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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La España Literaria, año II, núm. 5, 20 de diciembre de 1863, pp.36-37.

Acontecimientos
Fuga del héroe
Personajes
San Isidoro de Sevilla
Enlaces

Martín, José Carlos. "El corpus hagiográfico latino en torno a la figura de Isidoro de Sevilla en la Hispania tardoantigua y medieval (ss. VII-XIII)." Veleia 22 (2005).

LOCALIZACIÓN

CARMONA

Valoración Media: / 5

Gutta cavat lapidem.
(Tradición sevillana)
 
 
Grandes, son, oh Señor, tus juicios
e irrevocables tus palabras (lib. Sab. cp. XVII, 1)
 
El sol camina lentamente hacia su ocaso, y las auras de la tarde con su fresco soplo alivian los ardores de un día abrasador de julio.
La naturaleza revive al hálito embalsamado de los céfiros, y sacude el sopor penoso en que la sumieran los inclementes rigores estivales.
Las amenas campiñas de Carmona parecen sonreír a las brisas reparadoras y suaves, y saliendo de su triste silencio y postración, exhalan en ecos de dulce armonía el himno de su gratitud a la Omnipotencia, que hace relativos el placer y el dolor, el sufrimiento y el goce. Este himno sublime tiene por notas el gorjeo de las aves; el susurro de los árboles, sacudiendo sus frondosas copas al halago del manso vientecillo; el perfume balsámico de las flores; el aroma puro de la vegetación, recobrando sus fuerzas al perder la atmósfera su ardoroso influjo; los ecos lejanos, que remedan remotas melodías al llegar al suspenso oído; el zumbar de millares de insectos, guarnecidos entre las plantas, errantes entre las grietas de la tierra, o juguetones entrono de las microscópicas grutas que su industria les depara.
A la sombra de un álamo copudo y al abrigo de una preminencia caprichosa del terreno se levanta una piedra negruzca, enmohecida y descantillada por la acción devoradora del tiempo.
Aquella piedra parece haber formado parte de un cimiento ciclópeo, como el lienzo de gigantesca construcción de las murallas de Tarragona; y al encontrarse en los bosques sombríos de la Germania, el pasajero la hubiese creído uno de esos nefandos altares del Altrunismo, donde los druidas ofrecían víctimas humanas a sus divinidades tenebrosas.
De un reborde peñascoso de la prominencia se desfila de vez en cuando una gota de agua, que viene a caer limpia y transparente como una lágrima en la cavidad de irregulares formas, practicada en la gran piedra; denunciando una mano ruda, atenta a procurar recoger la líquida emanación del montecillo, sin perfeccionar la obra de su provisión benéfica.
El hueco de la piedra contiene un agua cristalina que ofrece alivio al viajero sediento y derramándose por un estrecho caucecillo, forma un arroyuelo que brinda a los animales, a los alados y antenados insectos, y a las avecillas el tesoro de su escaso pero fresco raudal.
Pensativo, melancólico, sentado sobre el húmedo césped, apoyado el codo en el borde de la piedra-pozuelo, y sosteniendo la mejilla en la doblada diestra, se distingue a un púbero[1] de agraciado rostro, aire de distinción sin pretensiones, y vestido con una sencillez elegante de rico-hombre viajero. En la severidad de líneas de aquella fisonomía, y en el corte al redondo de sus largos cabellos de un rubio oscuro, se conocía en el joven la procedencia de la altiva raza goda; y a poco que se estudiara et gesto de natural dominio de aquella rosada boca, y la contracción de sus cejas en signo habitual de majestuoso imperio, echábase de ver que el púbero pertenecía a una de las castas preeminentes de la familia gótica, como duques o barones de territorios, sometidos a la corona electiva de los Ataúlfos y Recaredos.
El noble niño parecía sumergido en cavilaciones aflictivas; porque más de una vez en el curso de sus pensamientos una lágrima se habla deslizado silenciosa de sus sedosas pestañas a lo largo de sus pálidas mejillas; en más de una ocasión durante sus meditaciones una sonrisa de inefable ternura plegó sus labios, o una expresión de amargo desaliento se dibujó en su semblante...
 
Pareció salir de su preocupación dolorosa: su rostro se animó de improviso y con acento resuelto esrinrnó:
—¡Diga lo que quiera Leandro, no es el estudio a lo que me llama Dios... Yo pongo de mi parte cuanto puedo; pero esta cabeza de piedra no responde... ¡Y pensar el disgusto que produce mi fuga!; el  dolor de mi hermano; de mi hermano tan sabio, tan bondadoso, tan amante de los suyos!... ¡Ah! ¡Sino fuera porque se obstina en que estudie, a pesar de mi rudeza, volverla arrepentido a implorar su perdón!... Continuemos en el fatal propósito de huir de la patria, y el Señor guie mis pasos en tan triste peregrinaje... ¡Ay de mí!»
 
Y el púbero tornó a engolfarse en su abstracción penosa; y recobrando la postura, que para desahogar su comprimida angustia abandonar, parecía una estatua erigida para exorno de la rústica fuente: estatua representativa da Jacob reposando de su peregrinación a Mesopotamia[2]  y antes de remitirse al sueño profético de las escalas entre el cielo y la tierra.
 
Un pastor anciano, acompañado de su perro, venia en dirección a la ciudad del Lucero, célebre en la Vandalia, a presentar a su señor las pieles de varias ovejas, degolladas por una loba rabiosa, terror de la comarca, y al pasar por la fuentecilla, su perro se detuvo a mitigar su sed en la charca, y el viejo se dirigió al pozuelo para humedecer sus secos labios.
 
El púbero y el pastor se saludaron con una inclinación de cabeza: y mientras el segundo se refrigeraba, llevando a su boca el agua en el hueco de la mano, el primero no quitaba la vista del anciano pastor, cuya faz apacible traducía la calma de una conciencia satisfecha y el contento de la conformidad con su estado.
—¿Dónde se camina, pequeño godo? preguntó el viejo al jovenzuelo con afabilidad.
—Por el mundo, y adonde sea servido Dios Nuestro Señor; contestó el púbero con abatimiento.
—Dios le guie, replicó el campesino; aunque presumo, ni verle sin escudero ni quien le acompañe, que más huye que camina.
El niño frunció las cejas, dirigiendo a su interlocutor una mirada recelosa.
—Dios le juzgue por sus obras, añadió el anciano con acento solemne: yo no tengo ese derecho; pero afligir a las familias y abandonar a los que nos aman, no es cosa buena.
—Yo abandono a los míos, porque se obcecan en que estudie para hacerme sabio, como mi hermano Leandro; y por más que sudo y me aplico a estudiar, no alcanzo a retener un texto de hoy para mañana; con lo que vivo en perenne fatiga, y resuelvo dejar con mi casa esas tareas para las que sin duda no he nacido.
—¿Y solo por eso huyes de tus hogares, niño? interrogó el pastor con bondadoso tono.
—Solo por eso, afirmó el púbero arrasados los ojos en lágrimas; porque mis deudos son la bondad misma, y mi hermano Leandro es un siervo de Dios, laborioso como ninguno, amante como el pastor bueno, y de una verba[3] que roba el corazón.
—Haga por volver y que le perdone.
—No es posible, repuso el muchacho con desaliento; me haría tornar a los estudios, y por más que me dedique, mí cabeza no está organizada para esa labor.
—Porque desconfía de sí mismo demasiado, y no trabaja lo que debe, imbuido en esa injusta desconfianza.
—¡Injusta!
—Sí, apoyó el viejo: nada resiste a la perseverancia y el tiempo: buen testigo es la piedra en que tienes apoyado el codo.
—‘¡Esta piedra!
—La misma. No es la mano del hombre la que ha ahondado su superficie basta hacerla cóncava y capaz de contener el agua como una fuente, sino esa gota que de tiempo en tiempo cae de esa grieta, y golpea incesante sus ásperas capas, corroyéndola y amoldándola hasta que concluya por desvanecerla a la impresión constante de sus golpes. Niño, ya ves la fuerza de la debilidad cuando la ayuda la constancia: reflexiona bien esta imagen, y el Señor te ilumine; porque fueras ciego si erraras los ojos a la luz de la divina enseñanza, que Dios hace radiar en todas las obras de su potente mano.
El pastor dio un silbido a su perro, y continuó tranquilamente su camino hacia Carmona.
El niño se levantó murmurando: Volvamos a Sevilla.
Este niño había de figurar en el catálogo de los elegidos y glorificados por el Señor, después de emular la sabiduría de los primeros Doctores de la Iglesia, e ilustrar como sucesor de San Leandro la silla metropolitana hispalense.
Este niño era San Isidoro.[4]
 
 
FUENTE
Velásquez y Sánchez, José, ” Gutta cavat lapidem. (Tradición sevillana)”, La España Literaria, año II, núm. 5, 20 de diciembre de 1863, pp.36-37.

 

NOTAS

 

[1] Púbero: Que ha llegado a la pubertad o adolescencia. (DRAE) es un término culto.

[2] Génesis, cp. XVIII, cuando ve la escala mística, en el sueño.

[3] Verba: discurso, palabras.

[4]  Así lo cuenta la Leyenda de oro: “Pasada la primera edad de niño, le pusieron sus padres al estudio: y aunque él trabajaba con buena voluntad y cuidado, todavía no le trataban tan bien las letras, y hallaba en aprenderlas gran dificultad; y desconfiado de su aprovechamiento, determinó dejar el estudio y no pasar adelante en cosa que le costaba tanto trabajo y sacaba tan poco fruto. Estando en este pensamiento, se llegó a un pozo y vio que en el brocal de él, que era de piedra dura, había canales y surcos que con el uso habían hecho las sogas, y dijo entre sí: Puede la soga cavar la piedra y hacer las señales por la continuación; ¿y no podrá la costumbre y continuo estudio ablandarme a ml, e imprimir en mi ánima la ciencia y doctrina? Con esto volvió a su estudio: dióse muy de veras a toda ciencia ; y fue en ellas tan consumado, que no hubo en su tiempo quien le igualase o excediese en todo género de letras divinas y humanas, y en las lenguas, latina, griega y hebrea, que perfectamente sabia, como se ve en los muchos y excelentes libros, que escribió de varias y raras materias, con las cuales ilustró la Iglesia católica, y mostró la excelencia de su ingenio y sabiduría: cuyo catálogo escribieron san Ildefonso, arzobispo de Toledo, y san Braulio, arzobispo de Zaragoza, que fueron sus discípulos” , La leyenda de oro Godes, 1: para cada día del año. Vida de todos los Santos que venera la Iglesia. Obra que contiene todo el Ribadeneira mejorado las noticias del Croiset Butler Godescart.  Librería española, 1853,  p. 496.