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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Tradiciones de Ávila, Madrid: [s.n.], 1888 (Miguel Romero, impresor) pp.113-124.

Acontecimientos
Ficción / realidad
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Cómicos de teatro.
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La farsa de Madrigal

LOCALIZACIÓN

MADRIGAL DE LAS ALTAS TORRES

Valoración Media: / 5

La farsa de Madrigal

Lo mismo en la antigüedad que en la Edad Media, cuna del drama moderno, tuvo el teatro su origen y desarrollo en el seno de la religión. Tesis universalmente reconocida, hasta el punto de que críticos tan concienzudos como Patín en sus Etudes sur les tragiques grecs] llama poema litúrgico al drama en los albores de su existencia.

En el seno de la Iglesia nació también en España el drama religioso, que, inspirándose en los pasos de la Pasión y Muerte del —114— Salvador, en la inocencia y candor de los pastores que adoran al recién nacido en Belén, en el Misterio Eucarístico, en las páginas del Antiguo y Nuevo Testamento y en las leyendas y tradiciones de los santos y prestaba un inmenso servicio a la religión, haciendo más claras y más perceptibles las verdades divinas, y llamando al espíritu de los fieles a la contemplación de los sagrados misterios que, en formas de acción, impresionaban doblemente los sentidos. A favor de este poderoso elemento de cultura, la indocta muchedumbre apreciaba y comprendía los grandes misterios de la religión cristiana, y hallaba en representaciones vivas la saludable doctrina, que la rudeza y movilidad de los tiempos no consentían que aprendiese en los libros.

Desde muy antiguo, acaso desde el siglo XI se conocía en España la práctica de las representaciones religiosas; pero es innegable que ya en el siglo X en todas las iglesias de alguna importancia existía la cofradía de los Hermanos de la Pasión, cuyo instituto tenía por principal objeto representarla—115— en los templos, a la vez que la Iglesia la conmemoraba en los últimos días de la Cuaresma.

Sabido es que esta dramática, ya se representase en el templo y como parte del culto, ya en el atrio de la Iglesia y ejecutada por sacerdotes, o ya en la plaza pública y en manos de seglares, se extendió por toda la Península y penetró en las aldeas de pocos habitantes, sin que la inspiración dramática y las formas artísticas de estas farsas divinas cedieran en mérito al potente y vigoroso drama profano, que empezaba a disputarles la palma y de hecho les aventajaba al finalizar el siglo XVI.

En esta época se iniciaba ya en la nación española la más espantosa y rápida decadencia que han presenciado los siglos, y que llegó a su colmo en tiempo de los últimos reyes de la Casa de Austria. Había desaparecido de España la unidad niveladora que había germinado a la sombra de las sapientísimas disposiciones de Doña Isabel la católica, siendo reemplazada por el feudalismo del privilegio y del fuero, —116— sin ninguna de las ventajas de esta institución en la Edad Media.

El municipio, que venía huyendo del poder absorbente del Estado y de la arbitrariedad de los reyes, luchaba a brazo partido contra las imposiciones de los pequeños Estados que formaban el clero, llevando a la cabeza el tribunal de la Inquisición; el Consejo de Guerra y las Universidades, cuyos estudiantes, en continuos alborotos, lo mismo la emprendían contra su maestro, como apedreaban a los magistrados; y en una palabra, todos los elementos sociales que por su índole constituían un organismo, por insignificante que éste fuese, recababan su independencia y rechazaban a viva fuerza la influencia de la autoridad civil.

Esta desorganización social, trajo consigo el bandolerismo, la inmoralidad pública y privada, las competencias por jurisdicción entre las autoridades, los asesinatos, los desafíos y los escándalos tan en boga en el siglo XVII el excesivo número de frailes que poblaba los conventos, convertidos en casas de comodidades y regalo, acudiendo a ellos —117— centenares de hombres sin vocación religiosa, y que buscaban solo la exención del servicio militar y de los tributos; la desaparición de la marina y otras muchas causas, que sería prolijo enumerar, y que contribuyeron a la anarquía más completa en que naufragaron las ideas de justicia, nobleza y honradez, proverbiales en el altivo y caballeroso pueblo castellano.

Esta desmoralización se manifestó más potente que en ninguna otra clase social en la de los comediantes; desapareció la rigidez de las antiguas costumbres que les censuraba; las leyes, que les protegían, eran letra muerta, y el libro y el pulpito, que predicaban contra sus licencias y chocarrerías, habían enmudecido. Los comediantes, en cambio, supieron aprovechar la debilidad de los reyes o sus pasiones personales, para conseguir cédulas y decretos en honor de sus familias, adquirieron grandes riquezas que disipaban con la misma facilidad en la crápula y la orgía; los estudiantes y los artistas les envidiaban la vida de continua diversión, y los frailes rasgaban el hábito —118— y abandonaban el claustro por recoger los aplausos del público en la escena.

Tal era el estado social de España y del teatro, cuando la Historia nos ofrece la relación del ruidoso acontecimiento de Madrigal, y que seguramente habría pasado desapercibido entre el sinnúmero de anécdotas y lances que llenan los libros del siglo XVII si el laborioso padre Fray Juan de San Jerónimo2] no la hubiese conservado en sus memorias sobre varios sucesos del reinado de Felipe II bajo el epígrafe “Acaecimiento en la villa de Madrigal”.

Ciertamente, Madrigal de las Altas Torres reunía títulos sobrados para fijar la atención de los cronistas, por haber sido el teatro de —119— grandes acontecimientos. Ruidosos fueron los antagonismos y rivalidades que sostuvo con su vecina Arévalo sobre la soberanía de los pueblos comarcanos, los cuales no cesaron, a pesar de las terminantes disposiciones de la real cédula dada por Fernando IV en favor de Arévalo y fechada en Medina del Campo en 1302. Dentro de sus muros se albergó con frecuencia la corte de Castilla, y allí rodaron las cunas de personajes tan insignes en las letras y en la política, como El Tostado  [3] y la reina Doña Isabel I.

Se acercaba la Pascua de Resurrección del año 1579, y era preciso, conforme a la costumbre generalizada en España, hasta en las poblaciones de corto vecindario, celebrar la Pasión del Redentor con farsas o representaciones, consideradas aún en aquella época como parte integrante de las grandes solemnidades, y reglamentadas por las corporaciones municipales.

Reunióse el Concejo de la Villa para deliberar acerca de la obra de remembranza y se eligieron, de entre los vecinos, las personas encargadas de la ejecución, designando para los papeles de más juego y más difícil desempeño, como los de Judas, San Pedro y Cristo, a los más hábiles y entendidos en el arte de la representación. Pero sucedió que el que había de representar el oficio de Jesús, padecía persecución por la justicia a causa de no pagar unas deudas, y había buscado asilo seguro en la casa del Señor; y dadas las condiciones personales de aquel actor, era tan difícil su reemplazo, que el Concejo lo estimó imposible.

Así, pues, a fin de que el Cristo no fuese preso en realidad, ni la villa de Madrigal dejase de celebrar debidamente las fiestas de Semana Santa, aquel Concejo, con ingenio sobrado para vestir a las cosas el ropaje que las circunstancias aconsejaban, acordó que el tablado que había de servir de escenario, en vez de levantarse en cualquier otro sitio de la plaza pública, se construyera a la puerta de la iglesia, la mitad dentro y la mitad fuera: disposición que ofrecía las ventajas de que el deudor pudiese tomar parte en la farsa y quedar al abrigo de los —121— magistrados, a quienes estaba prohibida la captura del reo dentro del sagrado que le ofrecía el templo.

Un alguacil de la villa, que al decir de Fray Juan de San Jerónimo [4], andaba en gran desvelamiento y no perdonaba trazas para poner en manos de la justicia al que había de actuar de Cristo, luego que supo la decisión del Concejo, se puso en inteligencia con el que tenía que representar el papel de Judas, y sin grandes dificultades le arrancó la promesa de que, al dar al Cristo el beso de paz, le diese también un empellón que le hiciese salir a la mitad del tablado que había de estar fuera del templo; él se colocaría en los asientos más próximos, y al punto se lanzaría sobre el desdichado Cristo y le haría prisionero.

No faltaba astucia al alguacil, y el plan de captura era excelente a no haber flaqueado por una circunstancia imprevista: el ministro no había contado con que los apóstoles de Madrigal tomaran tan en serio aquellas farsas y representasen tan al vivo la defensa que los discípulos hicieron de Jesús en el huerto de las Olivas, contra los sayones conducidos allí por el traidor.

Comenzó en efecto la representación; la fama de buen actor que el Cristo había conquistado en años anteriores, no quedó desmentida por los hechos; llegó el momento de la salida del huerto después de la oración, Judas se acercó a saludar a su Maestro, y en el acto puso en práctica lo convenido con el alguacil: del empellón que el Cristo recibió de Judas, no solo dejó la parte sagrada del escenario, sino que vino a dar fuera del tablado a los pies del alguacil, quien le sujetó con todas sus fuerzas é intimó se rindiese ante la vara de la justicia.

San Pedro, en vista de que la farsa tomaba visos de verdadera realidad, desenvainó un enorme cuchillo, que formaba parte de su traje, y de un tajo hizo venir al suelo las narices y una mandíbula del opresor; y vuelto al Judas, de otro golpe, le abrió en dos partes la cabeza. Con este motivo se produjo el consiguiente alboroto, y en el templo y en la calle se trabó una encarnizada lucha en que comediantes y espectadores peleaban con denuedo, según sus intereses y simpatías, sin que el Concejo lograra en un principio imponer su autoridad.

Pasados los primeros momentos de excitación, se abrió un proceso en que resultó probada la bellaquería del Judas, por la cual fue condenado a la pena de galeras y de doscientos azotes en el lugar, disponiéndose que el Cristo volviese al asilo del templo, del que fue arrancado violentamente, y que el San Pedro quedase absuelto de toda culpa por la bizarría con que defendió a Jesús.

Cuando Judas sanó de la cuchillada, estimó injusta la sentencia y apeló a la Chancillería de Valladolid, la cual ratificó el acuerdo de la Villa y puso en práctica la ejecución del fallo.

Así terminó la singularísima farsa de Madrigal, inexplicable dentro del orden común de los acontecimientos, y comprensible sólo teniendo en cuenta el deplorable estado de la sociedad en aquella época, la afición desmedida de nuestro pueblo al teatro, y las libertades que los comediantes habían conquistado —124— con su ingenio y con sus gracias, y que les permitían la intervención en los asuntos políticos y en las decisiones de la corona, inclinando la balanza del lado más favorable a sus intentos.

 

FUENTE

Picatoste, Valentín Tradiciones de Ávila, Madrid: [s.n.], 1888 (Miguel Romero, impresor) pp.113—124.

Edición Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

 

[1] Henri Joseph Guillaume Patin  (1793—1876) Études sur les tragiques grecs, ou Examen critique d'Eschyle, de Sophocle et d'Euripide, précédé d'une histoire générale de la tragédie grecque (1841–43).

 

[2] Memorias de fray Juan de San Jerónimo, título con el que se   conoce una gran obra escrita en el Escorial sobre el Monasterio, que recoge noticias entre abril de 1561 y junio de 1591.  Fray Juan de San Jerónimo, era natural de Chinchón; fue monje en el monasterio de Guisando y de allí pasó al del Escorial, donde, por mandado de Felipe II, llevaba el libro de gastos que ocasionaba la fábrica del célebre monasterio de San Lorenzo. Ayudó mucho a Arias Montano en los trabajos de la librería, y de este sabio aprendió el griego y el hebreo. Según el P. Sigüenza era "muy aplicado a las cosas de dibujo y trazas; entendía perspectiva práctica, y murió como un santo, de un cólico en 3 de junio de 1591.