DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las familias segunda serie, 1864, Año XXII, pp. 2-9.

Acontecimientos
Justicias del rey
Personajes
Pedro I de Castilla, Iván Ramírez, Gracián, rufianes.
Enlaces

LOCALIZACIÓN

CALLE DEL LEÓN

Valoración Media: / 5

EL BODEGÓN DE LA CADENA
(TRADICIÓN MADRILEÑA)
 
Pedro de Castilla, a quien
Llama el sabio Justiciero
Y el ignorante Cruel.
(CALDERÓN. Las tres justicias en una)
 
I.
Una noche oscura y tormentosa de principios del año de 1361, dormían descuidados los vecinos de la villa de Aguilar de la Frontera, cuando el ruido inesperado de añafiles[1] y atambores[2] acompañado del grito de guerra de los sarracenos[3], guallad (por Dios), vino a turbar su dulce sueño castigando su excesiva confianza en la buena fe musulmana. A pesar de las solemnes treguas y amistad jurada, el emir[4] de Granada Abu-Said, a quien nuestros historiadores llaman el Bermejo, aprovechando la coyuntura de hallarse en guerra con Aragón el monarca castellano, rompió por tierras del reino de Córdoba y cogiendo desapercibidas las poblaciones, por do[5] quiera paseaba sus banderas a guisa[6] de triunfador, cautivando las personas y entregando al pillaje las haciendas, sin que hubiese poder organizado capaz de contrarrestar el suyo. Los escuadrones[7] moriscos[8] fueron los únicos mensajeros que dieron noticia de su invasión a los infelices habitantes del pueblo de que vamos tratando, el ruido de sus puertas derrumbadas, la primera noticia de su acometida, y el incendio de sus habitaciones fue la luz que alumbró su entendimiento para conocer su desdicha.
Aposentado el enemigo de rebato[9] en las principales calles y plazas, dueño de la cava[10] y rastrillo[11], únicamente encontraba resistencia en tal cual edificio, cuyos dueños, más animosos o menos conformes en someterse al cautiverio, luchaban en vano contra su mala estrella.
En este número se contó un caballero de escasa fortuna, natural de Madrid, aunque oriundo de Andalucía, recién venido a la villa con objeto de recoger el último suspiro de un hermano suyo, ya entrado en años, y la cuantiosa herencia del difunto otorgada en testamento público a favor de su hijo, niño de poca edad, que trajo consigo el forastero como postrer[12] consuelo y a solicitud del tío, de quien era querido en extremo. Apenas Iván Ramírez, que así se llamaba el madrileño, conoció por los alaridos y tumulto que los infieles eran dueños del pueblo, arrojase de la cama, y desabrigado de ropa, corrió a despertar al pequeño infante que en un aposento inmediato reposaba, y mal vistiéndole apresurado le cogió en sus brazos y corrió a ganar la puerta de la calle, donde ya a su llegada un arráez[13] seguido de gran número de agarenos[14] daba desaforados golpes a fin de franquear la entrada, esperando, visto el buen aparato de la casa, encontrar en ella abundante cebo a su codicia.
Hallando interceptada la salida, volvió pies atrás Ramírez con su preciosa carga en busca de un postigo[15] que daba al campo, pues el edificio era de los últimos de la población, y encontrándola paso a un cercano deudo[16], a quien daba mesa y hospedaje desde la muerte de su hermano, corriendo desalentado sin saber dónde, aumentando la confusión que reinaba en toda la casa, trabole[17] de un brazo, y procurando calmar su turbación, le dijo:
—Cobra aliento, Gracián, la salida del campo está libre si te apresuras a tomarla. Monta en el caballo, que está descansado y es corredor, y huye con mi hijo camino de Écija, que yo me quedo a defender el paso el tiempo suficiente para que te pongas a salvo.
Una siniestra alegría brilló en el semblante del fementido[18] pariente al escuchar tal propuesta.
—Sí, yo le salvaré, dijo, os lo aseguro por mi vida. Es una prenda muy preciosa para que me la deje arrebatar fácilmente.
El movimiento infernal que animó su rostro, pasó desapercibido para Iván preocupado por los acontecimientos del momento. Le entregó el tierno niño, y embrazando[19] una adarga[20] que allí cerca colgada estaba, corrió armado lo mejor que pudo a colocarse en un tránsito que conducía a lo interior de las habitaciones. Desde allí, apoyado en el alféizar[21] de una ventana, al mismo tiempo que oía saltar la puerta hecha pedazos, vio a Gracián a través de la oscuridad salir por los campos a toda rienda sosteniendo a su hijo contra el pecho.
A esta sazón[22] los mahometanos, forzada ya la entrada e iluminados por teas[23] encendidas, que así servían para alumbrar sus pasos como para propagar el incendio, esparciéndose por todas partes llegaron al sitio donde Iván, con resuelto continente[24], se proponía detenerles en su hasta entonces desembarazado camino.
Más extrañeza que cólera les causó la presencia de aquel hombre desesperado que tan temerariamente se les oponía, y no queriendo sostener una lucha arriesgada, aunque no dudosa, con tan determinado adversario, por una presa que ya contaban por suya, trataron de ofenderle de lejos sin exponerse al alcance de su acero, arrojándole cuanto pudiesen haber a la mano.
El espacio era estrecho, los enemigos muchos, así es que el desventurado Iván, blanco seguro de sus tiros, peleando al descubierto, ofendido sin tener medios de defensa, no tardó en caer trastornado de un astillazo lanzado con certero tino que vino a herirle en la frente. Entradas a saco[25] las habitaciones, fue recogido aún privado de sentido y trasladado a la plaza pública, donde recobró el conocimiento y vio la luz del nuevo día en unión de otros muchos compañeros de infortunio, que aprisionados por los infieles, fueron sacados de la villa al ser abandonada por estos y vendidos a los mercaderes judíos, que esperanzados de abundante lucro, seguían la marcha del ejército expedicionario. Conducido al puerto de Málaga pasó a poder de unos tratantes de Fez a cuyo punto fue conducido, y donde le dejaremos en cautiverio hasta sazón más oportuna.
 
II.
Descansadas holgaban[26] las huestes[27] agarenas en los feraces[28] campos de Córdoba y Sevilla, tan provistas de abundantes vituallas[29] como ajenas de pensar que clase alguna de enemigos pudiese irles a la mano[30] en las cuantiosas exacciones[31] de dinero, ropas y alhajas, impuestas por ellos a los pueblos de las ricas comarcas que ocupaban, cuando vino a turbar su dichosa bienandanza la nueva de que el rey don Pedro I, ajustadas paces con el de Aragón, a costa de renunciar a todas sus conquistas, y cuando amenazaba a Zaragoza, caminaba a toda prisa la vuelta de sus Estados al frente de las aguerridas[32] mesnadas[33] castellanas e irresistible caballería de las Órdenes militares, acompañadas de multitud de carros cargados de aprestos[34] y máquinas de guerra.
Atendido el carácter violento del monarca cristiano y el gran poder de que disponía, no se le ocultó al emir granadino que era llegado el caso de pagar con usura los desmanes cometidos por él en tierras de Andalucía, si no se apresuraba a recoger sus fuerzas y emprender la retirada, evitando choque alguno decisivo con su justamente irritado adversario, cuya cólera nunca se hubiera atrevido a provocar a no verle empeñado en guerra con el reino aragonés. Por otra parte, el legítimo rey de Granada Mohammed V, destronado traidoramente por Abu-Said y obligado a salir fugitivo de su capital disfrazado con ropas y atavíos mujeriles, gracias a la industria de una linda esclava, a quien tenía entregado su corazón, había conseguido llegar vivo a Guadix, donde fue aclamado como soberano. Allí supo la desastrosa muerte dada por el usurpador a dos hermanos suyos, cuyas cabezas fueron cortadas por los feroces soldados y asidas por los cabellos arrastradas a través de las calles, dejando sus cuerpos insepultos sin que nadie fuese osado a recogerlos.
Siempre fiel aliado del monarca de Castilla, le mandó mensajeros recordándole su buena amistad e instándole en nombre de la justicia a que le ayudase a recuperar su reino, prometiéndole por lo que a él tocaba, rendirle homenaje ayudándole con todo su poder en cuantos empeños acometiese. Reunidos en Ronda ambos monarcas, invadieron los Estados que reconocían la autoridad del rey Bermejo, y rechazados delante de Antequera, a la que sitiaron inútilmente, llevaron la tala y devastación por los términos de Archidona y Loja hasta acampar en la vega de Granada.
No acobardó al arrogante Abu-Said verse amenazado de tan deshecha tormenta, antes bien decidido a conjurarla o morir en la demanda, ajustada alianza con los aragoneses, salió en la llanura al encuentro de sus enemigos donde se empeñó un encarnizado combate, que si bien de pocas consecuencias, era el preludio de otros más terribles. Pero afligido el buen Mohammed de los estragos que los cristianos causaban en las tierras de sus vasallos de otro tiempo, suplicó a don Pedro desistiese de dirigir en persona aquella empresa, pues más quería vivir siempre en humilde condición, que subir al trono causando a sus pueblos tales daños. Puestos de acuerdo en este punto, retirose don Pedro a Sevilla y Mohammed a Ronda, perdiendo así mucha parte de su actividad la guerra que con varia fortuna sostenían en la frontera de Granada los caudillos cristianos.
No tardó en encontrar su recompensa el noble y humano proceder del honrado Mohammed. La populosa e importante ciudad de Málaga le proclamó por su emir, y los más decididos parciales del usurpador, desamparaban su causa, acogiéndose sin recelo a la reconocida clemencia del legítimo soberano.
Viéndose abandonado de la fortuna y sin derecho en que apoyar su causa, en mal hora le ocurrió al atrevido Abu-Said la idea de acogerse al favor y amparo del rey castellano. Para esto, recogiendo sus más preciadas joyas, sus más ricas armaduras, sus caballos y alhajas de más valor, con no pequeña cantidad de monedas de oro y plata, fuese a Sevilla acompañado de cincuenta de los principales magnates de su corte, y postrado ante don Pedro, hizo solemne protesta de arrepentimiento por haber quebrantado la amistad jurada entre ambos reinos y prometiendo observar no interrumpida tregua y vasallaje[35], siempre que el rey de Castilla tuviese a bien admitirle a su gracia, y concluyendo por rendirle parias[36] de lo más precioso que consigo traía. Admitíoslas este con buen semblante, y sin darle contestación definitiva, mandó tratar decorosamente a él y su séquito en tanto que determinaba lo más conveniente.
No se hizo esperar su resolución, que a fe que el hijo de Alfonso XI el Vengador, no pecaba de irresoluto[37]. Aquella misma noche fueron convidados Abu-Said y los de su comitiva a un espléndido banquete en casa del maestre de Santiago, antes de terminar el cual entró en la sala el repostero mayor Martin Gómez de Córdoba con una compañía de gente armada que aprisionaron al rey granadino y sus cortesanos conduciéndoles desde allí a las Atarazanas. A los dos días el rey Bermejo montado en un jumento, cubierto de un sayo colorado, expuesto a las afrentas[38] del populacho y rodeado de treinta y seis de sus parciales era conducido al campo de Tablada. En él estaban preparados otros tantos pilares de madera cuantos eran los caballeros moros que fueron amarrados en compañía de su señor alentándose mutuamente a sufrir la muerte con valor, repitiendo estas palabras del Corán: Dios disponga, resumen del fatalismo mahometano.
Un gran tumulto y vocerío difundido entre la multitud que llenaba todo el campo, anunció algún acontecimiento imprevisto: era el rey don Pedro que a toda rienda corría hacia los sentenciados, seguido de sus guardias y ballesteros[39].
Sin aflojar el paso llegó al frente del desgraciado aunque perverso Abu-Said y atravesándole el pecho de una lanzada, le dijo:
Toma esto, por cuanto me hiciste hacer mala pleitesía[40] con el rey de Aragón en perder el castillo de Ariza.
—¡Oh Pedro!, contestó el herido musulmán, ¡qué torpe triunfo alcanzas hoy de mí!¡qué ruin cabalgada hiciste contra quien de ti se fiaba!
Apenas pronunció estas palabras le remataron los ballesteros, sufriendo igual suerte los demás sarracenos, cuyas cabezas fueron cortadas y puestas unas sobre otras para que fuesen vistas desde la ciudad. Lamentable acontecimiento que quisiéramos borrar de nuestra historia, pues en verdad es horrible espectáculo ver a un monarca tomar venganza personalmente de su enemigo por criminal que este sea, si bien, puede servir de alguna disculpa al rey castellano, la consideración de que no hay hombre de tan elevado espíritu que consiga hacerse superior a la influencia de las ideas y costumbres dominantes en su época, y aquella era tan ruda, que entre sus antecesores como en las crónicas contemporáneas de los países extranjeros, podía citar don Pedro repetidos ejemplos de soberanos que por causas mucho más livianas se abandonaron a un proceder igual al suyo.
Corrió la noticia de la desastrosa muerte del usurpador llegando a Málaga regocijo en estreno a Mohammed, que aún reprobando el hecho en sí mismo, se dispuso a aprovechar sus consecuencias apresurando su partida a Granada donde entró sin oposición acompañado de la nobleza más encumbrada del reino. No bien repuesto en el trono mandó embajadores a su amigo el de Castilla, dándole gracias por su ayuda y renovando la antigua alianza entre ambos establecida, y como prueba de su deseo de conservarla, mandó poner en libertad a todos los cautivos cristianos de su pertenencia y satisfacer del erario público el rescate de los que existiesen en poder de otros dueños, incluso los que hubiesen sido vendidos fuera de sus dominios por efecto de la injusta agresión de Abu-Said. Entre estos últimos se contaba el desgraciado Iván Ramírez, a quien nos ha hecho abandonar por algún tiempo la necesidad de referir los sucesos anteriores, gracias a cuyo desenlace pudo saludar las playas españolas al cabo de un año de dura esclavitud en África.
Pero dejemos para el cuadro siguiente tratar con suficiente espacio y detenimiento de la persona de este buen caballero.
 
III.
Caminaba Iván Ramírez con paso vacilante agobiados sus hombros con el peso de la cadena que le había aprisionado en las mazmorras de Fez, pues a ello le obligaba solemne voto hecho a Nuestra Señora de la Almudena de no abandonarla sino ante su altar, si le conducía con bien al seno de su familia en su querida villa nativa. Marchaba descalzo apoyado en el bordón[41] de peregrino, recogiendo la limosna que le proporcionaba la caridad cristiana en las poblaciones que atravesaba, y en verdad que obró con acierto al fiarse en ella, porque en todo el curso de su romería no le faltó el preciso alimento ni un techo hospitalario donde reposar sus fatigados miembros. El sol meridional caía a plomo sobre su cabeza enervando su cuerpo, los extensos arenales hacían penosa su jornada, el furioso vendaval azotaba su rostro; mas al ver aquel hombre de barba crecida y descompuesta, de semblante grave y resignado, cruzado su pecho por la enseña del cristianismo, paciente en sus trabajos y guiado solo por su fe y confianza en la bondad divina, todos, aun en tierra de moros, se apresuraban a hacer más llevadero su infortunio. Cuando el temporal arreciaba, el abrigo se mostraba lejano y los pies del caminante brotaban sangre heridos por los abrojos y asperezas del terreno, alguno solía decirle movido a compasión:
—Amigo, si vais lejos muy ardua tarea habéis emprendido según estáis de maltratado. Quedaos en la ciudad inmediata y pedid al señor obispo os dispense vuestro voto.
—Hermano, replicaba Ramírez, pertenecemos a una comunidad cuyo jefe esta coronado de espinas ¿qué podemos esperar nosotros sino trabajos y desventuras? Aguardo, con el favor de Dios, llevar a feliz término mi promesa.
Entonces el pasajero se apresuraba a socorrerle según sus medios, y descubriendo ante él humildemente su cabeza, cual si fuese a demandarle una gracia, le decía:
—Perdonad, hermano, y rogad por mí.
—Dios nos perdone a todos, contestaba el peregrino.
De este modo llegó a la villa de Aguilar, donde esperaba encontrar a su hijo, confiado en la terrible noche de la invasión musulmana a su pariente Gracián. Mas su esperanza salió fallida: nadie había vuelto a saber de ellos. Solo averiguó que su esposa, poco tiempo después del fatal suceso, envió un mensajero encargado de informarse de la suerte de entrambos, el cual, no pudiendo adquirir en aquel pueblo noticia alguna, salió a recorrer los inmediatos con objeto de dar cumplimiento a la comisión de que estaba encargado. Afligido Ramírez al saber estos pormenores, diose prisa a poner en orden su pingüe hacienda y continuar la devota peregrinación en los mismos términos que la había emprendido, confiando que quizás al llegar a Madrid hallaría en él a su hijo, si acaso las activas diligencias de su esposa, empleadas en averiguar el paradero del niño no habían sido estériles.
Grandes contratiempos pusieron a prueba la constancia del rescatado antes de saludar las torres de la entonces humilde villa; mas al fin su planta llegó a hollar[42] la puente toledana, no la magnífica y grande que hoy oprime las mansas aguas del Manzanares, sino la antigua construida con mal unidas tablas en el mismo paraje, poco más o menos, que la actual.
Al verse en aquel sitio parecieron renacer sus fuerzas próximas a extinguirse. ¡Qué paisaje tan encantador se presentó a la vista de Ramírez! A sus pies el claro rio, más abundante que en nuestros días, según acreditados autores; a la derecha frondosos viñedos y extensos olivares dirigían al santuario y hospedería de Nuestra Señora de Atocha; a la izquierda sobre enriscadas alturas se alzaba un espeso bosque de álamos y encinas tras el cual se ocultaba la humilde casa fundada por el Santo patriarca de Asís; a la izquierda dominando toda la comarca el antiguo alcázar morisco, mansión en la actualidad de don Pedro de Castilla, que hacía ejecutar en él grandes obras de reedificación; a su lado el devoto y venerado templo de la Almudena, término de las fatigas de Iván, y después de todo, poco distante, en el arrabal de San Martin hacia la puerta de Santo Domingo, se pintaba en su acalorada mente el hogar doméstico, donde rico y feliz esperaba encontrar puerto seguro en la borrasca deshecha que hacía tiempo corría.
A no encontrarse absorto en tan agradables ilusiones hubiera también llamado su atención un hombrecillo vestido de negro, de ruin y mezquina catadura[43], sentado a la entrada del puente, y a quien ya había hallado otras dos veces en su camino, que apenas divisó al romero, con paso diligente desapareció entre los matorrales que guarnecían la ribera. Sin parar atención en tal incidente, pues no iba su espíritu para fijarse en pequeñeces, se dirigió camino de la Vega a trepar la elevadísima cuesta que conducía a la puerta del mismo nombre. Sobre ella existía desde tiempo inmemorial, y aún se conserva hoy en un ángulo de la muralla, una hermosa imagen de Nuestra Señora a la cual era costumbre se encomendasen los viajeros que entraban o salían en la villa por aquella parte, práctica que aún hemos visto observada por algunos montañeses de Asturias y León.
No quiso Ramírez pasar de largo omitiendo tan piadosa ceremonia; así que llegado al frente del reverenciado simulacro[44], puesto de rodillas y después de besar humildemente la tierra, con voz acompasada y monótona entonó el siguiente romance, perteneciente al número de aquellos con que los romeros solían excitar la piedad de los fieles en los campos y aldeas de su tránsito:
Dios te salve, Virgen pura,
Esperanza del mortal,
Consuelo del afligido,
Salud en la enfermedad.
Oye la humilde plegaria
Con que ensalza tu bondad
Un miserable cautivo
De su patria en el umbral.
Opreso por largo tiempo
En las tierras del Islam
El invocarte, María,
Era mi único solaz.
A ti clamaba, señora,
Cuando sin aliento ya
El peso de la cadena
No podía soportar.
Y allá en lejano horizonte
Me figuré vislumbrar
Tu dulce nombre en el cielo,
Brillante estrella del mar.
Cobré entonces nuevo brío,
Y con firme voluntad
Un día tras otro día
Luché con la adversidad,
Puesta siempre mi esperanza
En tu amparo celestial,
Madre de misericordia
De la triste humanidad.
Heme por fin rescatado
De hinojos ante tu altar.
¡Oh Virgen clemente! ¡oh, pía!
Líbrame de todo mal.
 
Apenas había acabado su reverente canción cuando una saeta[45] disparada por traidora mano desde unos hojosos chopos que inmediatos estaban, vino a clavarse en la espalda del peregrino mostrando en el pecho la ensangrentada punta. Solo un agudo quejido exhaló el infeliz cayendo al suelo bañado en sangre. Inmediatamente salió de entre la arboleda el hombrecillo negro que hemos visto desaparecer en el puente y llegose al herido seguido de otros tres rufianes[46] con ánimo al parecer de registrarle; mas un lejano ruido de caballos que progresivamente se iba acercando les hizo desistir de su intento, volviendo a ocultarse a toda prisa en las espesuras inmediatas.
Y no engañó su malicia a los forajidos, pues al poco tiempo dejose ver sobre el camino una lucida cabalgata[47] con arreos[48] y en traje de caza, a cuyo frente marchaba nada menos que el rey don Pedro I, que regresaba a su palacio de vuelta de correr un venado en los cercanos montes de Sumusaguas[49].
Caminaba la ilustre cuadrilla por la falda de la cuesta sin apercibirse de la reciente catástrofe, cuando uno de los lebreles[50] que iban sueltos a la inmediación del monarca, sin duda atraído por el olor de la sangre, puso la nariz al viento y a toda carrera subió a la cumbre donde se detuvo aullando lastimosamente al lado del cuerpo de Iván, sacudiendo con insistencia la cadena que este llevaba en sus hombros.
Tan singulares demostraciones llamaron la atención del soberano, que dirigiéndose a uno de los escuderos más cercanos:
Id, ordenó, y ved que ha encontrado ese perro que tanto ruido mueve.
En el acto fue obedecido y de vuelta el jinete:
—Señor, dijo, es el cadáver de un peregrino que yace en tierra atravesado de una saeta.
Al escuchar su alteza estas palabras revolvió con despecho el caballo y corrió a examinar por sí mismo, seguido de los suyos, el lugar del suceso, por si era posible hallar algún indicio para descubrir el agresor o prestar socorro a la infortunada víctima. El aspecto de aquel hombre, al parecer sin vida hizo hervir en las venas su ardiente sangre, y como buscando un objeto en quien descargar la cólera que revelaban sus expresivos ojos, prorrumpió en las siguientes palabras encarado con su acompañamiento:
—¿Qué os parece, caballeros, del modo con que en mi buena villa de Madrid se recibe a los caminantes? Por el señor San Pedro, mi patrón, que el rubor enciende las mejillas al considerar que tales bellaquerías[51] se cometen a las puertas mismas del real alcázar.
Señor, se atrevió a decir don Fernando de Castro, uno de los ricos-hombres[52] más favorecidos por el monarca, inmediatamente se practicarán las convenientes averiguaciones…
—Nadie averigüe nada, interrumpió el rey, que yo me encargo de ello, así evitaré el trabajo que tendría luego en examinar el proceder de los encargados de administrar recta justicia. Ea, don Pedro López de Ayala, vos que sois tan entendido en todo, descabalgad y ved si el estado de ese infeliz permite darle algún auxilio.
Obedeció López de Ayala y después de reconocer minuciosamente al exánime[53] Ramírez:
—Aún vive, señor, dijo, la saeta introducida en la herida ha impedido acabe de perder la sangre que aún le resta.
—Pues conducidle al alcázar y en él se le asista con interés. Que se adelante un escudero y aperciba a mi cirujano Jusef, para que todo se halle prevenido a su llegada.
De vuelta en palacio se puso don Pedro a despachar los asuntos del día como si nada nuevo hubiera acontecido, y resueltos los más   urgentes, pasó a visitar las obras de reedificación que ya hemos dicho había emprendido, ocupando así el tiempo hasta la hora de sentarse a la mesa. Solo después de alzados los manteles y dado agua la barba y manos llamó a su médico para informarse de la salud del herido.
—Señor, le contestó el hebreo, no es su situación tan desesperada como al principio juzgué. Espero ceda la inflamación a beneficio de los calmantes que le he administrado, para extraerle la saeta; si esta operación no se malogra habrá muchas esperanzas de salvarle.
—Necesito, sobre todo, que se halle pronto en estado de contestar al interrogatorio que trato de hacerle.
—Esta noche, antes de que al enfermo le ataque la fiebre que indudablemente debe sobrevenir, podrá vuestra alteza satisfacer su deseo.
Pocos momentos después de este diálogo salía don Pedro por uno de los portillos[54] del alcázar acompañado del famoso Juan Diente, capitán de sus ballesteros, y de otros dos individuos de la misma compañía. Embozados los cuatro en sendas capas se dirigieron al cubo[55] de la Almudena, a cuyo pie se cometió aquella mañana el atentado contra el peregrino. Difundida la nueva entre la gente de los barrios inmediatos, se formaban corrillos y conjeturas acerca de la ocurrencia y no había un transeúnte que no se detuviese a contemplar la tierra tinta en sangre, ni que dejase de hacer disparatados comentarios que empezaban a cansar al disfrazado monarca, cuando vio venir al fúnebre hombrecillo negro, a quien ya hemos columbrado[56] en dos ocasiones distintas. Fijó en él su penetrante mirada, bien resuelto a vigilar todas sus acciones, y no debió ser vana tal observación, pues apenas el ruin personaje se hubo alejado algún tanto de la concurrencia, dirigiose el rey a Juan Diente y le dijo:
—No bien aquel hombre pequeñuelo que baja en dirección de la puerta, llegue a sitio solitario para evitar tumulto, haz que le prendan y pongan a buen recaudo hasta que yo providencie se le sujete a cuestión de tormento.
—¿A aquel tan ruinejo y enteco[57], señor?
—Sí, él ha sido el único que ha pasado de largo por delante del cubo mirando de reojo con afectada indiferencia, y a más de esto, somos conocidos antiguos y sé que en él estarán muy bien empleadas unas cuantas vueltas de cuerda.
Los dos ballesteros fueron a cumplir su cometido, y don Pedro, acompañado del capitán, entró en el alcázar por la misma puerta secreta que había salido, dirigiéndose al aposento donde yacía el doliente Ramírez cuando supo se hallaba despejado, merced a un cordial[58] propinado por Jusef, y en disposición de contestar a sus preguntas.
Como desde luego se propuso no molestar al enfermo sino lo puramente necesario, mucho más estando este prevenido de su visita, suprimió todo exordio[59] y entró desde luego en materia, diciéndole:
—Honrado peregrino, ¿sospecháis quién sea el autor de vuestro mal?
—Señor, por más que fatigo mi entendimiento no encuentro nadie a quien poder atribuir la causa de tanto daño.
—Pues decidme quién sois, de dónde venís, adónde vais, y veremos si yo puedo ilustrar vuestra inteligencia.
Entonces Iván hizo una relación minuciosa de los principales acontecimientos de su vida, antes de acabar la cual le interrumpió don Pedro preguntándole:
Si su tío no hubiese nombrado heredero a vuestro hijo ¿a quién correspondía la hacienda, como deudo más cercano?
—Indudablemente a Gracián, también sobrino e hijo de hermano.
—¿El mismo a quien en la noche del incendio y saqueo de Aguilar confiasteis el niño, y de quien no habéis vuelto a tener noticia?
—El mismo, señor.
—¡Por Santa Gadea bendita, exclamó don Pedro dando una fuerte patada en el suelo, que ya hemos descubierto al criminal!, ningún otro puede estar interesado en haceros desaparecer. Solo falta haberle a la mano[60]. ¿Y vuestra mujer expedíais que pueda tener alguna inteligencia con ese malsín[61]?
—¡Ah señor! Uno de los mayores tormentos que me agobian es pensar el sentimiento que ha de oprimir su corazón al saber mis desventuras.
—Ya trataremos de poner en claro si esta buena dueña podrá haber tenido parte en ella, a pesar de vuestra confianza. Por ahora reposad, y Dios os guarde.
 
IV.
A la salida del arrabal llamado de Madrid por la puerta de Vallecas, sita donde se formó después la plazuela del Matute, se alzaba en la época de nuestra verídica historia, un bodegón[62] u hostería, punto de cita de la gente desalmada que había poblado de cruces los vericuetos, trochas y desfiladeros que componían el territorio de la parte Este y Sur de la población. Los extensos viñedos, espesos olivares y silvestres matorrales dilatados por la comarca, eran muy a propósito para encubrir toda clase de desafueros[63], así es que en balde[64] el rey don Alfonso XI trató de contenerlos dando nuevo rumbo a la gobernación de la villa, pues los malos hechos seguían en período ascendente, gracias a las revueltas y poca seguridad de los tiempos.
En las primeras horas de una noche del año 1363, lluviosa y fría por extremo, se hallaban reunidos en la cuadra[65] principal del bodegón que dejamos citado, cuatro alegres bebedores alrededor de una mesa sobre la que se alzaba cierta enorme escudilla[66] reservada por el hostelero solamente para tales parroquianos a causa de sus buenas condiciones. Estos por su parte procuraban agradecer la distinción que de ellos hacia embaulando[67] el sabroso gigote[68] en ella contenido con un apetito envidiable, espoleado por el estimulante vinillo de Fuencarral que de un panzudo jarro trasegaban al cubilete de estaño, el cual revertiéndose de puro lleno, circulaba de mano en mano con rotación más incesante que arcaduz de noria[69].
El aspecto ordinario de tres de los compañeros no merece fijar nuestra atención, solo haremos advertir que el uno de ellos carecía de las dos orejas, castigo sin duda impuesto en pena de sus fechorías por algún alcalde poco sufrido. Mas en el cuarto se notaban rasgos tan característicos que no podemos dispensarnos de dar a nuestros lectores una ligera descripción de su persona. Era como de veinte y ocho años de edad, blanco, de larga cabellera rubia, ojos azules y expresivos, cuerpo gentil, aunque no de mucha talla, y dotado de cierto aire de majestad que subyugaba sin resistencia al que con él se relacionaba. Parecía ser uno de aquellos soldados aventureros siempre prontos a servir al que mejor les pagaba o a dedicarse al merodeo[70] por su cuenta cuando no encontraban bandera fija. Iba defendido con un capacete[71] de hierro sin visera, peto[72] y espaldar[73], y al cinto llevaba una larga espada de gavilanes y daga de regulares dimensiones; por último, calzas[74] enteras de ante y zapatos de cordobán[75] completaban su atavío[76]. En aquella sazón dirigía la palabra, en la que se notaba algún ceceo, al Desorejado, el más expansivo de los comensales, preguntándole:
—¿Con que dices que el don Gracián, a quien esperáis esta noche, es aquel vestiglo[77], cara de baqueta[78], que hemos visto aquí en otras ocasiones sentado en un rincón oscuro y siempre huyendo de la buena compañía?
—Ese, ese es, contestó su interlocutor riendo a grandes carcajadas como si hubiese oído la ocurrencia más graciosa del mundo, una especie de clérigo que estudiaba con los canónigos de Sevilla, y aun creo que recibió las primeras órdenes sagradas, el mismo que robó al muchacho y le ocultó en un pueblo de Sierra-Morena. A ese esperamos y a Chupatinta, que fue…
—Cuidado con lo que dices, le interrumpió otro de los malandrines[79], malhaya el hombre a quien unos cuantos tragos le ponen en disposición de ser más hablador que una vieja de las ballucas (1). En mi conciencia que hubieras ganado mucho si al cortarte las orejas el verdugo de Ávila hubiera hecho con tu lengua la misma operación.
(1) Así se llamaban las tabernillas de los alrededores de Madrid donde se reunía la canalla y gente ociosa. (nota del autor)
—¡Voto al infierno!, gritó el Desorejado dando un fuerte puñetazo en la mesa y montado en cólera al oír recordar su falta, que tan dispuesto me hallo a franquear mi pecho a un honrado escudero como a abrir el vientre a cualquier follón[80] que me ofenda con sus palabras. Soldado he sido, y cuando encuentro un buen camarada no quiero andar en misterios con él; si buenas doblas[81] nos da el
señor Gracián, buen servicio le hemos prestado, con que cepos quedos[82] y punto en boca[83], antes que todo lo eche a doce[84], aunque no se venda, y no digo más.
—Señores hidalgos, dijo el soldado mediando en la contienda, no se altere la paz por tan poca cosa. Mis preguntas solo tenían por objeto conocer las personas con quienes he de tratar en adelante, si hemos de ser leales compañeros, por lo demás guardad vuestros secretos, si os conviene, que harto tiene un hombre que hacer con sus propios negocios sin mezclarse en los ajenos.
—¡Bien dicho, valiente amigo!, contestó el Desorejado poniéndole familiarmente la mano en el hombro. Quiero satisfacer tu curiosidad solo por ver si hay algún bellaco que trate de impedirlo. Pues como iba diciendo, Chupatinta es un bicho pequeñuelo a quien también has encontrado aquí algunas veces.
—Ya recuerdo, repuso el joven llenando el cubilete, que describió su giro acostumbrado; siempre que le veía vestido con su ropilla y capa negra se me representaba un escarabajo de campo.
—¡Vítor[85] al soldado!, exclamó el bandido atronando el aposento con su risa estúpida. ¡Oh, ni de cabra, y qué astucia y gracejo tiene! ¡Cómo cuadra la comparanza[86] con la figura del secretario! Por su antigua profesión e ir siempre de negro le hemos aplicado el apodo que lleva. Porque has de saber que en su juventud fue notario en la cancillería, pero habiendo reclamado las Cortes de Valladolid en 1351 contra los escribanos[87] que no fuesen pertenecientes para el oficio, y siendo él más aficionado a tirar los dados que a encorvarse sobre los cartapacios[88], buscó fortuna en compañía de los hombres que padecen persecución por la justicia, sin que hasta ahora haya tenido motivo de arrepentirse ni tachar a la profesión de poco productiva. Verdad es que no hay otro tan cortado para combinar un golpe de mano[89]. Él fue quien vino en observación del peregrino desde Andalucía, avisándonos su llegada a las inmediaciones de Madrid; en fin, es el alma y consejero de Gracián.
— ¿Y la esposa de Ramírez supongo estará de acuerdo con vuestro jefe?, preguntó el escudero.
—Todo lo contrario, apenas se convenció de que eran inútiles sus diligencias para averiguar el paradero de su esposo e hijo, se retiró a una de las celdas fuera de clausura del convento de Santo Domingo el Real, donde firme como una roca resiste las instancias de su sobrino, que en vano trata de persuadirla que el muchacho y su padre murieron en Aguilar, a fin de que le dé palabra y mano, para de este modo posesionarse de los bienes de que el niño es heredero.
Aquí llegaban de su coloquio cuando abriéndose la puerta de la cuadra asomó la cabeza un pilluelo desarrapado y gritó con voz aguda:
—¿Está el señor Chupatinta?
No, pero tiene que venir, contestó uno de los bandidos.
—¿Qué le querías?
—Traigo una carta para él del señor Gracián, añadió el chicuelo.
—Pues déjala, que aquí se la daremos, repuso el Desorejado.
Y tomando el pergamino enrrollado, sujeto con seda y sellado, comenzó a darle vueltas entre sus manos con aire despreciativo.
—Siempre he tenido horror, continuó, a estos pedazos de piel cubiertos de patas de mosca, que quizá llevan consigo la perdición de un cristiano sin que este pueda evitarla por no acertar a comprender su mudo y traidor lenguaje. Dos años remaría yo en poder de infieles por saber lo que dice esta maldita carta.
—¿Y qué te importa, replicó otro de los bandoleros que aún no había tomado la palabra, lo que el señor  puede escribir a su confidente?
—¡Por los cuernos del diablo!, pues qué, ¿ese mal engendro es más digno que nosotros de saber las intenciones del señor Gracián? ¿Si los oidores[90] de la casa y corte de su alteza toman conocimiento del negocio en que estamos empeñados, nos darán por ventura alguna ayuda de costa[91] y ellos dos solos pagarán por todos?
—Si no hubiera más inconveniente que la dificultad de descifrar esa carta, pronto verías tus deseos cumplidos, repuso el joven soldado, porque has de saber que yo aprendí a leer, y aún algo de escribir, en el monasterio de monjes benitos inmediato a mi pueblo, y estoy dispuesto a complacerte, pero abrir un pliego sellado puede ser lance serio.
—¡Hablarás para mañana!, exclamó el bandido rompiendo el sello de cera, en mi vida pequé de escrupuloso. Atiza ese candil, muchacho, que este valiente escudero va a hacernos saber el contenido de este mensaje que en la mano tengo.
Toda la compañía aplaudió esta determinación, y colocando el pergamino extendido delante del mancebo, puestos de codos sobre la mesa, con la cabeza apoyada entre las manos, la vista fija en el lector, se dispusieron los tres malandrines a oír la misiva con una atención tan recogida cual si fuesen a presenciar una evocación mágica. Tal era el asombro que causaba en aquellos tiempos ver a un hombre adornado de conocimientos tan peregrinos. El joven recorrió ligeramente la epístola y se enteró de su contenido que era el siguiente:
»Ha sido una desgracia que no hayáis recogido del cuerpo de Ramírez alguna prenda que me pudiera servir de comprobante de su fallecimiento para con su esposa. Como estoy dispuesto a terminar este asunto, voy a visitarla al anochecer, única hora a propósito para verla después de terminados los rezos de la tarde; la enteraré del mal suceso de su marido y de que su hijo existe en mi poder, amenazándola con la muerte de este si no accede a mi proyecto de matrimonio.
Aunque sea tarde yo acudiré al bodegón a repartir la paga ofrecida y acordar lo conveniente.»
No había fecha ni firma por un exceso de precaución.
Después de leída la carta para sí el soldado la leyó a los salteadores letra por letra, pues no tenía interés en hacer lo contrario, y levantándose de seguida y cubriéndose con el embozo les dio las buenas noches pretextando un quehacer urgente dentro de la villa para aquellas horas, mientras ellos quedaban esperando a Gracián y su secretario, y saliendo de la hostería entrose en Madrid por la inmediata puerta de Vallecas, ya cerrada a la sazón por lo avanzado de la hora, pero que le fue abierta por el guarda del concejo, merced a la contraseña de que iba provisto.
Apenas se vio lejos de la compañía de los salteadores, apresuró el paso en dirección al camino o calle del Sol (hoy Carrera de San Gerónimo) y dejando a la derecha la entrada de aquel nombre, sita donde ahora la embocadura de la calle de Preciados, fue a enderezar su rumbo por el Arenal de San Ginés; pero sin duda por no atravesar los fangosos lodazales de aquel sitio y las barrancadas y cerros de los Caños del Peral, que se extendían más adelante, cambió de ruta siguiendo hacia el Postigo de San Martin y monasterio del mismo nombre, continuando hasta la puerta de Santo Domingo, que se abría al Norte y como al frente de la futura calle Ancha de San Bernardo. Desde allí se encaminaba en derechura hacia la huerta de la Priora (en la actualidad Plaza de Oriente), cuando al cruzar con rapidez por delante del pórtico lateral del convento fundado por el ilustre patriarca de la familia de Guzmán, un embozado que salía violentamente vino a tropezar con él con tan fuerte impulso que solo a costa de algunos traspieses pudo conseguir no venir a tierra. Amostazado[92] el escudero, sin detenerse apenas a enderezar el capacete trastornado en su cabeza con el choque, se dirigió airado al desconocido con el fin de pedirle cuenta de tal desmán, y su cólera subió de punto cuando al reflejo del moribundo farolillo que alumbraba un retablo de Nuestra Señora de la Soledad colocado a la puerta del templo, reconoció al fementido Gracián que salía de aquella santa casa no muy bien humorado a consecuencia de la repulsa dada a sus pretensiones por la esposa de Ramírez, dispuesta a arrostrar[93] todas las consecuencias de su negativa.
—Parad mientes[94] como vais, le dijo el soldado en tono descompuesto, pues no es razón que un hombre bueno se vea obligado a tropezar con tan villana persona, y será fácil si no ponéis coto a semejante torpeza, vengan a concluir en un punto vuestra vida y malas artes.
Nunca fue tampoco la mansedumbre virtud dominante del traidor pariente, así que oyéndose apostrofar en términos tan agrios, se fue hacia su contrario el brazo levantado con intento de azotarle el rostro. Pero el mozo, que no era lerdo, dio dos pasos atrás y revolviendo la capa en el siniestro brazo, salió a encontrar al atrevido, espada en mano, con tan resuelto ademán que anduvo este apurado para ponerse en defensa, conociendo mal su grado, lo serio del lance en que se había metido.
No duró mucho la contienda, pues a las dos idas cayó Gracián mortalmente herido exclamando al dar su último aliento:
—¡Oh buen Jesús, perdonadme, Señor! (2)
(2) Hace algunos años se leían estas palabras grabadas en piedra en un ángulo entrante que formaba la fachada occidental del convento. Posteriormente se construyó una casa pequeña en este sitio, y dos losas donde estaban esculpidas se trasladaron a la portería del monasterio y al portal del nuevo edificio. En la actualidad ni aun este recuerdo existe. (nota del autor)
—Dios tenga misericordia de ti, pronunció su contrario descubriendo la cabeza, yo te prometo fundar un aniversario por el descanso eterno de tu alma.
Y envainando su acero y acomodándose la capa sobre los hombros, fuese a entrar por una pequeña puerta del alcázar que le fue abierta apenas se dio a conocer.
Todas las armas se bajaban a su paso; todos los servidores de palacio, nobles o plebeyos, se humillaban en su presencia. Por estas demostraciones conocerá el lector, si no lo ha sospechado antes, que el soldado a quien hemos visto razonando amigablemente con personas de tan mala condición, era don Pedro de Castilla.
El capitán de ballesteros acudió a recibir las órdenes del rey.
—Inmediatamente, le mandó, acompañado de veinte hombres de armas ve a la hostería de la puerta de Vallecas, y allí reducirás a prisión a tres bandidos que esperan a Gracián, el pariente de Ramírez. Mañana a la misma hora en que se verificó el crimen contra este, serán ahorcados frente al cubo de la Almudena en compañía del malandrín vestido de negro que fue preso ayer tarde. De paso recogerás el cadáver de un hombre que yace tendido frente a la iglesia de Santo Domingo, y dispondrás se le dé sepultura.
La voluntad del monarca se ejecutó puntualmente.
Al otro día la muchedumbre, aún no bien enterada del delito, presenció el escarmiento. 
Desde entonces el bodegón donde asistía don Pedro encubierto llevado de su inclinación a consultar por sí mismo la opinión pública, disfrutó el privilegio de autorizar el dintel de su puerta con una cadena, distintivo de haber entrado por ella un soberano, por cuya razón se le empezó a denominar con el nombre de Bodegón de la Cadena. Así continuó hasta que dicho símbolo cayó en desuso a consecuencia de nuestras reformas políticas. En el día existe aún señalado con el número 35 en la calle del León, de la que entró a formar parte cuando las sucesivas ampliaciones de Madrid hicieron derribar la cerca a cuya inmediación estaba.
Ramírez, felizmente curado de su herida, se reunió a su esposa e hijo, descubierto el paraje donde este yacía secuestrado, por las declaraciones de los salteadores. Cuando los auxiliares del bastardo fratricida don Enrique, vinieron a combatir la villa con fuerzas muy superiores, contribuyó Iván en compañía de los varones más ilustres de ella, a la memorable defensa que opuso la población al usurpador, en castigo de la cual fue privada de la mayor parte de su término, y murió en el alcázar por la causa del legítimo soberano.
El joven Ramírez, siempre fiel a las banderas de don Pedro, ya a las órdenes de don Fernando de Castro, ya a las del duque de Lancaster, yerno de aquel príncipe, llegó a ser uno de los magnates de Castilla al subir al trono doña Catalina, nieta del rey justiciero.
 
DIONISIO CHAULIÉ.
 

[1] Trompeta recta morisca de unos 80 cm de longitud, que se usó también en Castilla.
[2] Tambores: instrumento musical.
[3] Árabe, mahometano.
[4] Príncipe o caudillo árabe.
[5] Donde.
[6] Modo, manera o semejanza de algo.
[7] Porción de tropa formada en filas según las reglas de la táctica militar.
[8] Moro (perteneciente al África septentrional).
[9] De improviso, repentinamente.
[10] Foso (excavación que circuye una fortaleza).
[11] Estacada, verja o puerta de hierro que defiende la entrada de una fortaleza o de un establecimiento penal.
[12] Postrero, último.
[13] Caudillo o jefe árabe o morisco.
[14] Musulmán.
[15] Puerta falsa que ordinariamente está colocada en sitio excusado de la casa.
[16] Pariente.
[17] Le sujetó.
[18] Falso o engañoso.
[19] Meter el brazo por la embrazadura de un escudo, de una rodela, de una adarga, etc., para cubrir y defender el cuerpo.
[20] Escudo de cuero, ovalado o de forma de corazón.
[21] Vuelta o derrame que hace la pared en el corte de una puerta o ventana, tanto por la parte de adentro como por la de afuera, dejando al descubierto el grueso del muro.
[22] En este tiempo u ocasión.
[23] Astilla o raja de madera muy impregnada en resina, que, encendida, alumbra como un hacha.
[24] Dicho de una persona: Que posee y practica la virtud de la continencia.
[25] Robar por la fuerza las cosas que se encuentran en un lugar que se ha dominado militarmente.
[26] Se divertían.
[27] Ejército en campaña.
[28] Fértil, copioso de frutos.
[29] Conjunto de cosas necesarias para la comida, especialmente en los ejércitos.
[30] Asirlo, cogerlo, prenderlo.
[31] Cobro injusto y violento.
[32] Ejercitado en la guerra.
[33] Compañía de gente de armas que antiguamente servía bajo el mando del rey o de un ricohombre o caballero principal.
[34] Prevención, disposición, preparación para algo.
[35] Vínculo de dependencia y fidelidad que una persona tenía respecto de otra, contraído mediante ceremonias especiales, como besar la mano el vasallo al que iba a ser su señor.
[36] Tributo que pagaba un príncipe a otro en reconocimiento de superioridad.
[37] Dicho de una persona: Poco decidida o dubitativa.
[38] Requerimiento, intimación.
[39] Hombre que usaba la ballesta (arma portátil que dispara flechas y proyectiles impulsados por la combinación de un muelle en forma de arco y una cuerda) o servía con ella en la guerra.
[40] Rendimiento, muestra reverente de cortesía.
[41] Bastón o palo más alto que la estatura de una persona adulta, con una punta de hierro y en el medio de la cabeza unos botones que lo adornan.
[42] Pisar dejando señal de la pisada.
[43] Gesto o semblante.
[44] Imagen hecha a semejanza de alguien o algo, especialmente sagrada.
[45] Flecha (arma arrojadiza).
[46] Persona sin honor, perversa, despreciable.
[47] Acción de cabalgar, especialmente muchas personas juntas.
[48] Atavío, adorno.
[49] Somosaguas
[50] Perro que se distingue en tener el labio superior y las orejas caídas, el hocico recio, el lomo recto, el cuerpo largo y las piernas retiradas atrás. Se le dio este nombre por ser muy apto para la caza de las liebres.
[51] Acciones malas, pícaras ruines.
[52] Hombre que pertenecía a la primera nobleza de España.
[53] Sin señal de vida o sin vida.
[54] Abertura en una muralla, pared o tapia.
[55] Torreón circular de las murallas o fortalezas antiguas.
[56] Divisado.
[57] Enfermizo, débil, flaco.
[58] Bebida que se da a los enfermos, compuesta de varios ingredientes propios para confortarlos.
[59] Preámbulo de un razonamiento o conversación familiar.
[60] Para denotar que algo es llano y fácil de entender o de conseguir.
[61] Cizañero, soplón.
[62] Taberna: establecimiento público, de carácter popular, donde se sirven y expenden bebidas y, a veces, se sirven comidas.
[63] Acción contraria a las buenas costumbres o a los consejos de la sana razón. También los actos violentos contra la ley.
[64] En vano.
[65] Sala o pieza espaciosa.
[66] Vasija ancha y de forma de una media esfera, que se usa comúnmente para servir en ella la sopa y el caldo.
[67] Engullendo (tragando la comida atropelladamente y sin mascarla).
[68] Guisado de carne picada rehogada en manteca.
[69] Cangilón (vasija de noria).
[70] Vagar por las inmediaciones de algún lugar, en general con malos fines.
[71] Pieza de la armadura antigua que cubría y protegía la cabeza.
[72] Parte de la armadura que cubría y protegía el pecho.
[73] Parte de la coraza que servía para cubrir y proteger la espalda.
[74] Prenda de vestir que, según los tiempos, cubría, ciñéndolos, el muslo y la pierna, o bien, en forma holgada, solo el muslo o la mayor parte de él.
[75] Piel curtida de macho cabrío o de cabra.
[76] Vestido.
[77] Monstruo fantástico horrible.
[78] Persona insolente, descarada.
[79] Dicho de una persona: De mal vivir.
[80] Vano, arrogante, cobarde y de ruin proceder.
[81] Moneda castellana de oro, acuñada en la Edad Media, de ley, peso y valor variables.
[82] Para cortar una conversación que disgusta u ofende.
[83] Para prevenir a alguien que calle, o encargarle que guarde secreto.
[84] Meter a bulla algo para que se confunda y no se hable más de ello.
[85] Viva, aplauso.
[86]Comparación.
[87] Persona que por oficio público está autorizada para dar fe de las escrituras y demás actos que pasan ante él.
[88] Conjunto de papeles contenidos en una carpeta.
[89] Acción violenta e inesperada, como un robo, un asalto, etc.
[90] Ministro togado que en las audiencias del reino oía y sentenciaba las causas y pleitos.
[91] Socorro en dinero para costear en parte algo.
[92] Irritado, enojado.
[93] Hacer cara, resistir, sin dar muestras de cobardía, a las calamidades o peligros.
[94] Preste atención.