DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El siglo XIX, vol.1,  Madrid.(1837)  pp.17-24.

Acontecimientos
Amores trágicos. Rebelión
Personajes
Juan Padilla, Francisco Maldonado, Pedro de Girón y Velasco, conde de Tendilla.
Enlaces
de Galindo, Luz María Cruz. "Los Comuneros: un apunte histórico." Arbor 165.652 (2000): 731-745.

LOCALIZACIÓN

MEDINA DE RIOSECO

Valoración Media: / 5

Juan Padilla

Era la media noche, y el huracán bramaba con violencia; los árboles cediendo a su impulso sacudían de sus ramas solitarias los últimos restos de la frondosa verdura que los engalanara un tiempo: la naturaleza desnuda de sus brillantes atavíos, y los campos cubiertos de una inmensa capa de nieve que reflejaba los pálidos rayos de la luna, representaban con verdad —12—el triste cuadro del invierno, una noche de enero de 1520. Todo era grande, todo misterioso; las cúpulas de los templos de Toledo, ocultando su elevada frente en el seno de las nubes, se perdían en ellas como las sombras de un sueño lisonjero, y los silbos prolongados del viento, que luchaba en su furiosa carrera con vallas formidables, eran semejantes a los ayes de una víctima que lanza su postrer suspiro en el horrendo potro que la despedaza.

En medio de esta vasta soledad, un hombre solo parece desafiar el poder de los elementos: envuelto en un capotón[1] de paño burdo, calada la gorra de pieles hasta cubrir sus negras y pobladas cejas, y tanteando a menudo el aguzado puñal, pasea a lo largo de un espacioso edificio, en cuyo pórtico brilla el débil resplandor de una lámpara moribunda. El ruido de sus pasos es seguido del de sus armas; el viento agita sus cabellos haciéndolos ondular sobre sus hombros, y la luna dibuja en el muro su figura pavorosa. Se podría dudar si era un hombre el que a tales horas y en tan aciaga noche paseaba, al parecer, con una calma imperturbable; pero su bronca voz que entona una canción guerrera dejándose oír por intervalos, disipa esta duda. Otra persona vino a aumentar el interés de la escena: su traje, según se puede descubrir a la escasa luz de los astros, anuncia una persona de clase más elevada; su talle es majestuoso, su presencia imponente.

—Dime, camarada, ¿te hayas con el valor necesario para cumplir tu noble misión? ¿Podrá la comunidad entregarse con  tranquilidad a sus importantes deliberaciones?

—Os juro por el apóstol[2], que ni el mismo emperador me haría retroceder; ninguna persona que al llegar a este punto deje de pronunciar las palabras de consigna, logrará entrar en el salón de las juntas sin hollar antes mi cadáver: los castellanos cumplimos así nuestros juramentos

—Cuenta con la promesa, añadió el superior, internándose en el edificio.

 El castellano ajustó su ropón[3] y comenzó a pasear apresuradamente, para evitar el frio que lo avanzado de la noche y lo rigoroso de la estación hacían sentir. España entretanto iba a ser teatro de escenas sangrientas, y a sufrir todos los horrores consiguientes a una revuelta civil. —13— Las ciudades de Madrid, Toledo, Salamanca, Córdoba, Segovia, León y otras muchas, habían protestado contra el subsidio de 200 millones de maravedís que las Cortes, reunidas en la Coruña, habían concedido al Emperador. Los pueblos se negaban a pagar los tributos, favoreciendo abiertamente los proyectos de los sublevados. La regencia de Adriano[4] estaba amenazada por terribles sacudimientos, a los que indudablemente hubiera sucumbido, si la serenidad y firmeza del cardenal no gobernaran la nave del Estado, en tan desecha borrasca. La mayor parte de las provincias habían adoptado un gobierno popular, estableciendo comunidades o germanías, que insignificantes en su origen, llegaron a contar bajo sus banderas más de veinte mil combatientes. ¡Tal fue el entusiasmo con que los pueblos se alzaron en defensa de sus libertades!

 Una de estas comunidades celebraba sus sesiones en un edificio solitario, situado al extremo de la ciudad, y cuya puerta custodiaba el intrépido castellano; el lúgubre y monótono sonido de la campana de la catedral marcó la una de la noche, hora en que según costumbre debían reunirse sus individuos: a corto rato se percibieron varios grupos que se acercaban en diferentes direcciones, y a los cuales dio el quién vive el centinela con ánimo resuelto. Castilla y Libertad contestaron a un tiempo numerosas veces; venganza o muerte, añadió aquel franqueando la entrada a los comuneros.

Atravesando estos un antiguo pórtico, en cuyos muros había sentado el tiempo su mano destructora, llegaron al espacioso salón destinado a sus deliberaciones. Tres filas de taburetes le circunvalaban y en su centro ardía una enorme lámpara de metal. En ocupando cada uno su puesto, el valiente Padilla les dice:

—En este mismo recinto manifestasteis no ha mucho los más ardientes votos por la libertad de Castilla; afortunadamente llegó ya el momento de ver realizados nuestros deseos: las provincias de Aragón, Valencia y Andalucía nos ofrecen su apoyo, y están prontas a secundar nuestro movimiento; dentro de pocos días el pendón de la libertad ondeará[5] en medio de un ejército entusiasta y numeroso, dispuesto a combatir la tiranía y rapacidad de esos—14— viles extranjeros, que apoderados del gobierno cometen a su sombra todo género de excesos: en breve el ambicioso Adriano y sus pérfidos satélites, huyendo despavoridos ante las falanges castellanas, irán a ocultar su ignominia en los helados bosques de Alemania. Veo brillar en vuestros semblantes el más puro entusiasmo, conozco vuestra impaciencia, vuestros deseos de medir las armas con los enemigos de las libertades de Castilla,... pues bien, avancemos hasta Burgos; allí ocultan su sobresalto esos fementidos[6] alemanes; apoderémonos de sus personas, y si preciso fuere caigan sus cabezas; nada es tan sagrado como nuestros fueros, nada es violento cuando se trata de defender la libertad y alzar su trono resplandeciente sobre las ruinas de la tiranía.

—Sí, avancemos; gritó el impetuoso Girón[7]: avancemos, y los secuaces del cardenal perezcan en el patíbulo; lavemos con su sangre la ofensa hecha al orgullo nacional, y sepa el mundo entero que Castilla no sufre el yugo que quisieran imponerla alevosos extranjeros, y que aun hierve en las venas de sus hijos la sangre de Pelayo[8].

—Y si el emperador, repuso Dávalos[9], lejos de calmar nuestra ansiedad, tratara de resistir tan justas reclamaciones, arrebatémosle la diadema; ciña otra vez las sienes de su virtuosa cuanto desgraciada madre, viniendo a compartir sus fatigas el príncipe de Calabria.

— Ante todas cosas, dice el obispo de Zamora, debíamos apoderarnos de la reina Juana; la ausencia de su razón favorece nuestros proyectos, y su firma estampada en las determinaciones de la comunidad, las investirá precisamente de un prestigio extraordinario.

—Y nadie más a propósito para realizar este plan, añadió Maldonado[10], que el intrépido Padilla; en mi concepto debemos trasladarnos cautelosamente a Tordesillas, ponernos de acuerdo con las demás comunidades, y señalar día para efectuar el levantamiento: luego que Padilla se haya hecho dueño de la Reina deberá hacerlo saber por medio de una señal convenida, y en el momento todos nuestros partidarios, a quienes de antemano se habrán repartido armas y dinero, reunidos bajo las ordenes de Girón, darán el grito de Libertad por Castilla, poniéndose en estado de defensa. A este tiempo las demás ciudades habrán efectuado el pronunciamiento, —15—y reunido en días un cuerpo considerable de tropas, ondeará triunfante por do quiera el pendón de Castilla.

Admitido con ardor el plan de Maldonado, permaneció la comunidad largo rato en tumultuosa agitación: restablecida la calma, Bravo, esforzando la voz, les dice:

—Renovemos el juramento de morir o ser libres; próximo está el día en que habremos de sellarle con nuestra sangre; contemplemos la muerte sin espanto, como un sacrificio glorioso hecho en las aras de la Patria; tras ella nos aguarda la inmortalidad, y nuestros nombres, al pasar de generación en generación, serán repetidos con entusiasmo.

Por un movimiento simultáneo los comuneros se pusieron en pie, y blandiendo los aceros gritaron con acento amenazador: lo juramos; Castilla será libre.

—Que lo sea, exclamó con énfasis Padilla, y la maldición y el oprobio caiga sobre el cobarde que retroceda al frente del enemigo: un abrazo fraternal sea la señal de nuestra despedida, y que el laurel de la victoria corone nuestras frentes cuando nos reunamos de nuevo.

Dice, y estrechándose mutuamente, se separan enternecidos. —17—

Los últimos rayos del sol reflejaban en las solitarias almenas del castillo habitado por el conde de Tendilla, cuando su hija, saliendo con sigilo de su aposento, desciende por una escalera secreta, cruza varias galerías, y llega a la capilla donde reposan las cenizas de sus mayores. Un elegante manto de brocado oculta entre pliegues numerosos las gracias de su talle encantador; sus cabellos rizados con sencillez, y sujetos por un hilo de perlas, ondean voluptuosamente en derredor de un seno de alabastro tiernamente agitado por las dulces impresiones del primer amor: en sus ojos de azabache brilla todo el fuego de la inocencia, y sus labios de rosa, animados con una sonrisa virginal, se abren únicamente para respirar los placeres. A los diez y siete años amaba con pasión, y en su delirio gozaba de todas las ilusiones y sueños de felicidad que una imaginación ardiente puede crearse al percibir tan gratas emociones.

Sin embargo, se nota en su semblante alguna cosa de extraordinario; sus mejillas están bañadas de palidez, sus párpados humedecidos, y su paso es vacilante: en entrando cierra tras sí la puerta de hierro que da paso al panteón, y que al girar sobre los goznes cubiertos de orín retumba con estrépito, llenando de pavor el corazón de la tímida doncella, que se juzga separada para siempre del resto de los mortales. Postrada a los pies de un crucifijo permanece largo rato en oración, y recorriendo con rápida ojeada los objetos que la rodean, lanza un agudo gemido: en el centro se eleva un magnífico cenotafio, que contiene en su seno los restos de cien generaciones; sobre la lápida campean las armas de los Tendillas, y de la bóveda pende una lámpara de plata.

Aquella morada, que solo se abriera para depositar en ella las yertas cenizas de algún individuo de la familia, sirve de asilo a una joven temeraria, que siguiendo los impulsos de su corazón agitado por el huracán —18—de las pasiones, burla la vigilancia paterna y se arroja en los brazos de un amante.

¡Infeliz! ¡no te estremeces al contemplar las tremendas inscripciones de esas lápidas!... ¡no temes ver ante tus ojos las sombras de tus mayores maldiciendo tu existencia!... detente, no te precipites a ese abismo horroroso, que en vano quieren salvar tus débiles fuerzas; disipa esas ilusiones engañosas, esos fantasmas de felicidad, bajo cuya maligna influencia perecerá tu virtud como la rosa abierta en la mañana perece a los rayos ardorosos del sol de mediodía: considera que al dispertar de ese sueño delicioso tus gracias estarán ajadas, hollada tu inocencia, y ¡entonces! tu frente marcada con el sello de la ignominia te hará objeto de la execración general, arrastrarás una vida llena de oprobio y de amargura, y no habrá un amigo que vierta lágrimas de dolor sobre la fría losa de tu sepulcro.

Un ligero ruido que se percibió en lo interior de la capilla sacó de su arrobamiento a la hija del conde, haciendo palpitar su corazón con violencia: quiere levantarse, pero en vano; una mano invisible parece detenerla a los pies del altar: las negras colgaduras que cubren las paredes se conmueven, y un hombre rebozado[11] aparece en el fondo; la opaca luz de la lámpara hiere sobre su frente altiva, su mirada es sombría, su actitud misteriosa: un gorro de terciopelo, adornado de plumas blancas, ciñe sus cabellos, que descienden rizados sobre su espalda; el oro de que está bordado su traje, y las piedras que brillan en el puño de su daga, descubren en él una persona de clase muy elevada-

— ¡Aun no ha llegado! exclama con agitación; pero no, ella cumplirá su promesa; alguna ocupación imprevista la impide sin duda dirigirse a este punto.

 ¡Cuán feliz soy! En medio de los continuos sobresaltos que me rodean su amor viene a dulcificar mi existencia y a colmar de felicidad mi corazón; su presencia sola es bastante a desvanecer las penas que devoran mi alma: ¡hay tanta magia en sus miradas! ¡es su sonrisa tan seductora! Sin ella el mundo sería a mis ojos un desierto, y la vida una carga insoportable: ¿pero será fingido su amor?... no, lejos de mi tan injuriosas sospechas; el candor y la inocencia brillan en su semblante, su acento —19— es el de la verdad; sin embargo, tarda tanto en llegar... quizá no se decida a seguirme, ¡es un paso tan aventurado para una joven abandonar su familia! ¿Pero si me ama, por qué no sacrificarlo todo a su pasión?, ¡insensato! ¿la hija de un conde amar a Padilla?; al que desobedeciendo a su soberano se va a colocar al frente de una revolución; ¡la hija de Tendilla abandonar su posición brillante para unir su suerte a un hombre que quizá perecerá en un patíbulo!...

No, ella no puede amarme, yo he sido vilmente engañado; pues bien, perjura, goza de tus riquezas al lado de algún poderoso cortesano, y olvida al hombre del pueblo, al infeliz Padilla, que desde esta lúgubre morada te dirige un adiós postrero.

—Detente, exclamó con voz penetrante la hija del conde, oponiéndose a su marcha; sí, pérfido, duda en buenhora de mi amor, insulta la debilidad de una joven que faltando a su dignidad lo sacrifica todo a su amante, gózate en mi dolor vertiendo en mi pecho la copa de la amargura, pero no pretendas separarte de mí; tu suerte está irrevocablemente unida a la mía; te seguiré a todas partes como los remordimientos al delincuente, y allí en el campo de batalla, cuando el acero homicida se dirija a tu pecho, el mío te servirá de escudo, y si mueres moriremos juntos.

Pero ya que has atormentado tan cruelmente mi alma destruyendo sus ilusiones, yo derramaré en la tuya la más amarga desesperación; haré que una sombra funesta te siga por do quiera... que un roedor continuo consuma tu existencia, y saciando mi furor en tu prolongada agonía quedaré vengada.

Estremécete al escucharme: anoche, después de recibir la bendición paternal, me retiré a mi aposento, y agitada por mil contrarias sensaciones, quedé sumergida en un profundo letargo.

Bien pronto me figuré trasladada al templo, y que a los pies del altar nos jurábamos un amor eterno; cuando un trueno espantoso retumbó sobre nuestras cabezas, y el sacerdote, pronto a concedernos su bendición, quedó convertido en un gigantesco fantasma, cuyo manto descendiendo en dilatados pliegues que vagaban a merced del huracán, le daba un aspecto pavoroso: poco a poco fue desapareciendo y la iglesia quedó sumida en una inmensa oscuridad, disipada levemente por la —20—siniestra luz de los relámpagos; la sangre se había helado en mis venas, y un sudor frío bañaba mi frente; aterrada con tan lúgubre espectáculo quise ocultarme en tu seno, pero mi asombro se redobló al ver que habías desaparecido y elevádose en tu lugar un cadahalso: el verdugo con aire brutal blandía su enorme hacha, y se disponía a dividir el cuello de un desgraciado;... al poco rato se percibió un prolongado gemido, y la cabeza separada del tronco rodó hasta mis pies salpicándolos con su sangre; y esa cabeza, horrorízate al saberlo,... esa cabeza era la tuya.

—Piedad, exclamó Padilla, arrojándose desvanecido en los brazos de su amada.

Vuelto en sí del enajenamiento, marchemos, la dice, y cualquiera que sea la suerte que me tenga reservada el destino, mi corazón te amará hasta el sepulcro.

—Marchemos, añadió la hija de Tendilla, y si el Dios de los ejércitos se declara por nuestra noble causa, postrándome a los pies de mi padre, le diré: Ved mi frente sin mancilla, en nada he faltado a la dignidad de mi clase, si arrastrada por mi pasión pude cometer un error, evadiendo vuestra autoridad y disponiendo de mi mano, fue para entregarla a un héroe; miradle cubierto de laureles y escuchad el grito universal de los pueblos que le aclaman su libertador.

Padilla la estrecha con delirio, y renovando mil veces el juramento de amarse, desaparecen del panteón.

III

Los sucesos de España presentaban cada día un aspecto más deplorable: por todas partes cundía con rapidez extraordinaria el fuego de la insurrección, y todo anunciaba un sacudimiento espantoso, cuyas consecuencias habían de ser precisamente muy transcendentales. Aumentado prodigiosamente el ejército de los comuneros, y contando con recursos de todas clases que los pueblos se apresuraban a ofrecerle, no vaciló un momento dar principio a la campaña.

Una división respetable a las órdenes de Padilla, avanza hasta Segovia, y cayendo de improviso sobre el cuerpo de tropas que al mando de Ronquillo tenían puesto cerco a esta ciudad le derrota, le pone en vergonzosa —22— fuga y se hace dueño de un inmenso botín.

Esta victoria produjo grandes resultados para los vencedores; sin embargo, la ambición del mando los divide: se trata de elegir un jefe que dirija las tropas, y anteponiendo el interés privado a la utilidad común, cada uno se inclina al partido en que descubre más brillante porvenir: las tropas claman por Padilla, la junta teme la popularidad de este joven y se decide por Girón, hijo del conde de Urueña.

Entretanto los regentes habían reunido en Rioseco un ejército considerable: su caballería compuesta de nobles, inflamados del espíritu guerrero del siglo, estaba a las órdenes del conde de Haro, hijo primogénito del Condestable. Los comuneros engreídos con sus triunfos anteriores, y confiados en la superioridad numérica de sus fuerzas, se dirigen sobre el enemigo; se entabla un sangriento combate, en el que después de la más obstinada resistencia son vencidos: el ejército realista se aprovecha de la victoria, y dirigiéndose a Tordesillas se apodera de la Reina y hace prisioneros varios individuos de la junta.

 La derrota llena de consternación a los sublevados, censuran la conducta de Girón, le acusan de traidor y le despojan del mando, que depositan en Padilla. El ardor renace en las tropas, diariamente se alistan nuevos partidarios, y el ejército de los comuneros presenta otra vez un aspecto imponente. Los preparativos se siguen con actividad por ambas partes; los regentes reciben auxilios de hombres y dinero y se disponen a renovar las hostilidades; todo anuncia que una acción sangrienta va a decidir la suerte del Estado.

Efectivamente, ambos ejércitos se avistan el día 23 de abril de 1521 y llegan a las manos, peleando largo tiempo con ardor y entusiasmo; pero las tropas de los comuneros se encuentran envueltas por la caballería enemiga: el terror se apodera de sus filas y en vano tratan los jefes de contenerlas; la mayor parte de los soldados lleva consigo un rico botín, y teniendo en nada el honor de la victoria siempre que puedan salvarle, arrojan las armas y se ponen en precipitada fuga: el desorden y la confusión se aumentan por momentos, el ejército realista lo arrolla todo y queda dueño del campo de batalla.

Padilla y otros muchos comuneros pelean todavía con todo el arrojo que presta la desesperación, y ya que no vencedores quieren morir al menos con honor; pero sus esfuerzos son inútiles, y se ven obligados a ceder quedando prisioneros. Así concluyó esta memorable jornada, que aseguró para siempre la diadema en las sienes de Carlos, hundiendo en un abismo la libertad de Castilla.

—Dime, buen amigo, ¿cuál es la causa de la agitación en que se encuentra este pueblo?–

—¿Lo ignoráis por ventura? respondió un villano, bajando su sombrero hasta los pies y echando una mirada de asombro sobre el desconocido, que a su parecer le hacía pregunta tan extraordinaria: extraño por mi vida no haya llegado a vuestros oídos la sangrienta batalla de Villalar.

—¿Y cuándo aconteció esa jornada, preguntó el extranjero con aire distraído? No hay muchas horas, contestó el sencillo aldeano, manifestando en su semblante los deseos que tenia de referirla

— Pues de ese modo estimaría que os tomaseis la molestia de enunciarme sus pormenores. Con mucho gusto. El campesino refirió con toda la turbación y encogimiento propia a un hombre de su clase los detalles del encuentro habido el día anterior, y cuando después de largos rodeos y de haber casi desecho su sombrero, daba fin al discurso, le interrumpió el extranjero para preguntarle, si los jefes comuneros habían sido indultados, y si sabía qué personas acompañaban a Padilla.

—En cuanto a indulto, respondió el castellano, no ha sido posible conseguirle; los regentes permanecen inexorables, y esta mañana se ejecuta la sentencia.

—¡Desgraciados! exclamó conmovido el extranjero, enjugando sus lágrimas.

—Por lo demás, continuó aquel, he oído hablar de un joven que seguía a todas partes a Padilla, y que después se ha descubierto ser una señorita, que según la voz general —23—del pueblo pasa por hija del conde de Tendilla: en todos los encuentros dicen que se ha batido con denuedo, pero ayer, sobre todo, hizo prodigios de valor; mil veces salvó la vida a su amante (que por tal se reputa a Padilla), y cuando concluida la acción supo la suerte que le aguardaba, se arrojó a los pies de los regentes implorando el indulto, pero nada pudo conseguir, y desde entonces permanece en un continuo delirio.

—Suspended, dijo el extranjero, ocultando su turbación, y conducidme a la habitación de esa desgraciada; el aldeano obedeció, y colocándose a su lado se confundieron bien pronto entre la muchedumbre que inundaba las calles.

En medio de la plaza se había elevado el patíbulo, donde los desgraciados Padilla, Bravo y Maldonado debían expiar[12] su delito: un gentío inmenso ocupa las avenidas, y el verdugo aguarda con impaciencia las víctimas que ha de inmolar su ensangrentada cuchilla. ¡Qué contraste tan admirable presenta este suceso a los ojos del observador! Los que el día anterior contaban un séquito numeroso, los que a no serles contrario el destino hubieran triunfado de sus contrarios, y dando al pueblo sus fueros se habrían adquirido una gloria inmortal, llegan hoy solos al suplicio y doblan su altiva frente ante un grosero sayón[13];... ¡y ese mismo pueblo, por cuya causa se han sacrificado, va a contemplar impasible su muerte sin oponerse a la ejecución, ni aun verter una lágrima sobre su tumba!...

La hora fatal sonó, y a corto rato llegan al patíbulo los reos entre dos filas de soldados: su frente, empero, está serena, su mirada es majestuosa; si la sociedad, abusando de sus derechos, confunde su muerte con la del criminal, hay sin embargo entre las dos una enorme distancia: pura la conciencia de aquellos como el aliento de una Virgen, ningún sobresalto la agita; devorado el pecho de éste por los más crueles remordimientos, baja al sepulcro maldiciendo su existencia, y su nombre se pierde para siempre entre el inmundo polvo de su cadáver.

El ejecutor leyó la sentencia, y concluida se dispone a cumplir su repugnante misión: el desgraciado Padilla acaba de expirar,... sus labios al cerrarse para siempre —24— han pronunciado el nombre de su amada, su cabeza palpitante aun rueda por las tablas... cuando un rumor prolongado se percibe en todos los ángulos de la plaza: una joven vestida de negro y hermosa como la sonrisa del amor se dirige apresuradamente al suplicio, seguida de un anciano, que en vano quiere contenerla con sus débiles fuerzas; el viento ha descompuesto su manto y deja ver un seno de alabastro, cuyas palpitaciones pueden contarse; sus cabellos vagan sin orden, y en sus pálidas mejillas está dibujado el dolor.

— ¿Dónde está? pregunta con acento estúpido, y dirigiendo a todas partes sus ojos desencajados.

Nadie contesta; el verdugo fija sus miradas profanas en el seno de la virgen, y contempla sus gracias con risa infernal. Llevadme a su presencia, necesito verle, estrecharle en mis brazos, y decirle mil veces que le adoro;... ¡crueles, si supierais amar, no seríais insensibles a mi dolor! ¿le pondréis en libertad, no es cierto?... abandonaremos estos lugares, y aunque sea en un desierto seremos felices viviendo el uno para el otro;. ¿qué, deseáis riquezas? disponed de las mías, yo no ambiciono más tesoro que su corazón,... pero si me habéis de negar el único bien que anhelo sobre la tierra, sumergid mil veces un puñal en mi pecho,... no temáis, yo os bendeciré desde la morada de los justos. Su mirada, errante hasta entonces, se fijó sobre la cabeza de su amante, y exhalando un agudo gemido, cayó sobre el sangriento cadáver.

 La desgraciada había dejado de existir; una pasión ardiente unió sus almas en el mundo,... un lazo indisoluble las unía en la eternidad.

 El anciano, que superior a su quebranto había presenciado tan dolorosa escena, cediendo a su violencia, exclamó con acento angustiado, ¡hija mía!... no pudo continuar, los sollozos embargan su voz, y los soldados le arrancan, a su pesar, de aquel terrible espectáculo. Era el conde de Tendilla[14].

 

FUENTE

E. Vives. “Juan Padilla”, El siglo XIX, vol.1,  Madrid.(1837)  pp.17-24

 

 

 

[1]Capote. Capa de abrigo hecha con mangas y con menor vuelo que la capa común. Ropa larga que regularmente se ponía suelta sobre los demás vestidos. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] El apóstol Santiago.

[3] Ropón. 2. m. Ropa larga que regularmente se ponía suelta sobre los demás vestidos. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[4] Adriano de Utrech

[5] En el original “hondeará”.

[6] Fementido: mentiroso, voz antigua.

[7] Pedro de Girón y Velasco.

[8] El rey asturiano que  inició la Reconquista.

[9] Hernando Dávalos.

[10] Francisco Maldonado

[11] Embozado

[12] En el original “espiar”.

[13] Sayón: verdugo.

[14] Entonces  D. Iñigo López de Mendoza.