DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Ilustración española y americana, 8/2/1889, pp. 83-86

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Palacio de Buenavista

LOCALIZACIÓN

COMUNIDAD DE MADRID

Valoración Media: / 5

La huerta de Juan Fernández

Aunque solo hubiera sido por los despilfarros poéticos del célebre jardín y por las escenas ingeniosas que pusieron en él varios autores dramáticos, singularmente Tirso de Molina, quien consignó su nombre en la comedia La Huerta de Juan Fernández; aunque solo hubiera sido por el arte y por la historia, nuestros contemporáneos, que todo lo conmemoran, debieron haber señalado en coto redondo el sitio donde estuvo la Huerta de Juan Fernández. Con sus  bosquecillos misteriosos, sus macizos exuberantes de flores, sus paseos clandestinos por cerca del laberinto, su explanada de la noria cubierta de verde césped, y el cenador campestre, donde las memorias galantes del siglo XVII suponen que tuvieron lugar escenas de amor y celos, desafíos sin testigos, y conspiraciones de corte, que tanto dieron que hacer a  los alcaldes de la ídem y a los ministriles[1] del Tribunal de la Fe, sin contar la omnipotencia del Soberano, que no logró evitar pasquines[2] contra la interesante Duquesa de Alba, rival en lujo de María Luisa, por haber levantado el palacio de Buenavista sobre el terreno que ocupó la Huerta de Juan Fernández, contra el parecer de todos, y singularmente del diestro[3] Costillares, predilecto de la Duquesa, quien al optar entre el sotillo de Santiago el Verde, árido y sucio, y el recreo de la Huerta, llena de rosas y claveles, prefería esta última.

Las matinées[4] de la Huerta no fueron menos divertidas que los paseos y las meriendas, porque después de oír misa con sermón, todas las damas acudían a la Huerta a chapinear[5], por no decir a picardear, y pronto se entablaban conversaciones amenísimas, en que salían a relucir las intrigas aristocráticas y las galanterías más reservadas. Esto hacia pasar ratos alegres a las bellísimas damas

de aquel jardín de Armida[6] del regidor[7] Juan Fernández. Y si alguna vez motivos serios o ridículos ponían triste el semblante de alguna deidad bulliciosa, las demás lo tomaban a broma y la llamaban tonta.

Había algunas que eran servidas por un solo galán; otras que creían serlo por muchos y no lo eran por nadie; otras que hubieran querido serlo por amantes diferentes de aquel que las galanteaba, y otras, por fin, que hubieran deseado ser las únicas servidas a la vez por todos los hombres de Madrid y sus contornos. De aquí nacían relaciones de amistad o enfriamientos rencorosos, según que los respectivos galanes eran amigos o adversarios.

Los celos inspiraban epigramas[8]; las alegrías, sonetos y canciones; la muerte del amor, elegías tristes, que no por eso dejaban de divertir a los indiferentes, por lo menos tanto como a los interesados.

Se proponían charadas[9] y enigmas[10], que entretenían el tiempo y las horas de fastidio.

Unos paseaban a orillas de la noria, otros por los senderos del jardín, otros sobre la terraza y el gazon[11], solos o en grupos, según el humor en que se encontraban, si estaban o no de monos[12].

En el interín[13], algunos cantaban aires a la moda, o recitaban versos, o leían en voz alta novelas españolas, sentados en el cenador o acostados sobre la hierba.

No era posible encontrar un sitio más agradable en la hermosa estación de la primavera, ni una concurrencia tan escogida y galante para departir en sociedad sobre los temas favoritos, que eran la murmuración y el estilo de vestir lo mismo que ahora.

Por lo dicho, que no es reflejo siquiera de la verdad del cuadro, se adivina que la Huerta de Juan Fernández fue un pequeño paraíso más familiar que el del Buen Retiro, y de seguro más simpático a las diosas de la mitología palatina que el olimpo pagano del señor rey D. Felipe IV.

En este jardín frondoso, al que concurrían sin falta todas las tardes las Duquesas de Lerma y de Córdoba , de Arión, Béjar y Medina de Rioseco; las Marquesas de la Laguna, Ensenada, del Carpió, Mondéjar, Tabara y del Valle; las Condesas de Linares, de Campo Alange, Lémus, Alba de Liste, con D.ª Ana Mendoza de la Cerda, esposa de Villamediana, y otra infinidad de señoras de distinción, sin mantos, pero con escapularios[14] bendecidos, soplillos[15] y garcetas[16], faldellines[17] con randas[18] de oro, ropones[19] y basquiñas[20] de muy diferentes hechuras.

En este jardín, repito, y a orillas del estanque grande, se fraguó aquella conspiración femenina contra el Conde-Duque de Olivares, que dio por resultado una espantosa silba[21] a su mujer, al salir cierto día de la ermita de San Blas acompañando, como dama de servicio, a los Reyes.

Mucho disgustó al valido[22] el lance[23] de San Blas, y lo hizo pagar caro a la Marquesa del Valle, su enemiga supuesta, como dice que lo fue de Lerma, desterrándola fuera de Madrid, interviniendo sus papeles y confiscando sus bienes, que fueron vendidos en pública almoneda[24] entre los grandes del corro. Por cierto que, según afirma un duende contemporáneo, la Condesa de Olivares aprovechó la ocasión para comprar por pocos ducados[25] doce sayas[26] largas bordadas en seda, y alguna de ellas con aljófar[27], además de un número infinito de brincos[28], aderezos de mujer y otras diabluras: porque es sabido que en lo referente al mueblaje de las casas y el equipo personal de las mujeres, siempre han tenido las señoras de Castilla carta blanca[29] para gastar como princesas, y libertad para pedir que las ferien[30] lo mismo en Pascua florida que en Carnestolendas, por aquello de que «entre damas no hay día de ayuno, ni entre galanes santos de guardar», que decía la más independiente y apergaminada[31] de las comensales de la Huerta de Juan Fernández durante los 365 días del año solar, con sus noches, cuando el tiempo no lo impedía.

En un mismo día tuvieron lugar los desposorios de los Marqueses de Villena, en casa de su tía la Condesa de Miranda, siendo padrinos los Condes de Olivares, y en Palacio los del Conde de Palma con D.ª María de Tabora, hija del Conde de San Juan, por mano[32] del Patriarca, como aquéllos lo fueron por la del Inquisidor mayor. Estos novios vistieron de verde, ricamente bordado de oro, y lo mismo fue el color de la librea[33] de los criados. La de Villena fue de terciopelo negro prensado y picado, con forros, plumas y cabos[34] de color celeste, muy vistosa y muy rica.

Por ser los días del Rey, la gala fue más extraordinaria y con mayor acompañamiento; la rúa una verdadera procesión, y el alborozo de todos tan animado, que trascendió a los confines de la villa, después de haber transitado las calles y plazas más principales. La madrina de ambas bodas habla dispuesto que en la Huerta de Juan Fernández tuviera lugar el agasajo de una merienda campestre, con hojaldres de la pastelería de Botín, chocolate de los Padres Recoletos, dulces secos del Valenciano, y abundante ensalada de lechuga con huevos duros, para los que gustasen refrescar la boca.

Muchos eran, y de clase distinguida, los convidados, pero para todos hubo colación[35] abundante y flores a elegir de las más hermosas. Los novios dieron ejemplo de inclinaciones bucólicas, sentándose y aun acostándose en las praderas, y el acompañamiento de ambas bodas imitó el ejemplo, formando, entre todos, una interesante Arcadia de Galateas y Tityros…  por supuesto sin borregos y sin pastores.

El jardinero mayor de la Huerta de Juan Fernández no recordaba haber visto otro día de fiesta más grande y de mayor esplendor que el de las bodas consabidas, en que, como queda dicho, fue madrina generosa la espléndida y hasta entonces no silbada Condesa de Olivares.

Pero el acontecimiento que dio que hablar a la corte y a la villa, y todavía no se ha olvidado, fue el que acaeció en la velada de San Juan de 1624. Grupos de damas y galanes, aprovechando una noche plácida y tranquila, habían recorrido las verbenas y buñolerías de puntapié[36], las hogueras de trastos viejos de las Vistillas, la exposición inculta de macetas de albahaca en la Plaza Mayor, la de agualojeros[37] del Prado, y la de los camastros apolillados de rosquillas y frasquetes[38], de albellanas[39], torraos[40] y nueces que han llegado hasta nuestros días.

Seria cosa de las once, cuando los verbenarios, precedidos de guitarras, violines y bandurrias, cantando y saltando, entraron en la Huerta de Juan Fernández, dispuesta para aquella noche con iluminación espléndida de vasos de colores y farolillos de papel a la Veneciana, música y cantores.

Los que ahora se llaman Courpiches, y entonces Lindos[41], cuando estuvieron dentro del jardín, pasaron revista de aspecto al grupo femenino que en él había, y notando que faltaban las Meninas[42] y todas las damas de Palacio, altas y bajas, se dieron de ojo[43] unos cuantos de los más calaveras[44] y a poco se encaminaron al Buen Retiro, cuyas tapias asaltaron con el piadoso fin de requebrar[45] con galanteos a las pobres niñas encarceladas en noche tan alegre.

La policía Real se apercibió pronto del lance de los galanes y de la afabilidad con que eran recibidos por las damas de la Reina. En seguida lo puso en conocimiento de S. M., quien se incomodó muy de veras, porque era el Retiro su coto Real, y no se podía entrar en él sin su permiso, y estaba vedado saltar las tapias, bajo terribles penas.

Habiendo logrado su objeto, los atrevidos caballeros asaltadores volvieron a la Huerta, publicando osadamente su empresa con aplauso universal de ellas y ellos.

Tomando estaban los concurrentes jaleas, mermeladas, aguas de canela, aurora[46] y mosela[47], garrapiña[48] de chocolate, de leche y almendra, y algunos agua pura de la fuente con panales, en salvilla[49] de peltre[50] o de plata, según la calidad del parroquiano, cuando llegó al portón de la Huerta una banda de alabarderos[51] de la compañía Borgoñona de la Cuchilla, y el oficial que los mandaba dijo con espada en mano: «Ténganse al Rey.» '

Al oír esta terrible intimación, el concurso quedó como petrificado, y en seguida el oficial o Exento fue llamando unos tras otros al Duque del Infantado, a D. Baltasar de Zúñiga, hijo del Marqués de Mirabel, a los Marqueses de Palacios, de Povar y de Cerralvo, al Conde de Oñate, a D. Juan Gavíria, caballerizo de S. M., y a otros varios señores. Con todos ellos desarmados formó un pelotón de presos y los llevó entre filas a las prisiones del Buen Retiro.

El jardín quedó instantáneamente desierto y el Prado también. Hubo algunas damas nerviosas que se desmayaron; otras que prorrumpieron en quejas por la infidelidad de sus amantes o esposos; otras que aplaudieron esperando ser favorecidas en otro asalto, y por su parte los caballeros se fueron a husmear por grupos lo que pasaba en el alcázar olímpico del Soberano.

Lo que pasó fue que al siguiente día todos los delincuentes aprehendidos en la Huerta de Juan Fernández fueron desterrados de Madrid a diferentes pueblos del reino, habiéndose ido el Conde de Oñate a Carabanchel.

El destierro duró poco, sin embargo, por cuanto las damas más principales de Madrid, casadas y solteras, pidieron reverentes perdón al Rey y este lo concedió.

Solo las tusonas[52] y campadoras[53], las vírgenes intrusas de saboyana[54] de lana y zapatos de guardamacil[55] rojo, las cotorreras[56], busconas trongas[57] y sirenas de respigón, protestaron del indulto, por llevar la contraria, como siempre, a las gentes de toldo[58] y copete[59].

 Se cita una merienda junto a la fuente (de que no queda ya ni eí cimiento), en que después de haber servido gran cantidad de manjares suculentos, se comió una trucha de la Puebla de Sanabria, monstruo de peso, de muchos arreldes[60] y espantable a la vista, que hubo que traer en dos tableros con envoltura de nieve, y cuando la cortaron en trozos, hubo para que comieran hasta saciarse nada menos que cien convidados.

Contiguo a la Huerta de Juan Fernández había fuentes públicas y un lavadero muy frecuentado, que hacía competencia a los ya entonces célebres del Manzanares, de la Pradera del Corregidor y de la Fuente de la Teja. El maestro Tirso de Molina da una idea del lavadero en la siguiente relación de su comedia La Huerta de Juan Fernández:

 

MANSILLA. Bendito sea el Regidor

                 Que entre floridos matices

                 Condujo jaburatrices

                 Para, que se lave amor.

                 No me hiciera a mí poeta

                 El Dios rubio, todo cara,

                 Panegíricos[61] cantara

                 A la invención arquitecta

                 De Juan Fernández, que aquí,

                 Refugio de mantellinas[62],

                 Labró pilas cristalinas.

                ¡Vive Dios! que cuando vi

                Gorronas[63] en letanía[64].

                Pilones[65] en procesión,

Sudando espuma el jabón

Entre sucia trapería,

Que a fuer[66] de disciplinantes

Con los golpazos que daban

La pobre ropa llagaban

Y a ti entre tus semejantes

Cerniendo jabonaduras,

Y amasando camisones

Que dije: Si aquí te pones.

Amor, no andarás a oscuras:

Que dando ojos por despojos,

Aquí por lavar aprisa

La más flamante camisa

Sale rota: «un Argos de ojos.

Ea, destapa la boca,

Brilladora lavatriz;

No se atreva a la nariz

La descomedida toca:

Mira que me estás torciendo

El alma como pañal.

 

TOMASA. No lo sabe decir mal

                   El lacayazo…

 

Del lavadero gentil, donde las poéticas lavatríces del siglo XVII colaban[67] las manchas de la ropa fina cortesana, no queda rastro. De las fuentes, puede imaginarse, sin esfuerzo, que el viaje de la Cibeles, del Neptuno, de Apolo, de la Alcachofa y demás repartidas por el Prado, es el mismo que alimentó los grifos y pilones de la Huerta, cuando las limeras, ramilleteras y otras mujeres perjudiciales (así las define un bando) fueron expulsadas del Prado viejo, que era entonces desde la esquina de la casa del Duque de

Medinaceli hasta la Puerta de Recoletos, rasando por la vera de la Huerta de Juan Fernández.

El Duque de Sesto, siendo alcalde-corregidor de Madrid, acometió y llevó a cabo, con mucho gusto y acierto, la reforma de lo que hoy llamamos Paseo de Recoletos, y entonces era un arrabal de Madrid. Removiendo el polvo sagrado de la huerta del Regidor, el Duque, tan atildado y galante, pudo, en memoria de las bellas tapadas, de los apuestos caballeros, de los padres y maridos celosos, de las criadas zaínas[68], de los escuderos espadachines y de las antiguas dueñas[69] con sus rosarios de cuentas frisonas[70] más volteados que canjilones de noria, pudo, decimos, desenterrar el idilio anacreóntico perdido entre matorrales que fueron un día el Decamerón madrileño, y perpetuarlo en un obelisco[71], sobre tierra cernida con chapines[72] de cendrillón[73], los más bonitos que inventaron pintores, con un rótulo que dijese en letras de bronce :

«Aquí estuvo la Huerta de Juan Fernández, de poética memoria. Aquí lucieron sus galas y hermosura las mujeres más célebres de las cortes de los Felipes. Aquí se batieron en duelo leal, a la española, con espadas de farol o verduguillos[74] los hidalgos[75] de nuestra raza de héroes. Aquí el amor tejió coronas de azahar al himeneo[76], y fomentó aventuras galantes con fines honestos. Transeúntes, rezad por el alma de tantos seres queridos como son los que han pensado y soñado en este erial, cuando fue Retiro y mansión de delicias.

El melancólico recuerdo que nos inspira la Huerta de Juan Fernández exigía, a la verdad, un homenaje de ternura póstuma, por lo menos una manifestación cariñosa de parte de aquellos reformadores urbanos que al encontrar un puchero viejo, palpitan de entusiasmo, y cuando pisan tierra regada con lágrimas y sonrisas, abonada por el amor y bendecida por el genio de la pasión que guía a la humanidad, no sólo no se conmueven, sino que todavía hacen chistes de gusto dudoso para burlarse de los escrúpulos caballerescos de nuestros antepasados.

Y aquí hago punto, diciendo con Fray Gabriel Téllez:

 

Alto, reparen desgracias

Bodas y premios de amor,

Mientras nuestra corte alaba

La Huerta de Juan Fernández,

Y suple el Senado falta.

 

RICARDO SEPÚLVEDA

 

[1] Hombre que en funciones de iglesia y otras solemnidades tocaba algún instrumento de viento.

[2] Escrito anónimo, de carácter satírico y contenido político, que se fija en sitio público.

[3] Matador de toros.

[4] Espectáculos que tienen lugar a las doce de la mañana.

[5] Andar, pasear con chapines (chanclos de corcho, forrados de cordobán, muy usados en algún tiempo por las mujeres).

[6]  Armida es un personaje creado por Torquato Tasso en su obra Jerusalén liberada.  En este poema épico Armida es una hechicera sarracena a la que envían a detener a los cruzados cristianos y a asesinar al soldado Rinaldo. Armida se enamora del soldado y crea un jardín encantado donde lo retiene. Dos de sus camaradas cruzados lo encuentran y sostienen un escudo sobre su rostro, de manera que pueda ver su imagen y recordar quién es. Rinaldo apenas puede resistirse a los ruegos de Armida, pero sus camaradas insisten en que debe volver a sus deberes cristianos. Rinaldo finalmente convence a Armida a convertirse al cristianismo.

[7] Alcalde o concejal.

[8] Composición poética breve en que, con precisión y agudeza, se expresa un motivo por lo común festivo o satírico.

[9] Pasatiempo consistente en adivinar una palabra a partir de alguna pista sobre su significado y sobre el de otras que se forman con sílabas de la palabra buscada.

[10] Enunciado de sentido artificiosamente encubierto para que sea difícil de entender o interpretar.

[11] Gasón (del francés gazon): césped (hierba menuda).

[12] Tener un enojo pasajero. Especialmente referido a los novios.

[13] Entretanto.

[14] Objeto devoto formado por dos pedazos pequeños de tela unidos con dos cintas largas para echarlo al cuello.

[15] Especie de tela de seda muy ligera.

[16] Pelo de la sien, que cae a la mejilla y allí se corta o se forma en trenzas.

[17] Falda corta.

[18] Guarnición de encaje con que se adornan los vestidos, la ropa blanca y otras cosas.

[19] Especie de acolchado que se hace cosiendo unas telas gordas sobre otras o poniéndolas dobladas.

[20] Saya que usaban las mujeres sobre la ropa para salir a la calle, y que actualmente se utiliza como complemento de algunos trajes regionales.

[21] Pitada (expresión de desaprobación).

[22] Primer ministro (ministro que nombraba el rey).

[23] Trance u ocasión crítica.

[24] Venta en pública subasta de bienes muebles, generalmente usados.

[25] Moneda de oro que se usó en España hasta fines del siglo XVI, de valor variable.

[26] Falda (prenda de vestir).

[27] Perla de forma irregular y, comúnmente, pequeña.

[28] Joyel pequeño que usaron las mujeres colgado de las tocas.

[29] Manos libres (facultad amplia que se da o se tiene).

[30] Dar ferias, agasajar, regalar.

[31] Acartonada.

[32] Por la autoridad.

[33] Traje que los príncipes, señores y algunas otras personas o entidades dan a sus criados; por lo común, uniforme y con distintivos.

[34] Piezas sueltas que se usan con el vestido y que son aditamentos o adornos, pero no partes principales de él.

[35] Refacción de dulces, pastas y a veces fiambres, con que se obsequia a un huésped o se celebra algún suceso.

[36] Tienda ambulante donde se venden cosas de comer.

[37] Vendedor de agualoja (aloja, bebida de agua, miel y especias) u otros refrescos.

[38] Vaso de cuello. Parte diminutivo de frasco, como un vaso o recipiente hecho de vidrio con la boca abierta que se emplea por lo general para llevar y contener vino y cualquier bebida alcohólica.

[39] Avellanas

[40] Los torraos son garbanzos tostados al horno con cemento. Se suelen servir como aperitivo en muchas festividades y romerías madrileñas.? La denominación torrao hace referencia a garbanzo asado ya desde el siglo XVI.

[41] Hombre afeminado, que presume de guapo.

[42] Niño de familia noble que entraba en palacio a servir a la reina o a sus hijos.

[43] Hacer a otra persona señas guiñando el ojo, para que le entienda sin que otros lo noten.

[44] Hombre disipado, juerguista e irresponsable.

[45] Halagar a alguien, especialmente a una mujer, con piropos o palabras que destaquen sus atractivos.

[46] Bebida compuesta de leche de almendras y agua de canela

[47] Vino de Mosela.

[48] Aspecto del líquido que se solidifica en grumos.

[49] Bandeja para diversos usos, a veces con una o varias encajaduras donde se colocan copas, tazas u otros recipientes.

[50] Aleación de plomo, estaño y algún otro metal.

[51] Soldado del cuerpo especial de infantería que da guardia de honor a los reyes de España y cuya arma distintiva es la alabarda.

[52] Prostituta, persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero.

[53] Las que campan (se mueve o actúan con total libertad).

[54] Ropa exterior que usaban las mujeres a modo de basquiña abierta por delante.

[55] Se llama guadamecil o guadamecí o guadamací al cuero pintado o labrado artísticamente.

[56] Prostituta.

[57] Mujer galanteada o pretendida por un hombre.

[58] Engreimiento, pompa o vanidad.

[59] Atrevimiento, altanería, presuntuosidad.

[60] Peso de cuatro libras.

[61] Elogio enfático de algo o de alguien.

[62] Mantilla de la cabeza.

[63]  Que tiene por hábito comer, vivir, regalarse o divertirse a costa ajena.

[64] Lista, retahíla, enumeración seguida de muchos nombres, locuciones o frases.

[65] Receptáculo de piedra que se construye en las fuentes para que, cayendo el agua en él, sirva de abrevadero, de lavadero o para otros usos.

[66] A ley de, en razón de, en virtud de, a manera de.

[67] Blanquear la ropa lavada, metiéndola en lejía caliente.

[68] Traidor, falso, poco seguro en el trato.

[69] Señora o mujer principal casada.

[70] Dicho de una cosa: Que es grande y corpulenta dentro de su género.

[71] Pilar muy alto, de cuatro caras iguales un poco convergentes y terminado por una punta piramidal muy achatada, que sirve de adorno en lugares públicos.

[72] Chanclo de corcho, forrado de cordobán, muy usado en algún tiempo por las mujeres.

[73] Cenicienta.

[74] Arma blanca, como, por ejemplo, una navaja o un puñal.

[75] Persona que por linaje pertenecía al estamento inferior de la nobleza.

[76] Boda o casamiento.