DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las familias, 1864, Año XXII, segunda serie, pp. 130-135 y pp. 147-152.

Acontecimientos
Personajes
Don Bernardino de Obregón, Doña Aurora de Sandoval, D. Félix de Alvarado (marido de D. Doña Aurora), Pedro de Sandoval (padre de Doña Aurora), D. Carlos de Sandoval (hermano de Doña Aurora), Sarah (mujer judía), el barrendero, los criados (Beatriz, Otañez y Benimarfell)
Enlaces
Bernardino de Obregón

LOCALIZACIÓN

CALLE DE SAN BERNARDO

Valoración Media: / 5

DON BERNARDINO DE OBREGÓN

(TRADICIÓN MADRILEÑA.)

 
Hacia el año de 1566, cuatro después del establecimiento de la corte en Madrid por el rey Felipe II, a quien apellidaron el Prudente los españoles de su tiempo y el Demonio del Mediodía los enemigos de la España, de los cuales fue siempre constante azote, acaeció la verdadera historia que voy a referir a mis lectores. Varones doctos y de gran peso en la república de las letras, han ejercitado en ella su claro ingenio, cosa que debiera retraerme de acometer tamaña empresa; pero mi pluma es de tan rebelde condición como mal tajada[1], así que no ha sido posible reducirla a términos de escribir cosa que de este asunto no sea. Hecha esta ingenua confesión, concluyo asegurando a quien me leyere, que a falta de otras dotes encontrará novedad en el presente relato, y sin un momento de vagar pongo manos a la obra antes que alguno pueda con razón aplicarme aquellos conocidos versos:
 
No traigo nada que importe
Tras de tardanza prolija,
Largo parto y parir hija
Propio despacho de corte.
 
I.
A la extremidad del antiguo Prado de la Villa, no muy distante de la nueva calle de los Olivares, nombre que llevaba entonces la que andando el tiempo se llamó de Alcalá por unos abundantes caños así titulados que allí cerca manaban, dos encubiertas[2] de buen garbo y gentileza marchaban apresuradas en dirección a la puerta recién construida que daba entrada al arrabal.
El toque de oraciones había sonado en el vecino monasterio de San Jerónimo y la noche llegaba a toda prisa envolviendo en sus sombras aquel paraje, solitario y oscuro a causa de la mucha arboleda que le cubría. Pero ni lo avanzado de la hora, ni lo yermo de la comarca fueran por sí solo motivo suficiente a producir tanto azoramiento a nuestras fugitivas, que más desierto páramo y más sombrías tinieblas quisieran en aquella ocasión; era el aguijón de su conciencia el que ponía alas en sus pies para huir de dos hombres que las seguían a larga distancia y de quien al parecer les importaba mucho no ser conocidas.
—Vuelve la cabeza, Beatriz, dijo la dama que parecía de más calidad[3] a su compañera, y mira si continúan observándonos, pues sospecho que a pesar de sus protestas vienen siguiendo nuestras pisadas.
—Así es, señora, y la distancia se va acortando en términos, que por mucho que aceleremos el paso, nos darán alcance antes que podamos refugiarnos al convento de religiosas de Nuestra Madre del Carmen.
—¡Esta Señora me ampare! ¡Mal haya[4] el capricho que tuve de irme a holgar[5] a la huerta de doña Leonor! ¡Mal haya el insensato que a fuer de[6] sospechoso convirtió nuestro amor en disimulo, haciendo depender su honra en contrariar nuestras más inocentes acciones, y solo a favor de opresión y encerramiento creyó poner a buen recaudo el cariño y decoro de una mujer! ¡Oh, y cuánto se equivoca quien juzga aprisionar los afectos del corazón a fuer de llaves y cerrojos, que solo sirven para excitar el deseo y sublevar el espíritu contra tamaña[7] desconfianza! Colocada por mi fatal destino entre un padre justamente irritado y un marido celoso sin fundamento, ¿cuál será mi suerte si llegan a descubrirme?
— Ánimo, por Dios, señora, decía la criada tratando en vano de infundirla aliento, dejaos de exclamaciones y caminad aprisa, y si es preciso corramos hasta llegar a las Carmelitas; mirad que ya se acercan y somos perdidas si nos reconocen.
—No puedo, Beatriz, no puedo más. Las fuerzas me faltan, un entorpecimiento convulsivo embarga todas mis facultades y me siento desfallecer.
—Pues esperemos, suceda lo que quiera. Llegará don Félix e informado del motivo de nuestra salida tal vez se contentará con una ligera reprimenda.
— ¡Ah, no, jamás! Nada me salvará, en vano protestaré de mi inocencia, ni aun seré escuchada. He burlado la autoridad paterna y mi esposo teme haga lo mismo con la suya. Este es el origen de sus recelos. ¿Quién me podrá auxiliar, quién socorrerme?
Así exclamaba la afligida señora, fatigando su pecho los ahogados sollozos, al tiempo que por la ya cercana puerta salía un arrogante mancebo seguido por su criado, tal vez en cumplimiento de alguna cita amorosa, y perdóneseme el mal pensamiento, pues la hora y el sitio no eran acomodados para otra cosa.
Tabla de salvación en su cierto naufragio fue la presencia del desconocido para nuestra dama, que dominada por el fuerte instinto de la propia conservación se dirigió hacia él apresurada, y sin detenerse a calcular las consecuencias, le dijo estas palabras en tono suplicante:
—Caballero, si sois tan galán como vuestra presencia indica, no desechéis el ruego de una mujer afligida que os demanda protección. Me importa más que la vida no ser descubierta por aquellos dos hombres que veis acercarse. Procurad detenerlos ínterin[8] corro a ponerme en salvo, llevando en mi corazón un agradecimiento eterno hacia vuestra persona.
—Deponed vuestro sobresalto, gentil señora, contestó el caballero, y enjugad el llanto que nubla el brillo de vuestros ojos privando a la tierra de sus dos más refulgentes luceros. Bastaros la calidad de mujer para ser obedecida por quien se precia de hidalgo, cuanto más que vuestro mandato es tan de mi gusto que aún me obligáis al agradecimiento. Y tened presente que recibiré ofensa si apresuráis el paso para evitar el encuentro de quien descortés os persigue, pues desde ahora podéis consideraros tan segura como en el recinto de vuestro gabinete. Id con reposo adonde tengáis voluntad, mas antes desviad el importuno manto, si no lo habéis por enojo, dejándome admirar ese bello rostro, que no dudo corresponda a la bizarría[9] de tan agraciado talle, a no ser que os contenga el temor de dejarme absorto en su hermosura e imposibilitado para serviros.
Trazas llevaba[10] el amartelado caballero de seguir adelante con su ampuloso razonamiento, propio y acomodado a una época en que las ideas caballerescas fermentaban en todas las cabezas, si la dama no le hubiese interrumpido, exclamando acongojada:
—Helos ahí. Huyamos sin perder momento, ya os daré noticias de mí. Adiós.
No se engañaba la encubierta: a muy corta distancia llegaban sus perseguidores, y hubieran tardado poco en alcanzarla, a pesar del apresuramiento con que se entró en la población, a no salirles al encuentro su generoso protector que con el sombrero en la mano y haciendo una ceremoniosa reverencia atajó el paso al de mejor porte, dirigiéndole estas comedidas palabras:
—Señor hidalgo[11], un caballero recién venido espera de vuestra cortesía le otorguéis la merced de no molestar a dos señoras que desean conservar el incógnito y a las que parece seguís con obstinación: en cambio ved en qué puedo serviros, pues deseo daros pruebas de mi reconocimiento.
Al escuchar tan extraña pretensión, mirole el interpelado por cima del hombro, y asomándose al embozo[12], como diría uno de nuestros escritores antiguos, contestó con mal gesto:
—Si sois forastero, debo ensenaros que en la corte es prudente ocuparse cada cual en sus propios asuntos sin mezclarse en los ajenos; así, puesto que vos nada tenéis que ver con esas damas y a mí me va mucho en saber quién sean, apartad a un lado, que en cualquiera otra parte será más necesaria vuestra presencia.
Y uniendo la acción a la palabra, hubiera seguido su camino sin dársele un bledo[13] del galante gentil-hombre, si este montado en cólera por el aire insolente y malas razones de su adversario no le hubiera parado poniéndole una mano en el pecho, diciéndole al mismo tiempo:
—Tened el paso, señor importuno, porque vive Dios, que si dais otro más he de clavaros en tierra para ejemplo de rufianes[14] descorteses.
—A tales insolencias solo debe contestarse cortando la torpe lengua que las ha pronunciado. Veamos, pues, si os mostráis tan animoso para acometer como audaz para insultar.
Apenas pronunciadas estas palabras, retirándose atrás algún terreno, se fueron luego uno hacia otro ambos contendientes desnudas las espadas a guisa[15] de mortales enemigos y dispuestos a cruzar los aceros, con sus lacayos por únicos testigos, aventurando su vida por desconfiado el uno, juguete tal vez el otro de una desconocida con más aire de liviana que de honesta y recogida.
Reciamente comenzaron la pelea e igual fue por algún tiempo la destreza y arrojo de los dos combatientes, empero[16] al poco tiempo, el campeón de las tapadas comenzó a tomar ventaja sobre su adversario, que retrocediendo ante sus briosos ataques y malparando los certeros golpes, pudo darse por contento de salir con el hombro derecho atravesado de una estocada a fondo, que con un oportuno quite pudo apartarse del cuello, adonde la dirigía su enemigo.
—Estáis herido, dijo este bajando la espada.
—No, no es nada, gritó su adversario enfurecido, si acaso algún arañazo y nada más: continuemos, defendeos pronto.
Engañado por su coraje, apenas el lastimado caballero trató de renovar el duelo, cuando un dolor agudísimo le impidió todo movimiento en el brazo haciéndole soltar la espada y buscar apoyo en un árbol inmediato a fin de no caer a tierra desvanecido.
Honrado antes que todo, acudió solícito el vencedor a sostener al poco afortunado tratando de prestarle los auxilios necesarios en su apurada situación. Descubierta la herida cuidó de contener la pérdida de sangre refrescando la parte maltratada, rasgando su pañizuelo[17] para hacer compresas y formando un vendaje de la mejor manera posible, aunque no sin dar pruebas de inteligencia. Gracias a estos cuidados volvió en sí el doliente, aliviándose en términos de poder trasladarse a su casa, si bien ayudado por su agresor y los dos criados, donde fuese asistido de la manera que su estado requería. Con el mayor esmero fue conducido casi en brazos de sus auxiliares hasta ponerle en salvamento en su propia habitación, sin que en todo el camino diese muestras de dolor
con exclamaciones ni palabra alguna. Abismado en pesar profundo parecía que la pena de su alma le hacía olvidar los sufrimientos materiales, excitando tan animoso ejemplo el interés de su contrario, no muy satisfecho entre sí de la justicia de su proceder con aquel animoso caballero.
Bien acondicionado este en lo posible y seguro de que no era mortal la herida, alargole su ofensor la mano en señal de reconciliación y despedida, dándole sus excusas por el lance[18] ocurrido y reiterándole las más finas protestas de amistad, si en lo sucesivo quisiera ponerla a prueba.
—Desgracia es para mí, repuso gravemente el maltratado hidalgo, verme de esta suerte a causa de una mujer desenvuelta y por obra de un desconocido, al cual aún no sé cómo calificar. Sabed que mi nombre es don Félix de Alvarado, a quien no podréis menos de contar por enemigo hasta que averigüe si tenéis más parte en este suceso que la que a primera vista aparece.
—Acerca del epíteto injurioso que tributáis a la dama origen de nuestro combate, contestó el desairado joven, nada tengo que reprocharos. He cumplido como debe un hombre bien nacido amparando al débil y nada más: en cuanto a mí, caballero, soy don Bernardino de Obregón, secretario y ayudante del duque de Sesa, y capitán de arcabuceros[19] de la guardia española. Resido temporalmente en la posada de Toledo, donde me hallareis dispuesto siempre a daros las explicaciones convenientes.
 
II.
Pocos días después de los acontecimientos referidos, un grave y maduro escudero se presentó en la residencia de Obregón solicitando entregarle en su propia mano un mensaje importante. Conducido a su presencia sacó del seno una pequeña caja de rara madera de las Indias, que acompañada de una carta, cuya procedencia femenina trascendía a la legua[20] según los irregulares caracteres que cubrían el sobre y el perfume regalado que se exhalaba de ella, entregó al caballero, el cual como discreto y nada novicio en semejantes lances, ni manifestó extrañeza ni preguntó palabra, apresurándose únicamente a despedir al barbudo Mercurio[21], muy contento por las generosas albricias[22] con que fue recompensado.
A solas el capitán con los dos objetos misteriosos, tocó el resorte que cerraba la caja, animado por el vivo deseo de averiguar al primer golpe el origen y destino de aquellas prendas, que no podía adivinar por su aspecto exterior.
Una magnífica cadena de oro y esmeraldas de la que pendía un rico joyel[23], se presentó a su vista.
—Hermosa alhaja, exclamó, pero que no satisface mi impaciente duda. Veamos la carta, esta no podrá menos de resolver el problema.
Abriola y leyó con admiración lo siguiente:
«Señor caballero:
La encubierta a quien tardes pasadas amparasteis a riesgo de la vida junto a los caños de Alcalá, os besa las manos, y manifiesta su regocijo por lo bien parado que salisteis del lance que ocasionó su mala estrella. En señal de agradecimiento y recuerdo de acción tan generosa, ruego a vuestra cortesía acepte ese pequeño don usándolo en memoria de La dama del Olivar.»
P. D. «No se os ocurra nunca averiguar quién soy, pues semejante empeño solo ocasionaría desgracias.»
Apenas concluyó la lectura, le faltaba tiempo a don Bernardino para llamar a su criado Benimarfell, ladino morisco[24] valenciano, cuya destreza tenía harto experimentada, y entenderse con él acerca del medio de llevar a buen remate aquella aventura, pues era pensar en lo escusado[25] creer que el galante joven hubiese de renunciar a ella, mucho más después de recibida la antedicha carta, tan provocativa que a no ser por ella ni aún recuerdo conservaba del suceso del Prado Viejo.
—Es menester, dijo al lacayo, que averigües el nombre y condición de la dama a quien sirve el escudero que acaba de salir de aquí. ¿Le conocerás donde le encuentres?
—Sí, señor, y también al criado de don Félix, aunque no le he vuelto a ver desde la otra tarde.
—Pues no omitas gasto ni diligencia para salir adelante con el empeño, y cuenta con una buena recompensa cuando me traigas a ese interesante servidor.
Por mucho tiempo fueron en balde[26] todos los desvelos empleados por amo y mozo para la consecución de su intento. Inútilmente frecuentaban los sitios de más concurrencia hechos Argos[27] tras los escuderos de damas encubiertas, sin encontrar al que buscaban, cosa no muy fácil de conseguir en una población de cuarenta mil almas que ya contaba Madrid por aquel tiempo. Únicamente con el criado de don Félix, pudo avocarse[28] Benimarfell, pero era un navarro callado como un pez y nada adelantó por consiguiente. Perdiendo iban ya la esperanza aquellos conjurados contra la honra ajena, cuando el diablo, que todo lo añusga[29], como posteriormente dijo Sancho[30], encaminó las cosas a medida de su mal deseo.
Cierta mañana que subía Obregón las escaleras del real palacio acompañando al duque de Sesa, con objeto de asistir a S. M. a la hora de levantarse, bajaba al tiempo mismo de la cámara de la reina una joven señora deslumbrante de hermosura y gentileza, alegrando con su presencia el austero y casi conventual alcázar de Felipe II. Grande era el atractivo de la dama, mucho el donaire[31] de su persona que parecía despreciar los mármoles que pisaba, apreciador inteligente de lo bello era don Bernardino, mas nada llamó tanto su atención como el escudero que en pos de la palaciega y sus dos reverendas dueñas caminaba, pues había reconocido en él al buscado mensajero de la tapada del Olivar.
Una mirada que cruzó con su criado, bastó para ponerlos de acuerdo, continuando tranquilo a desempeñar sus funciones oficiales, seguro de que al regresar a su posada encontraría en ella nuevas agradables.
Volvió tarde y ya le esperaba Benimarlell, a quien preguntó al momento:
—¿Has averiguado algo?
—Solo he podido saber la casa donde vive: calle del Atochar con accesorias a los Cañizares.
—No es poco. Estamos sobre su huella: constancia y no abandonemos la pista. Toma para refrescar, añadió dándole un escudo de oro.
Desde aquella tarde Obregón, ya paseando la calle, caballero en su brioso corcel azabache rodado, ya haciendo terrero[32] delante de los balcones, ya aturdiendo el barrio con músicas y serenatas a deshora, procuraba a toda costa obtener alguna muestra de correspondencia de la distraída señora de sus pensamientos, sin cejar un punto en tal desvarío ni por temor a inconvenientes ni en vista del poco resultado de sus festejos. Trazas llevaba el asunto de dilatarse más de lo que el genio impaciente del amartelado galán sufrir podía y meditando se hallaba a sus solas que medio por violento y desatinado que fuese podría conducirle a presencia de aquella para él deidad vedada, cuando vio aparecer sin ser llamado a la puerta de su aposento el mozo Benimarfell, dándose aires de satisfecho y a guisa de pedir albricias.
—¿Qué se te ofrece?, le preguntó don Bernardino distraídamente.
—Señor, ahí espera el escudero de la tapada.
—¿Qué dices?, exclamó el amo con alegre sorpresa, ¿por fin has conseguido traerle a remolque[33]?
—No viene a remolque sino muy gustoso y viento en popa impulsado por unas cuantas botellas de lo caro y esperanzado en la generosidad de vuestra merced.
—Pues se verán cumplidos sus deseos. Hazle entrar inmediatamente.
La gorra en la mano, el cuerpo en arco y mucho arrastre de pies presentose ante Obregón el señor Otañez, que este era el nombre del infiel vigilante de la encubierta, respirando por todas sus coyunturas el más vivo deseo de atraerse la voluntad del dadivoso galán. Con sus puntas y collar de marrullero[34], amaestrado por su misma señora en toda clase de intrigas falsas y livianas, parecía como hecho de encargo para mancillar[35] la honra del marido de la que se había servido de él como encubridor a maravilla para burlarse de la voluntad paternal; así que adornado de tan buenas disposiciones prestó oído grato a las lisonjeras[36] palabras del astuto morisco, el cual no necesitó apelar a grandes esfuerzos de elocuencia para hacerle comprender lo mucho que podría ganar en aquella partida.
—Bien venido sea el escudero, le dijo Obregón, cuando estuvieron solos, feliz sino rige hoy para ti, pues la fortuna se ha entrado por tus puertas si aciertas a complacerme, sin más trabajo por tu parte que contestar con verdad a mis preguntas.
—En mi conciencia, señor, me creo muy honrado en servir a un caballero tan principal como vuestra merced, y menguado fuera si no aprovechara tan buena ocasión de manifestarle mi celo por sus negocios, que no podía encomendar en mejores manos.
—Pocas serán mis preguntas, pero cuenta con que mi gratitud será más o menos crecida al paso que tus contestaciones me dejen más o menos satisfecho. Dime en primer lugar ¿quién es y cómo se llama la señora a quien sirves?
-Su nombre es doña Aurora de Sandoval, hija del oidor[37] del Consejo de Lombardía don Pedro. Esta dama, loca de amor hace dos años por don Félix de Alvarado, contrajo con él matrimonio secreto, pues nunca su padre quiso consentir en semejante enlace a causa de cierto lance ocurrido en Italia entre don Félix y el hermano de la dama, que puso en mal a entrambas familias, y este es el día que el buen anciano ignora el importante cambio ocurrido en su casa.
—¿Y sin duda los dos esposos habrán adoptado algún medio para verse a solas? pues de otra manera no merecía la pena de ser casados.
—Sí, señor. La casa de doña Aurora linda por su fachada lateral con los Cañizares, sitio en extremo agreste y abandonado, a cuyo terreno da salida una puerta escusada, de la cual don Félix tiene llave, con la que se introduce en el aposento de su esposa la mayor parte de las noches, a no mediar aviso por mi conducto de algún inconveniente grave.
—¡Perfectamente, honrado escudero! Estoy satisfecho de ti. Ahora escucha mis intenciones y prepárate a secundarlas. Necesito un modelo estampado en cera de esa preciosa llave que proporciona a don Félix las entrevistas con su esposa, y tan luego como tenga otra igual en mi poder (cosa que no tardará en suceder) yo te avisaré cuándo has de estar prevenido para conducirme a la recámara de doña Aurora.
—Señor, perdone vuestra merced, pero semejante pretensión…
—¿Ves esta bolsa bien repleta de escudos de oro? Pues será tuya a la mañana siguiente de la noche en que me proporciones ocupar el lugar de su esposo al lado de tu señora. Es la recompensa de los servicios que exijo de ti, pues los demás informes que me has dado yo los hubiese adquirido sin auxilio ajeno. Mientras tanto guárdate ese doblón de a dos como muestra de lo que te espera.
—Tiene vuestra merced una manera de dar órdenes imposible de resistir.
—Adiós, no olvides que aguardo y soy naturalmente poco sufrido.
Antes de terminar el día siguiente fue dueño el desatentado[38] caballero del molde de la llave fatal que en vez de franquear un paraíso encantador debía dar paso a una larga cuenta de desdichas. Dice un adagio vulgar, sin duda inventado por algún Machiavello de baja estofa, que con paciencia y mala intención todo se consigue, y en verdad que en la ocasión presente el malicioso refrán no quedó desmentido, pues a las pocas noches puesto de acuerdo con el venal[39] escudero, se dirigía Obregón  a deshora hacia los Cañizares, bien preparado a cualquier evento, y procurando ahogar en su pecho los dignos y cristianos sentimientos en él aposentados que con sus desbocadas pasiones trabada tenían recia batalla. Empero no era sazón de reflexiones, así que atropellando la prudencia llegó el capitán a la puerta, no tan falsa como su acción fementida[40], y abriéndola con cautela halló a la otra parte al menguado viejo que le condujo silencioso hasta la habitación de dona Aurora.
Recogido el cabello y despojada de galas, velaba esta señora en espera del que juzgaba no podía ser otro que don Félix, y tanta era su confianza que aun cuando sintió pasos en la pieza inmediata ni dejó el asiento ni aun alzó la vista de la sabrosa historia de Angélica y Medoro[41], con cuya entretenida lectura procuraba hacer más ligera su soledad. A favor de semejante abandono pudo llegar don Bernardino sin tropiezo hasta el medio de la sala, donde quedó parado temeroso de turbar bruscamente aquella profunda calma, ocasionando a la hermosa dama el sobresalto natural al verse sorprendida en su retrete por huésped tan desacostumbrado, y el escándalo y alarma consiguientes, cosas entrambas que le importaba precaver.
Mas solo fue poderoso a impedir la primera el corto momento que tardó doña Aurora en fijar la mirada en el audaz caballero inmóvil en la sombra, y que juzgaba su marido, cuyo silencio empezaba a inquietarla. Renuncio a describir el cambio que se operó en ella cuando puesta en pie y cogiendo una bujía[42] alumbró el espacio de la estancia inundado por las tinieblas, reconociendo en un punto su engaño y comprometida situación. Pálido el semblante con la cólera y el miedo, anudada la voz en la garganta, extendiendo el brazo en dirección a la puerta.
—Salid, caballero, le dijo con trémulas palabras, ¿qué buscáis aquí? ¿por dónde habéis entrado?
—Sosegaos, señora, repuso Obregón. Las azucenas que han invadido vuestro rostro desalojando el carmín que en él se aposentaba, el susto que revela vuestro ademan, fueran del caso a presencia de algún ladrón, no ante un enamorado que humilde os ruega.
—¡Callad! Ladrón sois de mi honor y mi tranquilidad ¿qué podéis decirme que justifique acción tan villana? Marchaos pronto, es la única prueba que podéis darme de consideración y aprecio.
—Me iré, sí, pero no será sin que antes me escuchéis. Apurad en buena hora todo el vocabulario de dicterios[43] y malas razones que os surgiera vuestro despecho, hermosa enemiga, pero no conseguiréis libraros de oír de mi labio una declaración ardiente de la pasión que habéis encendido en mi alma. Harto tiempo he suspirado a vuestra reja desatentado, ciego, sin una sombra de esperanza, para renunciar de buen grado, cuando la suerte me es propicia, a escuchar de vuestro labio la sentencia que ha de elevarme al colmo de la dicha o confundirme en un piélago[44] de amargura.
—No sigáis, que soy casada.
—¡Un casamiento clandestino!
—Que yo respeto tanto como si se hubiese verificado a la faz del universo entero, y que me proporciona el amparo de un hombre contra todo atrevimiento y desacato en mengua de mi decoro.
— ¡Me amenazáis, señora! He probado ya el temple de mi espada contra don Félix, por cierto, en defensa vuestra, y el éxito me ha dejado tan satisfecho, que no creo a ese caballero tan desprovisto de razón que trate de renovar el lance. Creedme, bellísima enojada, este asunto solo entre vos y yo debe manejarse, único medio de evitar cuantas fatales consecuencias pudiera arrastrar consigo.
—Pero en fin ¿qué intenciones son las vuestras si yo desecho tan locas pretensiones?
—Entonces, señora, no podréis impedirme que continúe amándoos y gloriándome con el título de enamorado vuestro; los colores que vistáis adornarán mi persona; donde vos vayáis allí estaré yo; respiraré con delicia el aire que haya azotado vuestro rostro; reverenciaré la tierra hollada por vuestra planta; vigilante atalaya os guardaré cuidadoso el sueño, hasta que convencida por tanta constancia y tanto amor de la vehemencia de mi pasión correspondáis a ella, si no con otra igual, pues eso lo tengo por imposible, con el suficiente cariño para hacer de mí el hombre más afortunado.
—¡Vanas ilusiones de una imaginación delirante! Trato tan criminal no permanecería oculto mucho tiempo, y una vez descubierto, ¿dónde ocultaría mi oprobio, quién me querría acoger, quién ampararme?
—Yo sería suficiente para ello. Pero si la tierra natal os infunde temores, a la otra parte del mar la misteriosa y libre Venecia nos ofrece un asilo impenetrable a todos los poderes; allí, en aquella patria común, a nadie se pregunta quién es ni de dónde viene, como él no trate de mezclarse en los secretos de Estado, y el misterio de nuestros amores no será turbado en manera alguna. ¿Os suspendéis? Vuestro pecho se agita, la purísima luz de vuestros bellos ojos empañada por las lágrimas indica el combate interior que sufrís en este momento. Responded, aguardo vuestra decisión.
—Marchaos, nunca, jamás podré consentir en vuestros deseos.
Iba a responder Obregón decidido a no soltar la presa que al parecer se iba enredando entre sus redes, cuando el escudero entró precipitadamente en la sala, y dirigiéndose a doña Aurora la habló en estos términos:
—Vuestro padre, mi señor, se halla muy agravado de la dolencia que hace días le molesta y os llama con urgencia. Yo me he apresurado a avisaros antes que otro se anticipe, pero dese priesa vuestra merced, porque toda la casa está en movimiento.
—Dios os guarde, caballero, dijo la dama saludando a don Bernardino, Otañez os acompañará hasta la puerta.
—Id vos, señora, donde el deber os llama, repuso Obregón, que yo aquí espero vuestro retorno, aún tengo mucho que decir, y no habrá sido mi venida en balde.
—Imposible por hoy, tendré que velar al lado de mi padre.
—Pues dadme cita para otro día.
—Volved mañana.
Y volvió en efecto a la noche siguiente, y otorgada la primera concesión por la frágil dama, a esta entrevista siguieron otras, en las que el capitán de arcabuceros abogó a favor de su mala causa con tan elocuentes razones que dio al través[45] la poca firmeza de doña Aurora, abandonada de su ángel bueno que huyó de su lado para no ser testigo de tanta falsedad e ignominia[46] como se albergaba en aquella alma dominada por el genio del mal.
Obcecados en su amoroso extravío, o, mejor dicho, encenagados en su incontinencia, se deslizaban ambos cómplices por la florida pendiente que debía conducirlos al abismo oculto ante su ciega fantasía, y así como el infeliz hidrópico[47] estragado[48] el apetito, apura inútilmente el vaso cristalino, pues en lugar de refrigerio solo alcanza dar nuevo pábulo[49] a la ardiente sed que le consume, de tal suerte los dos enamorados al paso que multiplicaban sus entrevistas daban crecimiento a las ilusiones de su acalorada mente y con ellas a su olvido del universo entero. Pero al compás que ellos se dormían en una imprudente confianza don Félix de Alvarado vigilaba cuidadoso, y ya enterado de su afrenta meditaba la ocasión oportuna de llevar a cumplido término el deseo de venganza que abrigaba su pecho.
Dando tormento al semblante, por algún tiempo ocultó su pena con cautela[50], hasta que un día recibido aviso por conducto de Otañez de no ser posible a doña Aurora esperarle aquella noche, mediante a tener que pasarla en compañía de su anciano padre. No fue menester más incentivo para que el burlado hidalgo determinase dar cima a sus proyectos, y llegada la hora oportuna, abierta la puerta falsa, de que ya sabemos poseía llave, atravesando de una estocada al escudero que quiso detenerlo, descompuesto por la ira, apretando en la diestra el ensangrentado acero y en la siniestra un pistolete de rueda[51], se presentó como aparecido ante la esposa culpable y el caballero poco escrupuloso, quienes solo por los gritos del criado pidiendo confesión tuvieron antecedente del riesgo que les amenazaba.
Aunque sorprendido Obregón, no era hombre a propósito para dejarse matar impunemente, si bien acusado de culpa por su fuero interno[52], hizo firme propósito de evitar todo derramamiento de sangre, a no verse obligado a ello de una manera inevitable. Y mucho tuvo que hacer para no quebrantar esta buena resolución, pues ciego de cólera su enemigo y habiendo disparado sobre él con incierta puntería, le acometió con tal arrojo[53], que a pesar de haberse puesto a la defensiva rápido como el pensamiento, no halló más recurso después de haber parado algunos golpes de su agresor que apagar la luz de un cintarazo[54] y a favor de la oscuridad tomar el camino de la calle conduciendo, o más bien arrastrando consigo a doña Aurora.
En esto alarmados todos los criados con los quejidos del moribundo escudero, el estruendo del tiro, y el ruido de la corta lucha sostenida en aquella estancia, llegaban trayendo consigo a don Pedro, que a pesar de sus dolencias no quiso dejar de acudir a saber por sí mismo lo que ocurría en la habitación de su hija. Allí encontraron al enfurecido don Félix dando reveses al aire procurando a tientas alcanzar a su ofensor, ya puesto en salvo por la parte opuesta, y el anciano Sandoval supo en un punto el casamiento secreto de Aurora con el enemigo de su familia, la liviandad y fuga de su hija y el escándalo consiguiente que hacía pública su deshonra. No pudiendo resistir el buen viejo tantos golpes a la vez, fue acometido de un accidente repentino que acabó con su vida en pocas horas.
Fragilidad, tu nombre es mujer, ha escrito Shakespeare. Lope de Vega, si no tan atrevido en sus aserciones, de gusto más delicado, ha dicho también que las mujeres son nuestras enfermeras de alma y cuerpo, y don Félix de Alvarado incierto entre ambas opiniones, aunque sin haber leído a uno ni otro, dio en cavilar con tal empeño sobre la del dramático inglés, juzgando achaque común lo que no era sino un caso especial, debido en mucha parte a su intemperancia y poco tino, que para buscar alivio a tanta pena se alistó en una expedición destinada a la costa de África donde halló la muerte sobre las trincheras berberiscas[55].
Si las pasiones de que somos mísero juguete conservasen por largo espacio el ímpetu con que en su primer período trastornan nuestro entendimiento, la vida sería un infierno.
Empero[56], gracias al Supremo origen de todo bien, la suave y pausada mano del tiempo endulza la amargura de las pérdidas más dolorosas. A medida que en el alma ruge deshecha tormenta se vislumbran serenos horizontes y a la posesión sigue el hastío. Así fue que obedeciendo don Bernardino a esta sabia ley moral, aún no había pasado un año en la risueña quinta[57] de su propiedad, situada en las márgenes del Turia, donde llegó con doña Aurora pocos días después de la fatal noche en que fue descubierta su criminal correspondencia, cuando ya le parecía pesado yugo el lazo que en otro tiempo juzgaba, a través del prisma de su ardiente imaginación, tejido por los amores para solaz[58] de su vida entera. Aquella mujer, tesoro de hermosura, era ya para él enojosa rémora[59] a su albedrío[60], y suspiraba en silencio por trocar los floridos campos de la huerta de Valencia, en que se consumía su actividad, y el delicioso aroma del ámbar y algalia[61] que respiraba a su lado por las cenagosas calles de la corte o el humo de la pólvora en los combates.
Perdido el apetito y devorado de tedio pasaba los días sin que acertase a romper el torpe encanto de sus potencias, pues aunque varias veces trató de formular una despedida, al ver tanta belleza y tanto amor en la fascinadora sirena que le esclavizaba, la incertidumbre selló su labio. Resuelto al fin a romper por todo y no acostumbrado a señalar coto a su voluntad, levantose un día de mañana, y poniendo un billete[62] dirigido a doña Aurora en sitio donde pudiese esta encontrarle, por el que la dejaba libre para disponer de su persona y la participaba su firme resolución de cortar desde aquel punto toda clase de relaciones entre ambos, a protesto de ser demasiado añejas[63], salió de la quinta acompañado del criado bajo excusa de asistir a una cercana cacería, y dando espuelas al caballo tomó el camino de Madrid con tal apresuramiento que ni aun volvió atrás la cabeza hasta confundir su persona en la moderna corte de las Españas.
Libre y feliz volvió a su antigua vida de aventuras y galanteos, sin dársele un bledo[64] de la Ariadna[65] abandonada en las orillas del Guadalaviar, de la cual solo supo había desalojado la quinta a poco de su partida sin comunicar a nadie los proyectos que pudiese abrigar para lo sucesivo. Mucho agradó a nuestro caballero verse libre de las molestas importunidades de la dama, que a vuelta de quejas y requerimientos esperaba viniese a pedirle cuenta de su honor perdido, y como ni una carta siquiera llegó a recordarle aquellas obligaciones, dulces y alegres cuando Dios quería, creció con esto su dichosa calma, hasta que un suceso harto grave vino a alterarla del modo que menos pudiera imaginarse.
A cosa de la media noche volvía don Bernardino (no ha podido averiguarse de dónde) por el paseo de los Olmos, sito entre el Olivar y los Cañizares (1), al tiempo que fue sorprendido por seis enmascarados, que arrojándose sobre él de improviso, le sujetaron en términos que ni aun tiempo tuvo para pensar en defenderse. Viendo imposible toda resistencia, y creyendo salir del paso dejando en manos de aquellos salteadores la bolsa y demás prendas de valor que llevaba consigo, se resignó con su mala suerte como varón prudente permitiendo le atasen los brazos y vendasen los ojos, sin dar más cuenta de su persona que si en estatua se hubiera convertido. Pero el lance empezó a entrarle encuidado cuando terminados estos preparativos sintió herir su garganta la punta de un burdo puñal, al mismo tiempo que una voz imperiosa le ordenaba dejarse conducir sin resistencia y en silencio, si no quería que el más leve suspiro fuese el último de su vida. Obedeciendo a la imperiosa ley de la fuerza, diose por enterado el caballero, resuelto a no quebrantar tan rigoroso mandato, y así caminó algunos minutos, siempre con el cuchillo al cuello y escoltado cuidadosamente, hasta que por lo sonoro de los pasos y húmedo y caliente del aire conoció habían llegado a un paraje cubierto y subterráneo donde hicieron alto. Apenas (1) detuvieron su marcha sintió don Bernardino que con una cadena le ceñían apretadamente el cuerpo, a modo de cinturón, cerrándola con un candado y afianzando un cabo a la pared en alguna argolla que sin duda prevenida estaba. Con esto y sustituir a las cuerdas que oprimían sus brazos dos esposas de hierro que le estorbasen el uso de las manos, fuele quitada la venda que cubría su vista, quedando en aptitud de examinar a su placer las personas que le rodeaban y la estancia que le daba tan rudo albergue.
Era esta una pieza circular de bastante extensión, sólidamente construida de fábrica de ladrillo. Apoyados a sus muros se hallaban algunos asientos de piedra, sobre los que se veían fijos en la pared como a la altura de una vara, otros tantos agarraderos, destinados sin duda a sujetar las prisiones de los infelices aherrojados[66] en aquella mazmorra, de la cual partían cuatro galerías en opuestas direcciones, cuyo término se perdía en la oscuridad. A la macilenta luz de un farol de vidrios turbios y mezquinos que del techo
colgaba, más adecuado con sus vacilantes resplandores para hacer palpable la oscuridad que para iluminar el espacio, reconoció Obregón estos pormenores y por ellos no le quedó duda se hallaba en una de las minas subterráneas tan comunes a la sazón en todo lugar fortificado o expuesto a invasiones repentinas, las que ya servían para proporcionar salida a la guarnición[67] apurada, ya como almacenes de vituallas[68] y aprestos[69] de guerra, o bien para la guarda de tesoros y depósito de prisioneros de cuenta[70]. El cambio que sufrió el arte de la guerra con el descubrimiento de la pólvora hizo abandonar como inútiles tales construcciones, pero aún existían muchas, y en Madrid, como punto fronterizo por mucho tiempo, las había de asombrosa extensión y solidez extraordinaria, según atestiguan documentos irrecusables, que en parte hemos podido comprobar registrando algunas de ellas abiertas a la luz en  los cimientos de nuevos edificios (2).
De este abandono sucesivo vino a resultar que sirviesen de guarida segura a ladrones y gentes de mal vivir, que a favor del olvido y desuso de estos antros, tenían en ellos sitio a propósito donde secuestrar las personas y poner a cubierto el fruto de sus rapiñas[71], si bien la justicia no se descuidaba en cegarlos cuando le era posible dar con ellos.
Observados tan minuciosamente como le fue posible los pormenores de su prisión, en vano trató nuestro caballero de hacer lo mismo con sus guardadores, pues todos ellos conservaban puesto el antifaz, y en el rostro del único que permanecía desenmascarado, no pudo encontrar, por más que fatigó su memoria, rasgo alguno que le recordase su fisonomía, ni la circunstancia fatal, causa o pretexto, para un proceder tan violento. Por otra parte, las facciones del desconocido respiraban nobleza y dignidad, su traje era severo y bien cortado, en sus ademanes se traslucía la costumbre del mando, todos obedecían sus insinuaciones; mas si era hombre de elevados sentimientos, ansioso de vengar una injuria ¿cómo desdeñando los medios que el honor prescribe observaba una conducta traidora a que no hubieran apelado ni aun los bandidos menos celosos de su propia dignidad? Y si hacia profusión del robo ¿por qué aprisionar a su víctima de tal manera sin proponerla condiciones de rescate o aligerar su bolsa desde luego? Incierto entre este tropel de ideas, determinó Obregón esperar con ánimo sereno el desenlace de aquella escena, que no podía hallarse lejano, ordenando su conducta según los acontecimientos lo requiriesen.
Sentado tranquilamente en la piedra colocada al alcance de su cadena, afectando en el semblante un soberano desprecio hacialos que le rodeaban, vio a estos retirarse a una seña del misteriosojefe, que, dando algunos pasos hacia él, le interrogó en esta forma:
—¿Sabéis quién soy?
—A juzgar por lo que veo, contestó con indiferencia Obregón, debéis ser capitán de alguna de las cuadrillas de bandoleros que infestan los alrededores de Madrid. Y en verdad que teniendo presente vuestro oficio no extraño nada de lo ocurrido. A un hombre honrado le diría que había procedido infamemente, pero a un rufián es otra cosa; ahora os toca a vos, mañana yo os haré colgar de una horca y ambos habremos cumplido como quien somos. Conque así hablad pronto, poned precio a mi libertad sin quedar corto en la demanda, pues debo advertiros que soy persona de calidad y muy abonado para satisfacer vuestra sed de rapiña.
— ¡Asesino de mi padre! ¡seductor infame de mi hermana! Don Carlos de Sandoval es el que estás viendo delante de ti. Tu impura sangre derramada gota a gota no sería suficiente a satisfacer la sed de venganza que me abrasa si no te destinara a borrar el baldón[72] de impureza con que has manchado el limpio escudo de mi linaje. De este subterráneo has de salir casado con doña Aurora o en él se ha de cavar tu sepultura: escoge. No tengo más que decirte.
—Es lo bastante para demostrar el excesivo interés fraternal que te anima, repuso el capitán sin dejar su aire indolente, conducta más propia de manifestarle un caballero hubiera sido salir al encuentro a su enemigo, y con la punta de la espada exigirle una reparación; pero olvido que dar reglas de pundonor a un individuo de tu familia, es empeño tan inútil como el de aquellos perros de quien cuenta Plinio[73] que se entretenían en ladrar a la luna. Ahora que te conozco puedo decirte lo mismo que cuando me eras desconocido, para un infame como tú no está mal combinado el negocio solo has olvidado una cosa importante que dará por tierra con tus proyectos: ten presente que don Bernardino de Obregón es de pensamientos muy altivos para elevar al rango de esposa a la que, aún casada con otro, ha sido su manceba. Para tales mujeres solo un convento donde espiar con la penitencia sus pasados errores, debe servir de asilo. Si doña Aurora adopta tan piadosa determinación, ven a mí que para entonces me ofrezco a dotarla de una manera proporcionada a mi hidalguía.
Demudado por la cólera al escuchar aquella serie de insultos dichos con tanta sangre fría, el joven Sandoval tuvo impulsos de arrojarse sobre su enemigo, castigando de una manera terrible audacia tan inaudita, pero al verle impávido ante su amenazante actitud, encadenado e indefenso a su disposición, avergonzose de esta idea y mal conteniendo la ira que le ahogaba, prorrumpió entre sí con voz trémula:
—No, eso sería quitar su oficio al verdugo.
Después dirigiéndose a don Bernardino:
—La triste situación en que te hallas, dijo, hace que desprecie tu procaz[74] lenguaje; por otra parte, necesito que vivas. Mas dime, si aún conserva tu pecho algún resto de sentimientos generosos ¿cómo no se sublevan al reprochar a la desgraciada víctima de tus arteras[75] seducciones los deslices cometidos a consecuencia de ellas? ¿cómo tu villana lengua no queda pegada al paladar antes de proferir tan groseros insultos contra la infeliz mujer que solo por tu amor dejó de ser honrada y dichosa? Calla, en obsequio tuyo, porque trastorna la razón oír al lobo carnicero denostar a la incauta oveja presa de su brutal apetito.
—Seguramente, contestó el aprisionado caballero, que mi conducta en este asunto no ha sido nada ejemplar, con respecto a los deberes de cristiano, pero sin la criminal imprudencia de doña Aurora, que no tuvo reparo en poner frente a frente y en abierta liza[76] a su esposo y a mí, aun a riesgo de aventurar la vida de entrambos a trueque de salir ella libre del mal paso en que la había colocado su condición andariega y amiga de ser vista; sin su intencionada y provocativa carta, bajo pretexto de darme gracias por haber hecho morder el polvo de una estocada a su marido, y sin su excesiva facilidad en admitir mis requerimientos, ninguno de los tristes sucesos que lamento hubieran ocurrido. De consiguiente, según el mundo juzga en tales casos, no encontrará culpa que echarme en cara; solo hay en todo esto un hombre en extremo galante y una mujer desenvuelta y liviana a quien debo apreciar en lo poco que vale.
—Algunos días de reflexión a solas traerán consigo el arrepentimiento modificando ese parecer, contestó Sandoval. Entretanto, como eres mi huésped y debo ocurrir a tus necesidades, voy a dar orden te provean del pan moreno y agua cristalina que ha de ser tu alimento diario hasta que vengas a mejor acuerdo. En cuanto a cama si vuelves la vista hacia tu diestra observarás unas cuantas brazadas de paja que he tenido la precaución de mandar extender esperando tu venida; en verdad no es un lecho de los más regalados, pero en ti consiste cambiarle por otro mejor. Debo también advertirte, y no lo olvides, pues ganará tu tranquilidad en tenerlo presente, que será en vano trates de emplear el soborno con ninguno de los que andan a tu alrededor, pues son judaizantes, yo soy familiar del Santo Oficio[77], y los unen conmigo tales lazos que cada uno sabe muy bien lo mucho que le importa mantenerse a mi devoción para no terminar en la hoguera.
—Y no olvides por tu parte, añadió Obregón, levantando la voz cuando ya don Carlos desaparecía por uno de los oscuros pasadizos, que solo a Dios debo el arrepentimiento, y que los mayores tormentos no serán bastantes a doblegar mi voluntad ni hacerme cometer una bajeza.
Abandonado de todo auxilio humano pasaba el tiempo don Bernardino sin poder contar las horas trascurridas en su lóbrega prisión después del diálogo referido. Era horrible la uniformidad de aquella existencia, solo alterada por la vista del mudo y encubierto carcelero que acudía a suministrarle el parco alimento que le sustentaba. Los frecuentes insomnios, el desabrigo, el abatimiento al no columbrar rayo alguno de esperanza, el despecho natural considerándose a merced de la férrea mano que le sujetaba, hacían hervir la sangre del arrogante caballero que sentía extraviar su juicio y vacilar su entendimiento a impulso de tantas y tan penosas emociones. Por fin, un malestar general, vértigos, zumbidos de oídos, dolores vagos de cabeza, escalofríos y acelerados latidos del pulso, anunciaron la invasión instantánea de una violenta calentura. El desgraciado enfermo, presa de alucinaciones espantosas, se creía perseguido por entes fantásticos: las víctimas sacrificadas en aras del falso pundonor, las engañadas por sus traidores halagos y promesas, se agitaban en tropel alrededor suyo, unos mostrándole sus asquerosas heridas, otras procurando hacerle objeto de sus repugnantes caricias, y al querer huir de semejantes apariciones, detenido por la cadena, se golpeaba contra el muro del subterráneo lanzando gritos de dolor y espanto. Otras veces eran risueñas praderas, floridos jardines, frescos manantiales los que se presentaban a su imaginación, que excitada por el ardor febril, le hacia experimentar el suplicio de Tántalo[78] con tan bellos espectáculos, al verlos desvanecerse sin poder refrigerar en ellos el fuego que le devoraba.
En uno de sus cortos y lúcidos intervalos, creyó que su frente iba a estallar a fuerza de sufrimiento como oprimida con un circulo de hierro, y al sentir aflojarse todos los resortes de su organismo, exclamó:
—¡Oh Dios mío, cuán terrible es vuestra justicia!, cayendo trastornado sobre las pajas de su lecho.
Cuando volvió en sí Obregón, a beneficio de un sudor copioso, halló a su lado una mujer de edad madura que descubierto el semblante y fija la mirada en su rostro, procuraba con mano caritativa endulzar los padecimientos que le aquejaban. Creyéndose aún bajo la influencia de las extrañas visiones que tanto le habían atormentado, cerró los ojos para no ver esta nueva fantasmagoría que su pervertido espíritu iba a presentarle, pero al sentir a la oficiosa enfermera despojarse del manto y abrigarle con él cuidadosamente, a fin de favorecer la reacción que empezaba a
verificarse, dio crédito a sus sentidos convenciéndose que era real y efectivo el dulce bienestar que experimentaba y cuanto le acontecía en aquel momento. Excitada su admiración al verse objeto de tan humano tratamiento, no acababa de persuadirse de la sinceridad de aquella solicitud en favor suyo, y creía iba envuelta en ella la idea de prolongar su existencia solo por ser esta conveniente a los planes de sus perseguidores. Así que dominado por este pensamiento volvió el semblante hacia la compasiva mujer, y después de examinarla en silencio, dijo con voz debilitada:
—¿Qué venís a hacer en este sitio? Si es acaso a poner en práctica algún nuevo martirio contra mí, dejad ese cargo a los que tan bien lo han desempeñado hasta ahora, porque es impropio de vuestro sexo.
—Vengo a daros la salud y después la libertad, contestó la enfermera.
Incorporose el caballero con cuanta ligereza le permitían sus fuerzas, y mirando de nuevo a su interlocutora con ojos extraviados, prorrumpió:
—¡Vos, la libertad decís! ¡por piedad, no queráis tornarme a la locura! ¿quién sois para otorgarme tan inapreciable beneficio?
—Soy una madre que os debe la vida de su hijo, con eso está dicho todo. ¿Os acordáis del 25 de marzo hace cuatro años?
—Por entonces me hallaba yo en Burgos, mi patria. Ahora recuerdo confusamente cierto lance que me ocurrió en aquella época con unos ladrones que maltrataban a un muchacho, mas no puedo fijar mis ideas ¡tengo la cabeza tan débil!
—Pues bebed este ligero cocimiento de agua acidulada[79] y prestadme atención, que yo os ayudaré a recordar, porque conviene a vuestro sosiego e intereses conocer perfectamente la situación en que os halláis y mis proyectos ulteriores.
Acomodado el caballero de la mejor manera posible, su excelente protectora habló en estos términos:
—Mi nombre es Sarah y pertenezco a una familia israelita establecida en Castilla, que a pesar de la cruel persecución de los Reyes Católicos, ha conservado pura la religión de sus abuelos. Teniendo que cobrar una cantidad algo considerable en el monasterio de las Huelgas, situado como sabéis, a poco más de un cuarto de legua de la ciudad de Burgos, determinamos mi esposo y yo mandar por ella a nuestro hijo Abel, niño de catorce años. De vuelta de cumplir su misión, fue acometido por tres facinerosos, que después de haberle maltratado horriblemente, se disponían a despojarle de cuanto llevaba. A este tiempo llegasteis vos acompañado de un criado, y no pudiendo tolerar, a fuer de[80]generoso, que ante vuestra presencia se cometiese tal desmán, os pusisteis de parte del débil.
—Es un judío, gritaban los salteadores, y tenemos jurado el exterminio de esta raza infiel.
—Afuera, soez y fementida canalla, ladrones sois que no estimadores de infieles, les contestabais azotándoles con el látigo de vuestro caballo y acosándolos tan briosamente que tuvieron a gran ventura poder abandonar el campo sin dar cima a su criminal intento. Entonces, señor, recogisteis a mi querido hijo que yacía en tierra malparado, y colocándole sobre el arzón[81], le condujisteis hasta depositarle en mis brazos, entregando a mi esposo al mismo tiempo la malhadada bolsa origen de aquella desgracia. Yo a la sazón no sabiendo cómo agradeceros tanto bien, os entregué una preciosa miniatura de la Virgen María, prenda que de tiempo antiguo se conservaba en mi familia, quizá empeñada por algún cristiano a quien no le fue posible rescatarla. Admitido por vos este recuerdo de mi gratitud, seguisteis vuestro camino dejándome ignorar el nombre y circunstancias del sujeto benéfico a quien hubiera deseado consagrar mi vida entera. Largos años pasaron y mi esposo falleció en su trascurso, viniendo yo con mi hijo a residir en la corte al lado de mis hermanos, alegre con la esperanza de encontrar tal vez en ella al autor de mi ventura, cuya memoria ni un solo punto se me borraba del pensamiento. Así las cosas, fui encargada por los que os persiguen, alarmados del grave mal que os aquejaba, de asistiros en él, pues tengo fama de entendida en medicina, cualidad no rara en las mujeres hebreas. ¡Ah, señor! ¿cómo podré pintaros la dulce y al mismo tiempo dolorosa sorpresa que experimenté al descubrir en medio de las inquietudes del delirio, colgado a vuestro cuello el medallón donado al salvador de mi querido Abel? No había duda: aquellas eran las nobles acciones de su incógnito defensor, aunque desfiguradas por la enfermedad; allí estaba doliente, encadenado, y mi deber era salvarle. El vacilar tan solo era un delito. No sé cómo os llamáis ni por qué estáis aquí; sois un enemigo de mi ley, de mi raza, de todos los míos, pero habéis conservado la vida a mi hijo y nada más necesito saber. Ahora escuchad los medios más sencillos y a propósito para conseguir veros libre. Estamos bajo la antigua Judería de Madrid: las dos principales galerías de este subterráneo comunican una con la grande aljama o sinagoga, hoy destruida, y establecida antiguamente en la que ahora ha titulado el ayuntamiento calle de la Fe, otra con el Barranco de los Espinos (3). Yo os guiaré por esta última después de rotos los hierros con que estáis aherrojado, y si tenéis valor para atravesar el torrente, el aire no será más libre que vos. Conducido a feliz término, espero de vuestra noble condición no olvidareis proteger a esta débil mujer que sin defensa alguna queda hecha el blanco de las iras de todo su pueblo y de vuestros enconados enemigos, a quienes habrá arrebatado su presa; así como también os ruego moderéis en obsequio mío los planes de venganza que sin duda tratareis de llevar a cabo contra los individuos de mi familia.
—Sarah, contestó el caballero, veo en ti un instrumento de la bondad divina que quiere recompensarme una pequeña buena obra con un gran beneficio. Fuera yo de aquí el protegerte será muy fácil, y tu familia nada tendrá que temer.
Algunos días bastaron para que don Bernardino recobrase la salud, gracias a su robusta organización ayudada por los desvelos de la inteligente judía. Un buen método primero y una excelente alimentación después, y sobre todo el bálsamo consolador de la esperanza, completaron el restablecimiento, a tal punto, que viéndole Sarah en el goce completo de sus fuerzas, creyó llegado el caso de realizar la proyectada fuga.
Provistos de las herramientas necesarias al intento, aplicárense ambos activamente a limar las prisiones del recluso, y con tan buen ánimo desempeñaron su tarea, que a poco tiempo cayeron deshechas a los pies del capitán que erguido, amenazante, saltó en mitad del cuarto con la agilidad de una pantera, como buscando un objeto en que ejercitar sus recobrados movimientos embargados por tan largo tiempo.
— Ea, pues, le dijo la animosa israelita encendiendo una antorcha y entregándole una daga que oculta llevaba, ocasión se os presenta de hacer alarde de corazón esforzado, la oscuridad de la noche nos
ayuda, seguidme y terminaremos la comenzada empresa. (3)
 
Y esto dicho, entrose resueltamente en la estrecha galería, dando ejemplo al libertado preso que en pos de ella caminaba.
Densas tinieblas encapotaban el húmedo y largo tránsito, y apenas la luz que alumbraba a los dos fugitivos conseguía disiparlas en un corto círculo a su alrededor. Una atmósfera pesada y fétida entorpecía la respiración, espesas yerbas parásitas y trepadoras, formaban en ciertos parajes apretadas redes que les cerraban el camino, y en otros ceñían sus miembros como culebras invisibles; la abundante vegetación subterránea acumulada allí por espacio de muchos años hacia resbalar su planta al huir del atolondrado aleteo de las aves nocturnas que turbadas en su profundo sosiego lanzaban chillidos estridentes viniendo con su ala fría y grasienta a herir el rostro de aquellos inusitados invasores. Por fin, luchando constantemente vencieron todos los obstáculos y el aire exterior vino a refrigerar su fatigado pecho en la salida de la galería, obstruida completamente por revueltos matorrales.
Se abría esta en la vertiente derecha del Barranco de los Espinos en un derrumbadero liso y cortado perpendicularmente, como a cuarenta pies de su fondo. Un antepecho de piedra colocado en la parte baja de la abertura, indicaba que en otro tiempo había servido para lijar un puente levadizo que diese paso a la ribera opuesta, pero en la actualidad no quedaba otro recurso que arrojarse al torrente y ganar a nado la escarpada orilla.
Traspuesta la maleza que le embarazaba el paso, a golpe de vista conoció don Bernardino todas estas dificultades, y a pesar de ellas oprimiendo contra su corazón la imagen de la Reina de los afligidos se preparó desde luego a dar tan aventurado salto.
—Adiós, dijo a Sarah, ya ves el peligro en que voy a ponerme, si perezco en él, te pido como último servicio, pues ya sabes mi nombre, lleves a mis parientes la noticia de mi muerte, a fin de que me den cristiana sepultura y celebren sufragios por mi alma. Hazlo así que ellos serán tus protectores.
—Que el Dios que libró a Daniel del foso de los leones sea contigo contestó la hebrea inundada en lágrimas.
Apenas pronunciadas estas palabras, el caballero se lanzó en el espacio y al punto mismo su cuerpo hendió las turbulentas aguas que se cerraron sobre él como la losa de un sepulcro, si bien a corta distancia se le vio aparecer en la superficie reluchando con la revuelta corriente, y asiéndose a las espinosas raíces que en la margen crecían, trepar por ella hasta ganar la cumbre y allí exclamar con esforzado aliento:
—¡Ah, traidor don Carlos de Sandoval, poco será para satisfacer mi saña arrancarte la vida en justo desagravio de las afrentas que te debo!
En el cuadro siguiente veremos si la Providencia permitió se cumpliese el criminal deseo manifestado por Obregón al encontrarse libre.
 
IV.
Donde actualmente se encuentra la calle de Cenicero, se hallaba situado en la época que vamos recorriendo el famoso paseo de la Redondilla, punto de reunión de lo más granado de la población madrileña. Allí acudía también el severo Felipe II a solazarse entre sus cortesanos, deponiendo a veces su grave rigidez, hasta el punto de repartir por su mano a las damas concurrentes sabrosos dulces y preciadas golosinas, que nunca fue adusto en su trato particular con el sexo hermoso el potente monarca cuyo airado ceño infundía más pavor en Europa que el fruncimiento de cejas del Júpiter de Homero en el Olimpo.
Este privilegiado sitio escogió don Bernardino de Obregón para dar principio a los proyectos de venganza de que hemos visto se hallaba animado. No le bastaba matar a su contrario, quería deshonrarle, afrentarle públicamente de una manera solemne y escandalosa antes de darle muerte, para esto ningún paraje más a propósito que el antedicho, averiguada la hora que en él había de hallarse su enemigo.
Con este pensamiento salió una mañana en dirección a la Alameda del Conde (4) en la cual había de incorporarse a otros hidalgos de viso que quería fuesen testigos del atropello meditado, para dirigirse desde allí al paseo donde estaba seguro de encontrarse con Sandoval. Iba más galán y bizarro que nunca, excitando el primor y buen gusto de su traje la envidia y el despecho en los atildados mancebos que a un paso encontraba.
Vestía jubón[82] de terciopelo negro de Iprés, labrado con sutiles
hebras de hilo de oro y acuchillado de raso azul; ferreruelo[83] de la misma tela y calzas[84] blancas de seda valenciana con afollados[85] hasta la rodilla; zapatos de igual estofa[86] que el jubón, adornados de un grande y escarolado lazo; gorguera[87] de encaje de Flandes, guantes de ámbar, gorra de Milán sombreada por airoso plumaje, y cruzada sobre el pecho una banda roja sosteniendo la bien templada tizona fabricada en Toledo que tan importante papel debía desempeñar dentro de pocas horas.
Con tan airosas galas atravesaba nuestro caballero la calle de las Postas, cuando un barrendero de los que a la sazón hacían la limpieza que se verificaba en la villa dos veces por semana, poco cuidadoso, o más bien impulsado por Aquel que todo lo dispone, le salpicó de lodo el vestido. Montado en cólera el elegante joven y poco dueño de sí mismo, no tan pronto recibió la ofensa como sacudió, una terrible bofetada al pobre jornalero que a poco da con él en tierra; el cual, bien lejos de enojarse ni apelar a los insultos y blasfemias propias en semejantes casos de la gente de mala ralea[88], arrojó la escoba y postrándose a los pies de Obregón le dijo con voz modesta y ademan humilde:
Doy a vuestra merced las gracias por esta bofetada con que me ha honrado y castigado mi falta.
Acudid presuroso el caballero a levantarle, asombrado de acción tan evangélica, ya depuesto el enojo y abochornado de su proceder.
—¿Quién eres, hombre, que así me das lección de mansedumbre, a mí tan violento y dominado por las pasiones?
—Señor, respondió el bracero, soy un hermano vuestro que os ama y agradece haberle dado ocasión de imitar a Jesucristo.
—No, no, repuso Obregón vivamente conmovido, algún oculto poder obra en ti que me mueve a imitar tu ejemplo y renegar de mis anteriores excesos. ¡Dichoso yo si lo consiguiese!
—¿Y quién os impídela enmienda? Continuó el barrendero, pedid y se os dará, dice el Evangelio.
—¡Ah, perdona mi arrebato!, varón excelente, y concédeme la dicha de abrazarte. Hago voto solemne que tú serás mi ejemplo en adelante: ruega por mí y quédate en Dios.
Iba el rico señor a dejar su bolsa en manos del desvalido, pero luego pensó entre sí:
—Eso parecería una recompensa y bastante tesoro tiene quien posee un alma semejante.
Volvió a su casa don Bernardino con bien diferentes propósitos que había salido de ella, y cerrado a solas con Dios y su conciencia,  colocado entre tan justo juez y acusadora tan inflexible, deploró todos sus pasados desarreglos derramando abundantes lágrimas que abrieron su alma al arrepentimiento disponiéndole a la penitencia.
A poco tiempo de este suceso el elegante joven, cubierto de un tosco sayal[89] ceniciento, se dedicaba a la asistencia de los pobres enfermos del hospital de la Corte. El orgulloso capitán toleraba humildemente los desahogos de malhumor que arrancaban sus dolores a la clase más ínfima de la sociedad; el pulcro caballero desempeñaba sin repugnancia cuantos oficios eran necesarios en alivio de las dolencias más asquerosas; el opulento adinerado consumía su patrimonio en socorro de los desvalidos, y por último, el mancebo de veinte y ocho años, inteligente adorador de la belleza, contemplaba cara a cara cuántas horribles deformidades llevan consigo la multitud de males que desorganizan a la miserable humanidad.
Treinta años observó esta vida, desde el 1568, época de su conversión, hasta el 1598 que murió en el Señor lleno de merecimientos. En ellos fundó el hospital de Convalecientes y la Congregación de hermanos Obregón es, nombre que él mismo les puso, dedicada en el día al servicio de los hospitales.
Yace enterrado en la capilla del General de Madrid, y la Iglesia le ha designado con el título de venerable.
Doña Aurora profesó en el convento de Trinitarias, espiando en el cilicio y la oración los pasados devaneos. Cuando a través de las celosías de su celda oía al antiguo cómplice de liviandades recorrer la calle demandando en alta voz una limosna para los pobres enfermos, postrada ante la imagen de Nuestra Señora exclamaba de lo íntimo de su corazón: Refugio de los pecadores, rogad por nosotros.
DIONISIO CHAULIÉ.
 

(1) Calles que en la actualidad llevan estos nombres respectivamente. (nota del autor)

 (2) La calle de las Minas toma su nombre de tres dilatadísimas excavaciones de esta clase. En la plazuela de Santo Domingo, frente a la cuesta del mismo título, al edificar una de las modernas casas quedó al descubierto otra construcción de igual género con cinco o seis ramales en varias direcciones. En la antigua calle de la Inquisición (ahora de Isabel la Católica), esquina a la de la Flor Baja, el edificio anterior al actual, señalado con el número 12, tenía otras comunicaciones por el mismo orden. Podríamos citar muchas más y dar de ellas extensos pormenores si fuese este nuestro objeto. (nota del autor)

(3) Actual Barranco de Embajadores. A este sitio, del cual solo vestigios se conservan, afluían la mayor parte de los arroyos y aguas sobrantes de los numerosos caños de la parte del Sur de Madrid, que unidos a las muchas pluviales que vertían en él a causa de su posición, formaban casi todo el año una corriente ancha y profunda. La inmediata calle del Espino tomó su nombre de uno de estos arbustos que permaneció allí por largo tiempo después de arrancados los infinitos que cubrían aquel terreno agreste y lleno de maleza. (nota del autor)

(4) Hoy calle de la Alameda. (nota del autor)

 

NOTAS


[1] Mal cortada.
[2] Mujeres tapadas.
[3] Nobleza del linaje.
[4] Expresión del deseo de que alguien sufra un mal.
[5] Divertirse, entretenerse con gusto.
[6] A ley de, en razón de, en virtud de, a manera de.
[7] Mayor o menor volumen o dimensión de algo.
[8] Entretanto.
[9] Generosidad, lucimiento, esplendor.
[10] Llevar camino (estar en vías de lograrse).
[11] Persona que por linaje pertenecía al estamento inferior de la nobleza.
[12] Parte de la capa, banda u otra cosa con que se cubre el rostro.
[13] No importarle nada.
[14] Persona sin honor, perversa, despreciable.
[15] Modo, manera o semejanza de algo.
[16] Pero, sin embargo.
[17] Pañuelo.
[18] Encuentro, riña.
[19] Soldado armado de arcabuz (arma de fuego portátil, antigua, semejante al fusil, que se disparaba prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil incorporada a ella).
[20] Desde muy lejos, a gran distancia.
[21] El mensajero de los dioses
[22] Regalo que se da por alguna buena nueva a quien trae la primera noticia de ella.
[23] Joya pequeña.
[24] Musulmán, que, terminada la Reconquista, era bautizado y se quedaba en España
[25] Reservado, preservado o separado del uso común.
[26] Inútilmente, sin logro ni efecto.
[27] Persona muy vigilante (por alusión a Argos, personaje mitológico a quien se representa con cien ojos).
[28] Encontrarse, reunirse.
[29] Atragantarse, estrecharse el tragadero como si le hubieran hecho un nudo.
[30] Referencia a Sancho Panza, del Quijote.
[31] Gallardía, gentileza, soltura y agilidad airosa de cuerpo para andar, danzar, etc.
[32] Galantear o enamorar a una dama desde la calle o campo delante de su casa
[33] Por el impulso o la capacidad de arrastre de otra persona.
[34] Tramposo o de mala intención.
[35] Manchar (deslustrar la buena fama).
[36] Que agrada y deleita.
[37] Ministro togado que en las audiencias del reino oía y sentenciaba las causas y pleitos.
[38] Que habla u obra fuera de razón y sin tino ni concierto.
[39] Que se deja sobornar con dádivas.
[40] Falsa o engañosa.
[41] Romance de Angélica y Medoro (1602), de Luis de Góngora. Está basado en un episodio del Orlando Furioso, de Ludovico Ariosto. El conde Orlando (conocido también como Rolando o Roldán), caballero de la corte de Carlomagno, se enamora de Angélica, hija de Galafrón, rey de Catay (la China) refugiada en Occidente por las intrigas de una usurpadora. Orlando la persigue, pero Angélica se enamora de Medoro, un soldado sarraceno. Cuando Orlando llega a los lugares donde Angélica y Medoro han consumado su amor, enloquece, matando y arrasando por donde va, hasta que pasado un tiempo recupera la razón.
[42] Palmatoria.
[43] Dicho denigrativo que insulta y provoca.
[44] Mar.
[45] Tropezar, errar, cayendo en algún peligro.
[46] Afrenta pública.
[47] Insaciable.
[48] Viciado, dañado.
[49] Dar incentivo a un afecto, inclinación o vicio.
[50] Precaución y reserva con que se procede.
[51] El pistolete es un arma de fuego de llave de rueda, pequeño calibre y variada longitud que se usaba en el siglo XVI.
[52] Libertad de la conciencia para aprobar las buenas obras y reprobar las malas
[53] Osadía, intrepidez.
[54] Golpe que se da de plano con la espada.
[55] Bereber (perteneciente a Berbería o a los bereberes).
[56] Sin embargo.
[57] Casa de campo.
[58] Consuelo, placer, esparcimiento, alivio de los trabajos.
[59] Persona o cosa que retrasa, dificulta o detiene algo.
[60] Voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito, antojo o capricho.
[61] Sustancia untuosa, de consistencia de miel, blanca, que luego pardea, de olor fuerte y sabor acre. Se saca de la bolsa que cerca del ano tiene el gato de algalia y se emplea en perfumería.
[62] Carta, breve por lo común.
[63] Que tienen mucho tiempo.
[64] Cosa insignificante, de poco o ningún valor.
[65] En la mitología griega, Ariadna (en griego ?ρι?δνη, ‘la más pura’) era una princesa cretense, hija de Minos y Pasífae.
[66] Poner a alguien prisiones de hierro.
[67] Tropa que guarnece una plaza, un castillo o un buque de guerra.
[68] Conjunto de cosas necesarias para la comida, especialmente en los ejércitos.
[69] Prevención, disposición, preparación para algo.
[70] Persona que se entrega al vencedor precediendo capitulación.
[71] Robo, expoliación o saqueo que se ejecuta arrebatando con violencia.
[72] Injuria o afrenta.
[73] Escritor, científico, naturalista y militar latino
[74] Desvergonzado, atrevido.
[75] Mañosa, astuta.
[76] Combate, pelea.
[77] La Inquisición española o Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fue una institución fundada en 1478 por los Reyes Católicos para mantener la ortodoxia católica en sus reinos. La Inquisición española tiene precedentes en instituciones similares existentes en Europa desde el siglo XII, especialmente en la fundada en Francia en el año 1184. La Inquisición española estaba bajo el control directo de la monarquía. Su abolición fue aprobada en las Cortes de Cádiz en 1812 por mayoría absoluta, pero no se abolió definitivamente hasta el 15 de julio de 1834, durante el reinado de Isabel II. La Inquisición, como tribunal eclesiástico, sólo tenía competencia sobre cristianos bautizados. Durante la mayor parte de su historia, sin embargo, al no existir libertad de culto ni en España ni en sus territorios dependientes, su jurisdicción se extendió a la práctica totalidad de los súbditos del rey de España.
[78] En la mitología griega, Tántalo era un hijo de Zeus y la oceánide Pluto, rey de Frigia o del monte Sípilo en Lidia (Asia Menor). Se convirtió en uno de los habitantes del Tártaro, la parte más profunda del Inframundo, reservada al castigo de los malvados. Después de muerto, Tántalo fue eternamente torturado en el Tártaro por los crímenes que había cometido.
[79] Ligeramente ácido.
[80] A ley de, en razón de, en virtud de, a manera de.
[81]  Parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar.
[82] Vestidura que cubría desde los hombros hasta la cintura, ceñida y ajustada al cuerpo.
[83] Capa corta con cuello y sin capilla.
[84] Prenda de vestir que, según los tiempos, cubría, ciñéndolos, el muslo y la pierna, o bien, en forma holgada, solo el muslo o la mayor parte de él
[85] Especie de calzones o calzas que se usaban antiguamente, muy huecos y arrugados a manera de fuelles.
[86] Calidad, clase.
[87] Adorno del cuello, que se hacía de lienzo plegado y alechugado.
[88] Raza, casta o linaje de una persona.
[89] Tela muy basta tejida de lana burda.