DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Tradiciones granadinas, Granada: imprenta y librería de Manuel Sanz, 1849. También “El Sacristán del Albaicín” (27) (La Alhambra, 1839, 9, 395).

Acontecimientos
Personajes
El sacristán. Lucas, tío Miguel, Gertrudis
Enlaces

Rodríguez Gutiérrez, Borja «Cuentos en la Alhambra (1800-1850)», Cuadernos de la Alhambra, 39 (2003), pp.109-120.

LOCALIZACIÓN

ALBAICÍN

Valoración Media: / 5

Viaje ilustrado por los cinco continentes vol. 2

El sacristán del Albaicín

En una linda sala de una casita situada en la cuesta que llaman del Pilar Seco, estaba una hermosa joven como de diez y ocho años sentada en una modesta silla leyendo a la luz de un velón colocado en cercana mesa, un aso de la Sagrada Biblia.

Retrepado en un viejo sillón de terciopelo roto por algunas partes, escuchaba con atención la lectura de la joven, un anciano religioso, cuya blanca cabellera resaltaba sobre los negros hábitos que vestía.

A larga distancia de estos y arrimada a una claraboya cubierta con espeso cortinaje, hilaba una vieja, paseando con frecuencia sus miradas desde el huso a la rueca y de la rueca al eclesiástico.

No había sucedido aun en la época de esta tradición la rebelión de los moriscos de las Alpujarras, y cada día contaba la fe católica nuevos secuaces, pues desde aquella insurrección aminoraron mucho las conversiones de los moros, dando ocasión a que vacilasen en abjurar del todo sus creencias. Una morisca abandonada fue recogida por don Anselmo de***, abad de la colegiata del Salvador, y las santas palabras de este sacerdote llenas de unción y virtud, se grabaron en el corazón de la pobre niña, que entreviendo la grandeza y majestuosa verdad de la religión católica, se hizo cristiana recibiendo las aguas del bautismo, donde tomó el nombre de Inés, y es la que vemos ahora leyendo la Sagrada Historia al cura su bienhechor.

Grande misterio guardaba éste sobre la existencia de su protegida. Tenía pensamiento de hacerla religiosa, como se lo había manifestado, toda vez que consintiese ella gustosa, y le dispuso aquella casita donde vivía acompañada solamente de la señora Gertrudis, dueña sesentona en quien confiaba por desgracia ciegamente el buen párroco; pues la señora Gertrudis, a pesar de su laboriosidad y gesto avinagrado, no cumplía sus obligaciones con la escrupulosidad que requería su destino, según —213— luego se verá y como creía el protector; pero puede disculparse esta infracción de sus deberes en gracia del cariño que profesaba a su joven ama.

A nadie había confiado el abad la existencia de la doncella. Todas las noches, de ocho a diez, hacía una solitaria visita a las dos mujeres, obligaba a leer la Biblia a su protegida, la explicaba después los misterios de la nueva fe que había abrazado, exhortándola a que en sus cuitas se dirigiese a Dios... y marchaba después a su parroquia.

Sin embargo, el secreto que con tanto afán guardaba el religioso, fue sorprendido por su sacristán. Era éste un buen mozo, robusto y bien templado, temor de los vecinos del Albaicín, y objeto de miedo de los padres y maridos, y de horror de todas las viejas que lo creían poseído de Satanás, sin más razón que figurárselo; y con tanta destreza manejaba el chafarote[1] como el hisopo[2], vistiendo con igual soltura la cota de malla[3] que la sobrepelliz[4], protector de los débiles, azote de los malandrines[5], y no escapaba victorioso quien se la hiciese, sin pagársela con usura. Tenía una voz como un jilguero, y nadie se las apostaba con él a pulsar el laúd. Semejante gavilán descubrió el nido de la cándida tortolilla.

No se sabe cómo se vieron; pero lo cierto es, que se vieron y que se amaron, y que doña —214— Gertrudis, habiéndole dicho su vigilada que iba a morir de pena si no veía a Lucas, que este era el nombre del sacristán, consintió en que Lucas entrara a las once todas las noches en la casa, donde a presencia de la dueña, pasaban juntos los amantes una hora, sin que el buen párroco sospechase nada de cuanto sucedía.

Este estado tenían las cosas la noche en que llevamos a nuestros lectores a la casita de..... Serían ya las once y media. Hacía un viento terrible y amenazaba una tempestad violenta. El abad después de haber sacado repetidas veces la mano por la claraboya, único agujero que introducía la luz en aquella habitación, y puéstose en cuclillas para mirar el cielo, que podía verse por tan reducido conducto, resolvió quedarse en la casa toda la noche, no atreviéndose a arrostrar la cólera de los elementos para irse a su iglesia. "Bien estamos aquí, había dicho volviendo a su sillón; creerán en la parroquia que no me han dejado salir en alguna casa, y mañana temprano nos iremos hacia ella y afirmaré lo que hayan pensado: ¡bah! todo es una mentirilla".

—Pronto pasará el chubasco, respondió la dueña, que temía si se quedaba el cura oyera la serenata con que Lucas avisaba su llegada y la pusiera en un compromiso.

—Sí, sí, pronto, y aún no ha empezado, contestó don Anselmo. ¡Tenéis unas cosas, doña Gertrudis...! —215—  Sigue, hija mía, sigue tu paso de los israelitas; decías que Faraón...

La pobre niña más muerta que viva, pero sacando fuerzas de flaqueza, prosiguió su lectura.  

Agitada la dueña en demasía, pensando iba quizás a descubrirse su falta, hilaba tan aprisa que enmarañaba continuamente la hebra.

El viento acrecía, y entrando una ráfaga por la claraboya, levantó la cortina haciendo oscilar la luz y los blancos cabellos del anciano.

—¡Digo, digo, si es broma! exclamó encasquetándose apresuradamente un elástico gorro negro que sacó del bolsillo... ¡Canastos! ¡si me hubiera ido, me lleva esa manga de viento!

Apenas había acabado de decir estas palabras, cuando llegó a sus oídos los armoniosos sones de un laúd. Poco después una voz dulce y sonora, entonó la siguiente trova, que contrastaba notablemente con el terrible resoplido del viento.

Flor oculta del desierto:
yerto
te busca aquí un corazón,
que solo con ver tu cara,
para
su tremebunda aflicción.

Aun cuando en la noche infame
brame

con estrépito el terral,
—216—  la borrasca es a mi alma
calma,
si te ve, luz celestial.
Cuando se acerca el momento,
viento
soy al dirigirme aquí:
y al divisar tu cancela,
vuela
el mal que ausente sufrí.
Basta de penar, querida;
vida
de Granada la gentil;
gala de su Alhambra hermosa;
rosa,
de su morisco pensil.
Mitiga este atroz desvelo,
cielo;
cálmalo por compasión:
mira que un alma a tu puerta,
muerta
te espera, y un corazón.

Calló la voz. Pálida como la muerte se hallaba la joven; las palabras se ahogaban en su garganta y con dificultad podían salir. La dueña había enredado de tal manera la hilaza, que tuvo que dejar la rueca. Temblaba como una azogada.[6] Iba a descubrirse el pastel. Aquella voz, que semejante a un acento de magos, resonaba en medio de la noche, era del sacristán. Así anunciaba su llegada. La única esperanza que sostenía a doña Gertrudis pensando que con semejante noche sería imposible —217— el arribo del amante, acababa de desvanecerse. Era Lucas demasiado galán y tenía sobrado corazón para que una revuelta de los elementos pudiera impedirle el ver a su amada.

—Enamorado debe andar ese mancebo, exclamó el abad luego que aquel concluyó su canto, que había estado escuchando con atención. ¡Caramba! ¡estar con la noche que hace echando coplas al aire, como si estuviera en una tarde serena de mayo...! Bien dicen, que no hay hombres más fuertes que los que andan bebiendo los vientos[7] por alguna dama... Ja, ja, ¡el demonio son los jóvenes! Pero según parece ya lo habrá oído su amor, pues ha callado. Vamos, niña, a leer hasta el fin del capítulo nada más, porque ya te encuentras cansada, y después a acostarse; yo pasaré la noche en este sillón.

 La cuitada joven, con el pecho desgarrado figurándose lo que sufriría su amante expuesto al rigor de la intemperie, no tuvo más remedio que continuar la lectura. Doña Gertrudis, no sabiendo qué resolución tomar para enterar a Lucas del contratiempo que impedía aquella noche su entrada en la casa, se rascaba la frente mirando a Inés, que de cuando en cuando la dirigía a hurtadillas algunas expresivas miradas como implorando su protección. Entre tanto el enamorado músico, impaciente como es de presumir, no atinando el objeto —218—de aquella tardanza, paseaba apresuradamente la calle, llegando hasta el corazón de la joven el ruido de sus pasos, y sin saber qué determinar, volvió a repetir su trova.

—¡Diablo! exclamó otra vez el abad, parece que no se ha ablandado el corazón de la doncella. Más... ¡es singular...! ¡Vaya, qué tontería! ¡Eh! no puede ser... ¡Pero es mucho...! A no creer, como creo, que Lucas se hallará durmiendo a estas horas, dijera que esa es su voz.... ¡Se parece tanto...! Pero veo que te cansas demasiado, hija, basta de lección por hoy... Anda, retírate a dormir.

—Buenas noches, señor, dijo la joven besando la mano del sacerdote.

Rellanase éste en su sillón, y se dispuso a pasar la noche: al cuarto de hora dormía profundamente.

Lista como el rayo encendió una bujía la dueña, y salieron de la habitación las dos mujeres.

—¡Un medio, por Dios, doña Gertrudis, para hacerle conocer nuestra posición a ese joven, no nos comprometa! dijo Inés mientras subían la estrecha escalera que conducía á sus dormitorios.

—¿Qué medio? como no baje callandito, callandito, y por las rendijas de la puerta le diga....

—Sí, sí, bajad, señora, y el cielo os lo premiará. —219—

—¡Demonio de casa, no haber ni una ventana!... ¡Tengo un miedo de ir sola...!

Bajó la dueña y dio dos golpecitos.

—¡Loado sea Dios! respondieron desde afuera.

—Señor caballero, dijo doña Gertrudis: sabed que esta noche no podéis entrar: le ha temido el señor abad al tiempo y no se ha marchado; arriba está... con que idos... si no nos queréis buscar un lance[8]... Mañana será otro día.

Y sin aguardar respuesta, volvió a subir la dueña las escaleras más ligera que una corza, a pesar de sus sesenta.

Un hondo gemido se oyó después en la calle, y el ruido de unos pasos que se alejaban.—220—

Oscura en verdad estaba la noche: negros nubarrones se extendían sobre el horizonte, como gigantescas montañas, amenazando confundir al universo. Un fuerte huracán silbaba entre las encrucijadas del Albaicín, abriendo con estrépito las ventanas y haciendo vibrar los vidrios de algunas ricas casas. No había alumbrado, y las calles aparecían lúgubres y solitarias. Retumbaba el trueno a lo lejos, anunciando que se acercaba la tempestad, y la luz del relámpago, que iluminaba repentinamente el firmamento, hacía notar cuál avanzaban las nubes, —221—queriendo envolver al mundo en su tenebrosa capa. Era una noche infernal.

Todas las puertas y ventanas, y hasta la menor rendija de los edificios del Albaicín, estaban herméticamente cerrados. Sin embargo, en una calleja sucia y angosta, conocida hoy por la del Almés[9][10], y en una casa de asaz pobre apariencia, se veía luz por entre el hueco que dejaba la puerta entornada, oyéndose en su interior el murmullo de algunas voces. Era la taberna del tío Miguel, morisco convertido, la que, a pesar de estar cerca la media noche, aparecía aún abierta. Sentado detrás de un carcomido mostrador, sobre el que había algunos jarros y medidas, estaba el tío Miguel medio dormido, echados sobre aquel los brazos y escondida en ellos la cabeza. Dos o tres hombres de mala catadura[11] había en la parte de afuera, arrimados a una mesa, despachando un eminente jarro de vino, que se encontraba a la sazón próximo a quedarse vacío.

Un farol, cuya luz era ahogada por el grueso y cobrizo clavo de la torcida, señal de lo mucho que había ardido, derramaba una tibia claridad en la habitación.

En el testero[12] fronterizo al mostrador se encontraba una mesa cubierta con un sucio mantel, sobre el cual había un panecillo tostado con aceite, una redoma y un vaso. Una silla, un poco separada de la mesa, y dichos objetos, —222— indicaban claramente que estaba preparada aquella pitanza[13] para alguno que sin duda no había aún venido. El aire que entraba de cuando en cuando por la entornada puerta, sujeta por una cadena a la pared, hacía columpiar fuertemente el farol, suspendido del techo por una gruesa cuerda. En uno de estos vaivenes salióse la candileja[14] de su sitio, escurriéndose hacia una esquina, y estuvo próxima la taberna a participar de las tinieblas de la calle.

—¡Maldita noche, Juan! dijo uno de los bebedores vaciando de un golpe su vaso.

—¡Endiablada! contestó el interpelado: no parece sino que todos los demonios andan revueltos por esas calles.

—Mira ¿ves? (en este instante se iluminó la habitación por un vivo relámpago, oyéndose después un espantoso trueno) la tempestad se acerca, y por las trazas es de creer, si tardamos media hora más, que no nos proporcione muy buen camino para llegar a nuestras viviendas; con que despacha y vámonos.

—Eso mismo digo yo, exclamó un tercero, casi ebrio, que no bebía ya y que estaba tendido en un banco: vamos pronto, si no queremos aguar el vino: y acompañó este chiste grosero con una larga risotada.

—Pero calla, dijo el primero que hablara: no había reparado... Camaradas: nosotros hemos olvidado esta noche a Lucas; mas, mirad... .223— mirad cómo al tío Miguel no se le pasa, y seguro está que deje una sola noche de prepararle la cena.

Y esto diciendo señalaba a la mesa del mantel, que aparecía triste y abandonada al estreno de la taberna.

—¡Pues es verdad! contestó el calamocano[15]: pero a mí me parece que lo que es esta noche... esta noche, como no se trague el panecillo el tío Miguel... lo que es Lucas... lo que es Lucas... lo que es el sacristán... (y cada vez que repetía alzaba más la voz) ¡como no cene con las lechuzas!

—¿Quién habla del sacristán? exclamó el tío Miguel despertando sin duda por las voces del que acababa de hablar. ¿No ha venido? continuó frotándose los ojos.

—Como no venga por los aires... me parece que esta noche.... —224—  

—Él vendrá, interrumpió el tío Miguel, volviendo a reclinar la cabeza.

—Sí, sí, aguárdalo, renegado, dijo levantándose con torpeza el tendido en el banco. Muchachos, continuó dirigiéndose a los otros, que ya estaban en pie y disponiéndose a marchar; muchachos, qué os parece a vosotros ¿vendrá o no vendrá? Lo que es a mí...

—¡Qué ha de venir esta noche cuando ya no lo ha hecho! ¿Está loco acaso? contestó Juan.

—Si yo no hubiera venido, dijo el otro compañero, seguro estaba que lo intentase.

—¡Eh! ¡no vendrá! —¡Miente quien tal diga! volvió el tabernero a exclamar levantándose.

—Apuesto doble contra sencillo, dijo Juan.

—Y yo, y yo, añadieron los camaradas.

—A que sí.

—A que no.

Tornó un relámpago a iluminar la taberna, y dibujó en el umbral la sombra de un hombre. Sonó un trueno, el que fue seguido de un desaforado golpe que dieron en la puerta.

—Ahí está, dijo el tío Miguel yendo a quitar la cadena: faltaría primero el relámpago al trueno, que él a cenar aquí todas las noches. Abrióse la puerta de par en par, y entró un embozado en la habitación.

—¡El Sacristán del Albaicín!!! exclamaron admirados los tres camaradas. Nada dijo el embozado, pero se dirigió con paso firme a la mesa del testero, donde se sentó.

—Estos mandrias[16], repuso el tabernero encarándose con el recién venido, afirmaban que no vendríais esta noche; pero a mí que me consta vuestro carácter, sabía que aunque cayeran rayos no dejaríais descuidada vuestra cena.Tampoco dijo nada el sacristán.

—Ya lo veis, prosiguió el tío Miguel dejando al embozado y yendo a los primeros, que —225— apiñados junto al mostrador no quitaban ojo del sacristán, estupefactos de miedo: ya lo veis; poned en duda la firmeza de costumbre del señor Lucas, y veréis lo que os pasa. ¿Queréis apostar ahora?

—Me mantengo en lo dicho, contestó palideciendo el medio embriagado: ese hombre, ese hombre... no es Lucas.

—¿Pues quién ha de ser, imbécil?

—¡El diablo!

—¡Ave María Purísima! contestaron lívidos los camaradas de aquel, haciendo la señal de la cruz. Los truenos continuaban y gruesas gotas se oían caer.

 —Vaya, idos a acostar, contestó el tabernero: más estáis para eso que para otra cosa.

—Así supiera despeñarme por esos balates[17]... lo que es yo... ni un minuto más permanecería aquí.

—Ni yo.

—Ni yo tampoco.

—Adiós, Miguel. Y corriendo, cual si tuvieran pies de corzo, salieron de la taberna los tres espantadizos compañeros. El tabernero y el silencioso Sacristán quedaron solos. El panecillo tostado había desaparecido de la mesa, y el llamado Lucas apuraba con frecuencia lindos tragos. —226—

—¿Queréis alguna otra cosa más? preguntó con timidez Miguel.

—Nada, déjame; contestó lacónicamente el otro.

Volvióse el tabernero a su mostrador, tomando su favorita posición ya conocida. Y verdaderamente que el sacristán se encontraba bastante preocupado aquella noche. No había podido ver a su adorada Inés, a quien estuvo esperando hasta aquella hora; y este contratiempo daba pábulo a una idea que hacia días bullíale en la cabeza. Pensaba robar a su querida, mal que le pesase al abad, su protector; llevársela fuera de Granada y ser felices para toda la vida estando juntos. No era hombre que le arredraban los obstáculos de tamaña empresa; pero respetaba mucho a su bienhechor, y fluctuaba entre lograr su objeto y darle una pesadumbre al abad, que miraba a Lucas como a un hijo.

—Sí, decía interiormente mientras daba fin a la redoma[18]: yo la adoro con todo mi corazón; ella me corresponde... y fácilmente consentiría en seguirme... y seriamos dichosos y… pero... no: esto equivaldría a dar la muerte al anciano... Jamás me lo perdonaría. Por otro lado, si accediera éste a dármela por esposa. Si yo osara declarar este secreto.... ¡Qué simpleza! ¿Cómo había de querer cuando la destina a un convento? Tal vez si yo fuese algún gran personaje, podría ser.... mas, —227—a su Sacristán, ¡qué disparate!... No... pues como se me ponga en el moño.

Estas ideas atormentaban terriblemente la imaginación de Lucas. Acabó de cenar; el vino se le subió a la cabeza; lióse bien en la capa; se encajó el sombrero; puso el codo sobre la mesa; la cabeza en la mano....... Sale con firme paso de la taberna.

La tempestad arrecia y la noche sigue tenebrosa, horrible. Brama el huracán con toda su fuerza... estremécense los edificios... estallan aterradores truenos sobre su cabeza... y empieza a llover; pero la furia de los elementos no le acobarda, y atraviesa impávido las calles. Llega a la de su amante; se acerca a la casa; empuja la puerta y ésta no cede, pero desencájanse los goznes a impulsos de una fuerte patada, y cae: pasa por encima del tablón, sube la escalera y entra en la alcoba. Una mustia lamparilla alumbra la estancia y extiende sus rayos a un lecho cercado de flores donde reposa una virgen... Es Inés, es su amada: embriagado por el ambiente de felicidad que se respira en torno de aquel paraíso, coge en sus brazos a la joven y sale de la casa.

Desciende a mares el agua: conoce entonces que el aire hiela..... pero nada lo detiene, y apresura el paso... Atraviesa sin dirección calles y calles... y se encuentra frente a un —228—colosal edificio... Él es, el Salvador... es su parroquia. Flotan a merced del viento los blancos pliegues del traje de su querida... y tocan a muerto las campanas. Aquel sonido lo llena de espanto y queda clavado en tierra. Sus ropas están caladas. Hace un esfuerzo increíble para andar; logra mover un pie, cuando siente una mano que le agarra por el hombro... erízansele los cabellos... vuelve la cara y ve al pie de la torre del Salvador la figura de un religioso... es el abad. Giran unos ojos de fuego sobre unas rojas órbitas... ¡Desgraciado! le dice con lúgubre voz, ¡deja a mi hija...! ¡seductor...! ¡deja a mi hija...! Un sudor frío baña con el agua el cuerpo del sacristán. Pasa una nube por sus ojos. La mano lo oprime cada vez más... tal vez le obligue a dejar su preciosa carga. No es dueño de sí, saca un puñal y lo clava en el corazón del anciano. Oye cuál rasga las carnes el filo de su acero... y una voz agonizante que exclama... “¡Asesino! el diablo te lleva...!”. Las campanas tocan a agonía.... crispados sus músculos se precipita por la Cuesta del Chapiz[19]...Sigue la tempestad... Un caudaloso torrente se despeña por la cuesta; la lluvia que arrecia lo engruesa. A los pocos pasos no baja un torrente, es un furioso río que arrastra al sacristán en pos de sí....Quiere salvar a su querida, la estrecha contra su corazón, pero un frío intenso lo penetra. Mira a Inés a —229—la fosfórica luz de un relámpago... ¡Dios Santo! ¡Está muerta! Abraza un cadáver... El torrente lo ha llevado a un caudaloso río... Es el Dauro: sus aguas están negras... Siente entonces que se hunde y quiere nadar, más el brazo con que sostiene a su amada se lo impide. Hace esfuerzos desesperados. Descoyunta sus miembros..... Es en vano... Ya le entra el agua por las narices. Ya se sumerge del todo.... Se ahoga....

Despierta el sacristán. Estaba pálido como la muerte y bañado de sudor. Todo aquello no fue más que un sueño, pero un sueño terrible, horroroso. El día empezaba a clarear. La tormenta de la noche había pasado. Se encontraba en la taberna del tío Miguel, con el codo apoyado sobre la mesa en que cenara, y sosteniendo la mano su cabeza.—230— CONCLUSION,

—Vamos allá y ¡qué sueño habéis echado, compadre Lucas! dijo el tabernero que estaba componiendo y limpiando sus chismes. Ya os iba a despertar... porque es hora de abrir la iglesia.... Pero antes de que se me olvide: ¿sabéis que dormís de una manera capaz de infundir miedo al mismo Gonzalo de Córdoba? ¡Válgame Dios y qué resoplidos dais! ¡Y qué patadas! ¡qué gritos...! ¡Ya, ya!

—¿De veras, Miguel..? ¡He tenido un sueño...!

—Grillesco ha debido ser... ¿Más se os —231—pasó ya la mosca[20] de anoche? ¡Caramba! ¡con nadie quisisteis hablar, dando lugar  que os tomasen por el diablo!

—¡Por el diablo...! ¿Por el diablo decís.? y volvieron a erizársele sus cabellos; tal le había preocupado la pesadilla. No dijo una palabra más; salió de la taberna del tío Miguel, sin hacer caso de las expresiones de éste que se desgañitaba gritando:

—¡Eh!, no hagáis caso, estaban como cubas, no les hagáis daño. Hasta la noche, ¿no es verdad...?¿Eh...? Sí, échale un galgo. Entre tanto Lucas llegó a la portería de la iglesia del Salvador; le abrieron y entró en la sacristía. En ella estaba ya el abad...

—Me gusta, señor caballero, le dijo en tono de reprensión; ¿no basta el que hayáis pasado la noche fuera de casa, sino que venís cuando debería estar ya abierta la iglesia una hora hace? Ya reprimiré tales escándalos. ¿Pero qué hacéis? El Sacristán, tan luego como vio al eclesiástico, sumamente preocupado por su desastrosa pesadilla, lo palpaba por todo su cuerpo, concluyendo por abrazarlo estrechamente. Refirióle en seguida, en estreno acongojado, el sueño que había tenido y sus amores con Inés, pidiéndole perdón de su conducta.

—¡Cómo! ¿eras tú, perillán[21], el de las coplas de anoche? respondió don Anselmo sonriéndose: bien te conocí... eres el diablo: pero ¡cómo ha de ser! Si has descubierto mi secreto habrá sido por disposición del Señor. Lo que importa es que sea para vuestro bien.

El buen religioso lo culpó después por el silencio que observara en el asunto, y desistiendo de su proyecto de claustro, prometió unirlo a su amada. Pero habiendo referido a ésta el Sacristán su tremendo sueño, creyeron ambos que era un aviso del cielo, que les pronosticaba grandes males para el porvenir, y casarse era obrar contra la voluntad de Dios, que había señalado a Inés para las vírgenes de su rebaño: por lo que, algún tiempo después, Lucas, que no podía ya amar a mujer alguna en el mundo, se hizo fraile cartujo, y su amante tomó el hábito en las religiosas de santa Isabel la Real. Aún hay viejas, como dice Jiménez-Serrano en su Manual del Artista en Granada, cuyo libro hemos consultado para la presente tradición, que se espeluzan de frío cuando se les pregunta por el Sacristán del Albaicín y recuerdan su espantosísimo sueño.

FUENTE:

Soler de la Fuente, José I.  Tradiciones granadinas. Sanz, 1849.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Chafarote: sable o espada corta

[2] Hisopo: Utensilio que se emplea en las iglesias para dar o esparcir agua bendita, consistente en un mango de madera o metal, con frecuencia de plata, que lleva en su extremo un manojo de cerdas o una bola metálica hueca y agujereada.

[3] Cota de malla:  Vestidura que llevaban los reyes de armas en las funciones públicas, sobre la cual estaban bordados los escudos reales.

[4] Sobrepelliz:  Vestidura blanca de lienzo fino, con mangas perdidas o muy anchas, que llevan sobre la sotana los eclesiásticos, y aun los legos que sirven en las funciones de iglesia, y que llega desde el hombro hasta la cintura poco más o menos.

[5] Malandrín: Maligno, perverso, bellaco. (RAE)

[6] Azogada; como aquejada por el vapor el azogue (mercurio).

[7] Beber los vientos; expresión coloquial para indicar que se está enamorado.

[8] Lance: Trance u ocasión crítica. (DRAE)

[9] Calle de Almez.

[10] Torcida: Mecha de algodón o trapo torcido, que se pone en los velones, candiles, velas (DRAE)

[11] Mala catadura:  gesto que sugiere mala intención

[12] Testero: cabecero (DRAE)

[13] Pitanza:  alimento cotidiano (DRAE)

[14] Candileja:  Vaso pequeño en que se pone aceite u otra materia combustible para que ardan una o más mechas (DRAE)

[15] Calamocano: embriagado, borracho (antiguo, DRAE)

[16] Mandria: Apocado, inútil y de escaso o ningún valor. (DRAE)

[17] Balate:  Terreno pendiente, lindazo, etc., de muy poca anchura (DRAE)

[18] Redoma:   Vasija de vidrio ancha en su fondo que va estrechándose hacia la boca. (DRAE)

[19] cuesta del Chapiz: a la entrada del Albaicín, donde están las casas del Chapiz, así llamada porque en el siglo XVI estaba el palacio reconstruido por Ferí y Chapiz sobre los restos árabes.

[20]  Mosca:  “estar con mosca” Desazón picante que inquieta y molesta (DRAE).

[21] Perillán: coloq. Persona pícara, astuta (DRAE)