DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las Familias, tomo VII, 1849, pp.12-13.

Acontecimientos
Indulto
Personajes
Yussef III, Mohammed, Abu-Abdalá
Enlaces
Castillo de Salobreña
Flores, José María García-Consuegra. "El castillo de Salobreña (Granada) en época medieval." Arqueología y Territorio 4 (2007): 203-216.
El alcaide moro, de Salobreña fue lca Alatar: Crónica de los Reyes Católicos de Hernando del Pulgar, Crónicas de los reyes de Castilla, desde Don Alfonso el Sabio hasta los católicos Don Fernando y Doña Isabel Madrid : M. Rivadeneyra, 1875-1878. Refiere también el suceso Modesto  Lafuente en la Historia de España.

LOCALIZACIÓN

SALOBREÑA

Valoración Media: / 5

 Anécdotas históricas. El castillo de Salobreña
 
Granada, situada en las pintorescas márgenes del fecundo Genil, es una ciudad de tristes y lisonjeros recuerdos.
Antiguo recinto de morisco harem; madre de famosos reyes. Tiene una Alhambra, página histórica que revela a las generaciones el gusto y las riquezas del galante oriental. Cada columna de aquel suntuoso edificio, cada surtidor, refieren al observador viajero una historia larga y entretenida: sus recuerdos tradicionales exaltan la fantasía, conmueven el alma y aconsejan al juicio.
Pues bien; en la Alhambra murió Mohammed V, y Abu-Abdalá, su hijo, le sucedió. De condición dulce y pacífica, amigo de las letras y de las artes, y anhelando siempre la prosperidad de sus vasallos, gobernó a los moros de Granada: queriendo imitar a su padre en política y virtudes, propuso la paz a los castellanos; porque la guerra, decía, emponzoña los corazones, arruina los más poderosos estados y corrompe las costumbres.
Pero a pesar de sus buenas cualidades experimentó amargos sinsabores que acibararon su existencia, siempre amiga de la paz.
Tenía dos hijos, uno llamado Yussef, que era el mayor, y otro de nombre Mohammed, que era el menor; pero tan ansioso de mandar este último, y tan envidioso de la progenitura de su hermano Yussef, que resolvió no solo despojarle de sus derechos al trono sino derribar de él a su mismo padre.
Para conseguir su intento hizo correr la voz por Granada de que su padre era cristiano de corazón, y para persuadir mejor al vulgo hizo presentes las paces que había celebrado con los reyes de Castilla. Tuvo algunos prosélitos, y una noche, puesto a la cabeza de una muchedumbre alborotada, acudió al regio alcázar; se presentó a su padre y con ademán imperativo le dijo:
—¿Oyes al pueblo? Quiere que yo sea su rey, renuncia la corona y ponía sobre mi cabeza.
—¡Hijo desleal!... ¿Así conspiras contra tu padre?...
Renuncio a la corona; pero Alá es justo y sabrá castigar tu demasía.
Disponíase a ceder la corona a su hijo, cuando el embajador de Fez, que a la sazón era testigo de esta escena, exclamó:
—¿Qué haces? Teme la ley del Profeta, que te reconvendrá si te despojas de lo que por justicia le pertenece...
Aguarda, quiero hablar a tu pueblo, que estoy seguro que no aprobará tu conducta.
El embajador pasó a donde estaba el tropel, y en voz alta dijo lo siguiente:
—Musulmanes, si dudáis de que vuestro rey es un verdadero hijo del Profeta, pedidle la guerra contra Castilla, y si no quiere ponerse al frente de vosotros para derrotar a los enemigos de Mahoma, motivo tendréis entonces sobradamente justo para destronarle.
Esta especie de arenga convenció al pueblo de lo infundado de su tentativa; pidió la guerra contra los cristianos; fuéle concedida, y los moros entraron en Murcia, y aunque combatieron con denuedo no lograron muchas ventajas.
Poco tiempo sobrevivió el rey de Granada a este suceso; murió siendo joven todavía, y llegó a atribuirse su muerte a un envenenamiento.
Muerto Abu-Abdalá, la corona pertenecía de derecho a Yussef; pero, ayudado de sus parciales, se apoderó del trono en perjuicio de su hermano, aunque, también es verdad que éste no dio visibles muestras de ambicionar el cetro de Granada, pues siendo amigo de vivir en paz y quietud, decía: «La corona es muy pesada, y oprime nuestra cabeza en términos que nos despoja de nuestros mejores pensamientos».
Sin embargo, el usurpador Mohammed, creyendo que la residencia de su hermano Yussef en Granada sería hartamente, dañosa, le desterró al castillo de Salobreña, donde se vio obligado a vivir con un séquito muy reducido y con las mujeres de su pequeño harem. Resignado con su mala estrella, pasaba en su confinamiento una vida ociosa, pero tranquila, sin curarse de las revueltas del reino, en tanto que su hermano imitaba Ia conducta que tanto había vituperado en su padre, porque igualmente que aquel se ocupaba en asentar paces con los cristianos, llegando el caso hasta de hacer un secreto viaje a Sevilla para visitar a don Enrique III, con el cual celebró una amistosa conferencia.
Tuvo, no obstante, que combatir con las tropas de Fernando, regente de Castilla (1106), las que ganaron a Ayamonte y otras varias fortalezas. Apenas Mohammed regresó a su capital después de estas contiendas, se sintió acometido de una grave dolencia, y conociendo que se acercaba su hora postrera, llamó a su hijo y le dijo:
—Dentro de pocas horas ya no tendrás padre: he usurpado la corona a mi hermano Yussef; el pueblo querrá aclamarle rey; yo quiero que tú lo seas, y por lo tanto no extrañes mi última determinación.
Incorporóse en el lecho, y con sumo trabajo escribió una carta que inmediatamente cerró; llamó a un tal Ahmed, oficial de su guardia; hablóle algunas palabras al oído, para que su hijo no las oyese, y después dijo en voz alta:
—Ve al castillo de Salobreña; entrega esa carta al alcaide, y no vuelvas sin que te dé lo que le nido.
El enviado partió con la misiva, llegó al castillo y encontró al alcaide jugando con el príncipe a las tablas.
—¿Qué quieres? preguntó el alcaide.
— Esta carta me ha dado el soberano para ti.
El alcaide suspendió la jugada, y no bien leyó el lacónico escrito, cuando palideció y se puso después a llorar como un niño.
—¿Qué sucede? preguntó el príncipe desterrado: ¿qué te dice mi hermano?
—¡Príncipe y mi señor! exclamó el alcaide, ¿cómo decírtelo? ¡Tan joven, tan bondadoso!... ¡Ah! ¡es imposible!...
Yussef arrancó violentamente la carta de las manos del alcaide, y leyó en alta voz y con acento tranquilo lo siguiente [1]-13-
"Alcaide de Salobreña, mi servidor.
"Luego que Ahmed Beb Xarac, oficial de mi guardia, entregare el presente escrito, darás muerte a Cid-Yussef, mi hermano, y con el mismo mensajero me enviarás su cabeza. Cuento con tu celo en mi servicio.»
—¡Pobre de mí! exclamó dando un suspiro Yussef ¿cuál es mi delito? ¡Qué hermano tan cruel me ha dado el cielo!
El alcaide y el mensajero lloraban desconsolados; a las buenas prendas de Yussef habían ganado extraordinariamente el afecto del primero y de cuantos en el castillo estaban.
—Ahmed, prosiguió el príncipe, concédeme algunas horas de término, pues razón será que ya que voy a morir me despida de los míos.
— Señor, interrumpió Ahmed cruzando los brazos y poniendo las palmas de las manos sobre su pecho: ¡cuán doloroso me es no poder conceder lo que me pides! si no llego puntualmente a la hora que el rey me ha señalado, mi cabeza será la que caiga.
—Entonces, acabaremos el juego que habíamos empezado, dijo tranquilamente el sentenciado al alcaide; no llores, pronto iré a la sagrada mansión de mi profeta y le diré que te haga dichoso y a todas las hermosas de mi harem.
«Pero fuese cual fuese la compostura del príncipe, dice el historiador poco antes citado, el alcaide estaba tan acongojado que perdía el seso enteramente, cometiendo en el juego tales torpezas, que su contrario hubo de zumbarle[2] por su poca maña.»
Puco antes de acabarse el juego, dijo el mensajero:
—Príncipe, es muy tarde y casi veo mi cabeza desprendida de mis hombros.
—Pronto acabo.
 —Te gané, alcaide; eres un chambón[3]. Ahora coge la cuchilla y prepárate a consumar el sacrificio, aunque no quisiera que fueras tú el que manchase sus manos con la sangre del inocente. Vamos, no llores y cumple los deberes que le impone mi hermano y mi rey.
Por más que el príncipe se esforzaba en animarle, no podía hacerle levantar del asiento; pero tantas fueron las instancias para que le matase, tanto el abatimiento del mensajero por la tardanza, que el alcaide se levantó llorando amargamente y cogió la cuchilla que el mismo Yussef puso en sus manos.
Todo estaba dispuesto; el príncipe había preparado su cuello para que le dividiese su pusilánime ejecutor, quien de pronto tiró el acero exclamando:
— ¡No puedo!
Entonces Yussef le recogió y dándoselo al emisario, dijo:
—Es una mujer. ¡Pobre viejo! compadécele; parece que me ha criado a sus pechos, pues llora como pudiera llorar mi madre. Nadie más interesado que tú en que la ejecución tenga pronto y cumplido término.... Levanta, pues, la mortífera cuchilla; descarga el funesto golpe, y llévale mi cabeza al tirano maldecido del Profeta.
El oficial mahometano cogió la cuchilla, y aunque con repugnancia se dispuso a cortar la cabeza del príncipe; pero el alcaide se retiró diciendo:
— No quiero presenciar este acto de barbarie.
Mas una inesperada gritería se oyó de repente en el castillo.
—¡Clemencia! ¡clemencia ¡Alá es justo! ¡Alá es justo!
Y entraron de tropel muchos musulmanes, que echándose a los pies de Yussef, declararon que ya no había necesidad de ejecutar el sacrificio.
—Escucha, príncipe afortunado, exclamó uno de los de la alborotada comitiva, tu hermano Mohammed acaba de expirar. En sus instantes postreros pedía a gritos tu cabeza, que supimos mandó por ella a Ahmed su oficial reclamando tu cabeza. Murió, y nosotros nos hemos precipitado para evitar la desgracia y para que recibas el pleito homenaje de los musulmanes que le han proclamado rey en Granada.
Dicho esto, todos besaron la mano Yussef como a su nuevo soberano. El alcaide creyó morirse de alegría, el mensajero no cesaba de dar gracias al cielo, y el nuevo rey apenas podía concebir tan extraordinario cambio de fortuna.
Subió al trono bajo el nombre de Yussef III, y este príncipe que había pasado trece años en la escuela de la adversidad, fue prudente y paternal, y en cuanto pudo procuró siempre la felicidad de sus vasallos. Murió en 1424, y con él terminó la tranquilidad del reino granadino.
 
FUENTE
 
Bermejo, Ildefonso Antonio. "Anécdotas históricas.  El castillo de Salobreña", Museo de las Familias, tomo VII, 1849, pp.12-13.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 
NOTAS

[1] La siguiente carta es copia de que aparece en la Historia de España y Portugal, escrita en inglés por el doctor Dunhan, y traducida al castellano por don Antonio Alcalá Galiano. (Nota del autor)
[2] Zumbar: golpear (en esta frase en sentido figurado)
[3] Chambón: de escasa habilidad en el juego, caza o deportes (Diccionario de la lengua española RAE)