DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Leyendas salmantinas. Salamanca: Imprenta de Francisco Núñez Izquierdo, 1890, pp. 45-49.

Acontecimientos
La muerta resucitada
Personajes
Marquesa de Almarza, sacristán de San Boal
Enlaces

LOCALIZACIÓN

PLAZA DE SAN BOAL

Valoración Media: / 5

La marquesa de Almarza
 
Los pobres de Salamanca, arremolinados en la calle de los Pañeros, hablaban  o comentaban con ayes y suspiros un doloroso suceso, al principio de una apacible mañana de primavera.
Los comerciantes salían a las puertas de sus tiendas, entreabiertas en señal de duelo, y compartían con las gentes de la calle el público sentimiento.— ¡Qué desgracia! ¡Pobrecita! ¡Era muy buena! —46—He ahí las palabras que, entre sollozos y lágrimas, corrían de boca en boca.
—¿Qué pasaba?
Una dama ilustre, la madre de los pobres, la protectora asidua e incansable de los desventurados acababa de fallecer. La noble y bondadosa marquesa de Almarza[1], tras súbito desmayo, al levantarse de su lecho, había sumido en el dolor más intenso a su familia, y había inundado de lágrimas los ojos de los desventurados a quienes llevaba socorros y consuelos diarios.
II
 
A la puerta del suntuoso palacio de Almarza, cerrada completamente, se apiñaba a las tres de la tarde una multitud, ansiosa por contemplar el cadáver de la Marquesa.
Era aquello un mar de gente, que a cada momento se agrandaba y movía, a impulsos de la curiosidad y de la impaciencia, hasta chocar con la gruesa puerta ferrada, que hacía rechinar sus grandes goznes.
Cuando era mayor la ansiedad y más intensas las oleadas de aquel grupo inmenso de personas de todos sexos y edades, a quienes congregaba un mismo sentimiento, un criado del palacio echó sobre los grupos, con voz temblorosa y apagada, este aviso: "El cadáver de la señora Marquesa no sale a la calle,  y pasará a — 47 — la Capilla, hoy a las cinco, por la bóveda subterránea".
 La noticia se difundió como chispa eléctrica de fila en fila, y aquella multitud conmovida y llorosa fue desvaneciéndose poco a poco por las calles próximas, como densa niebla herida por los rayos del sol naciente.
Media hora más tarde, la plazuela de San Boal estaba silenciosa.
Sólo a intervalos se escuchaba el grave sonido de la campana del templo, que anunciaba a los cristianos que un alma más había traspuesto los míseros linderos de la vida.
 
III
 
 
Eran ya las nueve de la noche y el cadáver de la simpática dama reposaba en hermosa caja de nogal, forrada de terciopelo negro, en lo alto de un túmulo levantado en el centro del templo.
La luz de los cirios prestaba color y vida al macilento rostro de la marquesa, que parecía reposar en tranquilo sueño.
Tenía sus hermosas y blancas manos juntas sobre el pecho, y en uno de los dedos, las luces delataban un colosal brillante sujeto a un grueso aro de finísimo oro.
Cuatro criados de la casa guardaban el cadáver, y el sacristán, entrando y saliendo en la sacristía, echaba de continuo un vistazo a —48 los gruesos cirios, cortando y limpiando los pabilos.
El sueño rindió a los guardianes al venir la mañana, y envueltos en sus capas se acurrucaron en los confesonarios.
El sacristán no paraba un punto: abría arcas, revolvía objetos sagrados y sacaba ropas para la ceremonia del día siguiente.
De pronto se detuvo en el centro de la iglesia y miró fijamente a lo alto del catafalco: recorrió los confesonarios, paróse en cada uno un momento, y sacudiendo con aire de convicción la cabeza, exclamó: ¡qué bien duermen!
Otra vez se detuvo en el centro de la iglesia y de nuevo volvió a mirar el cadáver de la marquesa de Almarza.
En el grueso brillante saltaban y jugueteaban las luces de los cirios en hermosos y vivísimos cambiantes.
El rostro del sacristán se encendió de pronto: había concebido un pensamiento de profunda avaricia.
Cogió una escalera de mano, volvió a cerciorarse del sueño de los guardianes y se encaramó, pausada y sigilosamente, hasta lo alto del catafalco.
Extendió su mano temblorosa hacia la mano de la dama; pero la retiró de pronto: le pareció percibir un leve y apagado suspiro, que se había escapado de los sonrosados e inmóviles labios de aquella hermosa mujer.
¡Valor! dijo el sacristán, y tratando de infundir a su alma un arrojo de que carecía, aprisionó— 49 — entre sus dedos la hermosa joya y tiró con fuerza, porque el dedo se había hinchado y el aro precisaba para salir alguna violencia.
Un grito resonó en el templo y vibró en la ancha bóveda de la nave como un silbido agudo y penetrante.
El sacristán soltó la mano del cadáver y cayó desplomado desde lo alto del catafalco. Los guardianes salieron presurosos y despavoridos de los confesonarios.
Un ancho charco de sangre rodeaba el cuerpo exánime del sacristán, y la marquesa de Almarza se había incorporado en su caja mortuoria y miraba con espantados ojos las paredes del templo y los cirios que la rodeaban.
Los criados del palacio de Almarza huyeron de la iglesia llenos de terror gritando: ¡milagro! ¡milagro! ¡la señora ha resucitado!
 
IV
 
La marquesa de Almarza nunca supo el grave suceso a que debió la vida ni conoció el hecho reprensible que la devolvió al cariño de su esposo y al respeto y al amor de los pobres de Salamanca; pero el marquesado de Almarza instituía una pensión a favor del avaro sacristán de San Boal, que purgó con una existencia virtuosa y penitente la falta que había salvado, acaso de ser enterrada viva, a la bondadosa y querida dama salmantina.
 

FUENTE

Antonio Gª Maceira, Leyendas salmantinas. Salamanca : Imprenta de Francisco Núñez Izquierdo, 1890, pp. 45-49.

Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno

NOTAS

[1] María Manuela de Moctezuma Pacheco Nieto de Silva y Guzmán, V marquesa de Almarza.