DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

De Madrid a Panticosa: viaje pintoresco a los pueblos históricos, monumentos y sitios legendarios del Alto Aragón, Madrid, Imprenta de M. Minuesa de los Ríos, 1878, pp. 276-284.

Acontecimientos
Venganza
Personajes
Fortúñez de Vidarra, su mujer Gisberta y su hijo, el jeque musulmán Ben Awarre
Enlaces

LOCALIZACIÓN

LA RIBAGORZA

Valoración Media: / 5

El primer almogávar

        A principios del siglo VIII vivía en la Ribagorza el joven Fortúñez de Vizcarra. Nada faltaba a su felicidad. Gozando de la plenitud de sus trein—277—ta años, con casa y labranza[1] bastante para las necesidades de la vida, fijaba toda su dicha en la de su bella y dulce esposa Gisberta, y en el cariño puesto en el fruto de su amor un hermoso niño a la sazón de dos años.

        Pero las cosas cambiaron. El agareno[2]  Ben Awarre se presentó en la comarca con sus terribles africanos, y Fortúñez de Vizcarra vio talados sus campos, perdidas sus mieses, destruida su fortuna toda. En el colmo de la angustia, corrió a su pueblo, y en unión de los más animosos vecinos, dispúsose a defender tenazmente el hogar amenazado y a vender cara su vida.

        El pueblo fue también atacado, y el número triunfó de la desesperada bravura.

        En medio del calor de la más sangrienta lucha, pudo apercibirse de que un grupo de bereberes[3], vengándose de la resistencia, incendiaban su casa, albergue en aquel momento de los objetos queridos de su alma, su mujer y su hijo.

        De dos saltos, lanzóse desesperado sobre el grupo de incendiarios, abrióse paso a terribles hachazos, y consiguió penetrar en la casa solo defendida por la heroica Gisberta que, sobreponiéndose en aquella crítica circunstancia a los temores y debilidad de su sexo, arrojaba por las ventanas cuanto a su mano había.

        El ataque arreciaba; el humo del incendio era ya sofocante, y Fortúñez de Vizcarra comprendió que no había momentos que perder. Seguido de su esposa, y con el niño en brazos, bajó al corral, desató del pesebre su más vigorosa mula, montó de un brinco en ella, sin cuidarse del bridaje [4], y colocando a Gisberta y a su hijo en la grupa, trató de salvar apresuradamente la puerta trasera.

        Por milagro pudo salir ileso de su casa y ponerse en salvo. En la parte opuesta de la calle acrecía el tumulto, y la gritería era espantosa. La casa había sido asaltada, y daba principio el saqueo.

        Entre todas oíase la voz del bárbaro jéique[5] Giafar, que gritaba:

        —¡No perdonéis nada! Todo el botín es vuestro; yo os lo cedo … Lo único que apetezco es la vida del perro infame que me ha herido, y guardar para esclava mía a la mujer …

        El llanto del niño y el temblor de Gisberta, servían para aguijonear el ánimo de Fortúñez, que, con inauditos esfuerzos, trataba de ganar el camino de la alta montaña. No pudo, sin embargo, apresurarse tanto que no oyese a la salida del pueblo una atroz blasfemia de Giafar, acompañada de soeces y furibundas imprecaciones  a los suyos.

        —¡Maldición! exclamaba. ¡Se nos escapa el perro y la zorra cristiana con él! … ¡A ellos, a ellos, o responderéis con vuestra estúpida cabeza! …

        Fortúñez de Vizcarra creyó al fin verse libre; pero no acortó por eso el paso de su cabalgadura. Los amenazadores gritos de Giafar resonaban terriblemente en sus oídos, y aun de vez en cuando creía percibir el trotar de caballos que le perseguían.

        —Es imposible que sea tanta la tenacidad de ese maldito Giafar, decía para sí. Es verdad que le he asestado un terrible golpe que desgraciada— 279—mente no ha podido alcanzarle de lleno … Es cierto que he podido burlar todos sus ataques; pero en mi pueblo le queda gran botín donde saciar su brutal codicia.

        Su intento fue dirigirse a Roda para acogerse, con su mujer y su niño, en la casa de su anciana madre, rica señora, llamada Muniadona, que allí vivía al lado de Munia, única hermana del infeliz Fortúñez, ya casadera.

        Después de una larguísima corrida llena de sobresaltos y angustias, llegó a las inmediaciones de Roda. Pero ¡cuál no sería su terror al ver que el pueblo de su madre ardía también por todas partes! Otras compañías de desesperados bereberes, salvando las distancias, acababan de arrojarse igualmente sobre Roda, entregándose al pillaje, al incendio y al saqueo.

        —¡Dios mío! ¡Dios mío! … exclamó Gisberta, estrechando convulsivamente a su hijo entre sus brazos. ¿Qué va a ser de nosotros?

        Fortúñez de Vizcarra dio un rugido de desesperación, y sin reflexionar, emprendió una nueva carrera, como un loco.

        En tanto, una noche nublada y pavorosa había llegado. Fortúñez, sin darse cuenta de sus propósitos, sin acordarse de hambre ni de sed, y mirando solo de vez en cuando a su desfallecida esposa y a su triste hijo, corría y corría por la derecha del Isábena hacia el Pirineo, como huyendo del ruido producido por el galopar de su propia cabalgadura.

        —¡Pobre madre Muniadona! ¡Pobre hermana Munia! exclamó con acento doliente Gisberta. ¿Qué será de las dos? — 280—

        El joven se paró entonces como reflexionando.

        —¿Tendrás miedo? preguntó a su esposa.

        —¿Miedo? dices.

        —Sí. ¿Tendrás miedo si te dejo aquí sola algunos instantes?

        —Ya nada me da miedo, contestó varonilmente Gisberta. Horas hace que me he entregado absolutamente en brazos de Dios. Pero ¿qué te propones?

        —Ir a Roda.

        —Momentos hace que había yo pensado en ello; y sin embargo, me aterraba solo la idea de indicártelo …

        —Las arrancaré de allí, las salvaré, y las llevaremos con nosotros. ¡Es mi madre! ¡Es mi hermana! …

        —Dios sea contigo.

        Gisberta se apeó con su hijo en brazos y fue a acurrucarse al pie de un árbol.

        Aquel enamorado matrimonio que el día anterior nadaba en una abundancia relativa, no tenía a la hora presente ni el mísero techo de una choza donde cobijarse, ni un bocado de pan que pudiera calmar el hambre de su hijo …

        Fortúñez volvió grupas y emprendió un nuevo escape para desandar lo andado.

        Llegó a Roda, convertida ya en una espantosa hoguera; tuvo el valor de dirigirse a la casa de su madre, y la suerte de poder entrar sin contratiempo en ella.

        ¡Qué espectáculo! El saqueo había sido atrozmente vandálico. La casa se hallaba en el más lastimoso estado. Ni una puerta que no estuviese hecha astillas, ni un mueble que no estuvieses des— 281—trozado y disperso, ni una cortina ni ropa alguna sin estar hecha girones. Aquello era un informe montón de escombros y basura. Un vendaval del infierno había azotado aquella casa antes tan bien dispuesta y cuidadosamente aseada.

        —¡Madre! ¡Madre mía! exclamó nuestro joven, retorciéndose con desesperación los brazos. ¿Dónde está mi madre? ¿Dónde está mi hermana?

        Pero ni la anciana Muniadona ni tampoco la joven Munia parecían. Aquella casa estaba desierta.

       Corría de una habitación a otra como un loco, cuando al cruzar un oscuro corredor, tropezó Fortúñez con un cadáver. Un grito de angustia indecible quedó ahogado en su garganta, al reconocer a su madre muerta de un golpe en el cráneo, golpe que había ensangrentado todo su rostro.

        Dobláronse sus rodillas y permaneció un instante a los pies del inanimado cuerpo de su madre. Como a impulso de un sacudimiento eléctrico, levantóse luego, hizo un esfuerzo sobre sí mismo, y empezó de nuevo sus pesquisas. No parecía su hermana ni viva ni muerta. ¿Cómo había de parecer? Después de una lucha terrible con los que asaltaron su casa, un brutal jéique judío, impulsado por la belleza de la joven, la había arrastrado a sus pabellones, ya medio muerta de dolor y de vergüenza.

        —¡Dios justo del cielo! balbuceó con exasperación Fortúñez. ¿Qué crimen será el nuestro para sufrir tan tremendo castigo?

        Y tomó la resolución de llevar a cabo otra heroicidad digna de los piadosos sentimientos de su —282— alma. Levantó el cadáver de su querida madre, y con él en los brazos, salió a la calle. Felizmente eran ya las altas horas de la noche, y Roda descansaba entre ruinas, a las últimas llamaradas del incendio, llorando los vencidos sus amargas desventuras, y recogidos los vencedores para disponerse a nuevos actos de salvajismo.

        Fortúñez pudo llegar a la profanada iglesia y depositar en el bendecido osario los venerados restos de aquella a quien debía su triste vida.

        Pensó luego en su amada esposa y en su tierno hijo, y voló nuevamente al monte.

        La noche era cada vez más oscura; la mula de Fortúñez había caído reventada en Roda, y nuestro joven, ya desfallecido y corriendo a pie, tropezaba a cada instante, caía también a veces; pero volvía a levantarse, y emprendía una nueva carrera por aquel triste calvario, hasta perder el aliento.

        Así, luchando de continuo consigo mismo para sostener sus fuerzas, llegó jadeante a los alrededores del sitio donde había dejado a su querida esposa.

        Dio entonces gritos, llamó repetidamente a su Gisberta; pero nadie respondía a sus voces.

        —¿Si me habré engañado? —pensaba.—No, no … Este es realmente el árbol debajo del cual se quedó ella con mi hijo. Y no están. ¡Dios mío! ¡Gisberta! ¡Gisberta! …

        Solo el eco repetía: ¡Gisberta! ¡Gisberta! Y todo volvió a quedar en triste y pavoroso silencio.

        Hubo un momento en que las fuerzas le faltaron; intentó dar otro grito, creyéndose feliz, si, aun arrojando con sus voces los pulmones, con—283—seguía hacerse oír de su Gisberta …; pero el grito expiró en su garganta, flaquearon sus convulsas piernas, y cayó rendido y casi exánime en el lugar donde había creído hallar a su esposa.

        Entre tanto algunas nubes del horizonte iban adquiriendo un tinte ceniciento primero, rosáceo después, que anunciaba la aproximación del nuevo día. La oscuridad absoluta de momentos anteriores había desaparecido.

        Fortúñez, volviendo entonces a la realidad de su situación desdichada, trató de hacer un último esfuerzo para reconocer los alrededores. Estaba al pie de una loma, desde cuya altura la vista podría abarcar más dilatado espacio. Arrastrándose más bien que andando, pudo llegar con inauditos esfuerzos al sitio que deseaba.

        Se hallaba a la vista de la Maladetta, la montaña maldita.

        Allí, distinguió las huellas de pasos recientes, y siguió aquellas señales en el suelo.

        A poco, vio en tierra manchas rojizas, y con temblor convulsivo y ya sin aliento, siguió aquel rastro de sangre. En su cambio, hallóse con un cadáver …, cadáver de facciones contraídas, puños cerrados y de repugnante aspecto, como dando señales de una desesperada agonía. Era el infame jéique Giafar, muerto, al parecer, de una ensangrentada herida en el pecho.

        Un poco más lejos yacía otro cuerpo. Al acercarse a él, sintió Fortúñez despedazarse de dolor sus entrañas. Era Gisberta.

        Cayó postrado al lado de su esposa, tratando de reanimarla entre sus brazos.

        No había muerto. Su rostro estaba lívido; pero —284— el seno daba señal de algún latido, y de tarde en tarde un suspiro ronco expiraba en sus labios.

        De repente despegáronse los párpados de la joven y, fijando sus extraviados y negros ojos sobre Fortúñez.

        —¡Aparta, infame!—exclamó furiosa y delirante.—¿Crees que, débil mujer, seré resignada el ludibrio[6] de tu brutal desvergüenza? ¿Crees que, aunque desde mi incendiada casa nos hayas seguido, arrastrándote como las viles culebras para no ser visto, rehusando cobardemente hallarte cara a cara con mi marido, y acechando el momento de hallarme extenuada y sola, no sabré defenderme? ¡Horror! Has podido arrebatarme a mi hijo inocente, y lo has arrojado con saña de aquella roca!... ¡Ah!... Has despedazado al hijo de mis entrañas, traidor, mil veces infame! … ¿Crees que el cielo ha de dejar impune tus crímenes de este día? Sabré arrancarte tu propio alfanje[7]…; con él partiré tu corazón, como has destrozado el del hijo mío … y tus carnes serán aquí pasto de los famélicos  buitres de estas montañas!

        Gisberta estaba loca.

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        Después de aquel día, extendióse por las poblaciones dominadas por los africanos la fama de un cristiano que a ningún agareno perdonaba. Atribuíansele crueldades sin cuento, suplicios inauditos e increíbles venganzas, y pronto reclutó una cuadrilla que, al decir de los moros, infestaba la comarca.

        Aquel almogávar[8] era Fortúñez de Vizcarra.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Labranza: propiedad con tierras cultivables.

[2] Agareno: musulmán, en tanto descendiente de Agar, esclava de Abraham, de quien tuvo a Ismael, raíz del pueblo ismaelita o árabe

[3] Berbérer: 1. adj. Natural de Berbería, región del norte de África (Diccionario de la Lengua Española, RAE).

[4] Bridaje: los arreos y conjunto de bridas.

[5] Jeique: jeque, gobernador de un territorio.

[6] Ludibrio: escarnio.

[7] Alfanje: 1. m. Especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta. Diccionario de la Lengua Española, RAE).

[8] Almogávar: soldado de ciertas tropas especializadas del reino de Aragón