecho por Pedro de Riaño. Pedro de Riaño. Entre 1601 y 1700.

LOCALIZACIÓN

TOLEDO

Valoración Media: / 5

El conde Alarcos

Hallábase situado el castillo del conde de Alarcos en las cercanías de Toledo. En los primeros días del mes de junio del año 1474, y en una de aquellas frescas noches que Dios concede a España para indemnizarla de los calores sofocantes del día, el salón principal del castillo ofrecía el espectáculo más tierno y a la vez más encantador que se puede imaginar en aquella época de guerras civiles sin tregua, época en la que todos los castillos presentaban el aspecto de fortalezas sitiadas o de mansiones desiertas.

Sentado en el gran sitial del salón, un hombre de cuarenta y tantos años, de talla imponente y noble belleza, el conde de Alarcos, hacía saltar sobre sus rodillas una blanca niña de siete u ocho años que, temiendo que la dejara caer, se agarraba para asegurarse en la larga barba del conde.

Era Laura, la hija del conde de Alarcos. A los pies del conde, arrodillada sobre un almohadón, los brazos cruzados apoyados sobre las rodillas de su mando mirándole amorosamente, estaba la joven condesa.

La luna alumbraba suavemente tan gracioso cuadro. Los naranjos y limoneros parecían enviar sus más delicados perfumes y los pájaros gorjear sus más dulces canciones para celebrar la vuelta del conde al castillo de sus padres, al hogar de su familia.

Durante diez y ocho años, el conde de Alarcos había hecho la guerra por Enrique IV, rey de Castilla; ¡y qué guerra! ¡guerra fratricida! ¡Aragón contra Castilla! ¡León contra Navarra! Combates de ciudad a ciudad, de pueblo a pueblo, de castillo a castillo. En una palabra, el conde había asistido a todas las batallas producidas por aquella gran lucha política que preparó el reinado de Fernando e Isabel la Católica.

Casado hacia diez años, no había hecho, por decirlo así, mas que ver a su mujer alguna que otra vez a grandes intervalos. La adoraba, y ella era digna de aquella adoración. Ninguna otra de las ricas hembras de Castilla, era más perfectamente bella. También adoraba al conde, que a su vez era digno por todo de su adoración. Ningún otro entre los esforzados infanzones de la caballeresca España era a la vez más garrido, más valiente y más generoso que él.

Su vuelta, pues, era una verdadera fiesta en la que, como hemos indicado, parecían tomar parte el cielo y la tierra. Sin embargo, la frente del conde estaba nublada, y, aunque hacía saltar sobre sus rodillas a la niña, se percibía que aquel movimiento era maquinal y que su pensamiento se hallaba en otra parte. Con efecto, ni los serenos rayos de la luna, ni el perfume de las flores, ni el canto de los pájaros, ni las caricias de la hija, ni las tiernas y lánguidas miradas de la mujer querida podían arrancarle de la sombría meditación en que se hallaba sumergido hacía una hora, cuando empezamos nuestro relato. Por dos veces la condesa le había interrogado; mas él, por toda respuesta, había lentamente meneando la cabeza, mirado a la luna y vuelto después a tomar su actitud ceñuda y desesperada.

—Esta niña os incomoda sin duda, señor, dijo dulcemente la condesa tratando de separar a Laura de los brazos de su padre.

—¡Incomodarme Laura!, exclamó vivamente el conde haciendo saltar a la preciosa niña y besándola cada vez que su frente se rozaba con sus labios. ¡Tú incomodarme, ángel querido! Continuó oprimiendo tiernamente a la niña contra su pecho. ¡Tú, mi única joya, mi solo bien en el mundo, después de tu madre! O mejor dicho con tu madre, porque no os separo en mi amor, y si perdiese a la una me parecería que perdía en aquel momento a la otra.

Estremecióse al decir estas últimas palabras, y, atrayendo hacia sí a la condesa, la abrazó apasionadamente. Después, mirando alternativamente a su mujer y a su hija, con los ojos bañados en lágrimas, exclamó:

—¡Maldito sea el que intentara separarnos!

Sobresaltada, la condesa:

—Mi señor, dijo con voz suplicante, ¿por qué habláis de separarnos en el momento en que nos reunimos?

En aquel instante, en medio del silencio de la noche, se oyó vibrar en el aire, como los acordes de un laúd, las notas puras y dulces de una voz infantil. Aunque no se distinguió ni una sola palabra del canto del joven trovador, su tono era tan melancólico, que hubiera podido decirse era el último suspiro de una alma en pena al volar al cielo. Al menos ésta fue la impresión que produjo aquella música en el ánimo del conde y de la condesa. En cuanto a Laura, escapándose precipitadamente de los brazos de su padre, corrió a la ventana, y abalanzándose con riesgo de caer al jardín, buscó ávidamente con los ojos al cantor. Le divisó á los pálidos rayos de la luna, al pié de un árbol del camino, con las dos manos tendidas hacia el castillo, en una palabra, en la actitud más tiernamente suplicante.

—¡Ah! ¡pobre mancebo!, exclamó Laura.

—¿Quién es?— preguntó la condesa volviéndose hacia su hija y dirigiéndose a ella.

—Mira, madre, dijo la niña señalando con el dedo al infantil mendigo, un doncel blanco como la nieve, tan cansado, que ha dejado caer su cítara, y que caerá él mismo si no me envías en su socorro.

Con efecto, el joven cantor, como si se hallase aniquilado por la fatiga y extenuado por el hambre, se apoyó un momento contra el árbol y agobiado cayó rodando por el suelo.

—¡Madre, madre! gritó Laura angustiada; ¡se ha caído!

Conmovido el conde por el dolor de su hija, llamó a un criado y envió a buscar al mancebo.

Recuerden nuestros lectores los jóvenes mendigos de Murillo, y comprenderán la emoción que experimentarían los tres personajes de esta escena al ver entrar, pálido como la nieve, según había dicho Laura, flaco, escuálido, débil, tiritando de frio o de fiebre, un pobre muchacho de una docena de años, sobre cuyo rostro el hambre estaba escrita con caracteres muy marcados.

Aunque niña que no sabia todavía más que deletrear en el breviario del capellán del castillo, a la primera mirada descifró los caracteres impresos en la frente y las facciones del niño.

—¡Va a morir de hambre!— dijo llorando Laura.

El conde hizo traer un plato con frutas y pan.

—Come, dijo al joven mendigo.

Pero el muchacho, sea que no se atreviese a comer delante de tan nobles personajes, sea que no tuviese fuerza para dar un paso hacia la mesa en que habían colocado el plato, no se movió; únicamente bajó la cabeza sonrojándose.

—Madre, mira qué modesto es el pobrecito, dijo Laura viendo la figura sonrojada del doncel. ¿Por qué no comes?, le preguntó.

—No se atreve, dijo su madre tomando el plato.

El condese levantó, tomó de manos de su mujer el plato y le entregó a Laura diciendo al pequeño mendigo:

—Mi hija te servirá. Laura, sírvele, añadió; es tan noble como nosotros. ¡Delante de Dios la pobreza es más noble que la riqueza!

—¿Cómo te llamas?— le preguntó la niña.

—Lazarillo, contestó el pobre muchacho.

—¿No has comido aún hoy, verdad?, añadió la niña.

—No he comido desde ayer, señora, respondió Lazarillo.

—¡Desde ayer!, repitió la niña con asombro. ¿Y no comes todos los días?

Sonrió el muchacho por única respuesta; ¡pero qué sonrisa! la sonrisa de la melancolía, si la melancolía sonríe.

Después de haber tomado discretamente un puñado de cerezas y un pedazo de pan, intentó retirarse; pero la niña le obligó con tal gracia a quedarse y continuar, que se puso a comer con soltura, de modo que al cuarto de hora las frutas y todo el pan habían desaparecido del plato como por encanto.

Contó ingenuamente y aún con bastante buen humor su breve historia de mendigo. Había nacido en una pequeña aldea de Salamanca. Habiendo quedado su madre sin recursos después de la muerte de su padre, le había puesto en la mano algunos maravedises, le había abrazado y besado, y deseándole buena fortuna le había puesto en la calle.

No se podía hacer un gran viaje con solo aquellos maravedises; y aun un fraile le había reducido la caminata exigiéndole dos tercios de su fortuna por precio de cuatro lecciones de guitarra. Gastando el último maravedí[1] la víspera, Lazarillo en vano había rascado la guitarra bajo los numerosos balcones de la noble e imperial ciudad de Toledo; ni un ochavo había caído, y el pobre muchacho desolado, iba a morir de hambre sin duda, cuando vio brillar una luz a través de las ventanas del castillo del conde.

Se comprende fácilmente lo que enternecería á la niña aquel relato tan vivo de la miseria del muchacho.

—Ya que has comido, pobrecito, le dijo, siéntate y descansa un momento.

Pero Lazarillo, como quisiera pagar al contado la hospitalidad que acababan de darle, colocó delante de su pecho la guitarra que llevaba terciada a la espalda, y preludiando con una delicadeza y destreza admirable las cuerdas de instrumento, dijo:

—Os voy a cantar la aventura interesante del buen conde de Alarcos.

Estremecióse el conde de arriba abajo al escuchar aquellas palabras. Vamos a decir por qué aquellas pimples palabras habrían hecho estremecer a un hombre mas valiente todavía que él, si se hubiese hallado bajo el cielo de las Españas.

Mas para que se comprenda bien la dolorosa emoción que sintió, permítasenos decir en pocas palabras cuál era la causa de su sombría preocupación en el momento en que la voz de Lazarillo había llegado hasta el salón del castillo.

Después que Enrique IV, rey de Castilla, titulado el Impotente, hubo repudiado a su mujer y hecho anular su matrimonio, se casó con la infanta de Portugal, que hacia 1462 dio a luz una niña llamada Juana, hija a la cual la voz pública daba por padre a don Beltrán de la Cueva, uno de los favoritos y ministros del rey, razón por la que a la niña Juana se la denominó La Beltraneja. Pues de este adulterio posible, probable, pero simplemente sospechoso, nacieron todas aquellas guerras de las que Fernando e Isabel debían recoger los frutos sangrientos algunos años después.

En la época donde comienza esta historia, el rey Enrique IV buscaba por todos los rincones de Castilla un marido para la joven Juana, mejor dicho un yerno bastante esforzado para oponer como dique a los torrentes que la inundaban por todas partes y que amenazaban anegarla. No se había descubierto todavía el Nuevo Mundo, el oro era raro, la miseria grande, y las hostilidades incesantes agotaban hasta los últimos recursos del tesoro público, que tomaba prestado con intereses increíbles a los judíos de España las sumas necesarias para sostener los ejércitos.

Uno de los más adictos, de los más fieles, de los más leales y de los más bravos defensores del rey, al par que uno de los más ilustres capitanes de España, era sin contradicción el noble conde de Alarcos, el héroe de aquella aventura.

Además de su fortuna entera que había sacrificado para equipar, alimentar y entretener un cuerpo de tropas, había dado en garantía su vajilla de oro, los diamantes de su mujer y el castillo de sus padres.

En la víspera de la batalla de Olmedo, que tuvo lugar hacia mediados del año 1467, el rey que conocía hacia mucho tiempo su fidelidad y su devoción a toda prueba, le mandó llamar y le dirigió este discurso:

—Noble conde, sois el hombre más valiente del reino y el vasallo más adicto al rey. Os he hecho llamar para daros las gracias más sinceras y estrechar lealmente vuestra mano, como la mano de mi mejor amigo.

El conde se afectó y turbó al oír aquellas palabras creyendo que todavía no había hecho nada por el servicio del rey.

—Es, pues, continuó el rey, no solo al más valiente y entendido capitán del reino y al servidor más adicto al rey, sino al amigo más sincero y fiel al que voy a confiar todos mis temores y todas mis esperanzas.

El conde se inclinó en señal de aquiescencia al papel de confidente que se le ofrecía.

—¿Sois casado, verdad, noble conde? peguntó el rey con cierto empacho.

—Sí, señor, respondió el conde.

—La condesa pasa por ser una de las mujeres más hermosas del reino.

—Y uno de los más fieles vasallos de V. M., señor.

—Lo sé, dijo el rey. ¿Y la amáis mucho?

—Después de Dios y el rey, respondió el conde, la condesa es a lo que mas amo en el mundo...

—¿De manera, prosiguió el rey con cierta agitación, que por nada en el mundo consentiríais en separaros de ella?

—Por nada en el mundo, señor, respondió vivamente el conde.

—¿Ni aun por vuestro rey, conde, dijo sinceramente el rey, ni aun por vuestro Dios?

El conde bajó la cabeza sin responder.

—¿No contestáis? dijo el rey avanzando dos pasos.

—Señor, contestó el noble conde levantando altivamente la cabeza, si se me demostrara completamente la necesidad de semejante sacrificio para el servicio de mi Dios y de mi rey, por el servicio de mi Dios y de mi rey, consentiría al momento en ser separado de la condesa, a pesar de la profunda ternura que profeso a la madre de mi hija.

—Pues bien, noble conde, os voy a demostrar la necesidad de semejante sacrificio en dos palabras: el tesoro está arruinado; el Estado ha agotado sus últimos recursos. ¡El hambre está a nuestras puertas; el soldado sufre, se queja y empieza a murmurar en voz alta! ¡Doscientos hombres desertaron ayer, huyendo a los montes! ¡Mañana les seguirán otros doscientos! Antes de tres meses quizá de todo nuestro glorioso ejército no quedará ni un solo regimiento! Ahora bien, en estas dolorosas circunstancias, he hallado no un hombre, un perro, un judío, que se compromete, ayudado por sus correligionarios, a salvar al Estado.

—¿Cómo, señor? interrumpió el conde, conmovido profundamente con aquel cuadro de la miseria de España.

—Salomón Rebolledo, este es el nombre del judío, continuó el rey, ofrece dar en dote al que sea mi yerno, la suma de trescientos mil ducados.

En aquel momento comprendió el conde a donde iba a parar el rey, y se estremeció de pies á cabeza.

El rey continuó:

—Con trescientos mil ducados aseguro para siempre la paz de Castilla, porque ¡qué vigor no adquirirán nuestros soldados bien alimentados y bien vestidos, cuando desnudos y medio muertos, extenuados de fatiga, los vemos hacer hace tiempo tantos prodigios de valor! Si es grande el sacrificio que reclamo de vos, es porque cuento con vuestra adhesión absoluta. Por esto, pues, en nombre de mi reino en peligro, os ofrezco la mano de la princesa Juana, mi hija.

Ya lo hemos dicho; preveía el conde desde hacía un momento el golpe que el rey le iba a dirigir; sin embargo, aquellas palabras: os ofrezco la mano de la princesa Juana, le llenaron de asombro y de espanto. No tuvo ni una palabra que responder. Bajó los ojos, miró vagamente al campo, mudo, consternado, atontado, anonadado, sin conocimiento. El rey dio un paso más hacia él, le cogió la mano, se la apretó afectuosamente y le dijo:

—No ignoro, conde, la extensión del sacrificio que la salvación del Estado os impone, y no tendrá igual si no en el reconocimiento del reino y en la amistad sin límites de vuestro rey.

Miróle con aire suplicante el conde.

—¿Y no hay ningún otro medio, dijo, de asegurar la paz del reino?

—No veo otro, respondió secamente el rey, abandonando bruscamente la mano del conde.

—¿Y no hay, continuó el conde sin parecer notar el descontento del rey, otro rico-hombre más digno de aspirar al honor que me quiere hacer V. A.?

—Si conociese un hombre que mereciese más que vos el título que os ofrezco, noble conde, dijo el rey con voz irritada, no me hubiera expuesto a ver menospreciar el favor con que os quería colmar.

—Perdóneme V. A., dijo el conde inclinándose humildemente; pero he tenido negocios muchas veces con Salomón Rebolledo y, por implacable que sea, espero llegar por un camino diferente al punto que desea V. A.

El rey atravesó rápidamente el salón, llegó al dintel de la puerta, y gritó:

—Dejad entrar a Salomón Rebolledo.

Vióse entrar un personaje de estatura elevada, cuya figura presentaba un aspecto singular: su frente era de veinte años y su mirada de cuarenta lo menos, la cabeza estaba calva y los labios sonrosados y frescos. Parecía la personificación del tiempo, joven y viejo a la vez.

—Judío, dijo el rey, expón tu proyecto al noble conde de Alarcos.

El judío repitió en seguida, casi palabra por palabra, las que el rey le había dirigido.

—Señor, dijo después el conde, delante de Dios me comprometo a casarme con la hija de V. A. si de aquí a un tiempo, cuya fecha fijará V. A. misma, los trescientos mil ducados que ofrece Salomón Rebolledo no le hubiesen sido devueltos.

—¿Aceptas la proposición del conde? preguntó el rey al judío.

—Acepto, respondió éste.

—¿Por cuántos años puedes prestar esa suma? dijo el rey. El judío pareció reflexionar un momento.

—Por siete, respondió después de algunos instantes de meditación.

—¿Aceptáis ese término? preguntó el rey al conde.

—Delante de Dios, repitió el conde, juro casarme con la hija de V. A., si de hoy en siete años, en igual día, en igual hora, V. A. no ha devuelto los trescientos mil ducados. Hacia siete años que aquella conversación se había tenido entre el rey, el conde de Alarcos y el judío, precisamente en el momento en que el conde había pronunciado las tristes palabras que antes referimos:—«Maldito sea aquel que intentara separarnos.»

Siete años hacía de aquel suceso, día por día, hora por hora, cuando Lazarillo dijo preludiando en la guitarra: «Voy a cantaros la aventura interesante del buen conde de Alarcos.»

Sin duda no era la propia aventura del castellano la que Lazarillo iba a cantar. Sin embargo, hizo estremecer al conde lo mismo absolutamente que si se hubiera tratado de él.

Y había verdaderamente motivo para producirle aquel efecto, porque siendo niño había oído contar á su nodriza una antigua tradición de uno de sus abuelos, el cual también había recibido orden del rey de separarse de su mujer muy amada para casarse con una infanta.

—Todo el mundo conoce la leyenda del conde de Alarcos. Mandóle el rey matar a su mujer para casarse con la infanta que se había enamorado de él. El buen conde no podía resolverse a ello. Mas la voluntad del rey era inexorable.

—Es preciso que muráis, condesa, antes que el día aparezca, dijo el pobre conde con el corazón traspasado.

—¡No me espanta la muerte, felicidad de mi vida! exclamó la condesa abrazando a su esposo adorado: pero me aflige por mis pobres y tiernos hijos que todavía tienen necesidad de mi apoyo. Hacedles venir, mi querido señor, para que reciban mis últimos besos.

—No les veréis más, condesa, respondió el conde, no debéis volverlos a ver ya en vuestra vida.

Cuando Lazarillo llegó aquí, es decir a la cuarta estrofa de la canción, el conde se puso pálido como un espectro, tomó en brazos a su querida hija, se levantó bruscamente, y dijo al cantor:

—¡Cállate doncel! ¡Quieres hacer llorar a mi hija! Toma esto, añadió, arrojándole una bolsa que contenía algunas monedas de oro, y vete corriendo.

—Le echas, exclamó Laura, para que vaya a morir de hambre bajo las murallas de algún castillo cuyo señor sea menos humano que tú; déjale aquí, padre querido! ¿No me has dicho que los niños hallados traen la felicidad?

—¿Le quieres por paje? preguntó el conde abrazando á su hija.

—Y que será un paje muy gentil, exclamó la niña por toda respuesta tomando la mano de Lazarillo y llevándole para que se vistiese conforme requería el nuevo empleo.

Sola con su marido, la condesa que ignoraba completamente el extraño tratado ajustado entre el judío y el rey, pero veía al conde sumergido en una obstinada tristeza, fue a arrodillarse delante de él, y con el admirable instinto de mujer que descubre el más secreto pensamiento del hombre que ama, le dijo, aludiendo a la canción que acababan de oír:

—Si el rey os ordenara matarme, con tal que mi muerte proporcionara una hora de gloria o de dicha a vuestra vida, mi querido señor, moriría con alegría, como la mujer de vuestro abuelo.

Estremecióse el conde al oír a la condesa hablar así; se levantó con viveza, ciñó su cintura con sus brazos, abrazóla tiernamente, e iba a responder, cuando uno de sus escuderos vino a anunciarle que un anciano, enviado del rey, quería hablarle.

En aquel momento una nube negra ocultó la luna al mismo tiempo que un espeso velo cubría los ojos del conde. Rogó a la condesa entrara en su habitación, y dijo a su escudero hiciese subir al enviado del rey. Algunos minutos después, un hombre alto, demacrado, huesoso, vestido con una larga túnica oscura, cubierta la cabeza con un turbante, apareció sobre el dintel de la puerta. Era el judío Salomón Rebolledo.

Siguió una escena horrible, desgarradora, una lucha espantosa entre el judío y el conde, lucha en que se jugaba la vida de la condesa.

—Los siete años han pasado, dijo el judío, y vengo a reclamar los trescientos mil ducados que tengo prestados al rey a nombre de vuestra señoría.

—Sabes bien, Salomón, respondió el conde, que he vendido, hace ya siete años, a ti y a los tuyos, el castillo de mis antepasados; mi vajilla de oro y los diamantes de la condesa ¿Dónde, pues, quieres que halle semejante suma?

—Pues, repuso el judío, en defecto de la suma, vengo a reclamaros la ejecución de vuestra promesa.

—¿Estás loco, judío? dijo con voz sombría el conde. ¿Vienes a decirme de parte del rey, como se dijo a mi abuelo el conde de Alarcos, que degüelle a la condesa con mis propias manos?

—Vengo de parte del rey, respondió el judío, a decir a vuestra señoría: degollad a la condesa, o entregádmela en rehenes hasta el completo pago de la suma prestada.

El conde dio un salto al oír estas palabras.

—Te digo que estás loco, Salomón, repitió el conde mirando al judío con ojos amenazadores; es preciso, con efecto, estar loco para venir a decir á un marido que mate a la mujer que ama, ¡a la madre de su hija! ¡Pero sin duda tú no tienes corazón y entrañas! ¿No has amado jamás a una mujer? ¿No has sido jamás amado por un hijo?

Sin embargo , el judío no estaba loco, y, como el conde, tenia corazón y entrañas de padre. Un día también, como a él, le habían quitado su mujer adorada, la madre de sus hijos y de su hija, niña todavía, y la madre y los dos hijos habían sido degollados por los soldados del rey, delante de sus ojos, sobre el dintel de su puerta. De manera que el dolor había puesto sobre su corazón como una coraza, en la cual venían a embotarse las lamentaciones del pobre conde.

Hubiese visto caer, como una lluvia vengadora, las lágrimas de todas las madres, y hubieran resbalado sobre su corazón sin dejar huella alguna como las gotas de agua que caen sobre las rocas. Escuchó, pues, fríamente los lamentos del conde, no respondiendo mas a sus ruegos sino que los siete años habían transcurrido.

Así a aquel ilustre capitán, a aquel servidor incomparable, a aquel valiente y adicto defensor del rey, a aquel vasallo leal entre los más leales del reino, a aquel gran conde de Alarcos; he aquí lo que le reservaba el rey para recompensar sus nobles servicios: ¡la desesperación más espantosa! ¡Había derramado las más preciosas gotas de su sangre para la defensa del rey en veinte campos de batalla, y el rey le ordenaba ahora en premio degollar o vender a su muy querida esposa! ¡Pero el judío sería menos inhumano sin duda! Había amado a una mujer. ¡Sería más compasivo! Era padre, y su corazón se dejaría tal vez conmover un momento. ¡Le concedería un respiro, un año de plazo! ¡En un año se puede hacer una fortuna!

—¿No es verdad, mi buen Salomón, que me concederás un año?

—No, respondió lacónicamente el judío.

—¡Bien, no! dijo el conde; ¡un año es mucho, verdad! ¡Pero seis meses! Seis meses solamente, mi buen Salomón.

—¡No! repitió el judío.

—¡Tres meses! articuló el conde con voz suplicante. ¡Tres meses se pasan en un momento!

—No, respondió el judío siempre con su monosílabo aterrador.

—¡Quince días! ¡Nada más que quince días!

—¡No!...

—Una semana, Salomón, una sola semana, tiempo necesario para ir á arrojarme á los pies del rey y ofrecerle mi vida en cambio de la vida de la condesa.

—¡No! ¡no! dijo Salomón con voz sorda; ni una semana, ni un día, ni una hora.

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El judío era implacable; se le hubiera creído la personificación de la insensibilidad.

Las ideas mas siniestras se apoderaron del cerebro del conde; los proyectos más desesperados vinieron a asaltarle. Después de un momento de sombría meditación, levantó la cabeza y miró fieramente al judío; luego, lanzándose bruscamente sobre él y cogiéndole por el cuello:

—¡Y si te matase! le dijo.

Pero Salomón había previsto este caso y había instituido por su heredero a don Fernando Gómez de Guzmán, comendador de Calatrava, que se hallaba con sus hombres de armas a las puertas del castillo del conde.

—¡Vete, judío! dijo el conde soltándole con disgusto, sal de aquí enseguida o no respondo de mi cólera.

—Obedezco a vuestra señoría, dijo el judío retirándose, o al menos figurando que se retiraba, porque apenas hubo dado diez pasos en el corredor fuera del salón, volvió a entrar acompañado de don Fernando Gómez de Guzmán, el comendador de Calatrava, seguido de dos alcaldes de casa y corte, alguaciles y hombres de armas.

El comendador, después de haber saludado cortésmente al conde, preguntó al judío si la repulsa de pagar la deuda era formal. En seguida de la información de Salomón, don Fernando se volvió hacia el conde y le dijo:

—¿Es verdad que vuestra señoría ha rehusado pagar su deuda?

—Si, respondió el conde.

El comendador se volvió hacia uno de los alcaldes y le dijo:

—Haced vuestro deber.

—En nombre del rey, dijo un alcalde después de haber saludado humildemente al conde, os intimo, señor conde, que entreguéis en este mismo instante, ante nuestra vista, a Salomón Rebolledo, aquí presente, trescientos mil ducados que os comprometisteis a pagarle hoy, 7 de junio del año 1474; en defecto de lo cual os intimamos que entreguéis la condesa de Alarcos, vuestra esposa, según el convenio voluntario y legal hecho entre vuestra grandeza y el susodicho Rebolledo, teniendo orden, en caso de imposibilidad o mala fe, de prender a vuestra señoría como traidor a su rey y perjuro a su fe.

El conde cayó anonadado sobre un sitial; a poco, levantándose de pronto tras un momento de silencio:

—¡Jamás! dijo enérgicamente.

—En nombre del rey, conde de Alarcos, dijo el comendador dando un paso hacia él, entregadme vuestra espada.

—¡Hela aquí! respondió altivamente el conde sacándola de a vaina; después arrebatándose súbitamente y mirándola  con amor: ¡Ah! ¡mi valiente espada! dijo, mi fiel espada, que me has servido para combatir denodadamente á los enemigos de mi país; tú no eres el arma de un traidor para pasar de mis manos a las de un carcelero... Guardo mi espada, comendador, añadió envainando la espada, y puesto que su alteza os ha ordenado llevar la condesa, haced vuestro deber.

El comendador, seguido de los dos alcaldes, se dirigió hacia las habitaciones de la condesa. Mas en el momento de franquear la puerta, el conde se precipitó hacia él.

—Suplico a vuestra señoría me conceda algunos instantes, dijo el conde.

Los asistentes a aquella escena se retiraron al fondo del salón a una seña del comendador.

—¿Qué deseáis? preguntó al conde.

—Deseo saber, señor comendador, por qué después de diez y ocho años de leales servicios, su alteza me hace tan bruscamente pasar de la vida a la muerte. Es imposible que el rey obre de un modo tan implacable sin un poderoso motivo de cólera o de odio contra su adicto servidor; porque solo el odio y la cólera pueden ocasionar semejantes crueldades.

—Tengo orden de deciros, señor conde, dijo el comendador, que la profunda amistad que su alteza profesa a vuestra señoría es lo que le hace tomar este partido que tan riguroso os parece. AI daros por esposa la infanta Juana, el rey os designa como heredero del trono de Castilla, de León, y un día quizá del trono de todas las Españas.

—¡Pero adoro a mi mujer! gritó el desdichado conde.

—Lo sé, dijo el comendador, y precisamente eso es lo que hace creer al rey que el casamiento de vuestra señoría sería imposible mientras viviera la condesa.

—¡Mientras viviera la condesa! repitió angustiosamente conde con el rostro inundado de un sudor frió.

—Tenemos numerosos ejemplos de semejantes exigencias políticas, añadió fríamente el comendador. Vuestro abuelo, el conde de Alarcos, para citar un ejemplo de vuestra misma familia ¿no dio a su rey una prueba semejante de adhesión?

—¡Pero adoro a mi mujer, repitió el pobre conde; adoro a mi mujer y a mi hija!

—Pues también vuestro abuelo, dijo el comendador, idolatraba a su mujer y a su hijo. ¿Qué mérito tendría la abnegación si no costaran nada?

En esto se hallaban cuando la condesa, pálida y despavorida, entró precipitadamente en el salón.

—Lo sé todo, dijo; todo lo he oído, todo lo he comprendido. Señor comendador, voy a seguiros, mas permitidme quedar un momento sola con mi esposo.

Retiróse el comendador seguido de toda su comitiva. La condesa les miró salir; escuchó sus últimos pasos en las baldosas de la galería; cuando no oyó nada, cuando estuvo segura de hallarse sola con su marido, se arrojó á su cuello, le abrazó amorosamente y le dijo:

—¿Eres tú el que me vas a matar, verdad? ¡Yo no puedo morir a otras manos que las tuyas!

Se hallaba tan pálida, que se la hubiera creído la estatua de un muerto. Puro él, el buen conde de Alarcos, absorto en una especie de letargo a pesar de las dulces caricias y las tiernas palabras de su mujer, la miraba con ojos tan distraídos, tan hoscos, que se hubieran creído los ojos de un loco.

—Mírame, le dijo ella enlazándole en sus brazos.

Levantó la cabeza; dos lágrimas se desprendieron silenciosamente de sus ojos; la tempestad interior se había calmado.

Miró á su mujer con ternura, con amor, con pasión.

—¡Tú morir! gritó. ¡Tú, bella, joven, amante y amada! ¡Tú morir!

Y cubría de ardientes besos la blanca frente de su joven esposa.

—De tu mano, amor mío, dijo ella, la muerte será tan dulce como un beso.

—¡Tú morir! repitió febrilmente el conde apretándola estrechamente contra su pecho.

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Con el movimiento que hizo, el puñal que llevaba a la cintura se salió de la vaina y se cayó al suelo. La condesa le recogió empuñándole con exaltación.

—Puñal que me vas a dar la muerte ¡bendito seas! gritó; después, presentándole al conde: abrázame por última vez, mátame, le dijo.

—¡Pues bien, sea! dijo resueltamente el conde tomando el puñal; ¡sea, amada mía, muramos juntos!

—¿Y nuestra pobre hija, amor mío? exclamó la condesa.

El conde bajó el puñal que había levantado ya sobre el seno de la condesa. En aquel momento se oyó el paso de los soldados en la galería.

—¡Ya vienen; gritó la pobre mujer; ¡bésame por última vez, amor mío, y dame la muerte!

Y presentó su pecho al puñal...

El conde la miró por última vez, la abrazó ardientemente y levantó el puñal. Pero en el momento de herir, torrentes de lágrimas brotaron de sus ojos y roncos sollozos se escaparon de su pecho; arrojó el arma a diez pasos de él exclamando con fuerza: ¡jamás!

Al mismo tiempo entró el comendador seguido de sus hombres.

—¡Llevadla, bárbaros! dijo el conde con voz ahogada y tapando sus ojos con las manos para no ver aquel horrible espectáculo.

Apenas había dicho estas palabras, la niña entró alegremente en el salón conduciendo a Lazarillo vestido de paje.

—¡Mira, madre, qué lindo paje tengo! dijo a la condesa.

—¡Mi hija, mi querida hija! gritó la madre desecha en lágrimas: ¡acuérdate de mí!

—¿Es vuestra hija, su señoría? preguntó el comendador al conde.

—Sí, dijo el conde corriendo hacia Laura como si temiera se la fueran a llevar.

—Tengo orden de llevármela, dijo el comendador haciendo  señas a los soldados, que se precipitaron hacia la niña.

—¡Como! ¡También a ella! ¡Infames! gritó el padre vertiendo de sus ojos lágrimas ardientes.

—¡Matadme, dijo la condesa, pero dejad mi hija a su padre!

—¡Mi hija, mi tierna y querida hija! exclamó el conde, precipitándose sobre los soldados espada en mano.

Pero seis hombres de armas se arrojaron sobre el y le arrancaron la espada. Lleváronse a la madre y a la hija. Cinco minutos después de su salida, se oyó un doble grito, un doble suspiro, un doble gemido que resonó profundamente en el corazón del conde.

Cayó anonadado sobre su sillón, apretándose la cabeza con las manos como si temiera que fuera a estallar. Lazarillo, que se hallaba á dos pasos de él, deseando sacarle de la desesperación en que se veía sumergido, le dijo:

—¿Tiene vuestra señoría alguna orden que darme?

—Sí, dijo el conde, loma ese hachón, entra en la habitación de la condesa y pon fuego a los tapices.

Tomó Lazarillo el hachón y entró en los aposentos.

El conde, por su parte, cogió otro hachón y prendió el salón por sus cuatro esquinas diciendo:

—Salón donde ella me decía adiós cuando partía para la guerra; salón donde esperaba mi vuelta, abrásate corno la cámara donde ella reposaba ayer; abrásate por completo, palacio de mis abuelos. Que vuestra primitiva morada desaparezca con vuestro último nieto, ¡oh valientes condes de Alarcos!

Lazarillo entró en el salón pálido y azorado.

—Todo arde, señor, dijo temblando de pies a cabeza.

—Bien, hijo mío, dijo el conde; para desdicha tuya, toma esto, es mi último escudo de oro, y ahora vuelve a emprender tu viajata por los caminos reales: yo no te serviría para nada. Quemado mi castillo, seré mas pobre que tú.

—¿No os queda nada ya, señor? preguntó el paje.

—Me queda mi espada, Lazarillo, dijo fieramente el conde recogiendo su espada que los soldados habían arrojado al suelo.

Salieron los dos. El castillo se hundió por todas partes después de salir ambos

En los alrededores de Toledo se hallaba situado el castillo del conde de Alarcos, del que aun quedan algunos restos.

 

EL CONDE DE FABRAQUER

 

[1] Moneda antigua española, efectiva unas veces y otras imaginaria, que tuvo diferentes valores y calificativos. (Nota del autor)