DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Leyendas salmantinas. Salamanca: Imprenta de Francisco Núñez Izquierdo, 1890, pp.32-39.

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Francisco de Borja Acevedo
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PARQUE NATURAL DE LAS BATUECAS, SIERRA DE FRANCIA

Valoración Media: / 5

El padre cadete

Corría  el año de 1783. El sol encendía las ásperas crestas de la sierra de Francia, en una tarde sofocante de verano, cuando en la celda prioral del Monasterio de Batuecas penetraba, conducido por un lego hasta la puerta, un joven capitán de Guardias españolas.

El P. Prior, sentado al pie de la estrecha ventana de la celda, se levantó pausadamente, y dejando sobre la mesa un grueso volumen, —33— forrado en pergamino, señaló con la mano al recién llegado una silla de nogal, que ocupó el joven, tras un afectuoso  saludo.

El carmelita introdujo ambas manos en las anchas mangas de su raído hábito, y dirigiendo una dulce mirada al capitán, le dijo:

—Los fundadores de esta santa casa, señor capitán, buscaron esta hoyada, perdida entre los riscos de los montes, para retiro de las almas prendadas del sacrificio: pero nuestros trabajos incesantes, bendecidos por Dios, trasformaron en vergeles las peñas áridas, y la agreste naturaleza en jardín que recorren a toda hora muchos viajeros, a quienes es ley de la fundación el agasajar en lo posible. Decidme vuestros deseos y serán del todo satisfechos, y si queréis mirar detenidamente estos contornos y deleitaros ante los panoramas que se atalayan desde las cercanas cimas, todo lo podréis lograr, porque en el convento hay guías hábiles.

Si amáis el saber, podréis gustar los tesoros de nuestra librería, rica en curiosos códices, en raros manuscritos y en hermosos trabajos caligráficos, y si os entretienen las faenas manuales, taller tiene el convento donde algunos mañosos hermanos trabajan el corcho que arrancan de los árboles del valle. Si os agradan las flores, jardines cercan esta casa de oración y frondosas arboledas sombrean las márgenes del río, en las cuales ni el sol penetra ni el calor se siente. Si os entretiene la pesca, cañas y redes  se guardan en la hospedería y tencas bullen en los remansos, y si, como buen soldado, la caza fuera vuestra, diversión favorita, cabras monteses saltan por los picachos de estas montañas, corzas trasponen esas laderas, y no pocos jabalíes fijan sus madrigueras entre las bardas del monte.

—No me trae a este santo retiro un sentimiento de curiosidad, ni busco en él esparcimiento y recreo—contestó el capitán visiblemente turbado por una profunda emoción. Deseo abandonar la vida bulliciosa de mi primera juventud, y contemplo, como mi única esperanza, el cambiar este traje de soldado por el áspero sayal de carmelita del Yermo.

El Prior abrió desmesuradamente sus hermosos ojos negros y los fijó en el capitán, asombrado por una inesperada revelación.

— ¡Cómo! Vos, en la flor de la vida, cuando todo, al parecer, os sonríe, cuando aún un niño adornan vuestros hombros dos charreteras y luce vuestro pecho cruces que atestiguan el valor y el mérito, ¿intentáis emprender una vida de sacrificios y pensáis en arrojaros al fondo de estas breñas solitarias, renunciando a los encantos del mundo y a los halagos de la fortuna que, sin duda, os prepara en breve plazo alta posición e ilustre nombre? reflexionad, hijo mío, y si una contrariedad o un pesar os hirió en el alma, arrastrando vuestra imaginación a sombríos pensamientos, desechadlos con firme empeño y proseguid vuestra carrera, que en ella podéis también servir a Dios y de veras amarle.

El joven, tras unos instantes de silencio, durante los cuales parecía ocupado en sondear el fondo mismo del alma, dijo humildemente al carmelita, conteniendo visiblemente un deseo que habían avivado y fortalecido, lejos de disiparlo, las discretas advertencias del religioso:

—No es un pasajero capricho ni una alucinación del momento lo que me ha movido a llegar a este apartado sitio: es una verdadera vocación, un impulso decidido de mi voluntad. Si algún interés os inspiro, si queréis hacerme un bien inestimable, abridme las puertas de esta santa casa y dejad que un cenobita más aumente el caudal de vuestros sacrificios y oraciones.

La campana del monasterio de Batuecas vibró con un sonido agudo y penetrante, haciendo rechinar los vidrios de la ventana de la celda prioral, y el fraile, alzándose maquinalmente de su asiento y colocando con amor la mano en el hombro del capitán, le dijo con frase dulce y cariñosa:

—Es la hora del rezo. Pasad a la hospedería, donde os asistirán cumplidamente. Dormid tranquilo y como en vuestra propia casa. Mañana hablaremos largamente, Dios mediante, y yo mismo seré vuestro guía por estos contornos.

Confiad en Dios y pedidle de veras, que si de veras y con amor le pedís, Él os  dirigirá con el acierto de la suprema sabiduría.

El joven quiso besar la mano del Prior; pero éste, deteniéndolo amorosamente, lo abrazó diciendo:

—Adiós, hijo mío. Hasta mañana.

Y alzando su capucha y cruzando sus brazos sobre el pecho, dejó la celda y siguió con pausado andar a lo largo de un estrecho pasillo, que conducía a la iglesia del monasterio.

Ya en la puerta de la hospedería el capitán de Guardias se detuvo. El viento, que movía suavemente las hojas plateadas de los álamos y las partidas de los plátanos, traía hasta la puerta del monasterio el rumor del río, el encantador gorjeo de los ruiseñores, el chirrido de los grillos y cigarras y el lúgubre eco de los búhos y lechuzas; los murciélagos, con entrecortados vuelos, agitaban sus sombrías alas alrededor de las cercas de la huerta y de las paredes de la iglesia, llegando en sus aturdidos giros hasta los huecos de las ventanas, y las águilas, trazando en lo alto extensos círculos, posábanse sobre sus nidos, sujetos en los crestones de las cumbres.

El joven lanzó un hondo suspiro, miro al cielo, y después de limpiar con el pañuelo sus ojos llorosos, subió por la estrecha escalera de la hospedería.

 

II

Al pie de la fuente del Abanico, copioso caudal de agua cristalina, que brotando entre dos peñascos de la estrecha vega de Batuecas, fecundizaba en su extenso y bullicioso curso la amena huerta del monasterio, prestando alegre verdor a los árboles y frescura a las lechugas y fréjoles, estaban sentados muy de mañana, en un asiento de pizarra, el padre Prior y el joven capitán de Guardias.

Un aire fresco oreaba la huerta y mecía sobre la majestuosa Peña de Francia dos penachos de blancas nubes, que el sol naciente orlaba con lujosas franjas de púrpura y oro, y un agradable ambiente se disfrutaba en el valle de Batuecas, que caldea el sol abrasador de julio cuando se derrama al mediodía por las angostas gargantas de la sierra, rebrillando en los guijos de las pedrizas y chispeando en las hojuelas de los granitos.

—¿De modo—decía el Prior—que nacisteis en Vigo?

Sí, en Vigo, el año 1763. Mi padre fue el general don Manuel Jacinto de Acebedo, y mi madre doña Josefa Pola y Navia, oriunda de las casas de Miraflores en el Principado de Asturias.

Fue mi padrino de bautismo el padre Isla, grande amigo de mi padre, y yo entré a los quince años de cadete en Guardias españolas, donde ya era capitán mi hermano Vicente.

—Y vamos, hijo mío, hoy que ya el reposo ha podido haceros meditar sobre vuestra resolución, ¿insistís en ella?

—Sí, padre Prior. Hoy me siento igualmente inclinado, y, si cabe, más que ayer, a abrazar vuestra estrecha vida de gustosos sacrificios.

— ¡Gustosos!—repitió el fraile.—Sí, ciertamente; pero ¡ay! para eso, capitán, es preciso que arda una viva fe en el corazón y que sonría siempre el pensamiento con celestiales esperanzas —36—  Solo así se ama la muerte y se huye de la flaqueza y de la vanidad.

El joven guardó silencio. Parecía abismado en medir la extensión y el alcance de las palabras del anciano carmelita, alma robusta y templada al embate de las tentaciones y al rigor de la penitencia.

— Pero, ¿qué causas—prosiguió el Prior—han podido arrastraros a esa determinación, joven de brillante porvenir, de ilustre familia y tan alejado por vuestro género de vida de la nuestra, oscura y despojada de toda vanidad? ¿Habéis sufrido algún pesar, alguna contrariedad de esas que agitan fuertemente el alma? Hablad con entera confianza, que nada más; grato para mí que poder auxiliaros en esa crisis de vuestro espíritu, que asoma a los ojos y que envuelve vuestras palabras. Figuraos que estáis solo y que contáis en alta voz a vuestra propia conciencia cuanto habéis sentido. Recordad ideas y emociones, coordinad recuerdos y decidme cómo nació en vos un deseo tan extraño a vuestras costumbres. ¡Ah! ¡qué feliz fuera este pobre religioso, si lograra veros un día trasponer esos cerros, lleno otra vez el corazón de esperanzas y de ilusiones, y el pecho de fortaleza y de brío para proseguir la carrera en que habéis, alcanzado honra y nombre!

El capitán, paseando una mirada incierta por los tablares de la huerta y por los remansos de las regueras, ceñidos de espuma y orlados de flores, la clavó al fin en el suelo arenoso de la ancha calle que desembocaba en la fuente —37— del Abanico, diciendo con palabra vacilante:

—Realmente que un suceso tristísimo e inesperado fue el germen, sin duda, de mi vocación y el que determinó mi voluntad a llegar a este Monasterio, después de tres largos años de luchas interiores. Mi buen padre, después de la campaña de Italia, recogió una niña de un compañero suyo, muerto desgraciadamente en la toma de Velletri. Ana, así se llamaba, vivió en mi casa considerada y mimada por mi padre, como hija propia. Tenía casi la misma edad que mi hermana Concepción; pero era aún más esbelta y agraciada, aunque de análoga bondad y recogimiento.

Yo amaba a Ana tiernamente, y en aquella alma pura y sencilla había cimentado mi imaginación un mundo de hermosísimas ilusiones.

Más ¡ay! un día el cielo quiso ahogar mi vida en un mar de amargura. Ana enfermó gravemente, cuando ya mi edad y mi posición me permitían hacerla mi esposa, y murió en pocas horas. Aquel tristísimo suceso desplomó mi existencia en una sima de dolor y sumió mi alma en una postración invencible. Mi genio, franco y alegre, se trocó en reservado y sombrío.

Únicamente en la soledad vivía menos apenado, porque en ella evocaba sin estorbo hermosos recuerdos y lloraba con libertad. Una noche, cansado de sufrir, vi dibujarse ante mi vista una idea: la del suicidio, que el infierno me pintaba con las tintas de un seductor remedio. Fascinado y loco por aquella infernal tentación y ya que mis manos el arma que iba a precipitarme en el más cobarde de los crímenes, fijé mis ojos en —38—un crucifijo colocado sobre la mesa de mí alcoba, que mi madre me había dado, y cuyos enclavados pies había cubierto tantas veces de besos y de flores en los venturosos días de mi infancia.

La frente ensangrentada del mártir parecía latir con un soplo de vida, al través de las negras espinas que la envolvían; sus labios cárdenos parecían entreabrirse, y en sus apagados ojos miraba fugaces chispas de luz vivísima. Caí de rodillas y oré y lloré largo rato. Había contado al crucifijo de mi madre mis penas y le había pedido con fervor. Jesús me había escuchado.

En la noche de mi alma había amanecido. ¡Oh sí! los resplandores de un amor infinito habían secado mis lágrimas y habían trocado mis recuerdos en notas de una dulcísima escala que se perdía en el cielo. Mi pensamiento había dejado de vagar por la inmensa soledad de la desesperación, frío campo sin flores, sin aves, sin contrastes y sin ecos. Desde aquel día, en la oración hallaba soberanos consuelos, y en ella huían se las horas tan brevemente, que me parecían instantes. Mi alma muerta amaba nuevamente, y, purificada por Dios, alentaba y revivía al soplo de la esperanza.

Y el capitán calló después de este relato y limpió su frente bañada en sudor. Sus recuerdos le habían fatigado como una marcha al través  de las malezas y guijarrales de la sierra.

El Prior, que le había escuchado en silencio y como adormecido, alzó la vista, y mirando fijamente al capitán, exclamó:

—Así levanta casi siempre al hombre la Providencia —39—y le sostiene y ayuda, cuando la llama al borde del abismo; y el esplendor de Dios es tan hermoso, que, una vez percibido, la vista no se alegra con las hermosuras del mundo ni con las míseras ilusiones de la tierra.

 

III

Cuando en 1856 visitábamos el abandonado y derruido convento del desierto de Batuecas, el guarda de aquel solitario valle nos enseñaba el estrecho hueco del árbol donde vivió un austero carmelita y la dura piedra donde apoyaba durante el sueño su fatigada cabeza.

En la iglesia del monasterio una estrecha tarima mostraba dos anchos huecos en la dura tabla, abiertos en ella por la constante presión de las rodillas de aquel ermitaño sin igual, y en una losa del pavimento del templo, ya abandonado y desnudo de imágenes, se leía la siguiente inscripción:

AQUÍ YACE FR. FRANCISCO DE BORJA ACEBEDO.

— ¡Un santo!—añadía el guarda con palabra convencida—muerto a los setenta y cinco años de edad y más de cincuenta y tres de penitencia, a quien denominaban en estos pueblos el Padre Cadete. Había sido militar; pero no sé qué desgraciados sucesos le movieron a tomar el hábito.

—¿Y decís que era santo?

—Santo, sí. Muchas tardes, de las grietas y junturas de esa piedra que cierra su sepulcro, se levanta una aroma mil veces más fragante que el de las rosas y jazmines, que se esparce por las naves de la iglesia. Cuando se aspira, el corazón recobra más juventud y más vida, y se cree, se ama, se reza y se llora.

FUENTE

Antonio Gª Maceira, Leyendas salmantinas. Salamanca : Imprenta de Francisco Núñez Izquierdo, 1890, pp.32-39.