DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Fénix: periódico universal, literario y pintoresco, cuarta época, núm.14, tomo 1. 12 agosto de 1849. pp.109-111-También en La Ilustración – 1851, vol. 3 – p. 219.

Acontecimientos
Anécdota de Hernán Cortés
Personajes
Hernán Cortés, Jacinta
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LOCALIZACIÓN

CASTILLEJA DE LA CUESTA

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Oro es lo que oro vale

 

Una inmensa concurrencia llenaba las gradas de la  catedral de Sevilla el primer día de Pascua de Resurrección del año 1515.

Las campanas de las iglesias de la ciudad anunciaban con estruendo y alegres repiques la solemnidad del día, y las personas de todas clases y condiciones que circulaban por las calles solo se ocupaban de las cosas de religión.

Sin embargo, la galantería no estaba ociosa, y si la juguetona brisa, levantando el velo de una dama dejaba al descubierto su rostro, veíanse unos ojos, cuyas miradas causaban hondas heridas en el corazón de aquellos a quienes se dirigían.

Mientras que la multitud se estrechaba en derredor del templo, formando un susurro a manera de un enjambre de abejas, encontráronse en el porche de la iglesia un lindo mancebo y una dama, cuyo airoso talle y modo de andar llamaban la atención de cuantos la veían. Marchaba el joven con mucho desembarazo, ladeado el sombrero sobre la oreja; caíale del hombro la capa formando graciosos pliegues, descansaba una mano en la guarnición de la espada, y con la otra acariciaba un hermoso bigote negro que contribuía a dar mayor realce a la blancura de su rostro.

No le acompañaba paje ni escudero.

Iba la dama guardada por una dueña la más adusta y regañona de cuantas dueñas existían desde Jaén a Cádiz, la cual para no distraerse con las cosas mundanas llevaba los ojos fijos en el devocionario. Advirtiendo la joven que tenía tan cerca de sí al caballero, procuró cubrirse el rostro con el velo que un golpe de viento había descompuesto; mas no fue tanta su diligencia que no diera lugar al galán a que contemplase un semblante peregrino y capaz de excitar celos a las beldades más celebradas de Sevilla.

 Detúvose el galán para dar lugar a que pasase, y quitándose el sombrero, cuya pluma llegó a barrer el suelo, hizo una profunda reverencia.

—Si yo fuese rey, nadie más que vos sería la reina, dijo con mucha galantería.

Un vivo encarnado coloreó las mejillas de la doncella al oír estas palabras; mas como a este tiempo la vieja levantase los ojos del libro, y viera al joven parado delante de ella mirando con embelesamiento a la dama cuya custodia la estaba confiada, se apoderó de su brazo y con pasos precipitados se encaminó hacia la iglesia murmurando encolerizada.

—Por la Virgen de los Reyes, que ni aun en la calle han de dejarnos en paz. Por vida mía que si yo fuera asistente[1], no había de dejar a ninguno de estos lindos[2] en la ciudad, y que los había de enviar al otro lado de los mares, para evitar que con sus galanteos perviertan a las mujeres, poniéndolas a riesgo de perder su virtud.

No pensaba así la hermosa sevillana. Tenía por una crueldad que se enviase a tierras tan remotas a un hombre que tan rendido y obsequioso se mostraba con las damas; y como al dirigirle una mirada de soslayo notase que iba siguiendo sus pasos, rebosaba su corazón de alegría.

Cuando se ha visto la primera luz en Sevilla, cuando solo se cuentan diez y seis años, y cuando una joven se ve seguida en la calle por un agraciado joven ¿qué cosa más natural que se alimente de ilusiones y que forme castillos en el aire? El caballero tenía un aire tal de grandeza, que cualquiera se habría persuadido ocupaba un puesto elevado en la corte del anciano rey Fernando. Cierto que la pluma del sombrero estaba un poco deslucida, y que su jubón estaba bastante servido[3]; pero esto lo atribuía la dama a que tal vez su nuevo galán sería compañero del joven Carlos de Austria[4] que acababa de llegar a Cádiz en las galeras de Génova, y que le conviniese viajar de incógnito. ¡Hasta dónde no va a parar la imaginación de una joven, cuando se deja llevar de los sueños que halagan su vanidad!

Aún no había andado la mitad de la distancia que mediaba desde la catedral a su casa, y ya se figuraba hallarse en la corte y en el palacio del rey engalanada con un magnífico vestido de brocado de oro de larga cola.

En cuanto al caballero, todos sus pensamientos se limitaban a contemplar con ojos apasionados el delicado talle de la desconocida, su linda pierna aprisionada en las lustrosas mallas de una riquísima media de seda; su andar imponente y ligero a la vez que la daba todo el aire de una niña; pero cuando al doblar de una esquina, descubrió el virginal perfil de su rostro embellecido con una amable sonrisa; y se vio favorecido con una mirada tierna y expresiva, se consideró el hombre más afortunado de la tierra.

A los diez minutos de su salida de la catedral la dueña y su compañera se detuvieron delante de una casa de hermosa apariencia, situada en uno de los barrios habitados por las personas más opulentas de la ciudad. El caballero apresuró el paso para llegar al mismo tiempo; pero al pisar el umbral de la puerta se cerró con violencia fuertemente impelida por la dueña.

—¡Maldita bruja! exclamó lleno de ira, dando con el pie en tierra; iba a progresar en sus imprecaciones contra la dueña, mas expiraron las palabras en sus labios, cuando al alzar casualmente la vista notó que por las junturas de la celosía asomaba una mano más blanca que la nieve, teniendo entre sus delicados dedos un ramo de jazmines.

Entonces abandonó la puerta colocándose debajo de la ventana, cayó a sus pies el oloroso ramo desapareciendo enseguida la mano.

Era el galán demasiado español para ignorar que en el idioma simbólico enseñado por los moros a sus abuelos, la olorosa flor del jazmín denota la esperanza. Besó repetidas veces el precioso ramo, que retiró de aquel sitio lleno de orgullo y seguro de ver premiado su amor. De buena gana hubiera colocado el venturoso símbolo en la toquilla de su sombrero, y si en aquel momento el ilustre Giménez de Cisneros le hubiese ofrecido el gran maestrazgo de la orden de Calatrava en cambio del ramo verde con estrellas de nieve, indudablemente habría desechado la oferta y vuelto la espalda al venerable cardenal.

Al llegar al extremo de la calle empezó a contener el paso hasta que al fin se detuvo. Púsose a reflexionar por unos instantes sin apartar la vista de la celosía bienhechora, y al cabo de un rato, como herido de una idea repentina, volvió pie atrás, dirigiéndose con resolución hacia la casa de cuya puerta un cuarto de hora antes había sido con —110—crueldad rechazado. Acomodóse bien el sombrero, colocó con gracia la capa sobre el hombro, prendió el ramo de jazmín en uno de los ojales de la ropilla, y con el pesado llamador dio dos o tres golpes vigorosos, a que no tardaron en contestar.

—¡Jesús! exclamó la dueña al reconocer al caballero, y haciendo ademán de cerrar la puerta; pero ya no era tiempo. Había puesto el pie en el escalón que la separaba de la calle.

—¿Está vuestro amo en casa?

La mirada que la dirigió el mancebo era tan penetrante que la hizo bajar los ojos.

—Este es el diablo, dijo entre sí, pasando los dedos por las cuentas de marfil y ébano del rosario que llevaba pendiente de la cintura.

—¿Está vuestro amo en casa? volvió a preguntar con más imperio.

—Entrad, señor caballero, contestó la dueña temblando.

Y haciéndole pasar por una larga fila de aposentos llegaron a una sala amueblada con mucho gusto, cuyas paredes cubrían ricas colgaduras de seda.

Hallábanse en ella un anciano grueso y de pequeña estatura en compañía de un prebendado[5], jugando a los naipes. Más allá, y cerca de la ventana que daba vista a un jardín delicioso, veíase sentada con un libro en la mano una joven, que no obstante tener la espalda vuelta al caballero, su corazón le anunció que aquella era la beldad que tanto le cautivara en las inmediaciones de la catedral. El hombre gordo dejó el asiento al ruido que hizo la dueña cuando abrió la mampara.

—Por Satanás, si me es lícito pronunciar este nombre maldito en el santo día en que estamos, exclamó encolerizado, que venís a interrumpirme en muy mala hora, señora Encarnación. Yo tenía espada, malilla y punto[6]... Vamos, decid pronto lo que queréis.

—Este caballero desea hablará vuesa[7] señoría.

—Pues bien, que hable.

—Antes de informaros del objeto de mi venida, permitidme os pregunte a quién tengo la honra de dirigirme, dijo el joven con desenfado.

—¿Quién no conoce en Sevilla, y aun en toda España, al muy respetable D. Giácomo Lebarron, rico mercader de sedas, y oficial de la santa hermandad[8]? dijo el prebendado.

—Gracias, señor prebendado, respondió el galán; y encarándose en seguida con el comerciante, prosiguió: mucho celebro, señor D. Giácomo Lebarron, saber que me hallo en casa de tan honrado y conocido sujeto como vos, y esta seguridad me alienta para proponeros que me admitáis por yerno, otorgándome la mano de vuestra hija.

Una declaración tan inesperada causó en todos los circunstantes un asombro difícil de expresar. La graciosa joven, que durante las palabras del caballero se había vuelto un poco como para escuchar mejor lo que decía, inclinó la cabeza sobre el pecho, y permaneció inmóvil como una estatua; la dueña levantó los ojos al cielo, poniendo a San Pacomio[9] por testigo, de que en su vida había visto un bellaco más desvergonzado que el que tenía delante; el prebendado cruzó las manos mirando a todas partes con ojos desencajados; y el mercader de sedas se quedó por algunos instantes sin saber qué contestar, porque jamás había oído ni visto se tratase con tal ligereza un asunto de tanta gravedad.

—Señor caballero, le dijo después de una larga pausa, ¿tendréis a bien decirme vuestro nombre?

—Nada más justo. Siempre he oído decir a mi madre, que mi padrino de bautismo me puso Fernando por nombre en la pila. -

—¿D. Fernando de qué?...

—Fernando o D. Fernando, como gustéis.... aunque no salgo garante del Don.

A esta confesión el digno mercader se encogió de hombros; la joven frunció las cejas, haciendo una mueca con los labios, señal visible de su menosprecio, y que se ocultó a la sagaz mirada del amante.

—Bien está, señor Fernando; mas ya que aspiráis a la mano de mi Jacinta, no dudo que seréis poseedor de un castillo en Andalucía; tendréis grandes almacenes de mercancías en Cádiz, o bien contareis en vuestra familia algún arzobispo, le dijo el mercader de sedas.

—Si mi padre ha poseído castillos, por fuerza deben habérselos quemado los moros; jamás me han dicho que entre los almacenes de Cádiz alguno lo fuese mío, e ignoro absolutamente que en mi familia haya ningún arzobispo, como no sea que desde ayer acá me haya nombrado su santidad para la silla arzobispal de Granada.

Al oír estas palabras la señora Encarnación hizo la señal de la cruz, y el prebendado sospechó que Fernando era un moro no convertido y disfrazado.

—Pues entonces ¿qué tenéis?

—Mi espada, replicó con arrogancia y erguiendo (sic.)[10]la cabeza.

A este tiempo entró en la sala un joven ostentando la mayor riqueza en su traje, aunque de muy mal gusto, y una larga espada de contera dorada con las botas de tafilete.

D. Giácomo corrió presuroso a su encuentro, y le abrazó con efusión.

—Señor caballero, que nada tenéis, dijo a Fernando: ved aquí mi futuro yerno el señor D. Gaspar Pedro Méndez. También tiene espada; pero la guarnición es de oro.

—¿Conque oro es lo que oro vale? observó Fernando alzando la voz, y lanzando una mirada a Doña Jacinta, que permanecía en su asiento muda y silenciosa; pero, pardiez[11] que si la guarnición de mi espada es de acero, la punta está bien afilada, y el señor D. Gaspar Pedro Méndez será muy cuerdo en no seguir por el mismo camino que yo lleve, porque podrá acontecer que quede ajado el terciopelo de su ropilla.

Dicho esto dejó caer el sombrero sobre la oreja, terció la capa, y salió del aposento sin dar lugar a que ninguno le contestase.

Una hora antes de ocultarse el sol en el horizonte, el diablo que no duerme, y que no quería dejar concluyera el primer día de Pascua sin que se cometiese un gran pecado, lo enredó de manera que Fernando y D. Gaspar se encontrasen en una calle. Furioso Fernando por el desdén tan marcado de Doña Jacinta al oír pronunciar su nombre; y viéndose tan cerca de D. Gaspar, concibió el pensamiento de trabar pendencia con él, dándole tan fuerte empellón, que estuvo en poco no cayese en tierra el futuro yerno de D. Giácomo.

—Caballero, le dijo Fernando en tono destemplado, ¿por qué me atropelláis de esa manera? Si lo hacéis por insultarme, preparaos a darme una satisfacción. —111—

—¡Yo! replicó D. Gaspar, que era el más pacífico propietario de las cercanías de Sevilla. ¿Pues no sois vos el que ha tropezado conmigo?

—Basta, replicó Fernando, no armemos más alboroto; cuando gustéis estaré a vuestras órdenes.

Dos o tres personas detuvieron el paso al oír a Fernando, y habiendo distinguido entre ellas a un capitán aventurero, sonriéndose socarronamente al ver la disputa  le dijo nuestro joven:

—Señor capitán, si no os molesto, hacedme la merced de servirnos de testigo: ese gentil-hombre que acaba de provocarme a un  duelo, solicita llevarme fuera de la muralla y yo estoy pronto a seguirle.

—Pero... tartamudeó D. Gaspar.

—Vamos, le interrumpió el capitán, pues en ello tengo el mayor placer, porque nunca un soldado rehúsa prestar esta clase de servicios.

Un cuarto de hora después se hallaban a la otra orilla del rio, detrás de las tapias del monasterio de la Cartuja, cruzando las espadas, y al anochecer una litera paraba a la puerta de D. Giácomo conduciendo al señor D. Gaspar, muy mal herido. Al enterarse que Fernando era el que tan mal parado había dejado a su contrario, la señora Encarnación acabó de confirmarse en el pensamiento de que Satanás en persona había paseado las calles de Sevilla el primer día de Pascua en traje de caballero.

D. Fernando salió aquella misma noche para Cádiz en compañía del capitán, que prendado de su valor le pro puso si quería seguirle, y a los pocos días ambos se embarcaron en un bergantín que daba a la vela para América.

Doña Jacinta se desposó con Gaspar, luego que se halló restablecido de su herida; y cuando alguna vez fijaba la vista en el rostro grave y serio de su esposo, no podía dejar de acordarse de Fernando, a quien adornaban todas las prendas de un valiente y leal caballero; pero la señora Encarnación salía a su encuentro, diciéndola que tales pensamientos eran sugeridos por el maligno espíritu, y que no dudara que Fernando era el mismo Lucifer en persona.

— ¡Lástima es! decía Doña Jacinta. ¡Era tan galán, tan entendido!

Diez años después de lo que acabamos de referir, un suceso extraordinario puso en conmoción a todo el vecindario de Sevilla. Un inmenso gentío se dirigía presuroso al puerto; los mercaderes cerraban las tiendas, los jornaleros abandonaban los talleres, los soldados salían de los cuarteles, los frailes de sus conventos, y las damas se asomaban a las ventanas.

— ¿Qué alboroto es ese? preguntó el viejo D. Giácomo a su yerno  que entraba a la sazón muy azorado.

—A fe mía que lo ignoro. Dicen ha llegado al puerto un hombre que ha conquistado a nuestro gran emperador más estados que villas le han legado sus antepasados.

—¿Y le llaman?...

—Hernán Cortés.

Una hora después Jacinta, en el umbral de la puerta y sosteniendo por el brazo a su padre, vio que un hombre a caballo, magníficamente vestido, avanzaba por la calle, seguido de una gran muchedumbre que le victoreaba con entusiasmo. Las damas agitaban al aire sus pañuelos, y to das las miradas buscaban ansiosas al conquistador de la Nueva España. A su vista no pudo menos de estremecer se Doña Jacinta.

—Mirad, padre mío, dijo palideciendo.

—¡Fernando! exclamó el buen hombre, quitándose al mismo tiempo la gorra con mano trémula.

Al distinguirlos Hernán Cortés asomó una ligera sonrisa a los labios. Con una mano sacó la espada, cuya hoja era de oro puro y con la otra señaló a la guarnición que parecía por su brillo hecha de un solo diamante.

—Sí, dijo Jacinta en voz baja: Oro es lo que oro vale.

FUENTE

Sin autor. El Fénix: periódico universal, literario y pintoresco, cuarta época, núm.14, tomo 1. 12 agosto de 1849. pp.109-111.

Edición. Pilar Vega Rodríguez.

NOTAS

 


[1] Asistente: alcalde.

[2] Lindos: 3. m. coloq. desus. Hombre afeminado, que presume de guapo. (DRAE)

[3] Servido: quiere decir, que había servido mucho tiempo ya, viejo, por tanto.

[4] Carlos de Austria: el emperador Carlos V.

[5] Prebendado: 1. m. Dignidad, canónigo o racionero de alguna iglesia catedral o colegial. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[6] Las cartas adecuadas para ganar la partida.

[7] Vuesa: vuestra (antiguo)

[8] Santa Hermandad: corporación municipal que se ocupaba del orden y la persecución de los criminales.

[9] San Pacomio: uno de los santos ermitaños.  Vivió en el siglo IV. Era un soldado romano que se convirtió ante el testimonio de la caridad de los cristianos.

[10] E irguiendo: es lo correcto.

[11] Pardiez: 1. interj. coloq. par Dios. (Diccionario de la lengua española, RAE).