DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Tradiciones vasco cántabras, [S.l.] [s.n.] Tolosa Imp. de La Provincia, 1866.

Acontecimientos
Personajes
D. Beltran Pérez de Alós; su hija Usua; la madrastra de ésta
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DEVA

Valoración Media: / 5

Gau-Illa
Tradiciones vasco cántabras
 
Tradición vascongada, que dedica el autor a su muy querido amigo
D. Antonio de Trueba, archivero y cronista del Señorío de Vizcaya.
 
No hace aun muchos años que se veían como a doscientas varas de mi casa paterna los derruidos muros de la casa-torre de Alós. Yo era entonces muy niño, pero aun recuerdo con tierna melancolía el bullicioso afán y la alegre algazara con que nos entregábamos entre sus ruinas a los juegos favoritos de aquella edad venturosa, que cuanto más se aleja, más nos cautiva y encanta. No son los muros, no, ni las ruinas de Alós, lo que echa de menos el alma, sino la dulce e inalterable paz de aquellos dichosos días en que nos sorprende el sueño sonriendo, y nos despertamos cantando. Pero sobre todas estas razones, yo tengo una muy particular para no olvidar aquellos sitios. A su vista escuché por primera vez la relación de los extraños sucesos que voy a referir, y a pesar del tiempo que desde entonces ha pasado, me siento vivamente conmovido cada vez que recuerdo la infantil curiosidad con que recorríamos sus ruinas, queriendo leer hasta en sus piedras cubiertas de musgo la fantástica tradición que tanto nos halagaba y cuyos bellísimos versos cantábamos alegremente. El año de 1844 se levantó sobre el solar de la antigua torre una casa moderna y, una vez desaparecidos sus últimos restos, va cayendo también con ellos en el olvido hasta la memoria de su existencia. Y, sin embargo, fue castillo poderoso y rico en un tiempo....y tuvo naves a flete....y gente de armas a servicio, y sus dueños tuvieron asiento entre los parientes mayores. Y uno de ellos, D. Beltran Pérez de Álós, casó ya algo entrado en edad con una noble mayorazga del país, que le dio una hija al año de su matrimonio; y el venturoso día en que vino al mundo, mataron mil gallinas en los patios de la casa, y se corrieron siete toros en su emparanza1 y se bailó el jorrai-danz-a, como dice el cantar antiguo. Todo esto no era más que el preludio de las grandes fiestas, que el dichoso D. Beltran preparaba en celebración de tan fausto acontecimiento, pero la repentina muerte de la señora, acaecida a los dos días, vino a turbar la común alegría, con gran pesar del público, que había consentido en divertirse largamente con aquel motivo. Alós, que amaba tiernamente a su esposa, sintió tan profundamente su pérdida, que se negó por mucho tiempo a recibir consuelo ni distracción alguna. Pero, Junacjun2 dice el refrán vascongado, y en aquella ocasión volvió a confirmarse la desconsoladora y amarga verdad que encierra. ¡Junac-jun! ¡Y la Señora de Alós murió y la enterraron! Y su esposo que lloró con sincero dolor su desgracia, fue sin embargo enjugando poco a poco su llanto, y a los dos años se sintió tan aliviado, que se encontró con aliento para volverse a arrojar en el piélago matrimonial, en brazos de una arrogante y alegre doncella, hija de las riberas del Urola. Según cuenta la crónica, la nueva esposa de Alós era el reverso de la primera. Cuanto se hizo querer la anterior por su inalterable dulzura, y la bondad de sus elevados sentimientos, se hizo aborrecer la segunda por la aspereza de su carácter orgulloso y violento. Pero en esto corría el tiempo, y Alós se veía ya padre de otras dos hijas. Corría el tiempo y la hija del primer matrimonio crecía gallarda como un lirio, hermosa como el día, y buena y cariñosa como su madre; rodeada de las bendiciones del pueblo, que la quería como a su providencia, y perseguida por el desvío y la versión de su madrastra y hermanas. Alós-Usua3, que así la llamaban, lloraba en silencio sentimientos tan inmerecidos y procuraba en vano, a fuerza de abnegación y paciencia, inspirarlas el cariño que en un principio sentía por ellas. Su noble padre que la amaba apasionadamente a pesar de las malévolas sugestiones de su mujer observaba con amarga tristeza el despego de que era víctima, y procuraba en cuanto le era posible atraer a la madrastra y sus hijas a mejores sentimientos, al par que prodigaba a la infortunada niña toda la ternura y cariño de su corazón de padre. ¡Único consuelo que encontraba la infeliz, en el triste y ofensivo desamparo en que vivia! Pero convencido al fin de la ineficacia de sus tentativas y previendo que, según iban las cosas, toda su protección y ternura no bastaría a librarla del horrible martirio a que la condenaba la sorda y cruel envidia de su familia, se decidió a casarla para sustraerla a su poder. Pero en esto resonó en las montañas el grito de guerra, y Alós hubo de dejar su casa y sus proyectos para ir a Castilla contra moros al frente de sus gentes. Algo de misterioso y terrible debía ocurrir en la Casa Torre en ausencia de su noble dueño. Las gentes, al pasar por sus puertas, dirigían torvas miradas al interior y se retiraban murmurando alguna maldición en voz baja. Los deudos y parientes evitaban manifiestamente tratar con la madrastra y sus hijas y, por fin, Alós-Usua iba consumiéndose visible y rápidamente al peso de sombríos e indefinibles pesares. "No tiene nada", decían los médicos consultados acerca de su extraña enfermedad. "No tengo nada" repetía ella con melancólica sonrisa, murmurando en voz baja....no tengo nada, es verdad.... ¡pero si mi buen padre no llega pronto, encontrará frío el lecho de la pobre Alós-Usua! Ciertamente que a los ojos de los curiosos, nada ocurría a la triste niña, que por otra parte debía hallarse ya acostumbrada al maltrato de los suyos. Pero podían no ser padecimientos personales tan solo, los que robaban la salud y la vida en la fuerza de su juventud a la infortunada doncella que, para sus propios pesares, encontraba su corazón de ángel, calma y resignación al pie de los altares. Pero acaso, mientras el noble anciano derramaba su sangre por añadir un timbre a sus blasones, arrastraban su honra por el suelo quienes más debían mirar por ella. Acaso veía por sus propios ojos la desventurada joven las negras sombras que daban pábulo a las injuriosas murmuraciones que corrían con escándalo de boca en boca. Y ella, que amaba apasionadamente a su padre, que poseía una alma casta e inmaculada, y que sentía correr por sus venas la limpia sangre de su noble raza, sufría a tan torpes liviandades, como hija en sus sentimientos, en su pudor como virgen, y como dama de Alós en su orgullo. Pero, al fin, después de un año de ausencia, volvió D. Beltran a casa, y encontró a su hija triste y moribunda. El apasionado anciano, estrechándola en sus brazos, la preguntaba con tierno interés por la causa de su abatimiento y ella, rompiendo en llanto, contestaba: !No sé, padre mío! Pero huyamos lejos, muy lejos de esta casa! "¡Tú estás loca, hija mía!" replicaba el padre. Pero Alós-Usua respondía: ¡No, no! ¡Huyamos, padre mío, y en cualquier rincón del mundo, sin más amor que vuestro cariño, sin más anhelo que vuestro bienestar, liaré dichosos y tranquilos los últimos días de vuestra vida! El honrado Beltran se sorprendía del extraño e incomprensible lenguaje de su hija pero, atribuyéndolo a la exaltación de sus sentimientos exacerbados por el sufrimiento, volvió a su anterior proyecto de casarla.
Entre los muchos pretendientes que la atraían su hermosura y sus riquezas, se distinguía un mayorazgo de Yidania, tanto por la gallardía de su persona como por su cuna pero, sobre todo, por sus desarregladísimas costumbres, cuya circunstancia no impidió que obtuviera, desde luego, para sus pretensiones todo el apoyo de la señora de Alós. El desdichado viejo, cediendo en esta ocasión como siempre al irresistible influjo de su esposa, arregló el matrimonio de su hija con quien al parecer lo merecía menos, y la pobre niña, acostumbrada a obedecer ciegamente en todo, entregó su mano sin amor ni entusiasmo, pero satisfecha y contenta en la seguridad, de que por mal que la fuera, no había de costarla su nuevo estado sólo pesares y lágrimas, que habían amargado hasta entonces su vida. Casáronse, pues, y partieron a Vidania, restableciéndose aparentemente la calma en la familia de Alós. No dejaba de preocupar sin embargo a D. Beltran el recuerdo de las repetidas súplicas y el incomprensible empeño de su hija en alejarle de casa; y, llegando a sospechar que tanta insistencia pudiera encerrar algún misterio, resolvió tener una explicación con un huérfano recogido desde la niñez en casa, y que por la confianza que merecía en ella, debía hallarse al corriente de todos los secretos. No correspondieron a sus esperanzas los resultados de esta entrevista. El joven se manifestó desde luego tan visiblemente apasionado a favor de la madrastra, y tan prevenido contra la hija, que no vaciló en señalarla como el único origen de las disensiones de la familia, y como ocasión de los licenciosos discursos del vulgo. Pero Alós, que admiraba con orgullo los puros y elevados sentimientos de la primogénita y que, a pesar de las malévolas sugestiones de su madrastra, la quería apasionadamente, se sintió, a las palabras del joven, tan lastimado en sus afecciones paternales que, no pudiendo reprimirse, le confundió desapiadadamente bajo el peso de su cólera y su indignación. Pero, a los pocos momentos, volvieron la calma y la serenidad a su agitado espíritu y, con ellas, un profundo pesar por el violento arrebato a que se había entregado, pues temía que la dureza con que le había tratado obligaría al pobre huérfano a romper con ellos y a abandonar la casa. Pero, afortunada o desgraciadamente, no sucedió así. Muy lejos de eso, desde aquel día, se mostró más amable que nunca, y continuó viviendo en ella como si nada hubiera ocurrido.
A la verdad, D. Beltran recibió en ello una verdadera satisfacción ya que era sincero y profundo el cariño que le profesaba. Por una parte, cierto parentesco que con él le unía, como hijo natural que era de un primo suyo y, sobre todo, los lazos de afección y confianza que forma en los corazones honrados la vida íntima y expansiva de la familia hicieron que el bondadoso anciano llegara a considerarle como un hijo. Pero, a pesar de todo, no pudieron menos de sorprenderle tanta sangre fría y tanta impasibilidad en una edad en que, generalmente, es tan susceptible el amor propio y tan exaltados los sentimientos; lo cual, unido a ciertos rumores que de tiempo en tiempo llegaban a sus oídos, principiaron a despertar en su ánimo amargas y dolorosas sospechas. A pesar de su carácter crédulo y confiado, la horrible duda comenzó a atormentar su corazón generoso. Nada claro, nada preciso encontraba en verdad, que pudiera confirmar sus temores. Nadie a quien acusar, a quien pedir cuentas de los afrentosos rumores, de los que adivinaba, sin embargo, ser él objeto; pero una voz interior le decía que alguna terrible desgracia pesaba sobre su frente, que la atmósfera que respiraba estaba corrompida, y que la traición y la deslealtad le cercaban misteriosamente por todas partes. En esos momentos de amargura y desaliento es cuando volvía a herir con más fuerza que nunca su atribulada memoria, la dulce imagen de su querida Usua, enterneciendo profundamente su corazón el grato recuerdo del afectuoso y consolador cariño con que, tantas veces, mitigaba sus penas; y, un día, no pudiendo ya resistir a la emoción que le producía, partió a Vidania a verse con ella. Nadie puede dar idea de la alegría, del contento y de la sincera efusión de la joven, al abrazar una y mil veces a su padre después de un año de separación. No tardó sin embargo en conocer que tanta parte como el cariño había tenido en el viaje de D. Beltran el deseo de averiguar algo sobre los tristes sucesos que tanto le preocupaban; por lo que resolvió obrar con la mayor discreción, a fin de no cometer alguna imprudencia que pudiera comprometer a su familia. En vano pues el anciano, aparentando la mayor indiferencia, dirigía insidiosamente a su hija mil y mil preguntas sobre el mal trato que había sufrido de su madrastra y hermanas, queriendo animarla así a hacer algunas revelaciones. Alós-Usua, que conocía la incontrastable fiereza que, en materias de honra, dominaba en el fondo del carácter aparentemente débil e irresoluto de su padre, procuró justificar a su familia y trató de desvanecer las crueles sospechas que principiaban a germinar en su pecho. Si no consiguió del todo su objeto, tuvo al menos el consuelo de verle partir más tranquilo y sosegado que a su llegada. No pudo ocultarse tampoco a la penetración de la señora de Alós la honda preocupación de que era víctima su marido y su talento y su conciencia le revelaron a la vez su causa. Aunque tan fatal descubrimiento no dejó de alarmarla en un principio, tardó poco en tranquilizarse, al considerar el irresistible ascendiente que ejercía sobre él, lo que le inspiraba la seguridad de que, en la primera explicación que mediara entre ellos, conseguiría disipar sus sospechas. Y así sucedió. Arrastrado a una conferencia por la artera dama, salió de ella el bueno de Alós convertido de acusador en penitente y culpando su necia credulidad que le hacía acoger indignas suposiciones que así ofendían la virtud de una esposa, que consideraba ya como modelo de ternura y de fidelidad conyugal. Pero, pasaba el tiempo y los rumores crecían cada día, y volvía Alós a abismarse en negras y sombrías cavilaciones que su mujer conseguía desvanecer, es cierto, pero para levantarse de nuevo con más fuerza. Y, una noche trabándose de palabras con un marino, amigo suyo, recibió de él uno de aquellos insultos que inferían la deshonra en la frente y que, en aquella época, sólo se lavaban con sangre. Después de una opípara cena, suscitóse una disputa entre los vapores del vino y el rudo marino, algo excitado y burlándose del anciano, habló de «cierto hijo vil de ganancia» nacido en una casa-torre mientras su dueño se hallaba en Castilla. La alusión fue tan directa que la comprendió hasta el mismo Alós; pero, aunque hubiera querido acariciar alguna ilusión sobre ella, la hubieran desvanecido las explicaciones que mediaron luego. Fácil es de comprender cómo terminaría aquel incidente. El inconsiderado marino cayó a los golpes de su adversario, pero dejando encendido en su corazón un infierno de desesperación y de rabia. En tan terribles circunstancias, la señora de Alós desplegó todos los recursos, todos los artificios que puede inspirar a la vez la pasión, el ingenio y el instinto de la propia conservación. No pudiendo negar el hecho del ilegítimo nacimiento de un niño en casa, pues era ya de pública notoriedad, lo atribuyó resueltamente a la mayorazga y puede decirse, en prueba de su rara habilidad, que si no logró persuadir completamente a su esposo, consiguió al menos que sus sospechas se dividieran entre ambas. Pero, de todos modos, Alós conocía su deshonra y que el criminal vivía impune, y estas dos ideas le consumían de dolor y de vergüenza. ¡Oh! Yo he de averiguar, gritaba con voz ronca en sus accesos de furor, y ¡ay de la mujer liviana que ha vilipendiado mi nombre! Y, un día, corrió de boca en boca la noticia de la muerte de D. Beltran Pérez de Alós. Causó general sentimiento su desgracia, pues fue siempre muy querido por su bondad y nobleza, y era profunda la compasión que últimamente inspiraba por las aflicciones de que se veía rodeado en su vejez. Así es que, al punto, se encontró llena la casa de gentes que venían a enterarse de las circunstancias de tan inesperado suceso que confirmaban el desorden, el llanto y los gemidos que resonaban en ella. Decíase que, habiéndose sentido el honrado anciano la víspera a la noche, algún tanto indispuesto, había llamado para asistirle a un médico íntimo amigo suyo que, desde luego, pronosticó una catástrofe que, desgraciadamente, se realizó a las pocas horas. La mujer y sus hijas se deshacían en lágrimas, ensordeciendo la casa con sus lamentos. Pero, al cabo, no había remedio y hubo que disponer su entierro. Como no podía menos, Alós-Usua fue también invitada a las exequias y, con sorpresa de todos, llegó a tiempo para la Gau-illa. Gau-illa que, en vascuence, significa noche de muerte, es una ceremonia fúnebre, que aún se conserva en el país vascongado con religioso respeto, pero despojada sin embargo de algunas de las circunstancias que la acompañaban en los antiguos tiempos y que eran, precisamente, las que le daban un carácter profundamente moral y filosófico. La víspera del día designado para su entierro, se encerraba el cadáver en el ataúd y, al acercarse la noche, se le colocaba en el centro del salón rodeado de multitud de luces. Arrodillados todos los miembros de la familia en torno a la caja mortuoria, principiaban a orar a una voz por el descanso de su alma y, en seguida, iban entonando de mayor a menor el canto fúnebre con voz entrecortada por los sollozos. Reducíase este a la celebración, ya sea en verso, ya en prosa, de las virtudes y de los nobles hechos del difunto, cuidando de rendir una expresión de gratitud a aquellos que, con su cariño o con su adhesión, hubiesen contribuido en vida a su bienestar y ventura. Pero también en aquel momento, desgarrado el torpe velo del poder y la fortuna ante la lúgubre majestad de la muerte, se espiaban a su vez la traidora intriga, los falsos halagos, la negra hipocresía y la ambición bastarda. Allí, ante el cadáver de la inocente virgen, levantaba su voz la desconsolada madre, acusando el áspero tratamiento del padre, mientras el corazón gemía oprimido de angustia por tan temprana muerte. Otras veces, el severo y terrible acento de un pariente del difunto pedía cuentas ante su cadáver a la liviana esposa que le había arrastrado entre la deshonra y los celos a la desesperación y a la tumba. Y el engañado padre, y la maltratada hija, el ultrajado esposo, y la mujer burlada iban abriendo al ámparo de una tumba su corazón lastimado y exhalando las mal reprimidas y dolientes quejas. ¡Oh! en aquel solemne juicio, mezquina parodia como todo lo humano, del gran día de la justicia Divina, desprendida el alma de los torpes vínculos de la carne, concedía a la virtud el premio de sus sacrificios y la reprobación al vicio.
Ya hacía algún tiempo que había principiado la Gau-illa,cuando llegó Álós-Usua. La madrastra y sus dos hijas envueltas en negros mantos, rezaban en coro, pues habían terminado sus cantos. La joven entró precipitadamente en el salón, subiendo de dos en dos las escaleras de la torre, y se dirigió bañada en llanto a la caja mortuoria. Con mano trémula y el pecho palpitante, levantó la tapa y tendió los brazos para estrechar entre ellos el inanimado cadáver de su padre cuando, interponiéndose la madrastra y el huérfano, que se hallaba con ellas, la separaron bruscamente a un lado. En vano suplicó, lloró y gimió la atribulada hija; no consiguió dar el abrazo de despedida al noble anciano que tanto la había amado en vida y cuya pérdida lloraba sin consuelo. Haciendo, sin embargo, un esfuerzo para reponerse, se encaminó a dar el beso de paz a su madre pero ésta, al sentir cerca de sí el rostro de la joven, volvió desdeñosamente la cabeza a un lado. Ahogando un suspiro y reprimiendo un movimiento de altivez, se dirigió con el mismo objeto a sus hermanas, pero éstas imitaron a su madre. No pudo ya la desdichada con tanta humillación, después de siete años de ausencia y a la vista del sagrado cadáver de su malogrado padre. Levantó con orgullo su frente, las miró un momento con desdeñosa arrogancia y, echándose de rodillas al pie del féretro, entonó con voz sonora el siguiente canto fúnebre:
Eche eder leyó bague onetan, ez naiz sartu zazpi urte aüvetan, eta zortzi garrenian neretzat zorigaitzian Aita Beltranen illtzian4.
A este doloroso recuerdo , un torrente de lágrimas brotó a los ojos de la joven pero, ahogando la profunda emoción que la dominaba, continuó con voz trémula:
Amandria neria nizaz bi erdi eguin zanian, milla olio illeta ezcaratzian, zazpi cecen corritu ere emparantzian, ni ere banengüen lumacho.artian, eta nere Ama-andria urre gortiña artian5.
Un fugaz relámpago de orgullo cruzó por los ojos de la noble mayorazga, al recordar la alegría y los esplendidos festejos con que se celebró su nacimiento; pero, repuesta instantáneamente y cediendo a las dolorosas memorias de su juventud tan tristemente perdida entre aquellos muros, continuó su canto con melancólico y apagado acento :
Güero Vidania guztian bat zan eroric eta zororic, Aita-jauna neriac aura senartzat emandit, baña ez nuque trucatuco obiagoagatic. Aita-jauna neriac niri eman cidan imiñan dotia, Ama-andriac ere isihillic bere partia. Leñen gabian begüiac viotzac luen mendian, baita berriz ere bigarrenian: Irugarrena igaro baño lea ondo poztu ciñan Alós-torria eldu zalaco neregan semia6.
Con esta última estrofa hubiera terminado tal vez su canto Alós-Usua si, al fijar involuntariamente los ojos en su madrastra y hermanas, no hubiera observado la expresión de odio y de venganza con que la miraban. Irritada ella a su vez por tan inmerecido encono, hizo un esfuerzo para serenarse y, con voz vibrante y sonora, reanudó su interrumpida improvisación, marcando de una manera intencional y profunda cada una de sus palabras:
Alós-torria ¡Bay, Alós-torria! ¡Alós-torreco nenguanian goruetan bela beltzac cuá, cuá cuá, cuá leyuetan. Andic jaiqui eta cenurre goruaz jó nuan. Baña andic lasterberri gaiztuac jó ninduan7.
 
El ingrato huérfano, que más de una vez había sufrido agrias reconvenciones de la joven, por la negra deslealtad con que correspondía al noble anciano a quien todo se lo debía, se creyó, y con razón, aludido por la cantora, y le dijo:
Zaldunacesancíon, ¡ishi, ishi! ¡Ama dollorcumia! Ez da bada ori zure ezateria8.
Pero Alós-Usua, fijando en el arrogante mancebo su mirada dura y severa, replicó con imperio:
Ishi! Ishi! Zaldun odol charreco gaztia! Ala ere guchiago zan zure egúimpidia! Aizpa ederrac or daude ederric eta galantic, atz ederrac eraztunez beteric: Ez daucatela mantubetan zuloric. Ala ere guchiago beguiyan negarric. Ama-andriari ere bai poza dariyó; nere -viotz'ari bacarric mindura jariyó!9
Al concluir la última estrofa, la madrastra y sus hijas, levantándose simultáneamente, se acercaron a la mayorazga en ademán amenazador, seguidas del huérfano cuyos dedos acariciaban bajo la ropilla el reluciente mango de un puñal. No se acobardó, sin embargo, la noble joven. Herida por el contrario en su altivez, púsose también en pie y terminó su canto diciendo:
Aita-janna neria Gastelan zanian, Ishil ascoric jayo zan Alós-torrian semia. Età ala ere ishillagoric Dago baquian Acitzen Zarauz aldian. Gure jatorriarren loituquerian Ay! au mindura belzà, Ay nere lotzà! Alavac negarra ta, Aitac lur otza! I Genec loitu zaitu zu , Alós-torria? jAy! nere Aita maite, Aita maitia! Illzia ondo eguin dezu, Aita-jaun maitia!10
No bien acabó la joven de pronunciar las últimas palabras cuando la madrastra dio un grito, que más parecía un rugido, mirando al propio tiempo a su cómplice de un modo significativo. Éste? comprendiendo la señal, hundió su mano izquierda en la rubia cabellera de Alós-Usua y levantó la diestra armada de un puñal pero, en aquel momento, rodó con estrépito la caja mortuoria y el pérfido y desleal mancebo, exhalando un doloroso gemido, cayó bañado en sangre a los pies de D. Beltran Pérez de Alós. En seguida el resucitado anciano, abrazando con efusión a la atónita joven, exclamó con voz cariñosa y conmovida: ¡Oh! Preciso ha sido hundirme en el ataúd para descubrir el misterio terrible de mi deshonra y la sublime abnegación de tu alma pura! ¡Oh ángel mío! Hoy lo conozco: tu eres la hija de mi corazón y de mi sangre!
—¡Perdón para los culpables, ¡padre mío! ¡Basta de sangre!
—¡Bien, bien! No quiero turbar tu alegría , mi pobre Alós-Usua. En cuanto a ese ingrato y desleal mancebo, fue preciso que muriera para salvar tu vida. Ahora ocupará mi lugar, y será sepultado en mi nombre, con el vergonzoso misterio de mi afrenta. ¡Oh! ¡Nunca falla la justicia de Dios! ¡Él asaltó en vida mi tálamo nupcial y yo le arrojo cadáver en mi lecho de muerte!
Al día siguiente, se verificó con gran pompa el entierro de D. Beltran Pérez de Alós, no sin que llamara la atención de las gentes la ausencia del huérfano en tan solemne acto. Cierto es que tampoco hubo en adelante noticia alguna de él. A los ocho días tomaban el velo, en un convento de Navarra, la madrastra y sus hijas y, finalmente a los quince se levantó la casa de Alós y, por causas que no pudieron explicarse, su heredera pasó a vivir con su familia a ciertas haciendas que tenían en el interior. La acompañaba un anciano que se ocultaba con mucho misterio y de quien nadie daba razón, si bien hubo algunos que creyeron encontrar en su estatura y su aire alguna semejanza con D. Beltran Pérez de Alós. Pero sea lo que fuere, aquella familia vio correr el resto de sus días en medio de una paz y una felicidad que rara vez se dejan gozar en esta tierra de llanto. Cierto es que no dejaban de levantarse de tiempo en tiempo algunas nubes sombrías en el corazón del honrado anciano, pero si alguna vez se resistían a la tierna solicitud de Alós-Usua y su enamorado esposo, nunca dejaban de disiparse a los inocentes halagos de sus dos hermosísimos nietos, cuya predilección y cariño hicieron la felicidad y el orgullo de sus últimos años.
FIN.
Editado por Christelle Schreiber - Di Cesare
FUENTE
(Araquistáin) Biblioteca digital Hispánica
 
NOTAS
1 Emparanza. Plazoletas que tenían frente á su fachada, la mayor parte de las casas-torres del país Vascongado
2 Junacjun. Los idos...idos. Refrán vascongado que equivale al castellano de "al que se muere lo entierran".
3 Alós-Usua. Paloma de Alós.
4 Hace siete años que no he entrado en esta hermosa casa sin ventanas, y (vengo) en el octavo por desdicha mía, por la muerte de mi padre Beltran.
5 Cuando mi señora madre se abrió en dos para darme á luz, mil gallinas murieron en las cocinas. Siete toros se corrieron en nuestra plazuela, mientras á mi me tenían sobre blanda pluma, y á mi señora madre entre cortinas doradas.
6 Más tarde....en todo Vidania sólo se conocía un atolondrado y loco, y fue el que mi Señor padre eligió para esposo mío. Pero hoy no lo cambiaría por otro mejor. Mi señor padre al casarme me dio la dote en celemines, y también mi Señora madre reservadamente su parte. En la primera noche sucumbieron al sueño el corazón y los ojos; también en la segunda. Pero antes que pasara la tercera, bien te alegraste ¡Oh! torre de Alós, porque germinó un hijo en el seno de tu hija.
7 ¡Oh torre de Alós! ¡Oh torre de Alós!¡Cuán grande es la escalera de la torre de Alós! Encontrándome un día hilando en la torre de Alós, llegó un cuervo negro graznando en mis ventanas. Me levanté y le di mi rueca de oro. Pero en vano, que al poco tiempo llegaron funestas nuevas a mis oídos.
8 ¡Calle! ¡calle! Hija de ruin madre! Son palabras esas que no deben pronunciar tus labios.
9 Calle! calle! el caballero de baja sangre! Aunque es bien cierto, que no es él aquí el más culpable. He aquí mis bellas hermanas, bien frescas y hermosas, con los dedos blancos llenos de sortijas, sin agujeros en los mantos y, por fortuna, con menos lágrimas en los ojos. La señora madre también rebosa de contento. ¡Sólo mi pobre corazón destila pesar y amargura!
10 Cuando mi señor padre se hallaba en Castilla, con harto silencio nació un hijo en la Torre de Alós. Y, por fortuna, con harto misterio se encuentra aun vivo hacia Zarauz, ¡para afrenta de nuestra raza! ¡Ay! ¡cuánta es mi amargura! ¡Ah cuánta mi vergüenza! ¡Sólo quedan para la hija el llanto, para el padre la fría tierra! ¿Quién arrojó tal mancha sobre ti, ¡Oh torre de Alós!? ¡Ay! ¡mi querido padre, querido padre mío! ¡Bien has hecho en morirte, querido padre mío!.