DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

La Ilustración de Madrid: revista de política, ciencias, artes y...: Tomo Primero Año I Número 19 [S.l.: s.n.], 12 de octubre de 1870, pp. 11-12.

Acontecimientos
Conversión
Personajes
Jacobo de Grattis, Don Lope de Gurrea y su esposa Doña Engracia, el alcalde de Madrid Mateo Vázquez, Gildo, Felipe II
Enlaces

LOCALIZACIÓN

CALLE CABALLERO DE GRACIA

Valoración Media: / 5

Tradiciones madrileñas. El caballero de Gracia

Jacobo de Grattis, esclarecido hidalgo de Módena, que agregado a una embajada, había venido de su país a la corte del austero Felipe II, era todo un aventurero, rico, galán y deslumbrante. Con asombro de la villa y al abrigo de su nombre y calidad, entregábase el joven italiano a cuantos excesos y libertades le permitían sus riquezas y su valor, y en medio del lujo más refinado, metido siempre en empresas amorosas y caballerescas aventuras, volaba la fama de Jacobo desde los estrados[1] del real alcázar hasta los más apartados rincones de la población. No había caso estupendo de amoríos, serenatas a media noche, estocadas a todas horas, en que el nombre del noble modenés no apareciese siempre en primer término, rodeado al propio tiempo del fausto[2] más sorprendente; liberal con los pobres, pródigo[3] con sus amigos, altivo con los poderosos y galán con las bellas, Jacobo de Grattis era la admiración del vulgo, el coco de padres y maridos y el temerón[4] de rondas [5]y jugadores. Para él no había beldad segura, ni rufián valiente; daba una estocada al lucero del alba con la misma facilidad que vertía el oro en los tapetes de una mesa de juego o en las manos del mendigo. Madrid se hallaba asombrado de sus hazañas y de sus hechos diabólicos, regios y estupendos.

………………………………………………………………………………………………………

        Acababa de llegar a la villa el ilustre D. Lope de Gurrea, infanzón[6]entendido y leal enviado por el reino de Aragón cerca de la augusta persona de Felipe II, para tratar con el Consejo Real la grave cuestión sobre los Fueros y sucesos de aquel país, terriblemente alterado entonces por la célebre causa de Antonio Pérez.

        Gozaba D. Lope de toda la confianza del Soberano, cuya suspicacia extraordinaria había adivinado toda la nobleza y fidelidad que se encerraba en el corazón de aquel hidalgo aragonés.

        Tenía Gurrea una esposa cuya virtud y belleza formaban el mejor timbre[7]de su escudo, y vivía feliz y dichosos compartiendo su existencia entre el servicio del monarca y el cariño de doña Engracia.

        Ocupado en la importante misión que le estaba encomendada, con sumo interés y afán por dar feliz resolución a los asuntos de Estado y que tanto afectaban a su querida patria, concretábase D. Lope a un pequeño círculo de relaciones, y para ello fijó su residencia en una quinta que a las orillas del Manzanares elevaba sus antiguas torrecillas de pizarra por entre los copudos olmos que guarnecían las márgenes del río.

        Doña Engracia, lindísima mujer de esbelto talle, cutis transparente, ojos negros y cabello de ébano, amaba a su esposo con el entusiasmo de un primer amor. Su virtud corría parejas con su hermosura, y bien podía citarse la bellísima zaragozana como ejemplo de fidelidad y amor.

        Jacobo, en uno de sus frecuentes paseos a la Tela, había visto a la esposa de D. Lope en un mirador de su quinta, y fascinado por aquella gentil belleza, hasta entonces por él ignorada, informóse primero de su calidad y nombre, y por último dirigió sus simulados ataques hacia aquella plaza arrogante. En vano empleó todas las trazas acostumbradas, en vano pasaba noches enteras rondando los alrededores de la casa, y expuesto a ser notado por el marido o reconocido por la ronda: Jacobo nada conseguía, aunque tampoco era hombre que cejase en su propósito una vez empeñado. Dádivas quebrantan peñas: nada de extraño tenía que las ofertas y donativos del modenés quebrantasen la fe de una criada, digna de las comedias de Tirso, y que con el nombre de Fenisa servía a doña Engracia. La doncella llevó un billete[8] a su ama, que no contestó: Jacobo dobló sus asechanzas, se hizo perenne centinela de la casa de D. Lope, y en más de una ocasión tuvo que esquivar el encuentro del esposo, que de un momento a otro podía comprender el suceso, y el desenlace entonces fuera terrible.

        Una tarde que doña Engracia, seguida de Fenisa, tornaba a su casa de vuelta de varias devociones, don Jacobo que, según su costumbre, o tal vez avisado de antemano por la criada, se hallaba paseando por las montuosas[9] cercanías de la Puerta de la Vega, al divisarlas, dirigióse apresuradamente a su encuentro, y he aquí que cerrando el paso a la joven la exige con inusitados ruegos un momento de atención. Rechaza Engracia tal osadía, y temerosa al propio tiempo de que su esposo les sorprendiese y diera otra interpretación al suceso, accede por fin a escuchar a Jacobo, con ánimo de vencer su pertinacia y alcanzar que el importuno joven la dejase libre de sus atrevidos e impertinentes galanteos. Apartáronse los tres a un lado de la Cuesta de la Vega, junto al muro y bajo el arco donde, alumbrada por una débil lamparilla, se divisaba medio oculta en la sombra del crepúsculo la imagen de la Virgen de la Almudena.

        —Caballero, exclamó doña Engracia, he recibido vuestro billete, que he quemado sin abrir; he visto todas vuestras locuras, y aprovecho este momento para deciros que me hallo pronta a arrostrar la muerte antes de pensar siquiera que yo puedo olvidar mis deberes: soy noble y sé lo que me cumple; adoro a mi esposo, lo respeto y guardo su honra, que es la mía. La firmeza de las de mi país os debe de sobra ser conocida, y en las hembras de mi raza es proverbial preferir el martirio mismo a la mancha más pequeña de deshonor.

       —Señora, contestó Jacobo, a quien las altivas palabras de la dama habían irritado; señora, si los de vuestro país son firmes en sus propósitos, los del mío no acostumbran a retroceder nunca; si vos amáis a vuestro marido y defendéis su honra, yo estimo demasiado mi amor propio que acabáis de herir, necesito vengarme, y me vengaré continuando en mi empresa, siendo vuestra sombra y arrostrando[10]todos los peligros por veros un día humillada a mis plantas.

        —La Virgen será mi amparo, caballero, repuso Engracia con exaltación; vos queréis hundirme en un abismo y yo pongo por mi escudo la imagen bendita que desde esa capilla nos está contemplando.

        —¡Yo apelaré a Luzbel[11]! gritó el italiano exasperado.

        —Hidalgo, interrumpió la dama como inspirada, ¿tenéis madre?

        —¡Mi madre! contestó el modenés estremeciéndose; mi madre es aún la mitad de mi vida, como vos sois la otra mitad; mi madre, allá en tierras de Milán, lloraría hoy mi desgracia si supiese hasta qué punto habéis vos despedazado mi corazón.

        —Caballero, por vuestra madre bendita, cuyo recuerdo invoco, apartaos de mi camino.

        —Soy inflexible, señora; guerra a muerte, y ¡ay de vos! contestó Jacobo con firmeza y desapareció embozándose[12] en su tabardo[13]. Engracia, lanzando a la Virgen de la capilla una mirada de dulzura y esperanza, y rebujándose [14]en su manto, seguida de Fenisa se dirigió a la quinta. La noche había extendido su velo de sombras, y apagándose todos los sonidos, presto reinaron por completo el silencio y la soledad.       

        Al siguiente día Jacobo de Grattis, que se hallaba animado de una terrible ira originada por las protestas de doña Engracia, firme al propio tiempo en su idea vagando por los alrededores del alcázar topóse con la criada, que había salido a encontrarle. Una nueva extraordinaria vino a estremecer el ánimo del enamorado caballero. D. Lope de Gurrea, comisionado por el rey, debía partir para Zaragoza aquella misma mañana, y doña Engracia en tanto y mientras durase la ausencia de su esposo, habitaría en el convento de Santo Domingo el Real, donde se hallaba una parienta de D. Lope y cuyo sagrado monasterio la ofrecería seguro refugio en su soledad. Alegróse el hidalgo, porque en aquel instante se levantó en su acalorada mente toda una maravillosa y caballeresca aventura; pagó con prodigalidad la confidencia del Mercurio [15] femenino, y separándose de la criada se dirigió a su suntuoso palacio, que rodeado de floridos vergeles[16] se levantaba no lejos de la Puerta del Sol, en una calle que después y por etimología de aquellos frondosos parques, había de apellidarse calle de Jardines.

        Todo el día estuvo el italiano encerrado en su casa, su ánimo intranquilo, una fiebre lenta comenzaba a apoderarse de su cuerpo. Durmió un sueño agitado; al amanecer del siguiente día, embozándose en su capa y cruzando calles y plazuelas, se halló al fin junto a la portería del convento de Santo Domingo, dióse allí de manos a boca con el demandadero[17]de las madres, vejete hablador y curioso, que a pocas insinuaciones enteró al joven de todo cuanto deseaba saber, esto es: que doña Engracia se hallaba ya en la reclusión y que habitaba una celda separada de las demás, a un extremo del edificio y en una torrecilla o pabellón de la huerta del monasterio. El corazón del hidalgo latió con violencia, y decidido el italiano a no perder la ocasión, usó de tales argumentos, de tan persuasivas insinuaciones, que maese Gildo, tal era el nombre del cicerone[18] en cuestión, mitad demandadero, mitad sacristán y con sus puntos de hortelano, ofreciósele en todo, y Jacobo se despidió del vejete hasta la noche.

        Llegó esta un tanto oscura y tempestuosa: las nubes ocultaban el disco de la luna, gruesas gotas se desprendían de aquellas, y el siniestro fulgor de algún relámpago precedía al eco lejano del trueno, ahogado por el bramido del vendaval que soplaba con fuerza, haciendo vibrar las veletas de las torrecillas y campanarios.

        El caballero de Grattis salió de su casa no sin haberse prevenido con dos magníficos pistoletes[19]flamencos, que colgó al cinto, del que ya pendía su rica espada toledana; guardó una bolsa repleta de oro, y embozado en su capa, con el sombrero hasta las cejas, se dirigió a la Puerta de las Atalayas, subió la áspera colina y por fin se halló ante el convento de Santo Domingo, que, como un gigante de piedra, levantaba en la oscuridad sus botareles[20], alquitrabes [21]y miradores. La tempestad bramaba lejos, pero se aproximaba; el viento rugía con fuerza y las copas de los árboles formaban un rumor sordo y extraño. Las once acababan de sonar en el reloj del alcázar, y Jacobo comprendió que había andado impaciente en acudir a la cita; porque maese Gildo no abriría la puertecilla de la huerta, que era lo convenido, hasta tanto que diesen las doce, hora en que ya no peligraban ser descubiertos por nadie. Así, pues, el joven suspiró y resignóse a esperar una hora, pero una hora en semejante sitio y con tal tempestad encima, era un siglo. Jacobo lo pensó así; por otra parte, la sed le devoraba, un ardor desconocido se difundía por sus venas, pero el modenés no se hallaba en ocasión ni ánimo de retroceder aunque la fiebre le acometiera, y así, recordando que junto al muro y al lado de la puerta de la villa había visto una especie de valleca o tenducho donde se acostumbraban reunir a beber y jugar los rufianes del barrio, bajó en dirección al sitio, y guiado de la luz que brillaba por las rendijas de la puerta, hallóse pronto en una estancia lóbrega [22], y a la sazón desierta, sentado junto a una mesa, y allí, servido por el patrón de aquel cubil[23], mozo callado y ladino [24], morisco de origen, Jacobo apuró sediento un par de medidas del tinto, y abstraído en sus pensamientos, esperó la hora silencioso y cabizbajo.

        Por último, el hidalgo se estremeció: el viento trajo el eco lejano de doce campanadas. El italiano alzóse de su silla con un movimiento rápido, pagó al tabernero y se lanzó a la calle. El aire era terrible y la tempestad se hallaba próxima: Jacobo, rebujado en su capa y como desafiando a la tormenta, trepó la cuesta y no sin trabajo pudo llegar hasta el muro del convento; la puertecilla del jardín se hallaba abierta. El atrevido galán penetró en la huerta: no había nadie; la soledad reinaba por completo en aquel sitio; los árboles se agitan con fragor [25]a los impulsos del huracán, y la fugaz claridad del relámpago ilumina fantásticamente las sombrías calles del jardín. Sin temor sigue el atrevido aventurero su camino en dirección a la parte del edificio; había —p. 12— convenido con el demandadero que este le conduciría hasta el pabellón habitado por doña Engracia; creyó Jacobo hallar a su guía en aquel paraje; un relámpago hizo ver que se encontraba en una plazuela de cipreses a la cual hacía frente la fachada del monasterio; el aventurero impaciente necesitaba de la ayuda del portero y se decidió a esperar; una sensación extraña oprimía su pecho, parecía que su corazón luchaba contra un poder desconocido; Jacobo se dejó caer sentado sobre un banco de piedra y cerró los ojos maquinalmente, apoyando su abrasada cabeza en sus manos calenturientas. De repente un rumor extraño le sacó de su abstracción; el modenés juzgó que tal vez se aproximaba su guía y abrió los ojos.

        La sangre se heló en sus venas.

        La luna había rasgado las nubes y lanzaba sus rayos pálidos, iluminando con resplandores amarillentos la huerta y las paredes del monasterio.

        Jacobo vio con asombro delante de sí a D. Lope de Gurrea con el acero desnudo y contemplándole con risa sardónica[26]; de un salto se puso el galán de pie, y con tal fortuna, que logró esquivar así una terrible estocada de su adversario. Vibró Jacobo su espada, y en silencio trabóse allí una lucha espantosa: mudos los dos contrincantes, redoblaban sus esfuerzos con nueva rabia; la fortuna favoreció al italiano, tendióse a fondo y Gurrea cayó sin exhalar un gemido, traspasado de una mortal estocada; aterróse Jacobo, había ido más lejos de lo que pensaba, pero no era tiempo de retroceder; examinó a su adversario, un torrente de sangre brotaba de su herida y era cadáver. A favor del resplandor de los relámpagos, el joven aventurero distinguió una ventana baja que comunicaba al claustro y se lanzó por ella; siguiendo las instrucciones que Gildo le había dado por la mañana y él conservaba en su memoria, presto se encontró ante una puerta entreabierta, tras de la cual brillaba una luz. Jacobo por un impulso extraño se precipitó en aquella celda. Una mujer vestida de blanco y ocupada en orar ante un cuadro de la Virgen, se hallaba en aquel cuarto iluminado por una lámpara; al ver al italiano ella dio un grito de espanto y cayó sin sentido sobre el pavimento. Jacobo, en medio de su estupor, lanzó una exclamación de alegría: aquella mujer era doña Engracia; en aquel momento el italiano se olvidó de todo; decidido a no abandonar su presa, levanta del suelo a la inerte joven, y colocándola sobre su hombro izquierdo, teniendo en la diestra el acero desnudo, arroja una carcajada histérica y se lanza al claustro en busca de la salida.

        A oscuras y con tan dulce carga, camina Jacobo con rapidez en aquellos silenciosos corredores, sin poder dar con la ventana por la que penetró. Sobre sus ojos parece que cae una venda de fuego, zumba en sus oídos un rumor sordo; sigue, sin embargo, el rapto su precipitada marcha. Al volver una esquina ve luz que se acerca con rapidez hacia él, y a poco una monja, cubierta con su velo y alumbrándose con una lámpara, le cierra el paso gritándole con voz hueca: ¡sacrílego! Intenta el joven seguir su camino, la religiosa se ase a su capa, forcejea aquel, pero las manos de esta le sujetan como garfios de hierro. Exasperado, ciego, frenético, arroja Jacobo una maldición y lanza una estocada de frente. Suena un grito espantoso, la monja cae, rueda la luz en el suelo y alumbra un instante a la religiosa tendida, ensangrentada y su rostro cadavérico ya descubierto. La lámpara se apaga, un alarido de horror se escapa de los labios del aventurero al contemplar un instante las facciones de la monja, que en la oscuridad repite: ¡sacrílego! Fáltanle al hidalgo las fuerzas, cae de rodillas, deslízase de sus hombros la joven desmayada, que viene a caer junto a la religiosa. Jacobo siente que sus cabellos se erizan, la voz se ahoga en su garganta; en el rostro de la monja, alumbrado momentáneamente por los últimos fulgores de la lámpara ya apagada, había visto el italiano las facciones inolvidables de su madre.

        Un sudor frío envuelve al galán; fijos sus ojos en la muerta parece querer divisar su rostro a través de la oscuridad, tiembla, brilla un relámpago, y Jacobo grita: ¡Madre mía! ahogando su voz un trueno horroroso.

        El asesino desfallece, su cuerpo al parecer se halla rodeado de una llama que le deslumbra sin quemarle, resuena en sus oídos un eco penetrante que repite: ¡Parricida! Sombras fantásticas revolotean en su derredor, su frente recibe la impresión de unos labios fríos, sobre sus ojos se destacan resplandores rojos y blancos como un océano de luces fosfóricas; aterrado, tiende Jacobo sus manos en la oscuridad buscando el cuerpo de Engracia para huir con ella de aquel lugar siniestro; sus manos dan, en fin, con un bulto tendido en el suelo; el joven quiere alzarlo, suena una carcajada estridente, el italiano da un grito; Engracia en sus brazos se ha convertido en un esqueleto repugnante; el aventurero quiere alzarse y siente que le asen de los cabellos, intenta gritar y no puede; las paredes dan vuelta en torno suyo, Jacobo tiende los brazos, y se deja caer en las tinieblas … se estremece … abre los ojos, y lanza una exclamación de asombro.

        El día comenzaba a clarear, el joven hallábase tendido sobre un escalón de piedra que servía de pedestal a una cruz de hierro; se había dormido y despertaba al eco dulce de la campana del convento que tocaba a la oración; el cielo puro y diáfano[27]  anunciaba una hermosa mañana de luz; los pájaros entonaban sus trinos desde la enramada, la blanda brisa acariciaba los arbustos, y la aurora despedía nítidos visos de un resplandor incierto y melancólico.

        El hidalgo se alzó sorprendido y respirando con fuerza … había sido víctima de un ensueño, mas algo de extraordinario debía aun suceder. El aterrado modenés vio frente a él cuatro hombres embozados en sus capas, y que en silencio parecían hallarse guardando su sueño; así que el aventurero se levantó con tales señales de sorpresa y espanto, uno de los embozados se adelantó hacia él descubriéndose.

        Aquel hombre era Mateo Vázquez, Alcalde y Consejero de S. M.

        —Señor, dijo el servidor de Felipe II dirigiéndose al italiano: vos perseguíais a una noble matrona; temiendo ella por la vida de su esposo, declaróse al Soberano; el rey prometió protegerla, y creyendo que la libraba ordenó el justo engaño de haceros creer que se refugiaba en un monasterio. S. M., siempre prudente, quería probar hasta dónde llegaba vuestra osadía; habéis caído en vuestras propias redes, y de orden del monarca, como —p. 13— sacrílego profanador, os intimo me sigáis a las cárceles del Santo Oficio.

        —Alcalde, replicó Jacobo descubriéndose, si es cierto que la locura me guió a un abismo, respetemos los juicios de la Providencia que me salva; y si para expresaros mi arrepentimiento se necesita exponer el sacrificio, yo os pido en nombre de Dios, del Supremo Hacedor, que con sus avisos esta noche ha despertado mi alma, me conduzcáis a la presencia del rey. No es el caballero quien os ruega, es el penitente que os suplica.

        Vázquez, sorprendido, no replicó y condujo al italiano a presencia de Felipe II.

        El misterio más impenetrable envolvió este suceso. Engracia, al hacer al soberano confidente de su situación angustiosa, había conseguido salvarse juntamente con su noble esposo, ignorante de todo.

        Asombrado presenció Madrid entero la repentina mudanza y transformación de Jacobo de Grattis, el cual donando toda su inmensa hacienda y cuantiosas riquezas a los pobres, fundó en uno de sus palacios un convento de padres del Espíritu Santo, cuya iglesia se llamó Oratorio del Caballero de Gracia, transmitiendo dicho nombre a la calle; y retirándose el modenés a la vida austera y contemplativa, siempre virtuoso y bendecido, murió a la cansada edad de ciento dos años, siendo sepultado en la iglesia de su nombre.

Tomeo y Benedicto, Joaquín.La Ilustración de Madrid: revista de política, ciencias, artes y...: Tomo Primero Año I Número 19 [S.l.: s.n.], 12 de octubre de 1870, pp. 11-12.

 

 

Edición: Ana Mº Gómez-Elegido Centeno


[1] estrados: salas donde las señoras recibían a sus visitas

[2] fausto: fasto, esplendor

[3] pródigo: derrochador

[4] temerón: bravucón

[5] rondas: grupo de vigilancia nocturna

[6] infanzón: hidalgo con poderes limitados sobre sus tierras y dominios

[7] timbre: insignia sobre los blasones para diferenciar los grados de nobleza

[8] billete: mensaje o carta breve

[9] montuosas: con alturas y desniveles, entre montes

[10] arrostrando: afrontándolos o desafiándolos

[11] Luzbel: Lucifer, el ángel caído

[12] embozándose: tapándose la parte inferior de la cara con el embozo de la capa

[13] tabardo: prenda de abrigo sin mangas, de paño o piel

[14] rebujándose: arrebujándose, tapándose mucho

[15] Mercurio: dios romano del comercio y también mensajero de las principales deidades clásicas

[16] vergeles: huerto lozano con frutales y flores

[17] demandadero: mandadero, encargado de llevar o hacer  recados o encargos

[18] cicerone: guía

[19] pistoletes: armas de fuego más cortas que las pistolas

[20] botareles: contrafuertes

[21] alquitrabes: arquitrabes, parte inferior del entablamento, apoyada sobre las columnas o el muro

[22] lóbrega: muy oscura, tenebrosa

[23] cubil: guarida

[24] ladino: falso, taimado

[25] fragor: gran estruendo

[26] risa sardónica: irónica, sarcástica, amarga, sin alegría

[27] luces fosfóricas: fluorescentes como las producidas por el fósforo, combustible y venenoso