DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

De Madrid a Panticosa: viaje pintoresco a los pueblos históricos, monumentos y sitios legendarios del Alto Aragón, Madrid, Imprenta de M. Minuesa de los Ríos, 1878, pp. 235-246

Acontecimientos
Hallazgo de una imagen de la Virgen
Personajes
Capitán Níger, Berta de Artal, Juan Jiménez de Urrea, virgen de plata
Enlaces

LOCALIZACIÓN

BARBASTRO

Valoración Media: / 5

[La virgen de plata]

        Era el día 2 de febrero de 1366, día consagrado a la Purificación de la Virgen.

        No lo olvidará jamás Barbastro. Allí entraron aquel día el célebre Beltrán Du-Guesclin, aquel pequeño Cid de los bretones y franceses, y sus famosas hordas[1]. ¿Qué soldadesca[2] era aquella, de abigarrados [3]trajes y nacionalidades diversas que, diciéndose amiga, se entregaba al incendio, a la violencia y al saqueo? Tristes recuerdos dejaron los auxiliares del conde de Trastámara, pretendiente al cetro de Castilla, y de su aliado el rey de Aragón.

        La guerra entre franceses e ingleses pasaba por un período de tregua, y el exhausto tesoro del rey de Francia, Carlos V, no podía ya saciar la voracidad de las grandes compañías, formadas de aventureros de todos los países que, al verse sin salario y sin combates, infestaban la Francia con depredaciones y pillajes. Gran servicio prestó Du-Guesclin a Carlos V, brindando a los jefes de aquellas compañías con una guerra en un país rico, de buen vino y de mujeres hermosas. Aquella infame soldadesca se portaba como quien era, y la gran falta política del rey de Castilla, Pedro el Cruel, fue no comprar con algunos miserables puñados de oro a aquellos jefes de bandidos que solo por codicia seguían a Du-Guesclin. Si el carácter menos altivo del de Castilla se lo hubiese así aconsejado, no habría, de seguro, perdido en Montiel la corona y la vida. —236—

        Llegada la noche, la ciudad de Barbastro estaba convertida en un campamento espantoso, iluminado por las rojizas llamaradas de los incendios: ardía la torre de la catedral y ardían varias casas por haber tratado de resistir al desenfreno. Soldados alemanes, ingleses, bretones y navarros discurrían por calles y plazas con el rostro encendido y pintada en sus ojos la embriaguez de una infernal orgía.

        Cerca del mercado y alrededor de una hoguera alimentada con mesas, sillones y muebles de todas clases, se hallaba de retén[4] el flamenco capitán Niger con cinco de los suyos.

        — ¡Ira de Dios! exclamó el jefe en chapurreado francés; bien os habéis aprovechado, muchachos! … ¡Vaya un día de trajín y jaleo! …

        Y esto diciendo, retorcía con afectación su enorme bigote.

        Era el capitán Niger un buen mozo de unos treinta y tantos años, de tipo alemán y facciones regulares, aunque deslucidas por cierta torva[5] mirada y un movimiento muscular que afectaba a labios y boca, comunicando a su expresión cierto aire de inveterado cinismo.

        —No ha ido mal, en verdad, contestó el que parecía su teniente, haciendo sonar monedas debajo de su cota de malla. Aquí he reunido algún dinero, a cuenta de las soldadas[6] que se me deben.

        —Y yo también, dijo otro.

        —¡Y yo!

        —¡Bravo! Me alegro de que estéis contentos, interrumpió el capitán Niger : yo también lo estoy … Creo que no hemos hecho mal negocio en venir a esta tierra. En la maldita Francia andá—237—bamos ya apurados… Aquí, por lo visto, hay más plata, mejor vino, y no faltan…

        —Soberbias …

        —¡Mozas! , ¿eh?...

        —Silencio, y ¡venga más fuego a la hoguera!..., interrumpió con voz de mando Niger. La noche está endiabladamente fría, y no es justo que tiritemos, estando a las órdenes del buen rey de Aragón… Cuando falten trastos para quemar, sobrarán puertas y ventanas en las casas vecinas que están desiertas. Du-Guesclin no se opondrá a que hagamos cómodamente el servicio.

        —¡Viva el rey de Aragón y el Bastardo!

        —¡Viva! …

        Aquella grotesca escena fue interrumpida por un grito desgarrador que partió de la puerta de una casa de la vecina calle de la Fustería. Aquel grito era de una mujer desesperada.

        —¡A caballo, Gastón! dijo el capitán a un soldado; y ven conmigo a ver si será esto el brinquito de alguna trucha que quiere ser pescada a bragas enjutas[7]

        Montaron ambos, y a los pocos pasos vieron de qué se trataba.

Un fornido navarro luchaba a brazo partido con una delicada y hermosísima joven, la que tenía estrechamente abrazado un pequeño bulto sobre el pecho.

—¡Alto! gritó Niger.

Pero el navarro había conseguido lanzarse sobre su caballo, arrastrando a la joven. La sujetó como pudo, y metió espuelas al bruto.

—¡Alto! ¡Alto! repitió con voz de trueno el despótico capitán. —238—

No obedecía el navarro, y se oyeron al propio tiempo pisadas de numerosos caballos que se acercaban. Creyó Niger que tendría que habérselas con una patrulla de tropas aragonesas o regulares, y viéndose contrariado, no quiso dejar así la aventura.

—Anda a reunirte con tus compañeros, dijo a Gastón. Yo solo me basto para castigar a ese perro que huye en mis barbas y no me obedece.

Corría el navarro, y corrió Niger hasta el extremo de la población. Allí pudo alcanzar el capitán al fugitivo, asestándole un terrible mandoble que le derribó con su presa al suelo.

—Era demasiado linda para ti, murmuró Niger al apearse.

El cielo estaba encapotado y soplaba un vendaval violento y frío. Chisporroteaban las llamas del incendio que devoraba varios edificios, y el humo, lejos de levantarse a lo alto en cerradas columnas, se inclinaba a impulsos del viento y corría, rastreando, sobre la superficie de los tejados, a manera de fantásticos ríos de lava que surcasen las laderas de un volcán terrible. El ruido del cierzo[8] que azotaba los árboles sin hojas, las compactas nubes que de uno a otro lado cruzaban en amontonamientos caprichosos y el resplandor rojizo que iluminaba toda la campiña daban a aquel tétrico cuadro el aspecto más imponente que darse pueda.

El capitán Niger miró satisfecho al navarro que yacía sin sentido, muerto tal vez; examinó el interesante rostro de la joven, y vio que estaba desmayada, con los labios entreabiertos, los ojos medio cerrados, la respiración fatigosa y palpitacio—p. 239—nes fuertísimas. El objeto que oprimía sobre su seno, sujetándolo tenazmente con toda la violencia de los crispados nervios de sus manos, cuyas inmóviles falanges parecían entonces garfios de hierro, era una muy hermosa Virgen de plata.

En aquel momento se oyó cercano el escape de los caballos de la patrulla, sin duda, cuyo encuentro quería evitar Niger.

Profiriendo el flamenco una blasfemia atroz, llevó en vilo a la joven, la arrojó sobre el caballo, y, montando de un brinco a su vez, emprendió de nuevo, y sin perder un instante, una vertiginosa carrera.

Seguía el camino que de Barbastro conduce a la ciudad de Sertorio. Más de un cuarto de hora había corrido, cuando se paró para escuchar otra vez. Aun se oía el galopar de los caballos de la patrulla, pero a alguna mayor distancia.

—¡No la suelto, aunque se empeñe Dios y el diablo! dijo.

Y espoleando con rabia a su vigoroso bruto y vomitando horribles blasfemias, emprendió otra nueva y más desesperada carrera.

Llegaba ya al pie del Pueyo, aquí cerca del lugar donde nos hallamos ahora sentados, cuando quiso tomar aliento. Se apercibió de que no le perseguía ya la patrulla y se creyó completamente libre y seguro.

El aire era cada vez más molesto y frío, y caían algunos copos de nieve.

—Han vuelto grupas, dijo para sí, y ahora solo necesito encontrar abrigo.

Escudriñando el Pueyo, descubrió las paredes —240— de un reducido albergue, que tomó por abandonada choza de gañanes[9]) o pastores.

Bajó del caballo, lo ató a las secas ramas de un árbol, tomó en hombros su codiciada carga y entró con ella en la choza. Quiso resarcirse del mal rato que acababa de pasar, y como sentía frío, buscó ramas secas que colocó en montón, y con un pedernal que llevaba hizo lumbre.

Al brillar la llama, la joven depositada en el suelo parecía respirar más tranquilamente, y a los pocos momentos, reaccionada sin duda su vida por el aire libre o por el repentino descanso, abrió los ojos, se fijó en Niger, y se incorporó lentamente, sin dejar de oprimir en sus brazos la Virgen de plata.

—¿Dónde estoy? preguntó. ¿Dónde está el ladrón infame que quería arrebatarme la Virgen mía? … ¡Ah! ¡Aquí tengo en mis brazos a la bendita imagen!... ¿No es verdad que ella me ha salvado y que no tengo ya que temer? …

El flamenco Niger, que ninguna de aquellas palabras comprendía, estaba silencioso e inmóvil, mirando lúbricamente[10] a la aterrada joven.

Tenía esta unos diez y ocho años y la típica belleza de las morenas de España.

Sintió Niger avivados todos sus apetitos brutales, cuando la joven besaba con cariño y agradecimiento el manto de su Virgen de plata. Arrebató de improviso la sagrada imagen, y sacrílego, la arrojó con diabólico cinismo al suelo.

El grito aterrador que salió entonces del pecho de la joven es indecible. Cayó de rodillas, volvió a levantar a la Virgen y la besó de nuevo con todo el santo fervor y la fe del alma, exclaman—241—do con lágrimas en los ojos y desgarrador acento:

—¡Amparadme, Madre mía! ¡amparadme, aunque sea menester un milagro! … ¡No consintáis que se os insulte tan bárbaramente en el día de vuestra Purificación bendita!

Al terminar estas palabras, el huracanado viento arreció con más fuerza, un violento torbellino arrancó de cuajo la choza, y su techumbre y sus paredes desquiciadas cayeron en informe montón, sepultando entre sus escombros al capitán y a la joven que iba a ser su víctima.

Pero lo verdaderamente milagroso fue que, al amanecer, no había allí más que un cadáver … Allí no había más que el mutilado cuerpo del flamenco Niger.

—¿Qué había pasado a la honrada joven?

…………………………………………………………………………………………………………….

        La hermosísima y devota joven, tan soezmente atropellada por el desenfreno de la soldadesca de Du-Guesclin, se llamaba Berta; era hija de una noble familia de Barbastro y prometida de D. Juan, único hijo y heredero del alto señor don Artal de Aragón y de la ilustre señora doña Torla de Urrea y Entenza.

        Huérfana desde la niñez, estaba al cuidado de una buena y anciana tía, cuando fue invadida la ciudad por las grandes compañías, compuestas principalmente de facciosos[11] avezados[12] al crimen.

        Dióle el cielo ánimo bastante para presenciar el asalto y saqueo de su casa. Vio dispersa su servidumbre y asesinada por el dolor su amable y virtuosa tía. Milagrosamente olvidada en aquella terrible catástrofe, en aquel día de prueba y —242— angustias, quedó sola en la casa; y sin protección alguna en tan apurado trance, anegada en lágrimas y llena de terror, escondióse en el aposento más apartado, abandonando muebles y joyas a la rapacidad e innobles instintos de los que se decían aliados de Aragón. Y sin más amparo que el de Dios, púsose de rodillas ante su excelsa patrona, la Virgen predilecta de sus preces [13].

        En su escondido retiro fue, sin embargo, hallada por el bandido navarro, que de allí la arrastró, queriendo arrebatarle, con el honor, su último consuelo, su querida Virgen de plata.

        Incomprensible fue aquella espantosa lucha; indecibles son las fuerzas que Dios comunicó a la delicada Berta en aquel momento supremo.

        Luchó a brazo partido con el navarro, luchó hasta la puerta de su casa; y ya le faltaban las fuerzas para disputar al infame la posesión de su Virgen, cuando de improviso apareció el terrible y feroz Niger.

        Ya hemos visto lo que sucedió con el flamenco, de corazón tan negro como el navarro.

        Sin embargo, debió verificarse un milagro por intercesión de la divina Virgen, pues Berta se había al fin salvado.

        Veamos cómo.

        A los ocho días de las escenas que he contado, nuestra joven se encontraba sin sentido en una lujosa cama de las habitaciones de la noble esposa del castellano de Entenza.

        Ocho días de fiebre y delirio había pasado Berta; ocho días de quietud y de los más exquisitos cuidados apenas bastaron para devolverle la razón y la vida. —243—

        —¿Dónde estoy? …, preguntó con ansiedad, mirando despavorida en torno suyo.

        —Estás en tu casa, hija mía, contestó con una dulce sonrisa y extremado cariño la castellana.

        De repente, toda sombra de inquietud desapareció de los bellos ojos de Berta, y desvanecióse la nube que se había formado en su frente, recobrando su rostro una incomparable dulzura.

        Acababa de ver a su divina protectora. Sobre un adornado altarcito, cerca de su lecho, se hallaba la Virgen de plata con una lujosa lámpara que delante de ella ardía.

        —¡Gracias, Madre mía! … ¡Bien sabía yo que no en vano vuestra protección imploraba!

        Cerró por un momento sus ojos, como queriendo reconcentrarse en sí misma, y sus labios parecían murmurar una tierna plegaria.

        La juventud es el más poderoso paliativo de las grandes dolencias. Berta pudo restablecerse.

        —Aclarad ya mis dudas, señora, dijo a los pocos días, dirigiéndome a su amable enfermera. No sé cómo he podido venir a esta casa … Decidme, ¿quién me salvó?

—La Virgen de plata.

—¡Es verdad! Pero la Virgen se habrá valido de un medio humano.

—La Virgen se valió, en efecto de un hombre.

—¿Qué hombre es mi salvador?

—Míralo.

Y la señora de Entenza señalaba con el dedo a su hijo D. Juan, el prometido de Berta, que por primera vez, y con permiso de su madre, entraba en aquel recinto donde se hallaba la joven.

—¡D. Juan! —244—

—¡Berta mía!

Pronto se explicó todo lo sucedido.

El día en que entró Du-Guesclin en Barbastro, y al cundir la alarma por los incendios y otros salvajes desmanes de la soldadesca extranjera, el señor de Entenza mandó a su gente de armas formar patrullas para recorrer la población, prestando, en lo posible, auxilio al vecindario, y aun castigando injustificados atropellos.

No faltaba que hacer en tal empresa a la escasa gente del castillo. Repartían mandobles y estocadas a diestra y siniestra, y trataban de acudir en auxilio de las víctimas; pero ¡eran tantas! … ¿Cómo estar en todas partes?

D. Juan, obedeciendo a una orden de su padre, se puso por la noche al frente de la más numerosa patrulla, y su primer impulso fue naturalmente dirigirse hacia la casa de su prometida. Ya había pedido informes varias veces durante el día, en que estuvo condenado a hacer el servicio del castillo; y era su inquietud grande, pues había sabido que la casa de Berta estaba desalojada, y por consiguiente, a disposición de la chusma[14]. No sospechaba, sin embargo, desgracias personales: pensaba que la joven, con su tía y servidumbre, podían haber salido de Barbastro, como muchas de las familias que se fugaron; pero deseaba vivamente obtener ya las noticias ciertas que esperó en vano todo el día.

La casualidad le hizo oír un confuso grito de angustia, y siguió la pista al raptor, sin sospechar entonces que se tratase de Berta. Hallóse luego con el cadáver del navarro, y tuvo ya interés en castigar al asesino. Pero, observando — 245— que el galope de los caballos daba más bríos al criminal, y queriendo alejarse lo menos posible de la ciudad, ordenó una maniobra que diese más pronto con la detención del fugitivo.

Dividió en dos grupos su escasa fuerza, dejando uno parado en el camino para cortar la retirada, y corriendo él con el otro, por extraviada senda, a impedir el avance del bandolero.

Esta operación le llevó, por cierto, demasiado lejos; pero, empeñado ya en ella, quiso terminarla. Llegó, sin embargo, un momento en que perdió la pista, y titubeaba ya entre seguir adelante o volver grupas, cuando el fuego incautamente encendido por Niger, le sirvió de guía.

A tiempo llegó el heredero de los Entenzas para oír las últimas exclamaciones de Berta y presenciar el derrumbamiento del rústico albergue combatido por el huracán.

Removiéronse los escombros con el ahínco que es de suponer después de tal descubrimiento.

El despiadado y sacrílego raptor había muerto a consecuencia de un terrible golpe en la sien.

Berta estaba sin sentido; pero vivía, abrazada aún a su Virgen de plata.

Para ponerla completamente a salvo, D. Juan dio aviso de lo ocurrido a su padre, quien ordenó que llevasen a la enferma al castillo de Entenza, y que allí fuese cuidada.

¿Qué más diré?

Debo añadir que la hermosísima Berta, tan milagrosamente salvada, no salió del castillo sino después de ser la esposa de su joven salvador.

Y siento que mi leyenda termine con casamiento, como todas las comedias de nuestro si—246—glo XVII; pero no me es dable alterar los sucesos, de cuya verdad dio muchos años testimonio la Virgen de plata, puesto al pie de la Virgen del Pueyo por uno de los últimos vástagos de D. Juan Jiménez de Urrea y Entenza, y de su amada esposa Berta, de quienes fue hija doña María Jiménez de Urrea y Entenza, con quien casó el ilustre capitán D. Rodrigo de Rebolledo.

Edición: Rosario Álvarez Rubio

 

 

[1] hordas: sus tropas mercenarias sin asiento fijo y sin contención

[2] soldadesca: soldados desmandados

[3] abigarrados: de muchos colores

[4] retén: puesto con gente armada preparada para actuar en caso de necesidad

[5] torva: de aspecto malvado e intimidante

[6]  soldadas: sueldos de los soldados

[7] a bragas enjutas: con los pantalones secos. El refrán completo “No se pescan truchas a bragas enjutas” se refiere al esfuerzo que exige alcanzar lo que se considera valioso o estimable

[8]  Cierzo: viento seco y frío del noroeste que sopla en el valle del Ebro

[9] gañanes: criados de una hacienda

[10]  lúbricamente: lujuriosamente

[11] facciosos: rebeldes armados partidarios de una facción

[12] avezados: acostumbrados

[13] preces: plegarias

[14] chusma: gentuza, canalla