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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Semanario pintoresco español. 24/09/1848, nº 39, pp.306-309.

Acontecimientos
Retrato mágico
Personajes
Jacobo de Andrade / Blanca de Andrade / Luisa de Figueroa / Catalina de Sarabia
Enlaces
Castillo de Maceda

LOCALIZACIÓN

MACEDA

Valoración Media: / 5

EL SUSPIRO DE UN ANGEL.

CUENTO.

 

Conjunto singular de feudalismo y democracia, existen, entre la honrada gente que puebla él reino antiguo de Galicia, costumbres todavía impregnadas de ese espíritu de patriarcal unión que constituye la dulzura de la familia, al mismo tiempo que reinan allí ideas consoladoras de independencia y propiedad que forman el bienestar de la clase humilde y libre que en otras partes es arrogante y esclava. Los góticos castillos, signo de pasada grandeza, permanecen todavía en pie, y, lo que es más, habitan los caballeros de ilustre alcurnia, ramas del frondoso árbol cuya cima se pierde en la oscuridad de los remotos tiempos, sin que el vandalismo del siglo haya dejado de respetar ni una hora aquellos macizos torreones, aquellas ferradas poternas y los pesados puentes levadizos. Ladran los lebreles en los patios, crecen en las grietas de los murallones vistosas y maléficas enredadoras, cuelgan retratos de adusto semblante en las desiertas cámaras y, en lo más escondido y majestuoso, vive el heredero de un apellido sin mancha, entregado al estudio de la heráldica, gozándose en su aislamiento y llorando los tiempos que ya no volverán, cuando los membrudos brazos de un caballero gallego bastaron para alzar del suelo y separar y arrojar lejos al rey D. Pedro y a su bastardo hermano.

El castillo de Maceda, situado en la cresta de una ondulación de las infinitas que amenizan el fragoso terreno de la provincia de Orense, es uno de esos monumentos vetustos que deben servir de estudio al artista y al filósofo, leyendo aquel el secreto de una muerta civilización en aquellas páginas de piedra, y este midiendo el influjo que tienen las costumbres en la acción individual e íntima, al contemplar el respeto que profesan sus moradores a la tradición santa de que transmiten pura a los venideros la imagen.

Cuando yo era niño, y Dios sabe si aquellos días me parecen ya distantes, vivía allí D. Jacobo de Andrade, varón tan nombrado en la comarca por su benéfico corazón como por su infantil ignorancia. Contaba a la sazón sesenta años de una vida de candor que casi fuera inútil para el mundo si no le hubiese el cielo dado una hermosa hija, Blanca de nombre y purísima de corazón en la edad de diez y seis años a que había llegado ya. El hidalgo había nacido en el castillo y de él no habría salido ciertamente para calentarse a hogar ajeno, si, desde las almenas de su mansión, no hubiera cierto día escuchado el estampido del cañón, y visto el galopar de los corceles y el tremolar de banderas extranjeras a que sus ojos no estaban acostumbrados. Preguntando entonces la causa de tales novedades supo que un guerrero famoso de allende el Pirineo, no escarmentado con la lección de Roncesvalles, había invadido el territorio español con propósito de destronar al sucesor de una serie interminable de monarcas, y, como recordase 1os altos hechos de sus mayores, empuñó el acero, y, al frente de su regimiento provincial, corrió al contrario, sobre quien caía cual león, cada vez que alcanzarlo podía.

Concluida la guerra, voló a su castillo, donde halló de menos a su compañera amada y de más a una hermosa niña, fruto del más puro, del más tierno, del más acendrado amor conyugal. El único trofeo con que volvió a su casa fue una ancha herida mal cicatrizada que le imponía deberes de quietud que no desdecían de su carácter sosegado. En la educación de su dulcísima Blanca y en la disminución de sus males empleó diez y seis años de su vida, hasta que, viendo cual habían conseguido sus afanes infundir pensamientos nobles en aquel corazón formado por mano de ángeles, y recreándose en la contemplación de aquel rostro suave y sonrosado, de aquel pendiente y abundante cabello de ébano, de aquellos ojos azules, había casi olvidado sus libros de caballería, o no leía en ellos más que la parte en que se pinta el culto prodigado por los paladines a las señoras de su pensamiento. Era curioso y santo ver cómo, a la tarde, cuando el sol se ocultaba tras del monte vecino, por entre colgaduras de oro y gualda, sentados bajo la copa de una añosa encina, el anciano narraba y la joven escuchaba alguna portentosa historia de las muchas que, al través del prisma engañador de sus libros fabulosos, había visto aquel en los campos de la gloria. Después, satisfechos uno de otro, bajaban ambos al valle, visitaban a los labradores menesterosos, y, dejando en la choza de cada cual la santa limosna y los consuelos que inspira la caridad cristiana, regresaban dulce y sosegadamente al castillo. Allí, sobre el mantel más blanco que el ampo mismo dela nieve, bailaban servida ya, en sazonado condimento, la cacería de aves y pájaros que los mancebos de la comarca o los criados de D. Jacobo ofrecían con respeto a su señor. Tras de un sentido ¡ay! que Blanca lanzaba, al ver el triste fin de aquellas inocentes aladas víctimas y de una chanza cariñosa de Andrade, llevaban ambos su cansado cuerpo al muelle lecho, cuyo finísimo lino habían hilado y tejido los delicados dedos de la hacendosa muchacha.

Así, pues, deslizábanse los días tan pausada y sosegadamente que apenas si el conjunto de todos parecía otra cosa más que uno solo, y Blanca, a la edad de diez y seis años, hubiera ignorado que iba entrando en la juventud, si la pasmosa facilidad que tenía para aprender cuanto sus maestros le enseñaban, no te hubiese descubierto que la infancia iba huyendo y la reflexión despertándose en su espíritu elevado. Ya empezaba a desear penetrar en el arcano de los sucesos, y, con inconexas preguntas, abrumaba la razón clara pero limitada de su padre. Por fortuna, desde niña, mostró una afición desmedida a la pintura y la suma facilidad con que manejaba los pinceles la alentaba a emplear no pocas horas del día en tan grato y ameno entretenimiento. Mas, como su imaginación no tenía espacio bastante por volar fuera de sí, llevaba su audacia al corazón y allí posaba las alas de su entusiasmo. Nació de esto cierta vaguedad que la alejaba del poco trato que hasta entonces había gozado, y errante por los jardines y huertas que pertenecían al paterno mayorazgo, solía pasar horas indefinidas e incontadas en contar los pétalos de una flor o en desgajar ramas de la simbólica hiedra, para tejer guirnaldas, poéticas en su desnuda sencillez.

Cierto día de un caluroso estío, el sol apenas iluminaba aun con sus tibios rayos la cresta de los montes, cuando Blanca, por disfrutar del ambienta matutino, salió a recorrer el jardín, mezclando el concierto de su voz suave al de los pájaros cantores que, perdidos entre las ramas de los árboles, formaban un concierto deleitoso. Así recorrió una y otra alameda y llegó a las bardas que separaban la huerta de un soto nombrado por su frondosidad y extensión. A bastante lejana distancia escucháronse entonces pasos de caballos que, trotando velozmente, se acercaban más y más al castillo. Blanca, cuyo espíritu no cansado con el bullicio de la sociedad estaba siempre atento, percibió el ruido y se detuvo silenciosa. Poco a poco notose ya más cercano y tanto el trotar, que los corceles hubieron de acortar el paso, cada vez más y más, hasta tanto que, por último, se pararon del todo. Oyose rumor de voces, relinchos de caballos, y, al breve rato, choque de platos y el borbotar de algún líquido.

La retraída gallega era curiosa por ser mujer y por vivir encerrada entre aquellas murallas; doble causa que excitó su deseo de saber quiénes fuesen los cabalgadores que, a hora tan temprana, así cruzaban el soto y se detenían a tomar un refrigerio, cual rara vez lo habría la luz del alba iluminado. Acercando a las tapias con sus delicadas, si bien fuertes, manos, el tronco maltratado de un roble carcomido, pudo subirse y ponerse al nivel de la cerca, y allí, sin asomarse más que lo estrictamente preciso, logró satisfacer del todo su curiosidad. Mas ¿qué vieron sus ojos? Un joven como de quince años, sin barba aún, con ojos penetrantes negros y cabellera luciente, en cuyos labios se pintaba la energía, y cuya femenina mano empuñaba un vaso de vino tostado, estaba sentado sobre el musgo, en tanto que tres, al parecer criados, de formas toscas, suavizadas por el respeto y el trato, permanecían en pie, sirviéndole con atenta fineza y sumisión y procurando leer en su rostro sus más ocultos deseos. El joven desconocido vestía una levita azul abrochada hasta arriba y cubría su hermosa cabeza una gorra igual a las que usan los jóvenes que empiezan a servir en la marina militar. Una resolución llena de dulzura resplandecía en su frente serena y no parecía sino que acababa de apresar con su bote un jabeque berberisco, y que estaba reclamando ante su jefe un sable de honor. Al mismo tiempo, no había en su rostro nada de esa insustancialidad que caracteriza al niño, sino la firmeza de un corazón, al mismo tiempo que tierno, vigoroso y esforzado. Comió con tranquilidad y apetito, no cual era de esperar de aquella hora, sino como quien ha hecho una larga jornada y necesita restaurar las fuerzas abatidas. Después de lo cual, con el mismo aire marcial se apartó algo, dando un paseo por entre los robles, ínterin sus criados comían descansadamente los abundantes restos de su festín. En seguida, montó a caballo de un solo brinco y se lanzó a galope, dando no poco trabajo a sus servidores que debían alcanzarlo.

A todo estuvo atenta Blanca sin ser vista, y cuando la mímica escena terminó, quedose embebida en la contemplación de aquellos lugares, como si allí acabase de suceder uno de esos graves acontecimientos que tienen un influjo directo en la felicidad de algún ser. Más tiempo permaneció allí del que razonablemente era de presumir, y, al retirarse a su cuarto, sus ojos húmedos y decaídos buscaban la tierra, sus dedos palpaban las flores sin sentirlas y su incierto andar anunciaba interno desasosiego. Aquel día, protestando una ligera indisposición que pedía descanso, permaneció retirada y sola, mas no inactiva, antes bien, empezando a pintar un nuevo lienzo, no soltó los pinceles de la mano hasta que la venció el cansancio, o tal vez para tranquilizar a su buen padre que recelaba siempre alguna enfermedad, único mal que tenía por posible. Así se pasaron varios días, durante los cuales la tierna Blanca, sostenida por una interna agitación, trabajaba más de lo que solía, aun cuando se negaba tenazmente a enseñar su cuadro, dando por disculpa que era un producto de su fantasía y que debía adolecer de grandes defectos artísticos.

Mas, pasados aquellos momentos de excitación, una tristeza cada vez más profunda se apoderó del ánimo de la joven, y los bellos colores que teñían su rostro casi infantil fueron poco a poco desapareciendo, empezando las dolencias de cabeza, la falta de apetencia y demás molestias que suelen ser indicio de una enfermedad moral y que turbaban aquella dulce tranquilidad en que hasta entonces había vivido. Nadie podía adivinar la causa de aquel cambio, y D. Jacobo de Andrade se afanaba por hallar un medio de extirpar aquellos síntomas que alarmaban su corazón de padre, para lo cual consultó a todos los módicos de las cercanías y a cuantas curanderas se afanaron en acudir al castillo con sus remedios caseros. Blanca, empero, ni se quejaba, ni conocía siquiera su mal, teniendo por cosa muy sencilla aquella debilidad y casi extenuación que la aquejaba. El aire libre del campo, a que desde su primera infancia estaba acostumbrada, no parecía sino que aumentaba su malestar, y, solo, cuando pasaba horas enteras retirada en su cuarto, recobraban sus mejillas el color y volvían a sus labios los signos radiantes de la vida juvenil. Pero, nunca salía de aquel retiro de que con tanta delicia disfrutaba, sin que se hinchasen sus párpados y se notaran en su rostro las huellas profundas de las lágrimas. Semejante contraste entre las mejillas y los ojos formaba inexplicable fenómeno, que a todos agitaba, menos a la inocente criatura que se admiraba del asombro que iba excitando en cuantos la veían.

Así pasaron varios meses sin que menguasen los síntomas del mal; las interminables noches de invierno llegaron y el inquieto D. Jacobo revolvía en su pensamiento las ideas de su escasa ciencia a fin de aliviar a la hija amada que tan sin aparente causase iba desmejorando y entristeciendo. Ya apurados todos los recursos que le inspiró el consejo, pensó que le convendría quizá, ya que la primavera hacía de nuevo retoñar las flores y que la naturaleza, tras tantos meses de luto, se cubría con su verde y fresco manto, llevar a Blanca a las romerías que en torno de las ermitas vecinas se celebraban, donde los sonidos alegres de la gaita provincial, el olor de las espadañas tendidas y el rumor del festivo baile esparcirían el ánimo de la joven, dando a su corazón sosiego y solaz a su espíritu. Prodigios, en efecto, se cuentan da los milagros que estas funciones campestres y populares han producido siempre en la salud de las jóvenes melancólicas y aquejadas de un mal oculto en el corazón; mas, aquella vez, la vulgar creencia se vio burlada, y siguieron los síntomas de dolencia que tan pálida y macilenta tenían a la joven que un año antes era dechado de robustez y hermosura. Sin placer acudía al sitio del regocijo y sin tenacidad se resistía a ir a él, siéndole igual el punto donde se hallase, a no ser que fuera el retiro de su cuarto a que había conservado singular afición.

Un día, por ser el santo tutelar de la villa de Junquera, celebrábase una concurrida romería en las márgenes poéticas del río Ambía, cuyas claras trasparentes aguas se deslizan suavemente bajo una copa de olorosos arbustos. De las inmediatas poblaciones y quintas acudió no poca gente a la función, quien por orar en la ermita del santo, quien por comer sabrosamente con sus amados la rica y caliente empanada sobre el musgo, quien por bailar al son de la gaita melancólica, quien, en suma, por disfrutar de todos estos placeres a la vez. No quiso Andrade, cuyo amor a su hija crecía con el mal interno de esta, desperdiciar fiesta tan concurrida, en que tal vez Blanca hallase más distracción que en otras análogas ocasiones, y además, conservando pura en el corazón la fe, esperaba que acaso la intercesión de aquel santo alcanzase la salud, que era el único bien que le faltaba para volver a ser tan dichoso como siempre había sido y cual nadie podría serlo más en la vida. Blanca se prestó con su incrédula y melancólica sonrisa a este nuevo experimento, y, al ser de día, para que no se motejase su morosidad, estaba lista con su blanquísimo traje que daba a su palidez cierto aire fantástico y caprichoso lleno de encanto y poesía. Los criados aprestaron abundantes manjares, y seguidos de ellos y de otros cargados de cirios labrados que llevaban para ofrecer en la ermita, se encaminaron a Junquera de Ambía, cuyas saludables aguas son tan nombradas en aquellas comarcas. Cabalgaba Blanca en una linda hacanea que adornaban jamúas de terciopelo carmesí con clavos de plata y una rica gualdrapa en que estaban bordadas las armas de la ilustre familia de Andrade. D. Jacobo, a su lado, montaba un fogoso alazán cuya abundante y suelta crin se mecía en raudo y desigual movimiento.

La concurrencia fue numerosa, y, después de cumplir con los deberes del culto, era de ver el cuadro poético que ofrecía la pradera. El baile por un lado y por otro el olor de suculentos manjares servidos sobre el césped entretenían agradablemente a cuantos allí se hallaban, mezclando uno y otro recreo con la alegre risa y sazonada chanza. El hidalgo de Maceda y su hija empezaron su festín con más sosiego, pero sin tristeza, pues Blanca se hallaba aquel día más animada que de costumbre y como presagiando algún acontecimiento que la sacase de la especie de letargo en que, durante tanto tiempo, había vivido. De repente, al volver a un lado la cabeza, se quedó absorta, enajenada, y lanzó un ¡ay! de sorpresa, imperceptible para todos, menos para su padre que, con tan solícito amor, seguía sus menores movimientos. Habíase quedado suspensa al reparar en una alegre y fresca joven que, cercana a ella, y acompañada de su familia, observaba el baile y trinchaba una ave bien cebada. Después de un momento de contemplación que parecía de arrobamiento, una animación desusada se pintó en su rostro y una sonrisa de amor y confianza retozó por sus labios, ya otra vez rojos de juventud y júbilo. No acertaba D. Jacobo a explicar aquel cambio, y más cuando su hija le preguntó si conocía aquella familia vecina. Conocíala, sí, aunque no a la joven que tanta impresión había causado en el ánimo de Blanca. Su cabeza era una señora mayor, llamada Doña Catalina de Saravia, muy respetada, por su amor a los pobres, por su trato lleno de dulzura y por ser el amparo de cuantos a ella acudían; sin duda, las personas que la rodeaban pertenecían a su familia. Manifestó Blanca deseos de entrar en conversación con aquellas personas, especialmente con la joven que podía ser, con diferencia escasa, de su misma edad, y Andrade, para quien era un motivo de júbilo el tener esta ocasión de satisfacer tan inocente capricho, se apresuró a complacerla.

Al poco rato las dos familias merendaban reunidas y Blanca se hallaba en alegre y festiva conversación con Luisa de Figueroa, que era la joven cuyo rostro no cesaba de contemplar. Supo, en breve, de esta que era sobrina de la señora de Saravia y que, desde el año anterior, vivía con ella en su casa de Allariz. Al cabo de una hora eran las dos doncellas ya íntimas amigas, y, cuando llegó la de separarse, no pudieron verificarlo sin ofrecerse que se verían con frecuencia. Andrade instó mucho a Doña Catalina a que fuera con su sobrina a pasar algunos días al castillo de Maceda, y a tanta fineza y a los ruegos de Luisa y al deseo de conocer aquel nombrado albergue no pudo resistir la complaciente tía; por lo cual quedó concertado que, en la entrante semana se verificaría la visita.

Eternos parecieron a Blanca los días que faltaron; pero, ya no le causaba tedio ni dolor cuanto la cercaba, sino antes bien hablaba del porvenir con cierta esperanza de felicidad que alegraba el corazón del padre. Formaba risueños planes para las próximas romerías, en las cuales siempre tenía una parte muy activa su nueva amiga. D. Jacobo, a quien también habían prendado las gracias de Luisa y que abrigaba cierta secreta esperanza de que la alegría de esta templase la melancolía de Blanca, acogía con júbilo semejantes proyectos y veía en ella un ángel bajado a la tierra para reconciliar con la vida a otro ángel, mas lleno de idealismo.

El plazo fatal terminó y los huéspedes llegaron. El cuarto de Luisa lo había arreglado su amiga cercano al suyo con un cariño de hermana, y, desde la primer hora, ambas fueron a visitar juntas las extensas galerías, tratándose ya con una intimidad extremada. Sin embargo, había una cosa que deseaba Blanca saber y no se atrevía a preguntarla. De mil modos empezó conversaciones de familia hasta que su amiga pudo decirle naturalmente que tenía dos hermanos, el uno mucho mayor que ella, y el otro un año menor. Al escuchar esta revelación, hubiera querido Blanca estar sola para dar rienda suelta a su emoción profundísima; pero, tratando de comprimirla, hizo mil preguntas encaminadas las más a indagar algunas particularidades relativas a aquel hermano tan joven. De su figura nada le dijo Luisa ni parecía bien preguntarlo; pero, de su carácter hizo tantos elogios su hermana que, al decir de ella, no había de tener Galicia marido que más feliz hiciera a su mujer.

—«Tú misma, le dijo un día, podrás juzgar por tus ojos en breve, porque va a venir a haceros una visita, desde el Ferrol.

—«¿Desde el Ferrol?.... Luego es

—Marino.» —«¡Dios mío! Y Blanca pudo respirar apenas de gozo al escuchar esta última palabra.

No tardó mucho en percibirse el eco de los lejanos pasos de un corcel impetuoso que al castillo se encaminaba. Desde las almenas se divisó que en él cabalgaba un joven marino con la gorra que adornaba una ancla de oro. Las dos amigas bajaron presurosas la soberbia escalera del castillo y no es fácil decir cuál de sus corazones latió con más ímpetu… voló el corcel, saltando cuanto estorbo se oponía a su paso, y el joven marino, lanzándose a tierra, estrecho tiernamente a su hermana a quien profesaba un cariño sin límites. En seguida saludó cortésmente a Blanca.

No es posible imaginar el efecto que produjo semejante saludo en la joven. El sonrosado de sus labios desapareció rápidamente, sus mejillas recobraron su pasada palidez y un velo de muerte anubló sus ojos. Hubo de sostenerla su amiga, y aun de llevarla su cuarto a fin de que descansase. A las preguntas que esta le hacía, solo pudo conseguir una exclamación melancólica y angustiosa: “No se parece a ti” y vencida por el dolor, cayó en su lecho, sepultura de sus ilusiones.

En aquella misma noche se apoderó de ella el delirio y una calentura violentísima; Luisa y su padre no se apartaban de su lado. Solo, de vez en cuando, pretextando que apetecía descanso, cerraba las cortinas de la cama y se negaba a toda conversación; mas, entonces se oían sollozos ahogados y se percibía que se incorporaba. En el testero inferior había colgado un cuadro que cubría un delgado velo, el cual jamás había visto nadie. Suponíase que sería alguna imagen de su adoración y hasta su padre respetaba aquel inocente misterio.

La enfermedad aumentaba de día en día, y los médicos empezaban a salir del cuarto de Blanca con aire pensativo y de aflicción. Contestaban distraídos a las preguntas que se les hacían y hablábanse al oído con breves y cortadas palabras. Todo respiraba ya luto y dolor en el castillo de Maceda.

Una noche, a las altas horas, ya, lucía una lámpara suspensa del artesonado, y, al pie del lecho, velaba Luisa sola, ínterin Andrade había ido de nuevo a consultar al médico en quien más confianza tenía. Blanca parecía más tranquila, y, estrechando entre sus manos las de su afectuosa amiga, le rogaba que, después de su muerte, conservase de ella un dulce recuerdo.

—«¡Oh! no, tú no morirás, tu juventud vencerá esa enfermedad, decía Luisa, y cuando hayas recobrado la salud, juntas recorreremos el soto y los jardines, y te contaré entonces, oh! mi amiga, los recuerdos que estos sitios despiertan en mí.

—«¿Antes de ahora has estado en Maceda? Tu voz es tan dulce, oh! Luisa; refiéreme los sucesos todos de tu vida.... tus inocentes amores.... todo.... Ya sé que está prometida tu mano a un gallardo joven.

—«No me uniré a él hasta que estés restablecida. Pronto será, ¡Dios mío! ¿quién me lo había de decir el día aquel en que, al pie mismo de este castillo, hice por el tan gran sacrificio?

—«¡Tú! ¡sacrificio! exclamó Blanca con desusada animación.... «Por Dios habla.»

—«Fue el año pasado. Vivía yo en casa de mi hermano mayor que trabajaba por ahogar en mi pecho una pasión noble que ha de morir conmigo. Mi amado estaba ausente, y, viéndome sola, por sustraerme a una tutela tan odiosa, me vestí de hombre, y, acompañada de tres criados fieles, viajé toda una noche y una mañana después, y me refugié en casa de mi noble tía, que me dio amparo y protege mis amores inocentes.

—«Mas.... hablaste de este castillo.

—«Tras una noche de galopar, rayó el día cuando llegamos a las bardas de tu jardín... Recreándome en contemplar los torreones del castillo, me sirvieron de comer mis criados en el soto al pie de un roble que podré distinguir entre los otros.... Te lo enseñaré Blanca.

—«Y aquel día” preguntó la enferma con voz convulsa, incorporándose en la cama, ¿cubría tu cabeza una gorra de marino? — «La de mi hermano.» Blanca hizo ademan de tender la mano al velo que cubría el cuadro objeto de su adoración, lanzó un suspiro y cayó como herida del rayo.

En aquel momento entró D. Jacobo de Andrade. El y la joven descubrieron el cuadro, y con asombro –p. 309- vieron que representaba la hermosa figura de Luisa vestida de hombre con la fatal gorra en la mano. Ambos se precipitaron a prodigar sus caricias a Blanca… ¡Ya no existía! Solo pudieron abrazar los despojos mortales de un cuerpo en que se había anidado el alma de un ángel.

      FUENTE:    Jacinto de Salas y Quiroga. Semanario pintoresco español. 24/09/1848, nº 39, pp.306-309.

Edición: Mª José Alonso Seoane