DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Tradiciones granadinas, Granada, Imprenta de Manuel Sanz, 1849 pp.45-51.

Acontecimientos
Prueba
Personajes
Juan de Maeda y Diego de Siloe
Enlaces
Guerrero, Antonio Ceballos. "Momentos históricos de una devoción popular granadina: el Cristo de los Favores." Los crucificados, religiosidad, cofradías y arte: Actas del Simposium 3/6-IX-2010. Real Centro Universitario Escorial-María Cristina, 2010.
Muñoz, Juan Jesús López-Guadalupe. "Entre la narración y el símbolo. Iconografía del Ecce Homo en la escultura barroca granadina." Boletín de Arte 29 (2018): 85-111.

LOCALIZACIÓN

CALLE COLEGIOS

Valoración Media: / 5

El Santísimo Cristo de la Puerta de los Colegios

 

Entre la sacristía y la capilla de Santa Ana, en la catedral, hay una puerta que da paso a la calle del Colegio Eclesiástico, donde se halla este edificio.

Esta puerta, hecha sin duda para facilitar el paso a los colegiales que deben asistir diariamente a los varios oficios que se celebran en el templo, ni tiene la magnificencia, ni la colosal dimensión que las demás y por dar su exterior a sitio de poco tránsito es muchas veces desapercibida a los ojos del viajero, y si la ve, pasa de largo, pues no cree hallar objeto de curiosidad en su sencillo aspecto.

Sin embargo -46- aconsejamos a quien visite nuestra famosa basílica, que, al llegar a ella, suba los pocos escalones que conducen al cancel, salga a fuera y observe la escultura que hay sobre la portada.

 Si el viajero es artista, como conocedor del mérito, no podrá menos de admirar la perfecta delineación y limpieza del Ecce Homo que se presenta a su vista, y si no lo es le gustará también, pues lo bueno siempre agrada, no podrá menos de volverá mirar la escultura con detenimiento cuando sepa la tradición que encierra.

 Los cicerones de esta ciudad la cuentan de mil modos diversos, pero la que nos merece más crédito, por ser la que nos han corroborado hombres respetables por su edad e ilustración, a quienes además de los libros hemos consultado en estas tradiciones después de recibirlas del pueblo, es la que sigue:

Las tres de la tarde serian de uno de los días fríos y nebulosos del mes de febrero de 1539, cuando un hombre, pobremente vestido atravesaba la plaza de Bib-Rambla con dirección a la de Pasiegas.

Grande movimiento se notaba en esta última plaza. Multitud de operarios corrían de uno a otro lado por entre miles de sillares y montones de arena, proporcionando materiales y ayuda a que encaramados en altos andamios añadían una piedra más a la gigantesca obra que aún en sus principios se destacaba grandiosa e imponente como indicio del coloso monumento que algunos años después había de levantar majestuoso sus altas cúpulas sobre la morisca ciudad de Granada. Faltaba una basílica a esta metrópoli, a este risueño jardín de la Europa católica, una catedral, símbolo de la grandeza y omnipotencia del culto cristiano, y una catedral era la que estaban edificando.

A este sitio llegó el hombre de quien hemos hablado, y al golpe de vista que presentó a sus ojos este espectáculo, quedóse parado. Apoyó su hombro contra una casa, cruzó el pie derecho delante del izquierdo, los brazos sobre el pecho, y quedó absorto contemplando aquella masa sólida é informe y aquel hormiguero humano.

Más de media hora permaneció como figura de estuco, siguiendo con la vista los movimientos de los obreros.

A poco, como herido de súbita inspiración, tuvo un arranque espontáneo y echó a andar. No había dado seis pasos cuando volvió a pararse, dio un paso después, volviendo luego a detenerse. Parecía que una inclinación violenta lo arrastraba hacia la obra, viniendo a hacerle retraer algún agorero pensamiento. Por último, dio una fuerte patada en la tierra marchó resueltamente hacia un montón de cal y arena donde varios trabajadores sacaban espuertas de este material sobre cribas[1] de madera.

—Amigo, preguntó a uno de ellos, ¿sabéis quién dirige esta construcción?

Volvió el interpelado la cabeza, miró de arriba abajo al recién llegado, y viendo su haraposo traje, siguió su trabajo interrumpido un momento, sin dar otra respuesta que encogerse de hombros.

—¿No me habéis entendido? prosiguió humildemente el otro, preguntaba quién es el arquitecto que dirige esta obra.

—No sé, contestó secamente el peón, tardando en su respuesta cinco minutos.

Separóse nuestro hombre de aquel sitio: una languidez creciente sucedió a su decisión repentina; con los brazos caídos y la cabeza baja erró algunos instantes por entre aquellos esparcidos materiales. Miraba y no veía, tal era el desaliento que se había apoderado de su alma. Andando a la aventura y sin cuidado, no vio una excavación un poco honda que tenía ante sus pies uno en vago y cayó de bruces en el hoyo. Por fortuna alguna leve contusión solo le produjo su caída. Asióse de los bordes de la zanja y procuró salir. Mas sus intentos hubieran sido vanos a no haberlo protegido una forzuda mano, que asiéndolo del cuello de su chaqueta lo puso fuera de peligro.

 —¿Vais ciego buen hombre? dijo el que le ayudaba. ¿A quién buscáis en este sitio? ¿Qué queréis?

–Buscaba al director, respondió confusamente el caído.

—¿A Diego de Siloe?

—Si ese es el nombre del arquitecto, a ese busco, sí señor.

—Aquí lo tenéis, yo soy, ¿qué se os ofrece?

—Señor...

—Os encargo seáis breve en lo que vayáis a decirme, porque hago falta en otra parte.

 –Pues bien, soy escultor, vengo de muy lejos, y acabo en este instante de llegar a Granada. Me hallo bastante tiempo sin trabajo, y busco un pedazo de pan. Ya sabéis el objeto de mi venida. ¿Queréis darme trabajo?

 —¡Trabajo! ¡todos buscan trabajo cuando precisamente eso es lo que falta!

—Os estamos aguardando, maestro, dijo a este tiempo un oficial que se presentó en aquel sitio. Ya está subida la piedra de la que ha de arrancar el arco de la izquierda, y queremos, saber si es de vuestro gusto su colocación.

—Al momento voy.

—¡Y bien! ¿qué decidís? preguntó el escultor.

—¡Qué decido! vamos, tomad esa piedra (supongo que tendréis útiles) y trabajad en ella; veremos vuestros conocimientos en el arte.

—¿Y qué queréis que haga?

—Maestro, que estamos parados hasta vuestra llegada, repuso el oficial.

—Pues vamos, vamos allá, contestó Siloe, disponiéndose a marchar.

—¡Pero, señor!

—¡Hay más! Vaya decid.

—¿Qué queréis que esculpa aquí?

—¡Toma! Cualquier cosa.

—Mas, decidme….

—Lo que os diere la gana.

—No quisiera...

—¡Maestro! volvió a repetir el albañil.

—¿Por fin qué saco?

—¡Un demonio! contestó mal humorado el director alejándose precipitadamente.

Sentóse el escultor junto a la piedra que Siloe le había señalado, sacó martillo y cincel, y dio principio a su trabajo.

Pasaron algunos días. Concluyó el escultor la obra que debía servir como muestra de su alcance en el arte, y esperaba un momento oportuno para presentarla.

Al cabo de la semana, Diego de Siloe, que en toda ella no había parecido por aquel sitio, vino entonces a enterarse de los trabajos del pobre artista.

—¿Cómo va eso? dijo acercándose.

—Concluido, señor; os estaba esperando.

—¿A ver...? ¡Pero qué habéis hecho aquí!

—Lo que me dijisteis, señor.

—¡Un demonio!

—Esa fue vuestra última palabra al dejarme el otro día.

 Examinó Siloe detenidamente la escultura, y la encontró superior a cuanto pudiera imaginarse.

—Bien, muchacho, bien, dijo dándole golpecitos en el hombro; habéis hecho una obra maestra, y aseguro por quien soy, que se ha de colocar en la catedral

—¡Cómo, un demonio!

—Volved esa piedra donde lo habéis esculpido, pues quiero trabajar en ella por el lado opuesto. Es un capricho que he tenido al mirar lo perfecto de vuestro diablo. Desde hoy trabajáis para la catedral; vuestro sueldo será proporcionado a vuestra ciencia.

Después de algún tiempo trabajó Siloe en aquella misma piedra, y esculpió un Ecce Homo que a sus espaldas tiene el demonio. Esta efigie es la que hoy existe sobre la puerta de la catedral ya referida.

El artista que sacó el retrato de Satanás, se llamaba Juan de Maeda, y fue uno de los muchos que en unión con Diego de Siloe, Juan de Orea, Francisco y Miguel Gerónimo y Alonso Cano, pusieron la catedral en el brillante estado en que hoy la vemos.

FUENTE

José Soler de la Fuente, Tradiciones granadinas, Granada, Imprenta de Manuel Sanz, 1849 pp.45-51.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTA


[1] Cribas: Utensilio consistente en un aro con una malla u otro material agujereado fijados en él, y que sirve para cribar. (Diccionario de la lengua española, RAE)