DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El reflejo, nº 23, tomo I, 8 de junio de 1845-pp.177-181.

Acontecimientos
Enfrentamiento del rey con sus nobles.
Personajes
Enrique III
Enlaces

Pedrosa, José Manuel. "Wamba, Ramiro II, Enrique III y Carlos I: relecturas políticas de leyendas medievales en la Edad Moderna (siglos XVIII-XX)." Memorabilia: Boletín de Literatura Sapiencial 14 (2013): 99-143.

LOCALIZACIÓN

CASTILLO DE BURGOS

Valoración Media: / 5

Las trovas de D. Enrique el enfermo

 

Muerto el rey don Juan I de Castilla en Alcalá el 9 de octubre de 1390, de resultas de un bote del caballo, se abrió su testamento, otorgado en Cillorico[1], y hallóse en él una cláusula en que nombraba por tutores del príncipe don Enrique su hijo, hasta la edad de 15 años, entonces de diez, a varios grandes y personajes del reino.

Pero como a la lectura de dicho documento estuviesen presentes otros señores de bastante influjo y poder, y no se viesen nombrados para tan alto encargo, llevados de la ambición de mando y más que todo aguijados por la codicia, dijeron que la voluntad del testador no era cumplidera, porque la ley de don Alonso el Sabio ordenaba que en tiempo de la minoridad del rey, los gobernadores fuesen siete cuando más; que los electos pasaban de este número con mucho, y que por lo tanto era forzoso atenerse al texto de dicha ley.

Otros disputaban, con no menos calor, que el documento del difunto era un mandato expreso; y por último, la mayoría juzgó debía anularse, y así se verificó con sumo contento de algunos.

En su consecuencia, reuniéronse los principales de la nobleza y clero, y eligieron por tutores del rey y gobernadores de la nación al duque de Benavente, al marqués de Villena, al conde de Trastamara, a los arzobispos de Toledo y Santiago, y a los maestres de Santiago y Calatrava.

Principiaron, pues, estos siete individuos su regencia, y con ella una serie de desconciertos y ambición, superior a la que se acostumbra ver en las minorías de los reyes. No era posible continuar por mucho tiempo en un estado tan violento, ni para saciar a los ávidos tutores tenían sangre suficiente los pecheros[2].

El pueblo se quejaba; todos murmuraban abiertamente, echando de menos el gobierno paternal del rey difunto, y tales lamentos llegaban a los oídos de su hijo quien, a pesar de su corta edad no dejaba de conocer la causa; pero había que resignarse a sufrir la tutela hasta que expirase el término prefijado.

 El tiempo corrió: dos meses faltaban al Príncipe únicamente para cumplir los 15 años, edad legal y señalada; y no pudiendo resistir más al descontento general, manifestó a los tutores que estaba resuelto a encargarse del reino. Muchos grandes y próceres lo apoyaron, y el joven monarca quitó el cetro de las manos de tan malos y turbulentos guardadores.

— Principio a reinar.

Era Enrique III de Castilla apacible de condición, afable y liberal, mediano de estatura, de rostro agraciado, mayormente antes de que se quebrantase su salud y su cuerpo quedase flaco y macilento que por esto le llamaron el enfermo; pero bien hablado y hasta elocuente, sabía sacar partido de los hombres y de las circunstancias, y revelaba un grande ingenio —178— encerrado en una naturaleza endeble y valetudinaria[3].

Al encargarse del gobierno las arcas del tesoro estaban enteramente vacías; y tanta era la escasez que se sentía hasta en su mismo palacio.

Dolíase de ello sobremanera, mientras los defensores de su fortuna nadaban en la opulencia, y con su boato y su lujo insultaban a la miseria pública, y más que todo a la suya propia.

Ya había principiado a remediar muchos, pero no era posible cortar todos los abusos en un día. En tanto, para distraerse de reflexiones melancólicas, superiores a su edad, se entretenía en ir a caza de codornices el tiempo que libre le dejaban los asuntos urgentes del gobierno.

 

II.

Una tarde de agosto del año 1394, cuando el sol había traspuesto las montañas de Burgos, ciudad en que a la sazón residía Enrique el Enfermo, volvió este de la caza de costumbre a su castillo que le servía de morada, muy cansado y desfallecido; sentóse en un sitial, y dirígiéndose a Pedro Zapata su único escudero, le habló lo siguiente:

— ¡Conque esta mañana se marcharon todos los pajes! han hecho bien. Quítame esta capa, y tráeme algo que yantar, y pronto, que vive Dios he andado hoy más de lo que a mis fuerzas cumple, y siento una flaqueza que pienso nunca la tuve semejante.

—Señor, dijo Zapata, ya fui yo a requerir al despensero, llevado de la misma necesidad, y háme repuesto que no tiene dinero ni crédito para mercar lo necesario, y que nada tiene que proporcionarnos. ¡Esto es una desesperación! hace días que sucede lo mismo, y así no se puede vivir. Los pajes han abandonado a vuestra alteza porque no había que darles, y tanta miseria es ya más que sobrada.

—¡De modo, dijo el joven don Enrique irritado, que el monarca de Castilla se morirá de hambre! ¡Se morirá de hambre mientras que esos ambiciosos señores se gozan con lo que me han robado, y en fiestas y en saraos consumen hasta lo preciso para mi alimento!

—Los perros del arzobispo Tenorio[4], dijo el escudero, están mejor mantenidos que vuestra alteza; y si así continuamos, por San Roque, que se van a poder contar los huesos de nuestro caparazón.

¡No falta ya más sino que nos acerquemos a las puertas de esos señores como unos pordioseros!

—¡Cálmate, hombre! dijo el rey ya más tranquilo.

—¡Pues! ¡cálmate! ¡eso es! ¡Cuando no tiene vuestra alteza ni un pedazo de pan que llevar a la boca, y habremos de morirnos por consunción!

—Toma ese mi gabán, replicó Enrique, y merca[5] sobre él un poco de carnero, y las codornices que hemos traído nos aderecen de comer, que yo te prometo hacer de modo que no nos suceda esto muchas veces.

Hizo Zapata lo que su señor le mandaba, llevó y vendió el gabán, y dio al despensero para que aderezase la cena, que la sirvió él mismo por no haber más criados: y luego que satisfecho habían la necesidad, varias y diversas pláticas se movieron entre el monarca y el escudero.

—De otra manera, dijo este último, cenarán esta misma noche y se regalarán esos arzobispos, duques y condes que Dios confunda. Háseme dicho que tienen gran convite al cual asistirán otros señores y ricos hombres de su jaez; y en verdad que otra cosa que miserables codornices se presentarán en platos de plata a las devorantes mandíbulas de tan encumbrados caballeros.

—¡Conque esta misma noche!

—Sí señor, esta misma noche. A lo que parece han establecido esos señores que sucesivamente toque a cada cual dar un banquete, y hoy le corresponde al arzobispo de Toledo. Fácil es concebir que dicho prelado tratará de salir con lucimiento y que nada escaseará.

—Holgárame, dijo el rey, poder asistir sin ser conocido para oír lo que entre tan buenos vasallos se discurre.

—Pues si no deseáis más que eso, respondió Zapata, yo os proporcionaré un buen disfraz: con un laúd y unas trovas, hallareis fácil entrada, los vapores del vino trastornan las mejores cabezas; se disparata, se suelta la lengua y se hablan cosas que se quisiera haber callado.

—Entonces, en buen hora, acepto lo que me propones: disfrázame bien y de modo que no me conozcan. Ven conmigo, y espérame en la puerta bien armado; que como yo me acabe de convencer de las rapiñas que presumo, te juro he de tomar venganza pronta y tan cumplida, que pruebe a esos caballeros no se han de burlar del niño rey, como dicen.

Zapata corrió en busca del correspondiente disfraz para su señor y para él, y luego que listos estuvieron y de ser hora a propósito, salieron del castillo y se encaminaron silenciosos a la casa del arzobispo.

III.

 

En un suntuoso salón adornado según el gusto de la época, al resplandor de muchos candelabros —179— cuajados de luces, y de una mesa cubierta de variados manjares, estaban sentados como unos veinte personajes de varias edades y categorías, pero todos de semblantes animados y festivos, cuyas rápidas preguntas y y vocerío confuso se perdían entre el vapor de los guisados el monótono ruido de los platos y el sonido de las copas del vino.

Todo era allí movimiento: uno alargaba al de enfrente la pechuga de un faisán; otro pedía vino al escanciador, este un plato, aquel un tenedor, y todos se estimulaban unos a otros alborotando y encomiando la buena destreza del cocinero.

En la mitad de la cena estarían cuando entró un paje y dijo al arzobispo:

—Señor, un juglar o trovador que de la guerra llega, dice que si vuesas Señorías lo tienen a merced, entrará y cantará algunas trovas que vos dará contento el oíllas. No quiere más que algún resto de comida, y ya veis que esto es bien fácil de satisfacer. ¿Diréle que entre?

—¡Que entre! ¡que entre! gritaron todas las bocas.

—¿Trovas de amor en casa de un arzobispo? dijo Alonso de Guzmán con acento entre irónico y festivo.

—¡Y qué importa eso! contestó el de Benavente—¡Cada cosa en su tiempo! Cuando se bebe y se come, bueno es también divertir el ánimo. Cuando se está en la iglesia se ora y Dios en todo.

 —¡Bravo! ¡señor duque! exclamó Juan de Velasco, algo tomado del vino. Escanciador, llena las copas, que esto merece un brindis general.

Las copas se llenaron, y puesto cada cual de pie y con el brazo levantado, dijo el de Toledo:

—Señores, brindo por nuestra buena salud, ¡y más que no la tenga el enfermo de Castilla!

—Eso no, exclamó un rico hombre en tono de burla, viva para perseguir codornices hasta que concluya con todas las de la vega. Ocupémonos de nosotros solamente, y dejémonos de semejante momia.

—¡Pues que viva nuestro huésped el arzobispo! repuso otro.

—¡Que vivan las damas! añadió un tercero.

Y entre confusa algarabía se apuraron las copas, y volvieron a sentarse todos para continuar la cena.

El joven rey disfrazado de trovador y bien compuesto el rostro para no ser conocido, habíase parado en el dintel de la puerta, y lleno de despecho, contemplaba la bulliciosa orgía y saboreaba la amargura causada por el insultante brindis del arzobispo y de sus tan baladíes convidados. Adelantóse hacia ellos aunque con alguna repugnancia y varios le instaron a que tocase su laúd y diese al aire algunos sones agradables.

—Muy joven eres, juglar, le dijo el arzobispo Tenorio.

—Quince años cabales, monseñor, respondió el rey.

—¿De Burgos?

—De Burgos.

—Lo que me place: canta alguna cosa que quiera divertir a estos señores; te daré de comer y algunos maravedises.

—Sí, sí, ¡que cante! ¡que cante! dijeron muchos a un tiempo.

Y el fingido trovador recorrió las cuerdas de su laúd y con voz altanera principió

Díerame bienes fortuna

muy colmados;

pero de otros codiciados,

sin tener piedad ninguna

me los viera arrebatados.

 

—Oye mancebo—interrumpió uno bruscamente, déjate de esos discursos, cántanos trovas de amor, que no todos los que aquí estamos tenemos el alma como tu cuerpo parece.

—¡Habla de amor! ¡de amor!

El trovador reprimió como pudo su indignación por aquella insolencia; entonó algunas otras canciones, al fin de las cuales, se repetían los brindis y con la frecuencia se iban acalorando las cabezas; la lengua se desataba y todos hablaban casi a la vez.

—Maestre de Santiago, preguntó a este el de Calatrava, ¿cuántos cientos de maravedises disfrutáis por las rentas de la corona? ¡Me han dicho que muchos!

—No tantos como vos; pero entre los que de mis tierras poseo y los que recibo del tesoro, tengo asaz para mantener mis gentes y habérmelas en un caso con el niño Enrique. Bien es verdad que entre nosotros quizá no habrá uno que no haya tomado su buena parte; y si no que lo diga nuestro buen arzobispo de Toledo, que fue quien más empeño puso en que se quemase el testamento del rey don Juan, salvando empero las ricas mandas que para su iglesia contenía.

—Cada cual con lo suyo, respondió este. Creo que ninguno de los que aquí estamos, se encuentre quejoso, pues hemos sabido sacar el partido posible de la minoría. ¡Adelante!

—Venga ¡vino, vino! ¡vino!

Y a este tenor sin recelar ninguno que allí pudiese haber quien ávidamente recogiese sus palabras, fueron indiscretamente dando cuenta de sus amaños y dilapidaciones, de sus castillos —180—, de sus gentes de armas, y de cuanto pudiera ofrecer la alta idea de su poder.

Enrique había oído ya lo bastante; ofendiéndose su dignidad con escuchar tanta insolencia, salió del salón, sin ser notado, en donde los dejó bebiendo; y reuniéndose a Zapata que en la puerta de la calle le esperaba se dirigieron al castillo real.

 

IV.

Muy de mañana al otro día, las campanas de Burgos tocaban a rogativa, y se esparció la alarmante noticia de que el rey estaba gravemente enfermo, y que pedía con instancia hacer testamento. Esta mala nueva corrió de boca en boca con suma precipitación y el pueblo contristado expresaba su aflicción por la pérdida suma que iba a sufrir. Apenas habían vuelto de su embriaguez algunos de los convidados de la noche anterior cuando presurosos se dispusieron para asistir a la última voluntad del monarca.

La débil constitución y quebrantada salud de Enrique harían más que probable la noticia, a pesar de saberse que el día antes había estado de caza. Las guardias del castillo tenían orden de no dejar entrar más que a los grandes señores, cuyos criados y acompañamiento quedaban fuera. Zapata iba llevando a una sala a los que acudían, Ínterin el rey estaba en disposición de recibirlos. Como era de esperar, varias conversaciones se atravesaban entre aquellos personajes y el funesto acontecimiento próximo a verificarse, despertaba de nuevo su codicia, y les hacía formar planes para lo futuro.

Hubo hasta disputas acaloradas, porque cada uno quería ser el primero en apoderarse del reino y explotarlo en su provecho; y a manera de salteadores ya trataban de repartirse la presa.

Anúnciales un oficial que el rey está ya dispuesto y que se dirijan al gran salón; el cual tenía comunicación con las habitaciones interiores y con la cámara del enfermo, las puertas del castillo se habían mandado cerrar. Todo estaba en un profundo silencio. Cada cual, recogido en su interior, esperaba el momento de ser llamado cuando abriéndose una puerta sale Enrique III armado de pies a cabeza, con la espada desnuda y acompañado de varios oficiales.

A su aparición todos se sobresaltaron, pues le suponían agobiado bajo el peso de una grave dolencia. Sentóse el rey con semblante sañudo en su regio sitial, y dirigiendo la palabra al arzobispo de Toledo le preguntó.

—Decidme, arzobispo Tenorio, ¿cuántos reyes habéis conocido en Castilla?

—Señor, cuatro; respondió éste con voz entrecortada.

—¿y vs. duque de Benavente?

—Señor, tres.

—¿Y vos, Alonso de Guzmán ?

—Otros tantos, señor.

La misma pregunta hizo sucesivamente a cada uno de los que allí estaban, y el que más, le dijo que había conocido a cinco. Entonces replicó Enrique:

—¿Cómo puede ser eso, si yo en mi corta edad he conocido veinte reyes? ¡Qué!.. ¿Os admiráis?

¿No conocéis a esos monarcas? Pues yo os diré quiénes son. ¿No conocéis a esos reyezuelos que existen en grave daño del reino y mengua y afrenta nuestra? ¿No sabéis que ayer noche en inmundo banquete se juntaron, haciendo ostentación de sus riquezas y podio y que llegaron hasta escarnecerme?

El espanto se pintó en todos los semblantes; todos los ojos se inclinaron al suelo; y más de un caballero se estremeció. El joven rey continuó en tono más vehemente.

—A lo que observo, ¡también los conocéis! Pues yo haré que el reinado de esos villanos no dure mucho, ni pase adelante la burla atroz que me hacen.

 ¡Basta ya! vosotros, los que os habéis apoderado de las riquezas públicas no solo para competir conmigo sino para insultar mi pobreza y matarme de hambre: vosotros, los que brindáis con sarcástica burla por el monarca enfermo, y no sabéis que bajo esta frágil corteza se encierra una alma enérgica y resuelta: vosotros, los que con las copas en las manos hacéis gala de expoliadores y de malos y desleales servidores de vuestro dueño y señor: sabed que el trovador que presenció vuestra orgía ¡era yo!

Por lo tanto, ya podéis pedir perdón a Dios y encomendarle vuestras almas culpables.

A una seña del rey seiscientos hombres de armas, que de secreto tenía preparados, se presentaron con sus picas y alabardas y entraron en el salón. Llama después en voz alta a los oficiales de justicia, los cuales ordenaron se pusiese en medio un tajo y cerca de él el verdugo con un hacha en la mano. Hubo un momento de horroroso silencio.

—¡Qué hacéis! gritó Enrique, ¡¡apoderaos de esos criminales!!

A tales palabras todos arrojaron un grito de desolación y se postraron por el suelo demandando piedad; la situación era desesperada. Mas el arzobispo de Toledo de corazón más valiente que los otros, se echó a los pies del rey implorando su clemencia por la ofensa que le habían hecho, ofreciendo enmendarse, y poniendo a su disposición sus personas y haciendas como fuese —181—su voluntad y merced. Los demás repitieron humillados lo que el arzobispo dijera, y juraron ser leales y sumisos.

El rey, cuya intención no era mandarlos matar sino amedrentarlos, luego que los vio contritos, los perdonó; pero con la condición de que entregasen los castillos que tenían a su cargo y devolviesen lo que hablan usurpado de las rentas reales; y que entre tanto habían de continuar presos en el regio alcázar.

Así sucedió, entregó cada uno lo que no le pertenecía: fueron puestos en libertad; y la lección les sirvió para ser después más reverentes y respetuosos.

La historia que ha conservado este hecho memorable nos dice también que si Enrique el enfermo en semejante lance perdonó, porque tal era su condición de mansa, no sucedió así en Sevilla, en las revueltas que traían el conde de Niebla y Pero Ponce, pues mandó ajusticiar a mil hombres que halló culpables.

Los reyes que recorran nuestra historia hallarán en la de Enrique III una máxima que para la felicidad de las naciones quisiéramos tuviesen siempre presente: Mas temo las maldiciones del pueblo que las armas de los enemigos.

 

FUENTE

Martínez del Romero, A. “Las Trovas de D. Enrique el Enfermo”,  El reflejo, nº 23, tomo I, 8 de junio de 1845, pp.177-181.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS


[1] Cillórigo.

[2] Pecheros: obligados a pagar el pecho, tributo que se pagaba al rey, al señor territorial o a cualquier otra autoridad (DRAE)

[3] Valetudinaria: dicho de quien sufre los achaques de la edad: Enfermizo, delicado, de salud quebrada.(DRAE)

[4] Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo entre  1377 y 1399. Estudió en Toulousse, Roma y Aviñón. Fue importante reformador del clero. 

[5] Mercar: comprar.