DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Imparcial, 02/08/1880, pp. 3-4. Publicado también en  La opinión. Periódico político, 02/10/1880, pp. 1-2 n.º 314 y  04/10/1880,  pp. 1-2 n.º 315, Año II. En “Folletín”.

Acontecimientos
Personajes
Quevedo, dama (hija secreta de Felipe IV)
Enlaces

LOCALIZACIÓN

COMUNIDAD DE MADRID

Valoración Media: / 5

El beso

Aún no había pasado de esta, para él vida de dolorosas y terribles grandezas, su majestad el señor rey don Felipe el II, cuya siniestra memoria aparece en los anales de nuestra patria, tan enrojecida de sangre y tan oscurecida de turbiedades; es decir, que andamos allá circuncirca[1] de 1598, en que la mano de Dios trocó en asquerosa pituita[2] la púrpura del que todo lo había despreciado y sobre todo se había puesto, y si no con las alas del cuerpo, que no las tenía, con las del ansia del dominio, se había atrevido al mismo cielo.
Andaba entonces España antes mal que bien parada, cansada de tanta inútil guerra, y exhausta, que para consolar al erario público el rey tenía necesidad de apoderarse con mal urdidos pretextos de los cargamentos de oro y de plata que a los puertos de España para los particulares venían de las Indias, y empezaba, en fin, la ruinera de que todavía no nos hemos curado ni nos curaremos en mucho tiempo.
Los españoles tenían soberbia porque peleaban en todas partes, y porque en los dominios de su amo no se ponía el sol, pero eran más los reveses que las victorias. Aquella inmensidad de dominios devoraba a la patria, y sus nobles hijos estaban de tal manera atados y sofocados bajo tanta grandeza, que no podían moverse ni aun resollar.
Por estos tiempos y estos trabajos, y ya echándose encima la noche fría y nublada de un día de Pascua de Navidad sobre la imperial villa y corte de Madrid, y cuando ya los pocos que andaban por la calle iban de prisa, aguijados del frío y temerosos de la lluvia, sonó gran tumulto de voces y espadas en la calle del Príncipe y en el portal del corral de la Pacheca, de donde la zalagarda[3] se vomitaba revuelta y tan negra, que no parecía sino que era llegado el fin del mundo. Pero sobrevinieron porquerones[4], avisaron estos a alguaciles, acudieron aquéllos con sus alcaldes, pidió favor la justicia, y a las voces de «Ténganse al rey y a la cárcel todo el mundo!»  los alborotados no se sosegaron, sino que huyeron por acá y por allá como una bandada de pájaros que oye un escopetazo, y la justicia hubo de contentarse con cazar alguno al vuelo, y con recoger a este y al otro que sobre aquel pequeño campo de Agramante había quedado alicortado[5]. Mientras tanto, el pánico salía a borbotones por las puertas del corral donde había asistido a una desdichada recitación de una comedia del gran Lope, y se desparramaba de prisa por las calles circunvecinas.
Le habían dado a Lope, no por culpa suya, sino de los pecados de otros, una zurribanda[6] que le habían puesto de todos los colores del arco iris, y con la sangre montada a la cabeza, y había habido necesidad de llevarle en silla de manos[7] a la cercana calle de Francos, en donde tenía su casa, que el vulgo no conoce respetos, ni se le da más de afrentar[8] hoy al que ayer levantó a los cuernos de la luna[9]. Olvidose Lope de aquella su sentencia
“El vulgo es necio, y pues lo paga, es justo en necio hablarle para darle gusto»
compuso con muy buen ánimo y grande y profunda filosofía una de sus mil y quinientas, cuyo título, por más que lo hemos querido, no hemos podido averiguar. Mediaron, por añadidura, rivalidades de damas y cortejos[10] de éstas; anduvieron partidos los mosqueteros[11] en bandos, y no hay que contar que no esperaron a conocer qué méritos o deméritos de la comedia, sino que desde el punto y hora en que al acordado son de las guitarras y de las chirimías[12], descorrió el bobo[13] la cortina y comenzó a recitar la loa[14], en aquel mismo instante, desperezándose el viento, se picó la mar y empezó la más grande tremolina[15] de que se tenía memoria en los corrales de la Cruz y de la Pacheca.
Siguió la comedia peleando con la tempestad, como galera[16] real cuyo timón lleva buen marinero, y a vela y remo, barriendo la costa, ya en la cresta de las olas, ya en los profundos y negros valles líquidos del abismo, firme la chusma en las bandas y tendida al irritado viento la bandera, allá fue bravamente entre las encontradas opiniones, entre vítores y vituperios; todo lo cual divertía al vulgo, mucho más y mejor que si la comedia, como infinitas de Lope, hubiera ido majestuosamente por la mar bella y con fresco viento en popa; que el vulgo es de suyo levantisco y maleante, y si bien él da la honra, le gusta más quitarla, como señor despótico y absoluto que se arrepiente de los favores que otorga y los cambia en humillación, desabrimiento[17] y amargura; y tanto es así, que la celebridad la envidia el que no la conoce, y el que la alcanza, si la merece, quisiera mejor no haber nacido.
Revuelta andaba, allá en sus profundidades, la escena: tomaban cordiales[18] las comediantas para mantener sus fuerzas contra la borrasca; los comediantes andaban cejijuntos, y melancólicos, y mohínos[19]; los émulos[20] de Lope le rodeaban animándole, como protegiéndole, y disimulando mal su contento por el mal trance en  que le veían; sus amigos andaban irritados y empezoñados[21] amenazando a los cielos y a la tierra, y el autor de la compañía (representante) juraba y prometía que siendo aquella comedia del gran Lope, no se había de cortar un verso, y que la habían de aguantar, así tuviera quince mil jornadas[22] y se hundiera el cielo y se abriera la tierra.
Esto irritó a los que desde el principio y a cada punto pedían se echara la cortina, y allí donde estuviese se acatase la comedia, y se llegó a soltar culebras que ya se tenían prevenidas en la cazuela[23], y atemorizadas las mujeres y arremolinándose entre chillidos y alaridos, rompiéronse las maromas[24], y algunas de ellas, que si podían ser livianas de cascos[25], no lo eran ciertamente do carnes, cayeron sobre los del patio, haciendo sentir a algunos cuánto pesa una buena moza cuando cae sobre la cabeza. Y con esto y con algunos truenos que mal intencionados echaron y que reventaron acá, y allá, llegose al colmo; y como ya las cabezas estaban caldeadas y los malos propósitos acrecían en desvergüenza, manos hubo que se fueron a caras y puños de las espadas y si no hallaran por donde salir, abajo echaran el coliseo para buscar espacio donde dar aire a los aceros.
Como se ha dicho, la justicia sofocó el tumulto, no poniendo en paz, sino ahuyentando por el temor de la cárcel a los contendientes, y dos de ellos, un rufián[26] de los de al uso, con forro de hidalgo y olor de pícaro, y un bachiller en artes de la grande hija del gran cardenal Cisneros, la Complutense, que se hablan engarfiado[27] a palabras, allá se fueron por la callejuela de la Lechuga, que corría hasta la de la Gorguera, y llegado que hubieron a esta, y bajo un nicho en que había una Virgen alumbrada por un farol en la esquina del convento de monjas carmelitas de Santa Ana, se detuvieron y diéronse frente. Era el matón hombre ya de treinta y cinco años, todo poder, según miraba y resollaba[28], que no parecía sino que para él solo se había hecho el mundo y su contrario era mozo apenas de veintiuno o veintidós años, de fisonomía audaz, gran nariz prominente, frente alta y ancha que dejaba bien al descubierto el bonete[29], cabellos negros, fuertes y ensortijados, y bajo el mostacho[30], que aún era naciente, los labios gruesos y firmes de una boca desdeñosa, que no parecía hecha sino para zaherir[31] o mandar: bajo sus bayetas[32] llevaba galas de noble, una linterna colgada de la pretina[33] junto a un broquel[34], y al costado se le descubría la enrejada empuñadura de una espada de gavilanes.
—Aquí me vais a decir que tengo la mollera tan de cal y canto[35], como fétida y asquerosa la desvergüenza, dijo el matón, ¡qué Dios vive!, que yo os corte la lengua, sin que la saquéis de la boca, de un tajo de buen aire.
—Pues yo os digo lo que ahora añado, respondió el bachiller, y es, que para sacaros a vos los colores a la cara es menester no menos que azotárosla.
Y diciendo estas palabras, cogió de una bofetada, con toda la mano abierta y buen impulso de brazo, todo el un lado de la cara del rufián. Rugió este, saltó atrás, metió mano a los hierros, que él no reñía menos que con espada y daga, y como al bachiller, por la gran fuerza que había hecho para dar buen asiento a la bofetada, se le habían ido al suelo los anteojos que montados sobre las narices llevaba, se arrojó a recogerlos, estando en lo cual, el otro, creyó más afrentoso herirle con el pie que con el hierro; pero esto fue para su desdicha, porque el bachiller, al verse amagado de la coz, se agarró al pie que la engendraba, por lo cual, perdido el equilibrio el otro, dio cuan largo era en el suelo y el bachiller, que cobrado había entre tanto sus anteojos, sobre él se fue y le dio una tal vuelca de puntapiés, y entre ellos uno tal en la cabeza, que el desdichado perdonavidas dio un ronquido de tal manera, que no parecía sino que se le había salido el alma del cuerpo, inclinose sobre él el bachiller, y viendo que no se movía ni aún resollaba, túvole por muerto. Y como en aquel punto se oyese tumulto la gente que venía por la otra punta de la Callejuela, dio a correr por la de la Gorguera, pasó del atrio de la iglesia de Santa Ana, cruzó la calle del Prado, y deslizándose por un costado de la plazuela del Ángel, y llegando a la esquina de la calle de las Huertas con la del Viento, en cuya esquina estaba el cementerio de San Sebastián, como por aquella parle estuviese la tapia aportillada, el bachiller dijo:
—Pues muertos me guarden de carga de muerte, y cuando se aclare el nublado, a nuestra casa de pajes nos volveremos, y Dios dirá.
El ruido de gente crecía y se acercaba, y nuestro bachiller, ayudándose de los hoyos que en la tapia había, se alzó hasta el portillo y se metió en el cementerio, cayendo sobre un cuerpo difunto que allí los sepultureros habían dejado para ir a consolar el trabajo de la sepultura a la taberna con un trago, de que, pasando a muchos, ellos también de cuerpo presente en la taberna se quedaron, haciendo esperar al muerto para el otro día su sepultura.
Pusiérónsele los cabellos de pie al bachiller, aunque no era gitano, cuando caído se sintió sobre aquel cuerpo frío, y alzándole y recobrándose, y pensando que de los muertos no puede recibirse más daño que el miedo, de allí apartose cuidando de no tropezar en las cruces ni caer en una sepultura. Y sentado en las gradas dé la cruz que había en medio, esperó el punto en que, solitario y en silencio todo, pudiese salir sin peligro.
Sonaron en San Sebastián las ánimas, y nada se oía en torno, cuando el bachiller, buscando otro portillo que aquel a cuyo pie estaba el muerto, se dejó caer a la calle del Viento (ahora de San Sebastián), y se fue hacia la plazuela del Ángel. El lado de esta, que corría y corre de la calle de las Huertas a la del Prado, y que entonces tenía a la derecha y esquina a la calle de la Gorguera el atrio y pórtico de la iglesia del convento de Santa Ana, y a la izquierda y esquina a la de la del Viento el cementerio de San Sebastián, era fachada de una gran casa que tenía su otra fachada a la calle de las Huertas y estaba señalada con el núm. 6 de la manzana 228. Daba la puerta a la plazuela del Ángel, cerca de la esquina de la calle del Prado, y en el piso bajo tenía seis grandes rejas y bajo ellas tragaluces de sótano. Frente a esta fachada, y haciendo con ella una suerte de calle, había algunos cajones de madera en que hacían su comercio vendedores de pájaros, flores, monos, perros, gatos y otras alimañas, pero aunque de hecho era calle, no se la juzgaba tal y no tenía nombre.
Caliente llevaba la cabeza el bachiller con lo que le había acontecido, y levantada la imaginación a las nubes y haciendo iba de memoria esos versos que se salen solos del alma de los poetas, que solo oye Dios, y que si luego se recordaran y se escribieran asombrarían al mundo, cuando de improviso vino a robarle a las musas líricas, esa otra musa que cuando se hace oír del alma se apodera de ella y de toda su voluntad y de todos sus deseos: la musa de los incentivos del amor o el amor mismo, vida y luz y alegría de todo lo criado y que él cría, siendo a la vez hijo y padre de sí mismo y principio y fin de todas las cosas. Y fue que cuando nuestro bachiller iba a llegar a la puerta de la casa número 6, sonó en ella un beso, pero un beso de tal manera hermoso, y dado con el alma, y con tanta juventud y tanto amor, y tan sin mancha y tan celeste, tan preñado de indicios de hermosura y de habla salido en él un alma de ángel por una boca de delicias, que el bachiller quedóse estático y suspendido, y parado de la sangre y tan trémulo, que sobre una sacudida le venía otra; y agolpada la sangre al corazón se lo agriaba de tal suerte que era para morir. Entre tanto, un bulto negro se había apartado de la puerta que   había crujido al cerrarse y todo había quedado en soledad y silencio.
—Vive Dios,dijo el bachiller, que beso fue de mujer, y de mujer tal, que por ella puedan tomarse como baratas todas las malas venturas. Muy de joven fue el beso para que se pueda entender como de madre, y así no los da de afecto fraternal. Y no fue de enamorada, sino de quien siente un entrañable afecto dulce y tranquilo. ¿Quién será? ¿Quién no será?»
Hízose a alguna distancia el bachiller, y a beneficio de la noche, que era entreclara, de luna menguante, pudo cerciorarse de que aquella casa, en que, aunque había pasado muchas veces junto a ella, hasta entonces no había reparado, era grande, rica y muy noble, como lo manifestaba la gran piedra de armas que tenía sobre el pórtico. Y estando en esto, vio el bachiller un bulto que por la pared de la casa, y de muro en reja y de reja en muro, iba-tentando, como buscando la puerta, señal clara de su cargazón de vino que no le dejaba ver las cosas como en sí eran.
Arrojose a él el bachiller, y cogiéndole de un brazo le dijo:
—Forastero soy, hermano. A la corte he venido a mis pretensiones, heme perdido, y bien quisiera me acompañaseis a alguna taberna que por aquí habrá, que sed tengo y aplacarela. Bebereis vos lo que fuérela servido, y si no hallare quién a mi posada me lleve, en la taberna pasaremos la noche, y vendrá el día y verá el tuerto los espárragos.
Balbuceó el borracho algunas palabras que no pudieron entenderse, llevóselo el bachiller, y con él dio en un aposento de una taberna de la calle de las Huertas, donde en vano quiso sacar la menor noticia de aquel, que era ya viejo y con traje de rodrigón[36] de dama, de tal manera le había puesto de gorda la lengua el vino, que no se le entendía una palabra. Y como estuviesen solos en el aposento, y el bachiller supusiera que tal  vez llevaría encima la llave de la casa, le registró, y en efecto, hallole una grande, como de puerta de calle, y quitosela, y con esto, y como el borracho se hubiera dormido, saliose, y encargando al tabernero no echase al atormentado y le guardase hasta el día, y pagándole para que quedase contento, salió y se fue, no andando ni corriendo, sino volando a la casa, y abrió la puerta, y entró, y cerró, y dispuesto a arrostrarlo todo, allá se fue a tientas por el oscuro zaguán, hasta que topó en unas escaleras, subidas las cuales se halló en unos anchos corredores de un gran patio. Todo era en la casa soledad y silencio profundo, que no pareciera sino que estaba encantada, y yendo con recato[37] y aguzando el oído, y sin meterse a averiguar ni a tentar cómo saldría ni lo que sería de él, de un pasillo a una cámara y de ahí a  un retrete o camarín, dio al fin el bachiller con una dama vestida de blanco, que a la luz de un velón de plata sobre una mesa, y sentada en la sillón muy rico, como todos los muebles y tapices que allí había, estaba arrobada en la lectura de un pequeño libro.
Acercose silenciosamente el bachiller, hasta ponerse detrás de la dama y tan cerca, que su suave respirar oía, y empezó a pasear la mirada encendida por aquellos cabellos en trenzas, que de oro bruñido y cincelado parecían, y por aquellos hombros y aquella garganta, que la nacarada blancura de las gruesas perlas que les adornaban vencían, y sobre aquel seno qua se movía agitado, como por efecto de lo que leyendo rozaba y sentía. Y queriendo ver lo que en las páginas abiertas se contuviese, dióle el corazón tres vueltas, que los versos que halló eran suyos, de un cuaderno de composiciones que poco antes había él dado a la estampa[38] y se había vendido con mucha fortuna en las librerías. Y sin ser ducho[39]  para reprimirse, exclamó:
—¡Bien haya mi humilde ingenio, que fruto ha dado en que se recree tanta hermosura!
Gritó la dama con son apagado, que el miedo le quitó la fuerza de la voz, y volvióse, y vio que el bachiller a quien había deslumbrado tanta hermosura, de rodillas estaba a sus pies, y con los ojos enamóralos, y tendidos a ella los brazos, como en súplica; todo cuanto podía ser más a medida para que se la quitara el miedo y solo quedasen la curiosidad y la sorpresa. Y como ella, no embargante esto, recordase que aquel que a sus pies estaba, la había dicho quo los versos que leía eran suyos, le dijo con la voz no muy segura y toda encendida de rubor, lo que hacía más grande y más incitante su extremada belleza.
—¡Qué, señor! ¿Vos sois el bachiller Francisco de la Torre? ¿Y cómo habéis entrado aquí? ¿Qué es lo que aquí buscáis? Pero para responderme, alzaos, que un hombre de tal ingenio como el vuestro no parece bien arrodillado sino delante de Dios.
—Más que diosa, y más que vida, y más que eternidad pareciasme a mí, señora de mi alma, dijo el bachiller levantándose, y sé que deseáis saber quién yo sea, yo soy en efecto ese bachiller Francisco da la Torre, que así por contracción de mi nombre y de mi estado me llaman en las aulas da Alcalá, donde curso jurisprudencia y cánones[40]; que mi verdadero nombre, que a vuestros pies pongo, es don Francisco Gómez de Quevedo, señor de la Torre de Juan Abad y paje del rey. Quien soy ya os lo he dicho, como estoy aquí, voy a decíroslo.
—Perdonad, don Francisco, dijo ella turbada, que muerta estoy y sin alma de miedo de que mis dueñas y mis doncellas, que aún no se han recogido os sientan y así, lo que yo os mande vais a hacer, si no queréis que me llame a engaño por haber creído que tenéis buena y generosa el alma, leyendo vuestros versos: y es, que dejándoos de correr más aventuras, atravesando mi casa, salgáis de aquí por ese balcón, sirviéndoos de escala la reja que hay bajo él, y que esto sea al punto.
Y yéndose la dama al balcón, le abrió y miró a la calle, y viendo que estaba desierta, dijo:
—Nadie hay, bajad.
—¿Y no volveré a veros?, dijo Quevedo.
—A esa misma reja bajaré y os oiré, contestó ella.
Salióse al balcón Quevedo, cerró la dama, bajó él por la reja, y a su pie esperó con un ansia que lo mataba, y que llegó a ser agonía, cuando de allí a un rato sintió las dulces manos que sonaban por la parte de adentro en las maderas para abrirlas, y que se abrieron:
—En tales aventuras nos metemos, dijo ella, hablando yo con vos por esta reja, que a entrambos pueden salirnos muy caras. Pero pues aquí estoy, es que así lo quiere Dios y a la voluntad de Dios me entrego y en ella espero. Y ahora decidme lo que no he querido oíros en mi aposento.
—Si yo os mintiese, dijo Quevedo, no os adoraría, y así, señora, os lo voy a decir todo, aunque lo del beso debiera callarlo.
—¿Qué beso decís vos?, exclamó turbada ella.
—Oídme, señora mía, respondió él, y la relató toda la ocasión de haberla buscado.
—A mi padre besé, y siempre le beso cuando alguna vez y muy encubiertamente y dejando sus servidores a distancia a verme viene, y en esta misma puerta le despido.
—Preguntaros no oso, dijo Quevedo, por qué vuestro padre con vos no vive y tan de tiempo en tiempo viene a visitaros, y aun así recatándose de sus servidores.
—Yo no puedo engañaros, dijo ella, y por lo mismo he de deciros que desde que leí vuestros versos en vos pensé, y tanto en pensar en vos di, que mi pensamiento se hizo cuidado y ansia y desvelo, y aunque soy niña, que aún no he llegado a los diez y siete, y recluida vivo, y nunca amé ni conocí lo que el amor fuese, no pude menos de conocer porque el alma, que es una gran maestra, me lo dijo, que lo que yo sentía por el que había compuesto los versos que me encantaban era amor. Y pues que os amo y os lo confieso, engañaros no puedo, ni ocultaros que esa a quien porque es mi padre besé yo al despedirle cuando vos pasabais, es el rey.
Cayósele encima el mundo a Quevedo. que era entonces joven, y aún no se le había emponzoñado el alma con los trabajos y las peleas y las desventuras de esta vida, y la tenía fresca y riente, y dulce y apasionada, como se ve por las hermosas silvas que condesan como autor al bachiller Francisco da la Torre. Y a aquella criatura, qua tan extrañamente había encontrado y le había enamorado y le amaba aun antes de conocerle, para él era punto menos que imposible, y se desesperó, y tanto más cuando ella le dijo:
—Ya veis que mi padre no ha de darme a vos, y menos teniéndome como me tiene destinada al claustro en donde me he criado, y del que no he salido sino porque enlanguidecía en él y me moría. Y milagro tengo el que siendo el rey tan recatado y tan prudente me haya dicho que soy su hija.
Pasole una suposición diabólica por el pensamiento a Quevedo, que dijo para sí: Defensa contra sí mismo puso el Rey en ella diciéndole soy tu padre. ¡Y qué bien que le conocía aquel Enrique VIII de Inglaterra que le llamaba el Demonio del Mediodía!. ¡Cosas tiene el hombre en su alma de que sin duda se espanta el mismo Satanás!
—¿Y el rey no os ha dicho quién fuese vuestra madre?, dijo en alta voz Quevedo.
—Nunca, dijo ella, ni yo he osado preguntárselo.
—¿Y al convento os volverá el rey?
—Teme por mi vida.
—¿Y no teméis vos por la mía si no os veo?
—Dejadme, que yo también, como pareja vuestra, temo por mi vida y yo lo discurriré, que seguir hablándome por la reja, osadía sería, que sabríase al cabo, y ansias de muerte me dan solo con pensar en lo que podría acontecer.
—No vendré yo sino las noches en que los lobos no vean, dijo Quevedo.
—Así será bien, y mejor sería si se encontrase otra manera. Y ahora idos.
—¿Queréis desposaros conmigo delante de Dios, alma de mi alma?, dijo de improviso Quevedo.
—Harto desposada está mi alma con la vuestra, dijo ella, que tan vuestra es, que no es nada mía.
—Sellemos pues el pacto.
—¿Y qué sello puede ser?
—¡Un beso!
Y asiendo por sorpresa con las dos manos la hermosa cabeza de la enamorada doncella, la trajo entre dos hierros y la besó en la boca. Ella dio un grito en que parecía que se había escapado toda su alma y cayó redonda desmayada.
Al mismo tiempo Quevedo notó un bulto que se venía sobre él. Apartóse, pero como el bulto continuase echándosele encima, tiró de la espada, y tan a tiempo, que apenas le tuvo para separarse de una estocada baja a la italiana que aquel bulto le había tirado. Sobrevinieron otros bultos, que sobre él se vinieron. Defendiose cuanto pudo, pero le ganaron la espalda, le sujetaron y le dijeron:
—No se os mata, pero se os advierte; no volváis por aquí, porque nada encontrareis y podrá aconteceros una desdicha.
Y llevándole en vilo[41] no le soltaron sino cuando le hubieron llevado a la plazuela de Jesús. Desde allí Quevedo se fue a la casa de Pajes, enamorado e irritado y loco, jurando a Dios y a su alma que aquella angélica criatura, de la cual ni aún sabía el nombre, había de ser su esposa, a pesar de todos los reyes del mundo.
A la noche siguiente, con nuevas armas, volvió, paseó la calle atreviéndose a todo, pero la casa estaba muda, oscura y silenciosa. Al día siguiente, ya enloquecido por el amor y la desesperación, se antojó a llamar a la puerta.
—¿A qué llamáis?, le dijo uno de los pajareros, en esa casa no hay nadie. La señora que en ella habitaba ha salido ayer con toda su servidumbre, y la casa se alquila.
—¿Y sabéis dónde esa señora se ha ido?, dijo Quevedo.
— No se lo han dicho a nadie, respondió el de los pájaros.
—¿Y cómo se llamaba esa señora?, replicó Quevedo.
—Nunca lo hemos sabido, respondió el otro.
Quevedo se volvió sin alma, y a punto estuvo de solicitar una audiencia del Rey, pero no se atrevió. Se terminaron por aquellos días las vacaciones de Navidad, y Quevedo, con otros pajes del Rey que también estudiaban, y con sus penas, se volvió a Alcalá. El tiempo, que es el mejor bálsamo para las heridas del alma, si no le hizo olvidarse completamente de aquel amor que había muerto en sus comienzos, le dejó atención y deseo para querer a otras que, aunque no fueran tan hermosas, no eran tan imposibles; lo que no quería decir que hubiese renunciado a averiguar lo que hubiese sido de la misteriosa dama ni hubiese perdido la esperanza.
Algo más adelante, concluidos ya los estudios Quevedo, murió el Rey. No había ya miedo que estorbase ni respeto que se hubiera de guardar. A Quevedo se le recrudeció el amor, sintió hambre de ella y la buscó, y aunque no esperaba encontrarla en la casa en que la había conocido, con la esperanza leve de que acudiese ella a una cita del alma, se dio a rondar por aquellas calles, no pareciendo sino que había algo que a ellas le llevaba, y se pasaba horas enteras dando vueltas a la manzana 223 en que, salvas algunas casas que daban a la calle del Príncipe, se alzaba el convento de monjas de Santa Ana.
Un día, al pasar por el atrio del monasterio, sintió gran funeral y entró en la iglesia. En el coro, entre blandones[42], en torno la comunidad de rodillas, había una monja de cuerpo presente. Acercóse Quevedo a la reja, miró y morir creyó. Que en aquella muerta la vio a ella, pálida y más hermosa, y coronada de flores. ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba esa monja?, preguntó a un acólito[43].
—Pues se llamaba Sor María del Arrepentimiento, respondió el niño.
—¡Maldita sea la hora en que yo pasé por la calle del beso!, exclamó Quevedo dando escándalo y saliendo desesperado y como loco de la iglesia.
Cayó enfermo y asistiéronle sus amigos, y por sus delirios supieron aquella tristísima historia. Desde entonces y por tradición se llamó calle del Beso aquel siniestro lado de la plazuela del Ángel.
 
MANUEL FERNANDEZ Y GONZÁLEZ                                 
 
 NOTAS
 

[1] Alrededor de.
[2] Secreción de las mucosas y especialmente la de la nariz.
[3] Escaramuza: riña, disputa o contienda de poca importancia
[4] Corchete o ministro de justicia encargado de prender a los delincuentes o malhechores y llevarlos a la cárcel.
[5] Cortado las alas.
[6] Zurra o castigo repetido o con muchos golpes.
[7] Vehículo con asiento para una persona, a manera de caja de coche, y el cual, sostenido en dos varas largas, era llevado por hombres.
[8] Causar afrenta a alguien, ofenderlo, humillarlo, denostarlo.
[9] Alabarle, encarecerle desmedidamente.
[10] Persona que tiene relaciones amorosas con otra.
[11] En los antiguos corrales de comedias, espectador que asistía a la representación de pie, en la parte posterior del patio.
[12] Instrumento musical de viento, hecho de madera, a modo de clarinete, de unos 70 cm de largo, con diez agujeros y boquilla con lengüeta de caña.
[13] En el teatro clásico español, personaje que provoca la risa por su ingenuidad y simpleza.
[14] En el teatro clásico español, prólogo, introito, discurso o diálogo al principio de la función, de carácter laudatorio.
[15] Bulla, confusión de voces y personas que gritan y enredan, o riñen.
[16] Embarcación de vela y remo, la más larga de quilla y que calaba menos agua entre las de vela latina.
[17] Disgusto, desazón interior.
[18] Bebida que se da a los enfermos, compuesta de varios ingredientes propios para confortarlos.
[19] Triste, melancólico, disgustado.
[20] Competidor o imitador de alguien o de algo, procurando excederlo o aventajarlo.
[21] Emponzoñados, envenenados.
[22] En la obra escénica, cada uno de sus actos.
[23] En los corrales de comedias, sitio que ocupaban las mujeres.
[24] Cuerda gruesa de esparto, cáñamo u otras fibras vegetales o sintéticas.
[25] De poco asiento y reflexión.
[26] Persona sin honor, perversa, despreciable.
[27] Enzarzado.
[28] Respirar fuertemente y con algún ruido.
[29] Especie de gorra, comúnmente de cuatro picos, usada por los eclesiásticos y seminaristas, y antiguamente por los colegiales y graduados.
[30] Bigote grande y espeso.
[31] Decir o hacer algo a alguien con lo que se sienta humillado o mortificado.
[32] Tela de lana, floja y poco tupida con que se hacía el uniforme del universitario.
[33] Correa o cinta con hebilla o broche para sujetar en la cintura ciertas prendas de ropa.
[34] Escudo pequeño de madera o corcho.
[35] Duro de cabeza, de entendimiento.
[36] Criado anciano que servía para acompañar señoras.
[37] Cautela, reserva.
[38] Imprenta o impresión.
[39] Experimentado, diestro.
[40] Derecho canónico.
[41] Sin el apoyo físico necesario o sin estabilidad.
[42] Vela gruesa de cera con una mecha.
[43] En el catolicismo, monaguillo que ayuda al sacerdote en la misa y en otros actos litúrgicos.