DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Fénix (Valencia). 14/2/1847, n.º 72, tomo 3º, pp. 235-237;  21/2/1847, n.º 73, pp. 246-247; 28/2/1847 nº 74, tomo 3º.pp.251-252

Acontecimientos
Batalla de S. Quintín
Personajes
Conde de Magacela, Catalina de Guzmán
Enlaces
Magacela

Plano realizado por Francisco Ponce León, Jesús Tamarit, Pedro Bentabol y Antonio González Samper

LOCALIZACIÓN

MONCADA

Valoración Media: / 5

Amor y virtud (Leyenda)
A D. Vicente Boix, autor de la Historia de Valencia.
 
 ¡Desgraciado! exclamó con el acento
de la desesperación, soy casada.
C. NODIER.
 
Catalina de Guzmán se casó con el conde de Magacella cuando solo contaba con diez y seis años de edad, mientras que este había ya cumplido los cuarenta. El viejo Guzmán, padre de la joven, no ignoraba el influjo que el conde tenía en la corte ni sus  pingües[1] rentas, y veía en este enlace un medio de ascender a sus dos hijos, oficiales del rey, y de recuperar el antiguo esplendor de su familia; pero se olvidó de lo que más presente debía haber tenido, es decir, de que el amor es el alma del matrimonio, y de que su hija  no amaba al conde.
Los recién casados abandonaron la bulliciosa corte de Madrid y se trasladaron a Valencia, cuya tranquilidad y hermoso cielo sedujeron al marido, si bien la esposa sintió dejar los salones en donde había sido tantas veces celebrada su hermosura. Un mes hacia solo que habitaban en ella y ya el conde parecía advertirse del poquísimo o ninguno afecto que le profesaba Catalina, cuando recibió una orden para marchar a Francia a incorporarse con los ejércitos de Felipe II en donde tenía un grado superior. Doloroso le fue el separarse de su linda esposa, pero era preciso obedecer, y partió.
Catalina pareció que respiraba con más desahogo cuando se halló sola, pero una triste melancolía se apoderó de ella. A veces lloraba y no podía explicarse la causa. ¡Pobre muchacha! eran lágrimas que vertía a la memoria de su libertad perdida.
 Un día vio entrar en su casa a un pariente de su marido de quien este le había hablado muchas veces. Era un joven de veinte años, y de hermosa figura.
La sensación que experimentó al verle pareció venir a decirle que aquel hombre debía ser la causa de sus desgracias.
“Muchas veces—ha dicho un escritor contemporáneo—, el corazón nos anuncia con sus latidos lo que debe sucedernos”
Enrique de Mendoza, que tal era el nombre del joven, también por la vez primera en su vida se conmovía ante una mujer.
Durante los cortos momentos que duró aquella primera entrevista hablaron ambos muy poco. Catalina no se atrevía a levantar la vista cual si temiese encontrarse con las miradas del joven que parecían querer penetrar hasta en su mismo corazón. Cuando se separaron, ambos se dirigieron algunas palabras con voz ligeramente afectada.
Al día siguiente Mendoza volvió a visitar a su parienta, y durante un mes continuó yendo todos los días. El amor había brotado impetuoso en su pecho: la sangre hervía en sus venas, y no podía mirar a aquella hermosa mujer sin sentirse devorado por su pasión; pasión funesta que a veces le conduela al delirio. También la condesa conoció que había huido de su corazón la dulce tranquilidad de otros días, y que esta había sido reemplazada por el más ardiente amor.
Con frecuencia se dejaba arrastrar por los sueños de su edad juvenil y creía ver abrirse ante sus ojos fascinados un cielo desconocido para ella, lleno de placeres y de  ilusiones; pero ¡ah! la reflexión semejante a un severo juez venía a detener el vuelo de su imaginación, y a mostrarle la aterradora realidad. Entonces se entristecía como el viajero que ve oscurecerse el cielo y formarse la tempestad, y lloraba una dicha que creía perdida; porque, menester es confesarlo, ella era demasiado virtuosa para faltar al sagrado juramento de fidelidad que había prestado ante Dios.
¡Sin duda que es una horrible fatalidad ver a dos jóvenes que se aman con entusiasmo, que la edad y la naturaleza fomentan aquel amor, y que sin embargo no pueden dar un paso hacia su dicha sin cometer un crimen! ¡Terrible situación!
Tal era, pues, en la que se encontraban Enrique y la condesa: los dos mutuamente se amaban y los dos estaban condenados a sufrir y padecer.
Cierto día recibió aquel una carta cuyo contenido le hizo  estremecer. He aquí lo que su pariente el conde de Magacella le escribía desde Cambray.
«Querido Enrique: Cuando tu padre expiró en mis brazos de resultas de un balazo que recibió en la batalla de Agincourt, le prometí cumplir su última voluntad.
—Morid descansado, bravo Mendoza, le contesté, y al mismo tiempo juré por la cruz de mí espada cumplir los deseos de mi amigo y pariente. Desde entonces que tu suerte me ha ocupado muchas veces. Ayer tuve una larga entrevista con el rey y le hice saber que el valiente Mendoza había dejado un hijo que podía ya manejar la espada que heredó de su padre, su único patrimonio.
El rey se sonrió y mandó a uno de sus secretarios que os extendiese un despacho de capitán de arcabuceros, el cual os remito. Con que ya sois capitán. Empuñad pronto la espada de vuestro valiente padre y venid a hacer ver a los franceses que no se ha extinguido la raza de los Mendozas”.
Junto con aquella carta, y con su despacho de capitán, recibió también orden para partir inmediatamente a Cambray, donde estaba a la sazón el duque de Saboya, bajo cuyas órdenes debía Enrique emprender la próxima campaña contra los ejércitos del sucesor de Francisco I.  
Todas estas nuevas, que en cualquiera otra circunstancia le hubieran vuelto loco de alegría, le causaron entonces un sentimiento agudo y penetrante. Dos meses antes habrían sido su mayor ventura, entonces fueron su más cruel tormento.
La idea de abandonar a la condesa le volvía loco; sin embargo, el honor le aconsejó que debía partir y se decidió a marchar, como un mes antes se había decidido su pariente y protector el conde de Magacella.
La víspera de su partida fue a casa de Catalina, y un criado lo introdujo en un reducido gabinete donde ella se hallaba sola.
Una pequeña lámpara de plata que pendía del techo por medio de una cadena del mismo metal, alumbraba apenas los objetos y contribuía no poco a que la joven apareciese más hermosa, sí bien mas pálida. Sus miradas se encontraron con las de Enrique, y desde que este entró su corazón latía con violencia.
— Catalina, exclamó el joven sentándose a su lado, vengo a deciros que mañana parto para Francia.
—Lo sé, contestó la condesa, mi marido me lo anuncia.
Enrique no habló más. Se hallaba en uno de aquellos momentos en que la multitud de ideas que luchan en nuestra mente la trastornan de tal manera que nos hacen aparecer como un idiota. Un momento después se atrevió a mirar a la condesa y la vio llorar.
— Señora, ¿estáis llorando?... ¡Ah! perdonad si he venido a turbar vuestro dolor.
— Decid, decid más bien a aumentarlo.
— ¡Ah! ¡con que será cierto que vos os compadecéis de mí!
—Enrique, dijo la condesa con una gravedad a la que sus lágrimas hacían traición, habéis venido a despediros, ¿no es verdad?
— Sí sí.... pero ¡ahí!
— Pues, bien, id con Dios, os deseo mucha felicidad, ya que yo, desgraciada, no podré jamás alcanzarla.
— ¡Señora!... ¡Catalina!—murmuró Enrique.
— ¡Olvidadme!
— Pensáis que me sería posible olvidaros aun cuando para conseguirlo pusiera en acción todos los medios! ¡Creéis que pueda un hombre olvidar así el único rayo de felicidad que ha alumbrado su existencia, a la única mujer que se ha amado en este mundo! ¡Ah! señora, vuestra imagen me perseguirá como una sombra por todas partes para recordarme constantemente lo feliz que podría yo haber sido a vuestro lado y lo desgraciado que voy a ser lejos de vos. Sí, mi corazón me lo dice en este momento en que le siento latir atribulado, cual si fuese a sucederle una gran calamidad, ínterin[2] que una voz parece gritarme en mis oídos ¡desgracia! ¡desgracia!
— Enrique, procurad olvidarme. A vos os será fácil conseguirlo. La vista de otras ciudades, de otros hombres, la vida agitada de la campaña y acaso el amor de otras mujeres; todo, todo puede que os haga olvidar lo que ahora   creéis imposible.
— ¡Oh! no lo creáis, señora, mi amor es un delirio, una necesidad de mí existencia, una locura, en fin, contra la que no encuentro otro remedio que la muerte.
— ¡La muerte!
— Perdonadme, soy un insensato en proferir estas palabras,  pero bien sabe Dios que he dicho la verdad, lejos de vos todo me sobra. La guerra era antes mí deseo constante, un destino de capitán mí sueño dorado: todo eso lo tengo ahora, y sin embargo soy muy desgraciado y maldigo mí suerte. ¡Ah! señora, sin vos no hay felicidad para mí en este mundo.
— ¡Dios mío!... ¡Callad, Enrique!
—Voy a separarme de vos acaso para siempre, y es justo que me oigáis por la última vez: Vos, Catalina, me habéis inspirado uno de aquellos amores que abrasan el alma y despedazan el corazón. En vuestro arbitrio está, sin embargo, el remediar tanto mal. Vos podéis contener el fuego que me devora: decid, decid que me amáis. <p. 257>
Esto diciendo, Enrique había caído a los pies de la condesa, y apretaba entre las suyas la mano pálida y trémula de su parienta, la cual volvió repentinamente la cabeza.
— Es preciso, dijo, que nos olvidemos.
 
— ¡Piedad! ¡piedad!
— Nuestro amor es criminal. Separémonos.
— ¡Imposible! ¡imposible!
— El deber lo manda.
—¿Y qué es el deber ahora para mí? ¡Catalina, amémonos!
—¡Soy casada! esta palabra lo dice todo.
— ¡Casada!! murmuró Enrique acentuando lentamente aquellas seis letras que parecían quemarle los labios.
Un silencio significativo reinó algunos instantes. Después  el joven se levantó y se dirigió a la puerta para marcharse.
La condesa le siguió con la vista y cuando iba a salir gritó arrancándose del cuello un crucifijo de oro:
—Tomad, tomad este recuerdo y siempre que os halléis solo llorad sobre él; yo lloraré eternamente, y de este modo, aunque separados el uno del otro, nuestras lágrimas correrán a un mismo tiempo por la misma causa.
Enrique cogió el crucifijo entre sus manos, lo llevó respetuosamente a  sus labios, y luego lo guardó junto a su corazón.
Los amantes se miraron por última vez, y se separaron.
 
El Fénix (Valencia). 14/2/1847, n.º 72, pág3. 71 — tomo.3 —Domingo
 
II
Al día siguiente Enrique de Mendoza se embarcó para Francia después de haber dado un triste a Dios a la risueña Valencia y allí se reunió con el ejército español, orgulloso entonces más que nunca con sus conquistas y sus victorias.
Cuatro años solo bastaron para que nuestro héroe se adquiriera una merecida celebridad entre aquellos viejos soldados a quienes Napoleón ha llamado después maestros de la guerra y que como dice un escritor de aquellos tiempos, tan indiferentes se mostraban vencedores como después de vencidos. Las murallas de las ciudades sitiadas y los campos de batalla fueron otros tantos testigos del arrojo con que el digno descendiente del soldado de Pavía supo portarse; no parecía sino que el capitán Enrique babia jurado morir en todas las acciones; tal era el modo con que se lanzaba en todos los peligros, y en todos los sitios más arriesgados. Su pariente el conde de Magacella, que junto con el duque de Alba avanzaba hasta Roma con cuatro mil españoles para imponer condiciones de paz al anciano pontífice Paulo IV, francés de corazón, y que había provocado el rompimiento de la tregua de Vaucelies, supo un día las hazañas de su protegido y se sonrió, exclamando:
— Si su valor no sufre alteración, yo le aseguro que ha de ser un gran general.
¡Cuán lejos estaba el conde, cuando esto decía, de adivinar la verdadera causa de aquellas hazañas, que él creía hijas de un valor a toda prueba! ¡Cómo se habría asombrado si le hubiese sido dado penetrar en el interior de Enrique y descubrir su amor, su inmenso y desgraciado amor que era lo que le impelía a buscar la muerte en las batallas, creyendo, como otro D. Álvaro, hallar con ella un alivio a su dolor!
 
¡Fatal propensión que tiene todo hombre maltratado por la suerte a ansiar la paz del sepulcro! ¡Pobre Enrique!
Sus compañeros, alegres y risueños siempre como buenos militares, formaban mil fabulosos comentarios sobre la extraña conducta del capitán Enrique de Mendoza, y sobre la habitual tristeza que habían notado en su semblante. Unos decían que la melancolía en él era una necesidad, y otros pretendían que era efecto de algún terrible desprecio que habría recibido de alguna española; sin embargo, ninguno jamás se atrevió a preguntarle la causa que le obligaba a distinguirse de los demás. Todos enmudecían ante aquel semblante ajado y ante aquellos negros ojos sin brillo y sin fuego como los de un anciano. Solo Fernando Ibarra, su más íntimo amigo, se atrevió a decirle un día:
— Mendoza, la amistad sin la confianza es lo mismo que un día sin sol; tú me has llamado tu amigo y no me has confiado tus secretos. Esto no es justo.
— ¡Secretos! no tengo ninguno.
— Es falso. No te obstines en negar una cosa que todos comprendemos, Mendoza; tú tienes encerrado dentro de tu pecho algún grave pesar que mina silenciosamente tu existencia.
— Si, lo has adivinado, Ibarra, soy muy desgraciado, pero no debo confiar el secreto de mi desgracia.
He aquí todo lo que pudo saber Ibarra, cuando éste quiso saber qué causa o qué misterio le obligaba a su amigo a huir de las diversiones y a ser el primero en lanzarse como un león en las filas enemigas, siendo así que en aquellas el enemigo no es tan temible. Tanto abuso debe tener un fin, decía Fernando Ibarra.
 
Este tenía razón: la muerte es un fantasma con el que no se puede jugar impunemente: hoy la casualidad nos libra, mañana nos favorecerá un incidente, pero al otro faltará todo y nadie acudirá en nuestra ayuda y será preciso sucumbir.
 
En la célebre batalla de san Quintín, de glorioso recuerdo para todo el que en sus venas tenga sangre española, el capitán Enrique hizo prodigios de valor, penetró entre los soldados de Montmorency y de la Fare, y se apoderó del duque de Montpensier, el cual viéndose perdido le entregó su espada, al mismo tiempo que Montmorency entregaba la suya al duque de Saboya. Esto le pareció poco aún y segunda vez se introdujo entre los enemigos después de haber asegurado la pierna del ilustre prisionero, pero ¡ah! esta segunda vez el ángel de su guarda le abandonó y el valiente joven fue herido mortalmente por un soldado francés en el momento que iba a apoderarse del mariscal de San Andrés.[3]
Fernando Ibarra su amigo, que le vio caer del caballo, se <pág. 246> lanzó rápido como el pensamiento a socorrerle y atravesó con su espada al soldado que acababa de herir a Enrique.
Este fue trasladado en un palanquín a un pueblecillo vecino, en donde se había instalado el hospital del ejército español.
Allí un pobre labrador abrió su casa y le ofreció un miserable jergón al herido, el cual se sonreía al pensar que muy pronto iba a abandonar este mundo, mientras que otros heridos hubieran dado gustosos una pierna por no salir de él.
Un cirujano que recorría el pueblo haciendo operaciones entró en la casa y se dispuso a reconocer la herida de Enrique para ver si admitía cura.
— Es imposible salvarme, dijo éste, la espada me ha penetrado hasta el corazón.
— No obstante, la reconoceremos, dijo el cirujano.
— Sí, sí, añadió Ibarra, permite que la vea.
— No quiero: mis momentos están contados, me siento morir y tengo que comunicaros, Ibarra, un secreto de importancia. Con que vos, señor cirujano, dejadnos solos y Dios pague vuestros buenos deseos.
El cirujano no replicó y se marchó.
Cuando Enrique se halló solo con su amigo le cogió una mano, y le dijo:
— Amigo mí, voy a morir. Un día te dije que guardaba en mí pecho un secreto, secreto que a nadie he revelado jamás, pero ahora me hallo próximo a la tumba, y me veo en la necesidad de hacerlo porque después he de exigirte un favor.
— ¡Habla! ¡habla! amigo Mendoza, murmuró Ibarra.
— Yo he amado con delirio a una mujer. Yo había nacido para ser feliz en el mundo, y este amor me ha hecho el más desgraciado de los hombres. Es imposible que otro haya sufrido más.
— ¡Ah! comprendo, dijo Ibarra, esa mujer se burló de tu amor.
— No, ella me amó, y sin embargo, ¡cuán infelices hemos sido los dos! Esa mujer es casada.
— ¡Casada!
— Sí, su marido es el conde de Magacella.
— ¡Tu protector! ¡tu pariente!
— El mismo, pero por la fe de caballero te juro que su esposa no le ha sido infiel. ¡Oh! todavía recuerdo la noche en que por última vez la vi. ¡Cuán hermosa estaba! ¡Qué noche aquella. Dios mío! La declaré mi ardiente pasión, mi voz suplicante conmovió su corazón. Cogí su mano entre las mías y temblaba.
 —Amémonos, amémonos, la dije.
—Soy casada, me contestó, rechazándome.
Enrique cesó de hablar, faltáronle las fuerzas y sintió debilitarse por momentos. Un fuego abrasador parecía arder en su cabeza, y las ideas comenzaban a oscurecerse en esa confusión que presagia la muerte.
— ¡Fernando!... exclamó haciendo un penoso esfuerzo, la muerte se me aproxima. ¡Ah! óyeme. Cuando yo haya expirado te embarcarás para España. En la ciudad de Valencia habita la condesa de Magacella, procura allí tener una entrevista con ella sola, lo oyes, con ella sola y entrégala este crucifijo.
Enrique sacó de debajo de la almohada el que Catalina le había dado cuatro años hacía, y ¡lo entregó a su amigo!
— La dirás, Ibarra, que he pasado muchas noches llorando sobre él, y que mi último suspiro y mí último pensamiento ha sido para ella.
Enrique de Mendoza no pudo hablar más. Algunos temblores convulsivos recorrieron su cuerpo. Sus ojos empañados se fueron cerrando lentamente, y la naturaleza y la muerte se disputaron durante media hora su posesión ; y por fin venció ésta y el capitán expiró.
El Fénix (Valencia). 21/2/1847, n.º 73
III
 
Fernando Ibarra fue al día siguiente a pedir permiso a  su jefe para cumplir la última voluntad de su desgraciado amigo, y no necesitó más que nombrar al capitán Mendoza para que aquel se lo concediese.
Aquella misma tarde emprendió su viaje.
Cuando llegó a Valencia preguntó inmediatamente por la condesa, y le dijeron que hacía dos años habitaba en una casa de campo cerca de Moncada. Tomó las señas, y partió a allí.
Durante el camino, Ibarra fue reflexionando en el misterioso amor a su amigo. Él, calavera y entregado a toda clase de placeres, no comprendía que pudiese bajo el cielo haber un amor tan puro y tan santo. Él había creído siempre a todos los hombres iguales, y que todas las mujeres se rendían a la seducción y a los halagos de la dicha; pero el amor de su amigo, su tristeza, su melancolía habitual parecían decirle que se había engañado en su juicio, y que ninguna semejanza había entre la terrible pasión de éste y lo que él se atrevía a llamar sus amores.
Pensando en esto se halló frente a la casa que habitaba la condesa.
A su pesar se detuvo delante de aquella morada que se elevaba triste y sombría en medio de una llanura inmensa sombreada por centenares de olivos. Todo contribuía aquel día á que el asombro de Ibarra fuese mayor. Las ventanas estaban todas cuidadosamente cerradas, ninguna alma viviente andaba por allí, y hasta la puerta principal se veía también cerrada. Un silencio sepulcral reinaba fuera y dentro de la solitaria mansión.
Ibarra suspiró cual sí adivínase el dolor que se encerraba dentro de aquellas viejas paredes, luego se acercó a la puerta, y llamó.
Después de un buen espacio vino a abrirle un viejo criado en cuyo semblante descuajado se traslucía un íntimo sentimiento.
Apenas vio al capitán, se hizo dos pasos atrás sin poder contener un movimiento de asombro.
Hacía mucho tiempo que excepto al médico no había abierto la puerta a nadie, y la presencia del nuevo personaje, que le aparecía, le pasmó.
— No os asustéis, buen hombre, dijo Ibarra, no trato de haceros ningún mal. Deseo solo saber si en efecto es esta la casa donde habita la condesa de Magacella, y si me será permitido comunicarle una noticia que traigo de Francia.
—¿De Francia? preguntó el atónito doméstico.
—Sí, eso mismo, de Francia. Con que id corriendo y decidla que espero sus órdenes.
—Vos, señor capitán, sois sin duda recién llegado a este país: ¿no sabéis que la señora condesa está enferma?
—No lo sabía, aunque a decir verdad, lo he sospechado. 
— Hace ya dos meses que los médicos desconfían de su vida, y es el caso que ninguno conoce su enfermedad. Cada  uno dice la suya, y entre tanto mi pobre señora está de cada día peor.
Una nube de tristeza cubrió el semblante del criado, y una lágrima rodó por sus mejillas.
Fernando pareció conmoverse, y en su interior creyó adivinar la causa de aquella incomprensible enfermedad de que le hablaba el criado.
—Seguidme, señor capitán, dijo éste después subiendo una ancha y cómoda escalera, por la que le siguió Ibarra.
Cuando llegaron a un pequeño salón, cuya ventana entreabierta daba a un jardín, el criado hizo esperar allí al capitán ínterin que él pasaba el recado a su señora.
Dos minutos después vio salir del aposento que al parecer ocupaba la condesa al criado y a una joven pálida y llorosa: le dijeron ambos que entrase pero que evitara el hablar mucho a la enferma. Ibarra calmó a los fieles y acongojados domésticos diciéndoles que su comisión era breve, y que muy luego despacharía. En seguida entró en el aposento de la condesa, la cual se hallaba sentada, o por mejor decir, recostada en un grande y magnífico sillón.
Ibarra, por la vez primera en su vida, se halló parado y enmudecido frente a una mujer.
Jamás él había podido imaginar una hermosura más completa. Las mejillas de la condesa, aunque pálidas, conservaban su frescura juvenil, y en sus ojos brillaba aun un reflejo mágico, recuerdo del fuego que los animara en otro tiempo. Su traje negro, y su cabellera también negra que caía con descuido sobre sus blancas espaldas, y la misma tibia luz que penetraba en aquel recinto al través de una finísima cortina de seda, todo, todo conspiraba a venerar aquella deidad que parecía disponerse a dormir, sonriendo, el sueño de la muerte.
Cuando vio entrar al capitán le miró como reconviniéndole por qué había ido con su presencia a hacerle recordar el mundo y sus mentidos placeres; del mismo modo el moribundo, cuya imaginación está fija en Dios y en la eternidad, siente que uno vaya a distraerle y a arrancarle de su fervoroso arrobamiento.
— ¿Qué queréis? ¿Quién sois vos?... preguntó la condesa con dulce, aunque débil voz.
— Señora, ignoraba que estabais enferma, siento haber venido.
— ¡Sí! estoy mala, pero eso no importa para que me digáis el objeto de vuestra venida.
Ibarra hubiera en aquel momento dado diez años de su vida por hallarse fuera de allí.
— Hablad, añadió la condesa.
— Yo, señora, vengo de Francia donde hemos alcanzado una victoria que oscurece a la de Pavía, pero ¡ah! ¡cuán cara me ha costado!
El capitán se acordó en aquel momento de su desgraciado amigo, y derramó una lágrima a su memoria. La condesa estaba temblando.
— Un amigo, a quien yo quería como a un hermano, fue herido mortalmente en aquella batalla. Antes de morir me confesó un secreto, y me contó sus desgracias. Me dijo que había una mujer a quien amaba con delirio; me habló de este amor tan puro como desgraciado, y después me entregó un crucifijo—
— ¡Ah, desgracia! ¡Ha muerto! gritó Catalina.
— Sí, ha muerto. Ibarra, me dijo apretándome la mano, dila que mi último suspiro y mi último pensamiento han sido para ella; para vos, señora.
— ¡Enrique! pronto te seguiré, dijo la condesa dejando caer hacia atrás su pálida frente, y apretando entre sus manos el crucifijo.
El capitán Ibarra creyó que esta lloraría y se desesperaría al saber la muerte de Enrique, pero se engañó como se había engañado cuando creyó que el amor de aquellos dos jóvenes era parecido al de todos los demás. La funesta nueva que acababa de darle el capitán le hirió en lo más profundo del corazón, y si ella al oírla no cayó desvanecida en tierra fue porque en el estado en que se hallaba de debilidad ni aun fuerzas le quedaban para grandes reacciones, y por consiguiente no necesitaba mayor acontecimiento para sucumbir sino un incidente cualquiera. Un árbol a que solo una débil raíz sujeta a la tierra no necesita para caer que reviente el huracán sino que un niño con su rosada mano rompa aquella raíz.
El capitán Fernando salió de allí apesadumbrado y triste como si acabase de perder una batalla.
Cuando éste se hubo marchado entraron a ver a la condesa y la encontraron más pálida que de ordinario y con los ojos cerrados, esto les hizo creer que dormía, y se marcharon.
Dos horas después vino el médico y le dijeron que la señora condesa estaba durmiendo.
El médico entró en su aposento y al verla se estremeció puso su mano en el pecho, y la apartó exclamando:
— ¡Ha muerto!
Ocho días después el capitán Fernando Ibarra se hizo a la vela para Francia después de haber cumplido fielmente la última voluntad de su amigo; pero aún le quedaba otro que cumplir. Era el encargado de anunciar al conde de Magacella de que su esposa Catalina de Guzmán había muerto.
 
FUENTE
Pardo de la Casta, Joaquín. “Amor y Virtud. Leyenda”.  El Fénix (Valencia). Núm. 7 4 . — Tomo 3.° —Domingo 28 de Febrero de 1847. p.251-252.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Pingüe: abundante
[2] Ínterin: entretanto. Aquí utilizado como, “además”.
[3] El autor pudo consultar, Historia de Felipe II, Rey de España: Valencia, Vicente Boix, 1844.