DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Averiguador universal, 15/06/1880, n.º 35, pp. 164-167.

Acontecimientos
Milagro
Personajes
San Antonio de Padua
Enlaces
San Salvador y San Nicolás
"Por San Antonio solemos entender San Antonio de Padua, y no San Antonio Abad, comúnmente conocido en España
como San Antón. La devoción al franciscano portugués estaba muy extendida en todo el ámbito hispánico desde el siglo XVII, y
en Madrid sus devotos respondían al apodo de “guinderos”, por asociarse la fiesta del santo (13 de junio) con la época de recogida
y consumo de cerezas. En 1720 se fundó una Real Congregación de San Antonio “el guindero”, con sede en la iglesia de la Santa
Cruz, en la calle de Atocha, próxima a la Plaza Mayor, y para ella se edificó una ermita diseñada por José Benito de Churriguera,
que en 1768 sería demolida y reconstruida por Sabatini en diferente emplazamiento, antes de la edificación por Filippo Fontana
de la ermita de San Antonio de la Florida, la que decoraría Goya. Cfr. BUENDÍA MUÑOZ, 1992. Por cierto, José de Cañizares,
libretista colaborador de Nebra hasta su muerte en 1750, escribió una comedia sobre la devoción al santo casamentero: Lo que vale
ser devoto de San Antonio de Padua",  p.219 en Luis Antonio González-Marín, "José de Nebra, la devoción y la Santa Capilla de la Virgen del Pilar." ANUARIO MUSICAL, N.º 68, enero-diciembre 2013, 217-230. ISSN: 0211-353.

LOCALIZACIÓN

CALLE DE ATOCHA, 58, 28012 MADRID

Valoración Media: / 5

San Antonio, el Guindero

(Tradición madrileña)

 

Aunque no me es posible designar fijamente su época, atribuyo por conjetura a la segunda mitad del siglo XVIII el suceso que, tal como lo he oído referir, voy a participar a los lectores de «EL AVERIGUADOR UNIVERSAL», suplicando se sirva corregir o ampliar mi relato aquel que por dicha posea mejores noticias; pues me consta que en los abonados y colaboradores de esta interesante REVISTA hay muchos y muy ilustres hijos de la Coronada Villa, y, por ende, entusiastas de su gloriosa historia.

Era una mañanita del mes de junio de 17…, y entre los varios trajineros[1] que de los lugares circunvecinos habían pasado el puente de Segovia con provisiones para el mercado de Madrid, situado entonces en la Plaza Mayor, venía el protagonista de mi cuento con una sola acémila[2], constituyendo su carga dos banastas[3] de guindas. Apartóse del camino, y con la idea de acortar la distancia, emprendió la subida por el estrecho y tortuoso sendero que, atravesando la Tela, venía a parar al portillo construido en el siglo XVII en sustitución de la antigua y fortísima puerta de la Vega o Alvega, el cual portillo existía aún a principios del actual, coronado por una efigie de piedra de nuestra Señora de la Almudena, patrona de Madrid, que fue hallada, según dice la historia, el 9 de noviembre del año 1083 en un cubo de la antiquísima muralla, cerca del Almudin o alhóndiga[4] de los moros, en donde había estado encerrada desde los tiempos de la invasión. No hay atajo sin trabajo, diría con su acostumbrada oportunidad mi buen amigo el Sr. Director de esta REVISTA, y el trajinero, a quien los lectores me permitirán llamar mío, vio comprobada la verdad del refrán; pues cuando había subido lo más agrio de la cuesta, un mal paso de su acémila la hizo caer de costado, rompióse la lía que sujetaba la carga, y ¡oh desgracia! las banastas vaciaron sobre el duro y resbaladizo suelo su contenido, desparramándose la delicada, cuanto madura fruta, con grave detrimento de su aspecto y lozanía. Medio encolerizado y por demás afligido comenzaba mi hombre a acariciar con la vara el cuello y las ancas de la sendereada bestia, cuando un fraile franciscano, de buena presencia y rostro bondadoso, que iba en dirección opuesta, se detuvo, y le dirigió poco más o menos las siguientes palabras: Hermano mío, ofende Vd. gravemente a Dios dejándose dominar por la cólera: lo que acaba de sucederle es uno de tantos trabajos a que nos hallamos de continuo expuestos en esta vida transitoria, y si los sufrimos con resignación, podemos esperar que el Señor nos recompense con usura. Ahora lo que conviene es aplicarse a remediar el daño en lo posible.

Convencido de estas razones el guindero dejó de castigar a la bestia, que, desembarazada de todo impedimento, recobró por sí misma su natural posición, y se puso a recoger la diseminada fruta, ayudado por el humilde religioso, dándose ambos tan excelente traza[5], que en breve apareció limpio el suelo, y quedaron las banastas en disposición de ser colocadas de nuevo sobre el rocín, a cuya maniobra cooperó también el franciscano. En medio de su rudeza, mostróse agradecido mi hombre a su desinteresado ayudador, que por su buena maña parecía haber sido del oficio, y al tiempo de despedirse, rogóle le dijera su nombre, y en qué sitio podría volver a verle.

Me llamo Fr. Antonio, contestó aquel, y mi casa es una iglesia que hay yendo por la calle de la Almudena, en una plazoleta a espaldas del convento de Constantinopla. Dicho esto, se ausentó.

Siguió el guindero camino de la Plaza Mayor con su averiada mercancía, pensando que para salir de ella tendría que malvenderla. Pero con gran sorpresa suya no sucedió así, sino que apenas hubo expuesto el género, acudieron compradores en mayor número que de costumbre, y, sin sospechar siquiera lo ocurrido, pues la fruta convidaba a todos con su buen aspecto, en un santiamén la despachó a buen precio, pudiendo emprender muy regocijado la vuelta a su pueblo. Entonces se acordó de Fr. Antonio y del razonamiento que le había dirigido, y, rumiándolo en su mente, sacó en consecuencia que en todo evento no hay que desesperarse, sino pedir a Dios misericordia, y tener absoluta confianza en su providencia, lo cual hizo propósito de cumplir a fuer de[6] cristiano viejo.

Llegado a su casa, no dejó de participar a sus convecinos el suceso, que fue, como suele decirse, la comidilla de aquel día, y al siguiente, cuando se preparaba a hacer su expedición con otra carguita de guindas, cuidó de llenar una cesta con las que le parecieron la flor, para hacer un obsequio a Fr. Antonio. Le seguía sin duda a mi hombre su buena estrella, porque anduvo el camino con toda felicidad, e hizo su negocio a las mil maravillas. Puso, pues, su acémila en un mesón, y recordando perfectamente las señas de la casa del franciscano, se dirigió por la Platería a la calle de la Almudena, pasó por delante del convento de Constantinopla, torció por la de S. Nicolás, y muy pronto estuvo a la puerta de la parroquia de ese nombre, tan antiquísima, que es una de las diez intramuros citadas por Gonzalo Fernández de Oviedo, escritor de principios del siglo XVI, en sus Quincuagenas. En vano preguntó una y otra vez por Fr. Antonio, dijéronle con mucha razón que allí no existía comunidad de frailes, sino un sacerdote secular encargado de la cura de almas, y le encaminaron por las Vistillas al monasterio de S. Francisco. No está demás advertir, por si alguien lo ignora, que dicho monasterio era ya entonces muy antiguo, pues trae su origen del año 1217 en que vino a Madrid el glorioso Patriarca, y labró por sus propias manos una choza y una ermita en terreno cedido por los moradores de esta villa, ermita que con el tiempo se convirtió en convento y templo bastante espacioso, contribuyendo a ello muy especialmente con sus bienes el célebre madrileño Ruy González Clavijo, embajador del rey Enrique III de Castilla a Tamorlán, que tuvo allí su sepulcro, siendo también enterrada en el mismo sitio la reina Doña Juana, esposa de Enrique IV. Este convento y templo fueron derribados por ruinosos para dar lugar al soberbio edificio e iglesia que existe en la actualidad, cuya obra empezó en 1761 bajo la dirección de un religioso lego[7] llamado Fr. Francisco Cabeza. Y aquí me ocurre decir que si esto sabían hacer los legos de aquellos tiempos, de qué no serían capaces los de misa. Recojan este dato, por lo que pueda valer, los que motejan de ignorantes y holgazanes a los frailes.

Volviendo a mi cuento, no sé si al nuevo o al antiguo monasterio se dirigiría mi guindero, puesto que, como va dicho, la tradición no fija la fecha del suceso, mas esto no hace al caso, siendo indudable que existía allí comunidad de religiosos franciscanos, a la que parecía seguro perteneciera Fr. Antonio. Pero ¡oh sorpresa! preguntó mi hombre por Fr. Antonio en la portería, y el hermano no supo darle razón; hizo que avisara al P. Prior, y este bondadoso le mandó esperara el momento en que debían estar reunidos todos sus frailes, sin excluir legos ni novicios: Fr. Antonio no se hallaba entre ellos, ni había ninguno cuyas señas coincidieran con las que daba el de las guindas.

Sin embargo, era mi hombre constante en sus propósitos, y diciendo para sus adentros que Fr. Antonio no podía mentir, encaminó de nuevo sus pasos a la parroquia de S. Nicolás. Estaba cerrada la iglesia, pero empeñado en buscar en su recinto a Fr. Antonio, alcanzó a fuerza de ruegos que un sacristán le facilitara la entrada, y bien pronto quedaron cumplidos sus ardientes deseos, viendo en uno de sus altares la vera efigies del fraile franciscano su protector. Era en efecto un S. Antonio de Padua, pintado en tabla, que se veneraba en aquella parroquia desde tiempo inmemorial.

Postróse mi hombre de rodillas delante de aquel simulacro del Santo de los portentos, y desahogó con lágrimas los afectos de su piadoso corazón. Divulgado el suceso, acreció con esto la devoción a aquella imagen, y como el vulgo, para eso de poner nombres, se pinta solo, desde entonces fue conocido el cuadro con la denominación de S. Antonio el Guindero.

Andando el tiempo, la parroquia de S. Nicolás fue incorporada a la del Salvador, destinándose el primitivo edificio a varios usos  profanos, hasta que por fin le habilitó de nuevo para el culto divino la V. O. T. de Siervos de María, y como en 1840 se derribó la iglesia del Salvador, ha vuelto a ser parroquia con ambas advocaciones[8].

El cuadro de S. Antonio, a que heme referido, fue llevado a la parroquia de Santa María por una piadosa Congregación fundada para darle culto; dicha iglesia ha desaparecido también en nuestros días, siendo trasladada provisionalmente la parroquia al convento de Religiosas Bernardas del Santísimo Sacramento, donde estará, es muy probable, hasta las calendas griegas[9], a pesar de los buenos propósitos que, según se dice, existen en elevadas regiones de erigir a la principal Patrona de Madrid un templo digno de la corte de España, y la Congregación ha seguido la suerte de la parroquia, hallándose celebrando, cuando esto escribo, su anual novena al glorioso S. Antonio de Padua el Guindero.

 

Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno

 

NOTAS


[1] El que acarrea o lleva géneros de un lugar a otro

[2] Mula o macho de carga.

[3] Cesto grande formado de mimbres o listas de madera delgadas y entretejidas.

[4] Casa pública destinada para la compra y venta del trigo. En algunos pueblos sirve también para el depósito y para la compra y venta de otros granos, comestibles o mercaderías que no devengan impuestos o arbitrios de ninguna clase mientras no se vendan.

[5] Darse maña.

[6] Por ser, como consecuencia de ser.

[7] En los conventos de religiosos, el que siendo profeso, no tiene opción a las sagradas órdenes.

[8] Denominación complementaria que se aplica al nombre de una persona divina o santa y que se refiere a determinado misterio, virtud o atributo suyos, a momentos especiales de su vida, a lugares vinculados a su presencia o al hallazgo de una imagen suya

[9] Tiempo que no ha de llegar, porque los griegos no tenían calendas.