DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las Familias. 2ª serie, año XXV, 1867, págs. 41-43 y 50-53.

Acontecimientos
Socorro del necesitado
Personajes
Maruxiña [María de Figueroa] / don Pablo / Luis / doña Saturnina / Homobono / sra. Vicenta / Alfonso de Figueroa / Isabel de Andrade
Enlaces
Mujer Gallega. Fundación J.Díaz

LOCALIZACIÓN

SANTIAGO DE COMPOSTELA

Valoración Media: / 5

LA MARUXIÑA.
LEYENDA ORIGINAL
DE M. F. EL FLACO.
 
I.
En el camino que conduce desde Santiago de Galicia a Padrón, hay una hermosa fuente rodeada de frondosos árboles. Era una tarde del florido mayo cuando ocupaba uno de los asientos un venerable anciano embebido en la lectura: vino a distraerle de su ocupación una joven de diez y ocho a veinte años, la cual, después de aplacar la sed se acercó y con palabras entrecortadas le pidió una limosna. Después de mirarla detenidamente el anciano, la dijo:
—¿Muchacha, no te da vergüenza pedir siendo tan joven? La limosna es para los ancianos y desgraciados que por falta de salud no pueden trabajar.
—Señor, dijo la joven, hasta hoy he trabajado, pero me han despedido de la casa en que estaba; tengo hambre, por eso pido.
—¡Te han despedido! ¿Y por qué? A esta pregunta, la joven fijó los ojos en tierra y nada contestó.
—¿No conoces que son malas horas para que una joven vaya sola por un camino?
Viendo el anciano que la joven guardaba silencio, no quiso preguntar más, y dándola una peseta la despidió.
—Dios se lo premie, señor, dijo la joven con sentido acento.
—Él vaya en tu compañía, contestó el anciano.
 Apenas se había separado la joven, la llamó y la dijo:
—¿Vas a Padrón?
—No, señor.
—¿Pues en dónde piensas pasar la noche?
—No sé…
—¿Qué dirección llevas?
 Viendo que la joven no contestaba, añadió:
 —Sígueme, yo te proporcionare una casa en donde pases la noche y mañana podrás buscar trabajo.
La joven no pudo responder, el sentimiento embargaba su lengua y al fin rompió a llorar.
—Vamos, vamos, dijo el anciano al ver el sentimiento fielmente retratado en el semblante de la joven, no hay que apurarse, hija mía, Dios es la suma bondad y se complace en socorrer a los que imploran su protección.
Y cogiéndola de la mano tomaron el camino del pueblo.
Entraron en una tienda en que vendían vino y comestibles.
—Buenas noches nos dé Dios, dijo el anciano dirigiéndose a la dueña de la casa, aquí traigo esta joven para que la dé vd. de cenar y cama, por esta noche.
—Con muchísimo gusto, contestó la anciana.
La joven permaneció con la cabeza baja sin atreverse a mirar a la persona que, con tan buena voluntad, la había recibido.
—Buenas noches, hasta mañana si Dios quiere, dijo el anciano al retirarse.
—Que vd. descanse, contestó la señora de la casa, y dirigiéndose a la joven, la preguntó:
—¿Cómo se llama vd?
—Maruxiña.
—Pero tendrá vd. otro nombre.
—Si le tengo no lo sé, porque nunca me llamaron de otra manera.
—¿Tiene vd. padres?
—No, señora.
—Ni familia.
—Tampoco.
—De modo que es vd. sola.
—Sí, señora.
—Cómo ha de ser, paciencia, en esta vida a nadie le faltan penas.
—¿Cómo se llama ese buen señor, preguntó la Maruxiña animada por la amabilidad de la anciana.
—Se llama don Pablo, es el cura de este pueblo, no hay necesidad que él no socorra, casi todos los días trae aquí pobres para que pasen la noche y por la mañana paga el gasto que han hecho y les da lo que puede para el camino. El día que Dios le llame, no sé lo que va a ser de los pobres de Padrón.
—Sí lo creo, porque las reflexiones que me ha hecho por el camino me han consolado mucho. Dios se lo pague, que si no hubiera sido por él tal vez a estas horas ocultaría mi desgracia en el fondo del Cesures.
—Vamos, hija mía, no hay que afligirse: dicen que Dios aprieta pero no ahoga. Esté vd. tranquila, que don Pablo hará por vd. todo cuanto pueda, y cogiéndola de la mano la llevó a la mesa, y después de cenar la guio a un cuartito en el que había improvisado una buena cama.
 
II.
A la mañana siguiente fue don Pablo a enterarse del estado en que se encontraba la Maruxiña.
La señora Vicenta, que este era el nombre de la dueña de la casa, le dijo que la pobre joven no se había levantado.
No quiso don Pablo que la molestaran, y dijo que volvería para enterarse del motivo que había dado para que la despidieran sus amos.
Ya iba a marcharse, cuando se presentó la Maruxiña y dio los buenos días a sus bienhechores.
—¿Por qué te has levantado tan pronto? dijo don Pablo con acento cariñoso.
—Porque estoy acostumbrada a madrugar, y sobre todo porque deseo que vd. me diga lo que debo hacer.
—Lo primero, dijo don Pablo, manifestarme el motivo porque te han despedido de la casa en que estabas.
—Hasta ayer, dijo la Maruxiña, he vivido en Santiago en compañía de un matrimonio. El señor era muy bueno, pero su esposa era insufrible, por la más leve falla me llenaba de injurias, me privaba do la comida y hasta me pegaba.
¡Si vd. supiera cuánto he sufrido!
Muchas veces perdía la paciencia y quería marcharme; pero doña Saturnina, que así se llama la señora, lo estorbaba diciendo que me dejaría marchar tan pronto como la pagase lo mucho que habían gastado conmigo desde que me tenían en su casa.
Si hubiera de contar a vd. los malos tratamientos, el hambre, los golpes y todo lo que en aquella casa he sufrido, sería cosa de no acabar.
Así iba pasando el tiempo, cuando una mañana al volver del mercado me siguió un joven, diciéndome que tenía unos ojos muy bonitos y otras tonterías de esas que dicen los estudiantes a las muchachas. Yo seguí mi camino sin hacerle caso.
A la mañana siguiente le volví a encontrar y me sucedió lo mismo: me dijo tantas cosas y con tanta gracia que me sonreí, y animado con esto me acompañó hasta la puerta de mi casa; pero conociendo yo que si doña Saturnina se enteraba me daría una paliza, me determiné a pedirle por favor que no me acompañase.
Así lo hice a la mañana siguiente, y me contestó que lo sentía muchísimo, pero que lo haría por no perjudicarme. Me dijo que solo deseaba mi felicidad, que yo le gustaba mucho y que esperaba que admitiese su cariño. En fin, después de decirme muchas cosas, me pidió por favor que todas las mañanas nos viéramos. Estuvo tan cariñoso, que me pareció mal negarle una cosa tan sencilla.
Desde aquel día nos velamos todas las mañanas: yo empecé a franquearme con él, le contaba todo lo que me sucedía con doña Saturnina, y cuando le decía que me pegaba se ponía furioso.
Todos los días me compraba flores, y yo decía en casa que me las regalaba la aldeana que vendía la verdura.
Insensiblemente me fui acostumbrando a su trato, de tal modo que el día que no le veía estaba muy triste y no hacia otra cosa que acordarme de él.
Una mañana que me entretuve más que lo de costumbre, me dio tantos golpes doña Saturnina que creí que me mataba.
Al día siguiente se lo conté a Luis, que este era su nombre, y me consolé diciéndome que muy pronto acabaría de sufrir, porque ya le faltaba muy poco tiempo para concluir la carrera de albéitar, y que tan pronto como recogiese el titulo nos casaríamos.
Con esta promesa, nuestras relaciones se estrecharon cada vez más, yo le quería con toda mi alma y le di cuantas pruebas de amor me pidió, confiada en que muy pronto seria mi marido.
Las lágrimas interrumpieron la relación de la Maruxiña, hasta que repuesta y con acento conmovido prosiguió diciendo:
—Luis cada día se mostraba más cariñoso, poco faltaba ya para que tomase el título, cuando una mañana se despidió como de costumbre y esta es la hora en que no le he vuelto a ver……
 
III.
—Fue tan grande el sentimiento que este desengaño me causó, que caí enferma con una fiebre que por momentos acababa con la vida.
¡Oh! ¡cuán dichosa hubiera sido dejando de existir!
Una mañana vino el médico, me hizo varias preguntas y yo no sé qué le dijo a doña Saturnina, la cual, tan pronto como nos quedamos solas, agarrándose a mi cuello, me dijo: infame, mala mujer, ¿quién te ha puesto en ese estado? ¿A dónde has ido? ¿con quién te tratas? Tal vez con ladrones y asesinos, que vendrán el día menos pensado y nos dejarán en cueros. Di, respóndeme, habla, que no sé lo que voy a hacer de ti; yo quería hablar pero no podía, porque me apretaba la garganta de manera (pie casi me ahogaba, mi silencio la irritó de tal modo, que me derribó en el suelo, me pisoteó y cogiéndome por el pelo, me llevó arrastrando hasta la puerta y me hubiera echado a rodar por la escalera, si no lo hubiera estorbado la presencia del amo, que confuso, sin saber lo que pasaba procuró tranquilizar a su esposa, la cual cada vez más encolerizada, daba fuertes gritos diciendo:
—¡Déjame, qué voy a matar a esa infame, que deshonra mi casa, no la quiero, no la quiero, que se vaya a la calle.
— Pero mujer, dijo el señor, tranquilízate cuéntame lo que pasa y todo se arreglará.
—No hay arreglo que valga, dijo doña Saturnina, no faltaba más, que dirían de mí, si consintiera semejante escándalo.
—Vamos, vamos, me dijo el amo ayudándome a levantar, entra y sepamos lo que has hecho.
—De ningún modo, dijo doña Saturnina, y si tú la defiendes puedes irte con ella, a mí no me haces falta.
- Basta ya, dijo el amo, no faltaba más, y cogiéndome del brazo íbamos a entrar; pero doña Saturnina agarrándose a su esposo, le empujó hacia dentro, cerró la puerta y me dejó en la escalera.
—Llamé, supliqué, lloré, pero fue en vano, la puerta permaneció cerrada.
No oía más que los gritos que daba doña Saturnina. Largo rato permanecí en la escalera sin saber lo que me pasaba, hasta que desesperada me levanté; sin saber cómo me encontré en el camino de Padrón. Llegue a la fuente, tenía hambre y me acerqué a pedirá vd. una limosna. Esa ha sido mi suerte, sino, tal vez, no viviría. ¡Gracias, Dios mío, gracias, porque me habéis salvado! Y al decir esto, las lágrimas brotaban de sus hermosos ojos.
—Llora, llora, dijo don Pablo, cuando las lágrimas nacen de verdadero arrepentimiento, son agua santa que purifica nuestra conciencia. La pena que ahora sientes, es la consecuencia precisa de haber faltado a tus deberes, porque nunca hay razón ni disculpa para dejar de cumplirlos; todas las faltas van acompañadas del castigo, sino del material, de ese mucho más terrible que se llama remordimiento de la conciencia; los castigos materiales se pueden evitar, pero la conciencia no está tranquila mientras no está satisfecha de haber cumplido exactamente los deberes que la religión y la sociedad nos imponen. Has contado el origen de tu desgracia, pero nada nos has dicho de tus padres ni de como fuiste en compañía de ese matrimonio.
—Desde que tuve uso de razón, dijo la Maruxiña, me he encontrado en compañía de esos señores, muchas veces les he preguntado por mis padres y siempre me han respondido que nada sabían, que me habían encontrado perdida en el campo de Santa Susana, cuando yo apenas tenía dos años, y siempre que doña Saturnina se incomodaba me echaba en cara lo que por mi había hecho y decía: nosotros tenemos la culpa, pues sabido es el refrán que dice: Cría cuervos y te sacarán los ojos.
Con gran atención escuchó don Pablo la relación de la Maruxiña, y la dijo:
—Dentro de pocos días tengo que ir a Santiago para arreglar varios asuntos, me darás las señas de la casa de esos señores y procuraré enterarme de todo. Si me has dicho la verdad tendrás en mí un protector; pero si por disculpar tu falta me has engañado, no esperes de mí protección de ninguna especie.
—Bien, señor, dijo la Maruxiña; solo le suplico que no trate de reconciliarme con doña Saturnina porque es muy falsa, y aun cuando le dé a vd. palabra de que no me pegará, tan pronto como me cogiera no acierto a explicar lo que haría de mí: estoy dispuesta a sufrir con gusto todos los trabajos del mundo antes que volver a su lado.
A los pocos días se despidió don Pablo de la señora Vicenta y tomó el camino de Santiago.
La Maruxiña supo granjearse de tal modo la voluntad de la señora Vicenta, que más parecían hija y madre que personas que se conocían poco más de una semana.
 
IV.
 
Pocos días tardó en volver don Pablo, y así que llegó a Padrón su primera visita fue a casa de la señora Vicenta.
—Veo, le dijo a la Maruxiña, que no solo has dicho verdad en todo lo que nos has contado, sino que estuviste muy moderada al explicarnos el carácter colérico y dominante de doña Saturnina.
Así me gusta; siempre que por necesidad hay que descubrir las faltas del prójimo debe hacerse con moderación, procurando atenuarlas cuando no perjudiquen a tercero, que en este caso se debe decir la verdad sin quitar ni poner. Y volviendo a doña Saturnina, iqué groserías, qué modales, que palabrotas tan impropias de una señora! Renuncio a referir lo que he sufrido; Dios me lo tome en cuenta para desquite de mis culpas. He apurado todos los recursos que la religión y la educación enseñan, nada he podido conseguir; insulto sobre insulto, sarcasmo sobre sarcasmo: he tenido que terminar la entrevista por decoro, no a mí, sino al estado que represento. Su esposo, que creo seria uno que estaba allí, tan pronto como quería tomar parte en la conversación, una mirada de su esposa le hacía enmudecer.
Quisiera recordar todos los incidentes de nuestra entrevista; pero mejor es dejarlo, porque al recordar lo que allí he sufrido se despierta el amor propio y esto no es conveniente. Por lo tanto no hay que apurarse; si tú quieres puedes estar aquí hasta que encontremos una casa de satisfacción en que puedas colocarte…..
—Ya está encontrada, dijo la señora Vicenta interrumpiendo la conversación.
—¿Y qué casa es? preguntó don Pablo.
—La mía; yo soy muy vieja, me hace falta una muchacha que me ayude, y si esta joven quiere quedarse la trataré como a una hija; y si se porta bien, como lo espero, si se toma interés por mi casa y me cuida, no me olvidaré de ella en mi última voluntad. Con que, hija mía, tú verás si te conviene.
—No deseaba otra cosa, dijo la Maruxiña cogiendo las manos de la anciana y llenándolas de besos; el comportamiento que vd. ha tenido conmigo merece que yo me sacrifique por vd.; y en cuanto a intereses no los nombre vd. siquiera. Yo procuraré cumplir con mis obligaciones, haré todo lo posible por dar una prueba de lo agradecida que estoy al caritativo recibimiento que vd. me ha dispensado.
—Vamos a otra cosa, dijo don Pablo. Señora Vicenta, ¿cuánto debo a vd. por el gasto que ha hecho hasta hoy la Maruxiña?
—No hable vd. de eso, señor. Nada, absolutamente nada. Yo soy la que debo dar a vd. las gracias por haberse acordado de traer a mi casa una muchacha tan dócil y cariñosa.
—Ya ves, dijo don Pablo a la Maruxiña, ya ves cómo esta señora te recibe en su casa; ahora quedas en la obligación de corresponder al beneficio que has recibido.
Ya ves como Dios no abandona a sus criaturas; hace pocos días te encontrabas sola en medio de un camino sin tener donde recogerte; hoy tienes casa, alimento, cama y cuanto necesitas: esto se lo debes a Dios y a la bondad de esta señora. Te digo esto, porque mientras seas buena procuraremos hacerte todo el bien que podamos.
Atenta escuchó la Maruxiña los consejos de don Pablo, el cual no tuvo necesidad de retirar su protección, pues cada día se mostraba más amable y servicial con la señora Vicenta. Supo granjearse la confianza de tal modo, que la dejaba sola en el despacho. Ella corría con todo, llevaba la cuenta de lo que se compraba y vendía; en fin, una hija no podría ser mejor que era la Maruxiña para la señora Vicenta.
V.
Pocos meses después la Maruxiña dio a luz un hermoso niño. Nada la faltó en todo el tiempo que duró su indisposición.
Fueron padrinos del recién nacido un hermano de don Pablo y la señora Vicenta.
El niño fue criándose y aquella familia improvisada vivía tranquila y feliz.
 
VI.
Tres años habían pasado cuando una tarde, llegaron a la puerta de la tienda unos soldados, pidieron vino y se sentaron a la entrada de la habitación. Allí tramaron una conversación de esas tan comunes entre la tropa.
Venían bastantes quintos, y con ellos dos sargentos, uno de ellos alegre y decidor empezó a animarlos diciéndoles:
—Vamos, muchachos, no hay que estar tristes, si habéis dejado las novias, teniendo buen estómago y siendo limpios llegareis a coroneles y quizás a generales, y veréis como las mejores mozas se mueren por vosotros, y eso que en cuanto veáis las chicas de la Coruña no os acordareis más de vuestras aldeanas.
—Sí, como que las chicas de la Coruña querrán a los quintos, dijo uno de ellos.
—Pues no los han de querer, replicó el sargento, si yo os contase lo que me pasó en el Ferrol….
—¡Qué lo cuente! ¡Qué lo cuente! Dijeron los quintos a una voz…..
—Si pagáis un jarro de lo caro, dijo el sargento, os refiero esa historia.
Tres o cuatro quintos se precipitaron en la tienda, para sacar vino, con tal de que el sargento contase su aventura.
Sacaron el vino, remojaron la palabra, y el sargento, cumpliendo lo prometido, empezó diciendo:
—Dos años hace que estuve yo en el Ferrol, y para distraerme y olvidar a las chicas que había dejado en la Coruña, me dediqué a buscar una cosa conveniente, es decir, una mujer que me ayudara a vivir.
Una mañana volviendo del mercado, me di el quien vive, a una jamona, que aun cuando ya iba siendo cecina, me llenó el ojo.
Era de esas que tienen el colmillo retorcido, más alta que el tambor mayor de nuestro regimiento y con una cara de vinagre que parecía un hereje.
Me acerqué y empecé a desplegar guerrillas, pero nada, el enemigo sufría el fuego a quema ropa sin contestar; fui ganando terreno hasta que me largó una andanada de metralla. Otro se hubiera dado por vencido, abandonando e campo; pero yo soy valiente, me gustan los asaltos y por eso a la mañana siguiente volví a la carga, estreché el cerco y a los pocos días se rindió la plaza, pero con una sola condición: que me había de casar con ella; yo dije que sí y tomé posesión de la ciudad y de un buen botín que esta conquista me proporcionó.
Tuve maña para hacerla creer que la quería, y ni el coronel estaba mejor que yo. Llovían regalos sobre mí. ¡Qué de camisas, calzoncillos, pañuelos, cigarros, dinero, aquello era una mina! Es verdad que tenía la penitencia de llevarla a paseo, que era un gran sacrificio, pues toda la gente nos miraba, porque ya os digo que era horrible, parecía un hombre, o mejor dicho, un salteador de caminos, y para que conozcáis si digo verdad, os voy a contar el desenlace.
Pero no hay vino y tengo un picor en la garganta, que no me deja hablar.
Llenaron otra vez el jarro, bebieron, fumaron, y el sargento continuó su relación de esta manera:
La cecina me había tomado un cariño tan atroz, que no me dejaba ni a sol ni a sombra, sus ridículos celos me iban cargando: apenas faltaba un día se presentaba en el cuartel a preguntar por mí: y los compañeros me daban unas bromas de padre y muy señor mío.
El cabo primero de mi compañía, que era andaluz, más alegre que unas castañuelas, bromista como él solo, tocador de guitarra, que no había más que pedir, traía revueltas a todas las muchachas del pueblo, me dijo un día: «Sargento Miguel, ¿es posible que tenga vd. valor para ir a paseo con ese espantajo de mujer, que tiene por cara un castigo, más vieja que la sarna y más celosa que un portugués? Téngase vd. conmigo y pasará un buen rato, verá vd. caras lo mesmito[1] que rosas, allí va vd. a encontrar canela purificá[2], seguro estoy, que a las dos horas de palique, tiene usted una jaca que daría envidia a un sultán.
 —Por ir no ha de quedar, le dije.
Con efecto, a las dos tocaron marcha de frente y nos dirigimos a la casa que había dicho mi camarada.
¡Muchachos, allí era abrir ojos y mirar! Vaya unas mozas güenas[3] y condescendientes; pasamos una tarde que ni en el paraíso. Allí se comió en grande, bebimos tanto, que nos pusimos amodorraos, bailábamos, cantábamos y hablábamos todos a un tiempo: aquello era un laberinto.
Cuando estábamos en lo mejor de la broma, me siento cogido por un brazo, y que me decían:
—¿Es así como se portan los caballeros? Salga vd. de aquí inmediatamente y venga vd. a acompañar a su futura esposa.
Decir esto, y oírse en la sala una carcajada universal todo fue uno; empezamos a mofarnos de ella de tal modo que la mujer, corrida y avergonzada salió de la habitación como perro con cencerro, y nosotros seguimos celebrando la broma.
Yo creí que habían concluido mis relaciones con la cecina pero me engañé, pues a la mañana siguiente se plantó en la puerta del cuartel, me llamaron, y yo sin saber quien era salí. Apenas me vio cuando echó calle arriba, llegué a donde estaba y con mucha amabilidad me rogó que la acompañara por la última vez; me pareció mal negarla tan pequeño favor, cruzamos algunas calles, salimos al campo y en cuanto vio que estábamos solos me dijo: «Ayer vino a decirme ese cabo andaluz, que estaba vd. en compañía de aquellas mujerzuelas. Yo no quise creerlo, pero me acompañó hasta la puerta y vi por mis ojos, lo que nunca hubiera creído: vd. es un vil, que ha faltado a su palabra y para que no se ría vd. de mí, le voy a matar.»
Y sacando del pecho un puñal, si no doy un salto, me manda al otro barrio, se abalanzó a mí, pero yo, tirando del abanico, la[4] di un poco de aire, la[5] quite el puñal y me volví al cuartel.
A los pocos días nos embarcamos para Santander y no he vuelto a saber más de aquel demonio con forma de mujer, que si me descuido un poco me da pasaporte para el valle de la Josefa[6].
—¿Ha concluido vd. ya? Dijo un soldado viejo.
—Sí, ¿por qué? preguntó el sargento.
—Porque me parece que tenía más sustancia el vino que vd. ha bebido que la bola que nos ha contado.
—Qué sabes tú majadero: saca la moraleja del asunto y verás si el contarlo merece un jarro de vino.
—No le encuentro molleja, ni moraleja dijo el soldado.
—Pues te la voy a explicar. Primero enseña mi cuento que el soldado no debe ser escrupuloso, ni buscar jacas de paseo, sino que le den aunque sean matusalenes[7] y más feas que el no tener; y segundo que el soldado no debe fiarse de los compañeros; pues por fiarme yo del cabo andaluz, perdí la cucaña[8] que tenía: él me lo hizo tragar como un favor y después me dijo que lo había hecho por quitarme la cecina. Por lo tanto, mucho ojo, que la vida de soldado no es para tontos. A cazar muchachas y no malgastar la pólvora en salvas, que reniego del caballo que le ponen el pienso a la boca y no lo come.
—Y yo reniego, dijo el otro sargento, del hombre que hace las cosas por interés, yo jamás he querido tomar nada de las mujeres, primero porque si le dan a uno un cuarto, cuando se rompen las relaciones dicen que un duro.
Yo tuve en Santiago amores con una muchacha más hermosa que el sol, me gasté bastantes cuartos en obsequiarla, y la tomé mucho cariño, tanto, que no pasa día sin acordarme de la pobre Maruxiña, que habrá echado a Luis más maldiciones, que pelos tengo.
—No te ha echado maldiciones, dijo don Pablo que estaba escuchando la conversación de los sargentos. Esa pobre Maruxiña, que dejaste perdida, ha tenido que pedir limosna y hubiera muerto de hambre si una persona caritativa no la hubiera recogido y amparado. Ha sufrido mucho, pero no te ha echado maldiciones, porque tiene un hijo y las madres nunca maldicen al padre de sus hijos.
Grande fue la emoción que produjeron estas palabras.
Luis fue el primero que habló, preguntando en donde estaba la Maruxiña.
—Si es para turbar la paz y la tranquilidad que disfruta, dijo don Pablo, no sé de ella; si es para cumplir como hombre de bien, en ese caso sé de ella, y procuraré hacer lo que pueda.
Luis lleno de entusiasmo contestó:
-Sí, padre capellán, quiero cumplir como hombre de bien, que la Maruxiña todo lo merece.
—Pues bien, dijo don Pablo, aprovechando aquellos momentos; entra y la verás.
Todos se precipitaron en la tienda ansiosos de presenciar tan interesante escena.
Don Pablo, cogiendo a Luis de la mano, le presentó a la Maruxiña diciendo: —Aquí tienes al hombre que te abandonó y viene….
Nada más pudo oírse.
La Maruxiña abrazó a Luis, después desprendiéndose de sus brazos, corrió en busca de su hijo y presentándosele le dijo:
—Aquí tienes a tu hijo.
Los tres formaron un grupo y permanecieron abrazados largo rato. Las lágrimas corrieron en abundancia.
El primero que interrumpió aquel elocuente silencio, fue el sargento, compañero de Luis, que dirigiéndose a éste le dijo:
—Chico, el día que te cases, yo seré el padrino. —¡Bien! ¡bien! Dijeron todos.
—¿Por qué me abandonaste? Preguntó a Luis la Maruxiña.
—Porque los franceses quemaban nuestras aldeas y mataban a nuestros hermanos. La voz de la patria nos llamó y fuimos voluntarios a pelear por la independencia de nuestro país.
Conociendo que si te lo decía, estorbarías mi marcha, me fui sin despedirme de ti, pero en medio de las balas me acordaba de mi Maruxiña y deseaba abrazarla. Hoy se ha cumplido mi deseo. Tan pronto como tome la licencia me tienes aquí para cumplir mi palabra, y en fianza te dejo este cinto lleno de oro, que he cogido a los franceses, en la toma del puente de San Payo.
—Eso no, dijo don Pablo, jamás consentiré que se dé más valor al dinero, que a la palabra de un hombre. Si tú no quieres cumplir, ¿de qué nos serviría ese puñado de oro?
Más de una hora siguieron todos entregados al regocijo.
La Maruxiña obsequió a los compañeros de Luis, no queriendo cobrar lo que habían hecho de gasto.
Luis con su hijo puesto sobre las rodillas, le llenaba de besos.
Don Pablo contento y satis fecho, gozaba en ver gozar.
La señora Vicenta lloraba de alegría.
Llegó la hora de marchar. Todos se abrazaron, aquello era una confusión, hasta que Luis haciendo un esfuerzo, dijo con tono marcial: Muchachos, en marcha.
Entonces salieron y tomaron el camino de Santiago.
 
VII.
Cerca de dos meses habían pasado y todas las diligencias que hizo don Pablo fueron inútiles. Para que la Maruxiña pudiera contraer matrimonio, era necesario tener la fé de bautismo. ¿Y cómo, ni a quién se pedía ignorando los nombres de los que la habían dado el ser?
Aburrido y cansado estaba ya don Pablo, cuando una mañana recibió una carta del que había sido amo de la Maruxiña, en la que le suplicaba tuviese la bondad de ir a verle, pues estaba gravemente enfermo y quería enterarle de un asunto importante.
Sin decírselo a la señora Vicenta ni a la Maruxiña emprendió don Pablo el camino de Santiago, fue a la catedral, que era siempre su primera visita, y después pasó a la casa del enfermo.
Apenas le vio entrar don Homobono, que estaba postrado en cama, con voz desfallecida le suplicó que tomase asiento cerca de la cabecera, pues no podía esforzar la voz y tenía que molestarle bastante rato.
Así lo hizo don Pablo, y el enfermo le habló de la manera siguiente:
—Hace cerca de veintiún años que vivía yo en la Coruña en compañía de mi esposa desempeñando el cargo de procurador, y en este tiempo llegó a dicha ciudad un matrimonio procedente de América. Llamábanse don Alfonso Figueroa y doña Isabel Andrade, venían a establecerse en la Coruña, y como yo era bastante conocido en el país, don Alfonso se valió de mi para varios asuntos. Esto nos hizo tan amigos, que me consultó para que le dijera en qué podría emplear el dinero que traía. Yo le contesté que el negocio más lucrativo seria comprar tierras y arrendarlas, seguro de que con las rentas que produjeran podría vivir muy desahogadamente.
Así lo hizo, compró muchas tierras y una casa, en la que pasaban la vida muy tranquilos.
A los pocos meses la señora dio a luz una hermosa niña, a la cual se le puso el nombre de María. Tenía ésta poco más de un año cuando una noche rodearon la casa de don Alfonso, y a duras penas pudo escapar de las manos de unos cuantos ilusos que traían intención de asesinarle, porque decían que era afrancesado. Fue tal el susto que recibió doña Isabel, que a los pocos días falleció a consecuencia de un arrebato de sangre a la cabeza.
Yo traje la niña a mi casa y no sabía qué hacer, cuando recibí una carta de don Alfonso en la que me decía que se había refugiado en Francia, y me suplicaba que me encargase de la administración de sus bienes. Le contesté dándola la noticia de la muerte de su esposa, y prometiéndole que correspondería dignamente a la confianza que me había dispensado.
Seguimos escribiéndonos, cuando a los pocos meses recibí una carta de un compañero de don Alfonso, en la que me decía que éste, aburrido y desesperado por tan imprevistas desgracias, se había suicidado.
Con este motivo quedé por tutor y curador de los bienes de María, y una noche conversando con mi esposa sobre este acontecimiento, me dijo: « Homobono, sabes que podíamos ser ricos con poco trabajo; esa niña no tiene parientes y sus bienes podían ser nuestros.»
Al principio me estremeció la proposición, pero después no me pareció tan mala, y dije a mi esposa:
-En lo que me propones hay un inconveniente, y es que aquí viven algunos conocidos de don Alfonso, estos saben que tenía bienes, y al ver nuestra improvisada fortuna sospecharán.
—Eso se remedia muy fácilmente, dijo mi esposa, marchándonos lejos de aquí, supongamos a Santiago.
—Así lo hicimos, y desde entonces los bienes de María han sido nuestros. Mi esposa se dedicó a prestamista, y en unos cuantos años nos enriquecimos.
Mi esposa para ocultar mejor que María era la dueña de todo y alejar sospechas, la trataba como a una criada y nunca la llamábamos más que Maruxiña.
Cuando fue mayorcita nos preguntaba por sus padres y siempre la decíamos que ignorábamos si los tenía, que nosotros la habíamos encontrado una tarde perdida en el campo de Santa Susana y que por caridad la habíamos recogido y criado.
Llegó María a ser mocita y ya sabrá vd. lo que ocurrió, mi esposa la echó de casa contra toda mi voluntad, todo cuanto hice fue inútil, no pude conseguir que la recibiera; vd. recordará también la entrevista que tuvo vd. con ella.
—No, dijo don Pablo, de nada me acuerdo, tengo esa felicidad que olvido pronto las injurias; lo que si extraño mucho es que estando vd. en este estado no se halle aquí su señora esposa.
—Está en el mundo de la verdad, dijo el enfermo dejando caer la cabeza sobre la almohada, y después de un rato prosiguió diciendo:
—Una noche le dio a mi esposa un accidente tan fuerte que se revolcaba en la cama, se daba puñetazos y echaba espumarajos por la boca. Yo no puedo explicar lo que pasé en aquella terrible noche.
Estaba solo, no pude sujetarla, cayó al suelo, y dándose un terrible golpe en la cabeza, empezó a brotar sangre de la herida con tanta fuerza, que todo asustado sin saber lo que me pasaba, abrí maquinalmente el balcón y empecé a gritar: ¡ Socorro ¡ Socorro!
A los pocos momentos mi casa estaba llena de gente, pero todo en vano.
¡Cuánto perdí aquella noche! ¡Cuántas cosas eché de menos! Fueron más los que subieron por robar, que por favorecerme. ¡Nosotros que no queríamos tener criada porque no sisase!
Cuando vi la repentina muerte de mi esposa, tuve intención de llamar a vd. para devolver a María todos sus bienes, pero poco a poco se fue borrando la  impresión que me hizo la muerte de mi esposa, me fui acostumbrando de tal modo, que a los pocos meses ya no me acordaba de María y mucho menos de la difunta.
Hoy me encuentro en una cama, un golpe de tos puede quitarme la vida y he querido llamar a vd. para descargar mi conciencia y morir tranquilo, pero ha de ser a condición de que María me perdone.
—¿Vive?
—Sí, señor.
—Es que si hubiese muerto, entonces……
—Vamos, vamos, dijo don Pablo, no hay que acordarse de la tierra. Estos momentos hay que aprovecharlos para ganar el cielo, ya que Dios le concede a vd. tiempo para arrepentirse.
Esta no es ocasión de hacerle a vd. reconvenciones por la conducta tan criminal que han tenido vds. con la inocente María.
La muerte de su esposa, fue un aviso que el cielo le mandó a vd., para que escarmentando se arrepintiera, no desoiga vd. ese aviso; María le perdona a vd., yo en su nombre le perdono.
—No, no, dijo el enfermo, eso no basta, yo quiero verla, quiero oír el perdón de sus labios, y entonces diré a vd. lo que tiene que hacer para que María recobre todos sus bienes.
—Es decir que vd. no restituye por arrepentimiento, sino por obtener el perdón. Pues bien, María perdonará a usted sin interés. Hoy escribiré y mañana estará aquí.
Se despidió don Pablo del enfermo y con un propio, mandó llamar a María, ésta llegó al día siguiente y, acompañada de don Pablo, se presentó en casa del enfermo. Apenas la vio éste exclamó: iPerdóname! ¡Perdóname! María, yo he sido tu verdugo, hoy para morir tranquilo necesito tu perdón.
—Si, si, dijo Maria, yo le perdono a vd. y a la señora, don Pablo me ha enseñado a no guardar rencor y el perdonar es muy dulce.
—Así, me gusta, dijo don Pablo y ahora que ya le has perdonado, te voy a dar una noticia que te había ocultado para que tu perdón fuera voluntario y no le empañase la más leve sombra de interés. Has de saber que este señor ha conocido a tus padres, que a su muerte le nombraron administrador de todos tus bienes, hoy te los devuelve, no le guardes rencor por los malos ratos que te ha dado, que esos sufrimientos te han valido mucho.
Para estimar el bien, es preciso conocer el mal.
—Es verdad, dijo María besando las manos de don Pablo, yo bendigo la hora en que empecé a padecer, porque mis trabajos me han proporcionado conocer a vd. y a la señora Vicenta
—Bien, bien, interrumpió don Pablo, siempre tan agradecida. Dios te protegerá, porque el que no agradece el bien, no tiene buen corazón.
Y volviéndose hacia el enfermo le dijo:
—Ya tiene vd. el perdón que tanto deseaba.
—Dios se lo pague a vds. e, incorporándose lo mejor que pudo, señaló hacia los pies de la cama y dijo:
—Ahí encontrará vd. una caja, en ella están las escrituras de las tierras que pertenecen a María, puede vd. tomarlas y sacando las partidas de difuntos de los padres y la fe de bautismo de María, que fue bautizada en la parroquia de San Nicolás en la Coruña, presentando esos documentos a un escribano, pondrá las escrituras a nombre de María. De lo que las haciendas han producido hasta hoy, puede cobrar algo recogiendo cuanto hay en mi casa, pues todo le pertenece.
—Todo cuanto hay en la casa es de vd., dijo Maria, y si se pone vd. bueno, en Padrón tiene vd. una casa en la que podrá vd. restablecerse, porque le [9]cuidaría yo a vd. como a mi verdadero padre.
—¡Calla por Dios, hija mía! dijo el enfermo, no me martirices, tus nobles y generosos sentimientos, hacen resaltar más el inicuo comportamiento que hemos tenido contigo ¡Dios mío! ¡Dios mío! Perdóname, ella tan buena y yo tan perverso. Y cubriéndose el rostro con las manos, sollozaba y las lágrimas se desprendieron de sus ojos.
Don Pablo procuró tranquilizarle, le rogó que tuviera confianza en Dios y se ofreció a estar a la cabecera de la cama, hasta el último momento.
De ningún modo quiso admitir el enfermo los ofrecimientos de don Pablo, fundándose en que no quería privar a los pobres de Padrón de tan bondadoso y caritativo padre, prometió que le avisaría tan pronto como estuviera de peligro, pero que si llegaba la muerte sin darle tiempo para llamarle, le suplicaba que le encomendase a Dios en sus oraciones.
Así lo prometió don Pablo, se despidieron y tomaron el camino de Padrón.
Puede el lector figurarse la alegría que recibiría la señora Vicenta al saber que María era rica; esta quiso escribir a Luis participándole tan agradable noticia, pero don Pablo se opuso, porque deseaba que todas las acciones fuesen consecuencia precisa de la voluntad y no del interés.
 
VIII.
Llegó por fin el tiempo tan deseado, y Luis se presentó en Padrón, acompañado de su camarada que venía a ser padrino de boda.
María estaba loca de alegría al ver cumplidos sus deseos.
Grande fue la sorpresa de Luis al saber que su esposa era rica.
Practicadas las diligencias necesarias, don Pablo tuvo la satisfacción de unir para siempre a Luis y María, que llenos de gozo, decían que toda su felicidad se la debían al bondadoso y caritativo don Pablo.
­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­FUENTE
"La Maruxiña"  Museo de las Familias. 2ª serie, año XXV, 1867, págs. 41-43 y 50-53.
Edición: Mª José Alonso Seoane
NOTAS

[1] Mismito. Vulgarismo.
[2] Purificada. Vulgarismo.
[3] Buenas. Vulgarismo.
[4] Le. Laísmo.
[5] Le. Laísmo.
[6] Vulgarismo, por Valle de Josafat
[7] RAE: De Matusalén, patriarca bíblico, por alus. a su longevidad. 1. m. coloq. Hombre [en este caso, mujer] de mucha edad.
[8] RAE: 3. f. coloq. Medio de alcanzar algo rápida y cómodamente. 4. f. coloq. Aquello que se consigue con poco trabajo o a costa ajena.