DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Áncora, Barcelona, 19//09/1850, pp. 1292-1294.

Acontecimientos
Personajes
Carlos II, mujer con padre moribundo, cura
Enlaces

LOCALIZACIÓN

COMUNIDAD DE MADRID

Valoración Media: / 5

EL COCHE DE CARLOS II

HISTORIA.

Es un día de fiesta en Madrid, un bello día que pasará demasiado rápido sobre la imperial y coronada villa al parecer de su alegre población. ¡Oh! ¿quién reconocería en esa Madrid tan animada y tan hermosa, en esa Madrid alfombrada de flores y en que resuena el sonido de los instrumentos y de los armoniosos cánticos, a la sombría y triste hija del austero Felipe? Nadie, nadie. Un elegante e impaciente gentío inunda la calle de Alcalá, desde la Puerta del Sol, sitio que el pueblo prefiere particularmente y donde se agita y alborota como un enjambre de abejas hasta el Prado de San Fermín, cuyas verdes alamedas están pobladas a la sazón de hermosas señoras con elegantes basquiñas[1] y ricos mantos de encaje, y de jóvenes galanes que, montados en fogosos potros cordobeses, hacen vistoso alarde de la gracia y de la habilidad que sabe desplegar un jinete español. El mismo rey, con la reina, los grandes y títulos de Castilla deben ir al Prado: las carrozas doradas de la corte cruzarán aquellos hermosos paseos y se mezclarán a los trenes no menos brillantes de la nobleza. Será un magnífico espectáculo, y aquel día pasará demasiado rápido sobre la imperial y coronada villa.

Pero ¿no tiene siempre el dolor una parte en las fiestas humanas? Entre tantos corazones alegres e indiferentes, ¿no hay siempre un corazón triste y dolorido? Entre tantas voces que clamorean inútiles y mundanas palabras, ¿no hay una voz suplicante que se alza hacia el cielo para pedirle una merced[2]?... Una joven pálida, desencajada, baja la calle de Alcalá.

—«¡Plaza![3] ¡Plaza!, dice con voz sofocada por los sollozos, ¡mi padre se muere!», pero la multitud, que se aleja de ella un momento, la multitud, que corre hacia el Prado, se le opone en breve al paso, cada vez más apiñada, más compacta, y estas amargas palabras, «¡Mi padre se muere!», no salen sino con mucho trabajo de su agitado pecho.

Dentro de algunos momentos la religión acudirá en auxilio de la piedad filial, porque la religión es más poderosa sobre el pueblo de Madrid que el placer y la alegría de las fiestas: la religión impondrá silencio a aquella muchedumbre, que abrirá respetuosamente delante de sus ministros sus confusos y apretados pelotones, aunque el día es hermosísimo y el rey y la corte deben ir al Prado en doradas carrozas.

Llega en tanto la joven jadeando, la frente inundada de sudor hasta la entrada de Nuestra Señora de Atocha. Apenas su mano trémula ha podido tocar los sagrados mármoles del pórtico, cuando una nueva fuerza desciende a su corazón y anima la esperanza su decaído aliento. Un sacerdote cruza en aquel momento la nave de la iglesia: la joven se precipita hacía él y cae a sus pies. Inclínase a ella el sacerdote para ayudarla a levantarse, y ella aprovecha aquel momento para decir su nombre, para hacer saber su desgracia e indicar las señas de la casa de su familia; el sacerdote la tranquiliza y la bendice...

La pobre doncella ha ido a pedir el viático[4] para su padre, y al cabo de pocos momentos todo está pronto para el cumplimiento de aquella obra de caridad y de fe. La religión va a sentarse junto a la cabecera del cristiano moribundo: uno de sus ministros lleva el viril[5] que encierra el pan de la vida eterna, la hostia consagrada por santas palabras. Camina bajo un dosel y precedido de un sacristán que de cuando en cuando toca una campanilla.

—«¡Plaza! ¡plaza! ¡Mi padre se muere!»

De nuevo es insensible el gentío a estas amargas palabras de la doncella, que quisiera llegar a la casa paterna antes que la santa comitiva... Pero el toque de la campanilla resuena de repente en la gran calle de Alcalá, y de pronto el gentío se para y se arrodilla respetuosamente; ábrese por todos lados para dejar paso al ministro del Señor, y la multitud prosternada olvida por un momento los placeres que le aguardan en el Prado.

«¡Oh Dios mío! ¡Aquí vienen los alabarderos[6] y la guardia real! ¡Ahí están las carrozas doradas de la corte! ¡El rey es, el rey nuestro señor! ¿Cómo haremos? El sacerdote no llegará a tiempo, y cuando llegue Dios a nuestra casa ya será tarde... No descenderá como un último rayo de sol sobre los labios pálidos de mi desdichado padre.»

Y se desesperaba, y gemía y golpeaba su pecho…

—«Nada temas, nada temas, niña; el rey, tu señor, con sus alabarderos y su guardia, es en este momento igual a tu padre moribundo».

Llega en efecto el rey de las Españas, acompañado de una brillante comitiva, en su magnífico coche que apenas puede dar un paso en medio del gentío que se agolpa en derredor, vitoreándole con repetidos gritos de júbilo y de entusiasmo.

Pero al primer toque de la campanilla, la guardia a caballo se para y echa pie a tierra; ábrese la portezuela de la carroza, y el rey católico se apea y se arrodilla en la calle... Luego hace subir al sacerdote en su coche, y le conduce en persona a la casa del enfermo, que espera los últimos sacramentos.

Este homenaje tributado a Dios por un poderoso monarca, en medio de un pueblo animado de las mismas convicciones, ha hallado desde entonces constantes imitadores. El rey de España de quien se habla en este artículo es Carlos II. La piadosa costumbre introducida por este religioso príncipe, se ha perpetuado hasta el día en nuestros reyes.

Leemos muchas veces en los papeles públicos, anuncios parecidos al que últimamente traían los periódicos de la capital: «La joven reina Dª Isabel y S.A.R la Serenísima Señora Infanta, su hermana, habiendo salido ayer a paseo según costumbre, se encontraron al cura de la parroquia de San Ginés que llevaba el Sagrario Viático a un enfermo. Inmediatamente las dos jóvenes princesas se apean de su coche, y siguen a pie la comitiva, hasta su regreso a la Iglesia, en medio de un gran gentío edificado en vista de la piedad de la joven reina y de su augusta hermana.»

 

D.D.

 

[1] Saya que usaban las mujeres sobre la ropa para salir a la calle, y que actualmente se utiliza como complemento de algunos trajes regionales.

[2] Misericordia, perdón.

[3] Suministrar socorro a una persona necesitada.

[4] Sacramento de la eucaristía, que se administra a los enfermos que están en peligro de muerte.

[5] Caja de cristal con cerquillo de oro o dorado, que encierra la forma consagrada y se coloca en la custodia para la exposición del Santísimo, o que guarda reliquias y se coloca en un relicario.

[6] Soldado del cuerpo especial de infantería que da guardia de honor a los reyes de España y cuya arma distintiva es la alabarda.