DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las familias (Madrid). 7/1859, pp 152-155, 8/1859 pp. 182-184.

Acontecimientos
Personajes
Don Manuel Freiré de Silva fray Manuel de San José
Enlaces

LOCALIZACIÓN

COMUNIDAD DE MADRID

Valoración Media: / 5

El duende crítico de Madrid

 

No voy a forjar intrincada novela, sino a referir verídica historia. Por calles y plazuelas andaban los madrileños y madrileñas de bulla[1], aquí manteando peleles[2], allí poniendo mazas[3], acullá[4] corriendo y saltando a porfía[5]. Era el domingo de Carnaval del año de 1735, y gran muchedumbre refluía hacia donde están ahora el salón del Prado y el paseo de Recoletos; cuando apareció a la bajada de la puerta de Alcalá un corto destacamento de tropa, custodiando un preso, montado en un asno y sujeto con cuerdas y grillos[6], del cual acababa de hacer entrega el alcalde de un pueblo inmediato. Muchas voces clamaron porque se diese libertad al preso, y otras prorrumpieron en silbidos e insultos contra sus guardadores. Silenciosos y sin hacer uso de las armas consiguieron pasar el puentecillo, que allí había sobre un arroyo prolongado entre las puertas de Recoletos y de Atocha; pero después de trasponer aquella estrechura, unos lacayos del embajador portugués, señor de Belmonte, les amenazaron con apoderarse del reo, si lo pasaban por frente de la casa de su amo, quien la tenía a lo último de la calle de Alcalá, y donde ahora tiene la suya el marqués de Alcañices.

A broma lo hubieron de tomar los de la escolta, mas los lacayos ejecutaron de veras su designio, y metieron al preso en el zaguán sin desmontarle del asno. Vanamente pugnaron los soldados por recuperar al preso, que imploraba misericordia, mientras los lacayos y el paisanaje le resguardaban y defendían a una. Cuando el embajador de Portugal acudió a las voces, ya estaban fugitivos los de la escolta y muy prudente depositó en el convento de Trinitarios Calzados al reo, ya que a su protección se había acogido, a sus lacayos despidió de seguida, con el fin de que su librea[7] no embarazara el castigo del atentado, y sin demora lo puso todo en conocimiento del presidente del Consejo de Castilla.

 

II.

 

Entre los religiosos del convento de Carmelitas descalzos había uno de ilustre familia portuguesa y de capacidad de instrucción nada vulgares, consagrado a Dios tras de figurar con los que militaron durante la guerra de sucesión a favor de la casa de Austria. Don Manuel Freiré de Silva llamóse en el siglo, y por fray Manuel de San José le conocían en el claustro. De la provincia de Navarra, donde tomó el hábito religioso, le trasladaron a la de Castilla la Nueva, después de terminar los estudios y de servir diversos oficios.

Con su buen talento y la finura de sus modales, captóse el afecto de las personas de más viso[8] de la corte de España, lo cual dio origen a que la de Portugal le escogiese por su agente secreto, al presentarse en Lisboa el año 1734.

A su retorno a Madrid le encomendó el rey don Juan V agenciar[9] las bodas de la heredera del conde de Villanueva con el hijo segundo de la duquesa de Veraguas, primera dama de la reina Isabel de Farnesio y la de mayor valimiento entre todas. Así obraba el monarca portugués celoso de que juntara poderosa grandeza el que se uniera en matrimonio a aquella joven afortunada, en quien debía recaer además el condado de Cadaval, corpulentísimo de suyo, aglomeración que evitaba radicalmente casándola en Castilla, por inhabilitar una ley de aquel reino para las herencias transversales a las casadas con extranjeros. Llanísimo encontró fray Manuel de San José el camino a sus pretensiones, como que otorgándolas Isabel de Farnesio, lograría tener cerca de su hija doña María Ana Victoria, princesa del Brasil, un hombre de su más íntima confianza. Sin embargo, sobrevino el tropiezo de parecerle natural al carmelita que la infanta portuguesa doña Bárbara, princesa de Asturias, interviniera en aquellos tratos, con beneplácito de la duquesa de Veraguas. Nada afecta[10] Isabel de Farnesio a la esposa de su hijastro, se opuso diciendo que no se necesitaba de tantos interlocutores, y ofendido el rey de Portugal de que se menospreciara de tal suerte a una hija suya, en despique[11] aceleró el casamiento de la condesita de Villanueva con el tercer hijo del marqués de Tavora, muy inferior al segundo de la duquesa de Veraguas, para hacer más sensible el golpe. Nada sabía el embajador de Portugal sobre tales antecedentes, y así dio por terminado el lance[12] entre sus lacayos y la justicia con la cuerda conducta que había observado.

Mas no pasaron cuarenta y ocho horas sin que Isabel de Farnesio le diera señales de aprovechar la ocasión de satisfacer su resentimiento contra la corte de Lisboa, y aún más de prisa le soltara la rienda sin la circunstancia de hallarse a la sazón[13] la corte en el Pardo.

Por la calle del Barquillo desembocaron tres compañías de infantería el martes de Carnaval a las nueve de la mañana, y bajando a la casa del embajador de Portugal la invadieron a bayoneta[14] calada y redujeron a prisión a cuantos hallaron al paso, y no respetaron ni los aposentos de la embajadora y sus damas, y lo registraron todo, y se llevaron atados a la cárcel de corte no menos de catorce criados, sin que valiesen de nada las protestas del señor de Belmonte.

Acto continuo se fue este al convento de Carmelitas descalzos, para que fray Manuel de San José le ilustrara con sus consejos. Y de resultas de lo que trataron a solas, bajando el embajador el escudo de armas de Portugal de la puerta de su morada, se retiró a Carabanchel hasta recibir órdenes de su soberano. Apenas supo el suceso hizo víctima de igual tropelía[15] al embajador español, conde de Capecelano, y consiguientemente se interrumpieron las relaciones amistosas entre ambas cortes. A pesar de estar ocupadísima la española en elevar a los hijos de Isabel de Farnesio a tronos de Italia, se pensó en arrebatar a los portugueses la isla de Peniche, para cuya empresa comenzose a armar en Cádiz una pequeña flota; pero fray Manuel de San José, merced a su astucia, se impuso en el secreto, y comunicándolo a Lisboa, se llamó de allí una escuadra inglesa en ayuda, con lo que la expedición quedó plenamente frustrada.

 

 

III.

Mientras por accidentes de escasa monta[16] se volvían a enconar dos pueblos que nacieron hermanos, y cuyas prosperidades y vicisitudes andan parejas en la historia, mientras se anulaba por desdicha la reconciliación verificada seis años antes entre las dos cortes, por virtud de las bodas del príncipe de Asturias don Fernando con doña Bárbara de Braganza, y del príncipe del Brasil don José con doña María Ana Victoria, hija de Felipe V y de Isabel de Farnesio, mientras españoles y portugueses casi estaban a punto de venir a las manos, el jueves 8 de diciembre de 1735 empezó a circular por Madrid una hoja volante manuscrita, obra de uno que se presentaba como duende crítico y como enterado de los secretos de la corte, lamentándose del mal gobierno y de lo difícil de la cura, y anunciando que echaría a volar papeles análogos todos los jueves con el ánimo de intentarla. Efectivamente cumplió su promesa, pues cada jueves corría de mano en mano la hoja volante, bautizada con el título de El Duende crítico de Madrid por la generalidad desde los principios. Un periódico político, venía a ser de oposición furiosa, en el cual se censuraba la apatía del monarca, se calificaba al ministro don José Patiño de tirano, y se zahería implacablemente al presidente del Consejo don Gaspar de Molina, al marqués Scotti, a los oficiales de la Covachuela[17], entre quienes se contaban a la sazón don Gerónimo Ustáriz autor del excelente libro titulado Práctica del Comercio y de la Marina, y don Sebastián de la Cuadra, que fue marqués de Villanas y ministro de Estado años adelante. De las fiestas del Calendario sacó el Duende muy buen partido para ridiculizar a los más influyentes en el gobierno; así formó un nacimiento de Nochebuena, tomando las figuras de los personajes de la corte, hasta para que hicieran de buey y de muía; en Carnestolendas puso mazas; por Cuaresma forjó un catecismo, y sermoneó a su antojo, y supuso confesiones generales del presidente del Consejo de Castilla y de los oficiales de la Covachuela con don José Patiño; por Semana Santa ideó una procesión a su modo; por Pascua florida entonó aleluyas, puso tablilla de excomulgados, y tituló uno de sus papeles «Procesión del Duende, en que da el cuerpo del rey a los enfermos de esta monarquía.»

Siendo platillo de conversación para los curiosos y noticieros de oficio, pasto de esperanza para los descontentos, y asunto de mortificación para los reyes y gobernantes, no pasaba semana sin la aparición puntual del Duende.

Ocasiones hubo en que al sentarse a comer Felipe V se halló la fatídica hoja volante debajo del plato o dentro de la servilleta: también aconteció que se la encontraran Patiño en el bolsillo de la casaca, y el cardenal de Molina entre los papeles del despacho. Innumerables prisiones se hicieron de resultas, y varias de ellas con indicios bastantes para suponer que el pájaro había caído en la red al cabo; pero amanecía otro jueves, y el Duende tornaba a hacer de las suyas, y cada vez se reía más a mansalva[18] de las pesquisas infructuosas que se repetían por darle caza. Así llegose hasta el 24 de mayo, primer jueves en que se hubieron de acostar mohínos los que gozaban con el Duende, y esperaron al fin reposo los zaheridos por su pluma. Gran novedad por cierto que nadie se supo explicar por de pronto.

 

IV.

Es fama que Santa Teresa no tuvo por apto a ningún hijo de Andalucía para ser general de los Carmelitas descalzos, y que reiteradamente previno que jamás se eligiera de tal provincia, a fin de evitar enormes castigos. Fieles al precepto de la santa los religiosos, en el capítulo celebrado por su comunidad poco antes del tiempo a que se alude, solo por ser andaluz negaron los votos a fray José del Espíritu Santo, e hicieron general a fray Pablo de la Concepción, el cual estuvo cortos días de enhorabuena, pues se le arrestó de orden superior y por cosas políticas en Bilbao, y se le condujo a la Alhambra de Granada, donde el año de 1736 acabó la existencia. Otra vez se hubieron de juntar los carmelitas para elegir prelado en Pastrana, y menos escrupulosos que hasta entonces nombraron al andaluz fray José del Espíritu Santo, que vino muy pronto a Madrid y a su convento de San Hermenegildo.

Una de sus primeras providencias fue la de mandar a fray Manuel de San José que marchara a Portugal de seguida y en derechura: vanamente expuso el religioso que semejante determinación se resentía de violenta, y que sería muy reparable que se ausentara, cuando en breve tenia que predicar dos sermones, uno al rey y otro a la princesa, según constaba hasta por los carteles de las esquinas, con su autoridad incontrastable le obligó el general a emprender el viaje, y con tanta premura que ni aun tuvo lugar de recoger sus papeles. No agradó a los carmelitas esta conducta, y la atribuyeron al afán del nuevo prelado por hacer méritos con la reina y asegurarse el favor de Patiño. Efectivamente, contrario fray José del Espíritu Santo a las máximas del general difunto, y deseoso de bienquistarse[19] con la corte, no vaciló en sacrificar al religioso citado, en quien por entonces se iba ya trasluciendo al mordaz y travieso Duende. Antes de pasar veinte y cuatro horas se sabía su marcha en palacio y el ministerio, y con suma diligencia se despacharon postas y correos para arrestarle y traerle a la corte. Le podía salvar su prelado, pero se obstinaba en perderle, y no mostrándose enemigo a las claras, sino fingiendo que le dañaba a pesar suyo. Llamado a casa del cardenal de Molina, le dijo este con severo tono:

—¿Dónde está fray Manuel de San José, súbdito de vuestra reverencia?

—Ya he proveído de remedio conveniente desterrándole a Portugal, respondió con aire de misterio el general de los carmelitas descalzos, dando de hecho al súbdito por culpable, puesto que le imponía castigo.

—No, repuso el cardenal de Molina con toda la autoridad de su elevadísimo cargo, en Madrid le queremos, en Portugal de ningún modo.

—Y sin levantar mano hizo que el general expidiese a fray Manuel de San José la orden terminante de darse a prisión desde luego y sin replicar la menor palabra.

Como no había entrado en los cálculos del general de carmelitas entregar al brazo seglar al presunto Duende, sino atajar sus travesuras para vender esta fineza a la corte y ganar en influjo, y se hallaba con que se le perseguía de suerte que no le quedaba escapatoria, de vuelta en su convento fuese a la celda del infortunado con otros frailes, a fin de registrar sus papeles y de reducir a cenizas los que le pudieran traer perjuicio. Se hallaban en este caso la colección de los números del Duende, un borrador de carta en idioma francés y escrita de su puño para un ministro extranjero sobre la situación de España, y un papel de mano ajena con el epígrafe de Consejos al Duende crítico de Madrid, en que había diversas enmiendas de letra del perseguido fraile. Con especialidad había una significativa de sobra, pues a la exhortación de que ya no escribiera y de que se acordase que había Alhambras en Granada, aludiendo indudablemente al encarcelamiento del general difunto, le ocurrió añadir entre renglones al presunto Duende que en Plutón había zahúrdas, con referencia a las cárceles del diablo mencionadas por Quevedo en sus Sueños. Todos acordaron que el padre provincial quemara estos papeles, cuando llevasen luz a su celda para más disimulo, pero antes de que llegara el anochecer varió de opinión el prelado, y contra la de cuantos intervinieron en el registro de los papeles, se los envió al presidente de Castilla, su color de tenerle propicio, pues se necesitaba de misericordia a causa de ser muy patente la culpa. A los muy pocos días propagose la especie de que fray Manuel de San José había sido preso en Talavera de la Reina.

 

V.

Chismes y trabacuentas[20] de frailes produjeron así lo que intentaron sin fruto los gobernantes y los jueces a fuerza de pesquisas e indagatorias. Este es uno de los millares de casos con que se podría evidenciar que solo vistos por de fuera los claustros parecían mansión de reposo, pues a pesar del escapulario[21] y la capucha, los poblaban hombres de carne y hueso. Trece días después de circular el último número del Duende, esto es, el 30 de mayo y a las nueve de la noche, entraba fray Manuel de San José en Madrid con muy fuerte escolta, no apeándose del coche en que vino hasta las puertas de su convento. Allí el general manifestole en afable tono y tratándole de hijo, que monásticamente no le podía poner en prisión antes de sujetarle a proceso, y que si violaba esta regla lo hacía en virtud de órdenes del monarca. Breves, pero muy dignas y conceptuosas fueron las frases que le dirigió el preso, reconviniéndole por qué le atropellaba implacable en vez de servirle de escudo. Hasta las costuras de los hábitos le registraron sin hallar cosa alguna, a vista y paciencia del prelado, que tras de ceder tan de lleno a la corriente de las vanidades del mundo, solo sobrevivió a este suceso tres días, falleciendo a los cuarenta y dos de generalato de un accidente.

Muy pronto murió también don José Patiño en el real sitio de San Ildefonso, y según voz acreditada por consecuencia del afán incansable con que por cumplir la voluntad expresa del soberano y de su esposa vehemente, se dio a buscar a todo trance al autor del Duende, de cuyos dardos venenosos era continuo blanco este ministro diligente y trabajador a pesar de sus setenta años. Satisfechos como estaban los reyes de sus señalados servicios, endulzaron sus últimas horas, elevándole a grande de España, sobre lo cual dijo el moribundo con donaire:

Me da el rey sombrero, cuando ya no tengo cabeza.

Por su alma se dijeron además hasta diez mil misas a costa del real patrimonio.

Como fray Manuel de San José ya se hallaba a disposición de la justicia ordinaria, cuando su general pasó de esta vida, en nada influyó tan súbito acontecimiento sobre su suerte. Solo tuvo comunicación con el señor Quincoces, gobernador de la sala de Alcaldes y juez de su causa, el cual nada pudo sacar en limpio de sus declaraciones; con el provincial[22] de su orden religiosa, que le encontró siempre sereno, y con el lego[23] que le servía la comida, y de quien se debe suponer que le miraba con ojos de lástima y de afición respetuosa. Legalmente no se le podía probar que fuera autor del Duende, por mucho que la convicción moral estuviera en su contra, y más siendo un hecho evidente que desde su salida de la corte de orden de su general y con dirección al vecino reino, todos los jueves pasaron en blanco, sin que las sátiras consabidas recrearan a los murmuradores y sobresaltaran a los que sufrían sus tiros.

Se multiplicaban las diligencias, se repetían los interrogatorios, y solo se lograba aumentar el volumen de los autos[24], pues ni fray Manuel de San José resultaba culpable, ni tampoco obtenía que se le declarara inocente.

 

VI.

Más de nueve meses de encierro llevaba el perseguido religioso, cuando el 17 de marzo de 1737 recibió el prior de carmelitas descalzos un aviso del inspector general de infantería para que viera si faltaba algún fraile de su convento.

Receloso y con otros padres de la comunidad fuese a la prisión de fray Manuel de San José en derechura, y se le quitó la zozobra al verla cerrada según costumbre. Por su mandado y naturalmente se abrieron las dos primeras puertas, no así la última, que ofreció resistencia grande, aun después de girar la llave en la cerradura. Imponderable fue la sorpresa de todos, tras de forzarla porque nadie respondía a las voces dadas desde fuera, al ver que el pájaro había volado. Nunca fray Manuel de San José había merecido con más exactitud la calificación de Duende. Se ignora los medios que puso en planta para proporcionarse las tres llaves: solo se conoció que la resistencia que opuso la última puerta, no provino más que de haberse entretenido el fugitivo en correr la aldabilla, pasando un hilo por entre las dos hojas, y quemándolo después de lograr su objeto. En cambio constan puntualmente las circunstancias de su fuga.

Del encierro salió a las altas horas de la noche, y de seguida bajó al templo muy de callada. Su designio era ocultarse dentro de un púlpito portátil hasta que el sacristán abriera a la hora de costumbre, mas tropezó con la dificultad de estar enmohecidos los goznes de la portezuela por falta de uso, y temeroso de que rechinaran demasiado, se hubo de privar del escondite, aventurándose a esperar la madrugada todo lo arrinconado que pudo, y con la cruel incertidumbre de si el sacristán bajaría a abrir por la derecha o por la izquierda del sagrado recinto, siendo forzoso que le descubriera en pasando por el costado que le pareció más seguro. Su buena estrella quiso que no se engañara, pues el sacristán bajó y subió por el opuesto. Ya vencido este escollo se le ofrecía otro de más bulto, pues sabía que guardaba el convento un piquete de cincuenta soldados. Siempre supuso que yacerían en brazos del sueño a aquella hora, y que solo tendría que habérselas con el centinela; mas así y todo el obstáculo parecía punto menos que insuperable. Sin embargo, con presencia de ánimo y osadía se obran portentos: lo sabía muy bien el religioso, y no faltándole ninguna de las dos condiciones, y anhelando respirar libre, se asomó cautelosamente, y observando que el centinela se paseaba de un extremo a otro del atrio, y que siempre giraba al volver hacia la derecha, le tomó la espalda una de las veces que pasó por delante, le siguió los pasos y el giro con astucia y a conveniente distancia, y al llegar en frente del pórtico hizo un brevísimo alto, a fin de que avanzase el centinela, y sin más se deslizó escalera abajo con propicia fortuna a la calle. Descendiendo la de Alcalá dirigióse por donde es ahora el Prado a la de Atocha, con ánimo de buscar albergue en el convento de Agonizantes, que frente por frente del hospital ha durado hasta nuestros días.

Allí experimentó un contratiempo enorme, pues contando con la protección de un religioso, compatriota y amigo suyo, que se llamaba el padre Carballo, le dijeron en la portería que se acababa de recoger entonces, pues había estado asistiendo a un moribundo toda la noche en unión del superior de la casa. Por no infundir sospechas no insistió fray Manuel en que se le avisara a pesar de todo, y se entró a oír misa, no sabiendo qué partido abrazar en tan estrecho apuro. Para colmo de desgracia reparó que uno de los asistentes al templo no le quitaba ojo, y muy luego comprendió que le había reconocido, sin embargo de haber trasformado en hábito de hermano del Buen Pastor el de Carmelita descalzo. Paje del señor Quincoces, juez de su causa, era el que le dirigía miradas continuas y también escudriñadoras: viéndole fray Manuel salirse del templo a media misa, no se le pudo ocultar que iba a dar el soplo, y se echó a la calle a la aventura. Urgiéndole buscar asilo, subió a la plazuela de Antón Martin, muy presuroso, y determinose a revelar al prior de los frailes de San Juan de Dios su peligro. Lejos de hallarle favorable, hasta se le mostró pesaroso de saber tal secreto, y el pobre fray Manuel tuvo que ir a la casa de otro compatriota suyo, hombre de novelesca historia.

 

VII.

Se llamaba este portugués don Alejandro, hijo de nobles y ricos padres, se había criado en la opulencia y muy a sus anchas, y muy luego dio escándalos con sus travesuras. Para atarle corto[25] le envió su familia diversas veces al Brasil en la real flota: al retorno de uno de los viajes se extravió de ella el buque donde venía el joven travieso y busca ruidos, y le atacaron siete barcas de moros. Cuantos venían a bordo se amilanaron menos don Alejandro, que, asiendo un sable y gritando animoso lanzose contra los enemigos de modo que se enardecieron con el ejemplo los desalentados poco antes, y sustentaron la lucha hasta verse libres a favor de la noche. De vuelta en Lisboa y con el crédito de la hazaña, se emancipó de su familia, y campeando ya por sus respetos[26], poco tardó en hacer de las suyas. A un mismo tiempo galanteaba a dos mujeres, una camarista[27] de la reina, y otra hija de un sastre. De esta alcanzó los últimos favores, y quedando encinta, se echó su padre a los pies del monarca en solicitud de la reparación de su honra. Aunque don Alejandro se atuvo a la negativa más rotunda, le metieron en un calabozo, y al ver que se formalizaba el proceso, por recuperar la libertad se avino a ser esposo de la hija del sastre con intención inicua, pues la asesinó de allí a poco, y fugose en unión de la camarista doña Leonora España. Fray Manuel de San José le había conocido en Madrid, sin recursos, porque se le confiscaron los bienes, y a menudo le socorrió en sus necesidades. Solo con tal objeto frecuentaba mucho su casa, y esto dio margen a que prendieran a don Alejandro al propio tiempo que al religioso, bien que le soltaron a los cuatro meses de encierro por no hallarle culpa. No era de presumir que el fugitivo llamase en vano a las puertas de aquel de quien había hartado el hambre.

Con alma y vida se le ofreció don Alejandro, y tras de contarse recíprocamente sus desgracias, con la brevedad que requería lo apretado del lance, se convino en que el religioso pasara el día fuera de las puertas de San Blas junto al Retiro, ocultándose cuanto pudiera por las huertas hasta la noche, y en que allí le iría a buscar don Alejandro para esconderle en lugar seguro. Al despedirse le encargó fray Manuel que hiciera llegar aquella mañana a manos de determinados individuos no menos de quince copias de un manifiesto sobre su conducta en forma de carta al general de Carmelitas descalzos. Sustancialmente se reducía a demostrar lo muy lícito de su fuga, pues ni se le probaba ningún delito, ni se le declaraba inocente, y ni su prelado le podía castigar como juez ni perdonar como padre, de resultas del sesgo dado a la causa; todo lo cual le había determinado a ponerse en salvo, dirigiéndose a un convento de su orden religiosa, donde no le pudiesen alcanzar las persecuciones, pues su término deseado no se alcanzaba de otra manera. Por último, bajo la fe de sacerdote juraba que nadie le había auxiliado directa ni indirectamente para salir de su encierro.

—«Todo ha corrido a cargo de Dios, escribía con textuales palabras, usando en ello de tan especiales providencias que no ha intervenido en esta acción ni infracción de puertas, ni falseo de llaves, ni agujeros de paredes, ni descuido en dejarme de cerrar, pues salí en aquella hora que entre todas las del día se estrechaba y ceñía con más aprieto mi clausura.»

Apenas salido fray Manuel de casa de don Alejandro, presentase allí el juez Quincoces, después de acudir sin fruto al convento de Agonizantes de la calle de Atocha. Nada le reveló el sereno continente de don Alejandro y su dama: no había perspicacia capaz de sospechar que allí existiese rastro del fugitivo, y vanamente se escudriñaron los rincones de la casa. Desazonado se hubo de retirar el gobernador de la sala de Alcaldes, y don Alejandro quedó en franquía para distribuir los manifiestos y buscar albergue, donde fray Manuel de San José pudiera estar sin sobresalto, interesándose tanto el gobierno en la captura, que aquella propia mañana se ofrecieron en pregón público no menos de tres mil doblones al que descubriera su paradero.

 

VII.

Ocioso es ponderar las ansiedades con que aguardó el religioso que sucedieran a la luz del día las sombras de la noche. Entre los cardos y matorrales de una huerta y confundido entre mendigos haraposos estuvo horas y horas, hasta que después de anochecido se le acercó don Alejandro, anunciándole que dentro de poco se le presentaría un sastre, llamado Sebastián y muy seguro en el secreto, que le proporcionaría refugio. Con efecto vióle llegar en breve, y le siguió a casa de una señora viuda, muy devota y abstraída del mundo, por lo cual nada sabía del suceso del Duende, que alborotaba toda la corle. Valido el Sebastián de haberla hecho algunos servicios, determinase a pedirla que se dignase acoger a un hermano suyo, que había cometido cierto desorden en un pueblo, e iba por la absolución a Roma, y la devota viuda consintió en hacer esta obra de caridad cristiana, ofreciéndole una pieza independiente y sin noticia de sus criados. Ya en seguridad, por de pronto fray Manuel de San José necesitaba dinero, y para adquirirlo sin demora escribió a un mercader acomodado, con quien estaba en íntimas relaciones. Sebastián le llevó la carta fingiendo ir en busca de seda de color extraño a su tienda, y logró dársela sin que lo vieran sus dependientes. Luego de leerla el mercader a hurtadillas dijo al sastre que volviese a las tres y le tendría buscada la seda. Puntual estuvo Sebastián a la hora indicada, y el mercader libre de la presencia de sus mancebos le entregó una suma considerable de oro, dándole además noticias de grande interés para el fraile. Según ellas su vida se encontraba muy en peligro. Nadie salía de puertas sin que se le observara con rigor sumo: de noche andaban muchas patrullas por el campo, todas las posadas de los pueblos circunvecinos, y especialmente las de la carrera de Portugal, tenían aviso para prenderle; y se había mandado reforzar el cordón de tropa que guarnecía la frontera. Estas noticias indujeron al carmelita a acelerar más y más su marcha. Un mozo le buscó el sastre Sebastián para que entre la suela del zapato llevara una carta a Portugal dirigida al ministro de Estado, teniendo la precaución de darle otra pública e indiferente, de letra ajena y con sobrescrito arbitrario, por si se ofrecía enseñarla. Seguidamente se proveyó fray Manuel de ropa blanca y de vestido con que disfrazarse del todo, y ya próximo a la partida, se brindó a acompañarle y correr su suerte don Alejandro, y no quiso rechazar la gallarda oferta.

Aún no hacia una semana que fray Manuel se había escapado del convento de San Hermenegildo, cuando entre una y dos de la tarde, y tras de galardonar generosamente al sastre Sebastián por sus buenos servicios, bajaba la cuesta de las Vistillas, y pasaba sin tropiezo alguno por medio de los guardas de la puerta de Segovia, y se dirigía a la ermita de San Isidro del Campo, a donde habían de concurrir separadamente don Alejandro y un mozo con dos caballerías antes de mucho. Allí le asaltaron nuevas angustias, pues corrían las horas sin que asomaran el uno ni el otro. Cansado ya de tan mortal espera, resolviese a bajar por la derecha del Manzanares hacía el puente de Toledo, con ánimo de explorar más de cerca el camino por donde habían de llegar don Alejandro y el mozo de mulas. Se echaba encima la noche, y temeroso el fraile de permanecer a las inmediaciones de la villa, por donde, según el aviso del mercader, se redoblaban las patrullas, le ocurrió el ajustarse con un trajinero[28] de Getafe, para que le condujera al lugar en una de las caballerías de su recua[29], dándose por mayordomo de una señora, a quien había burlado cieno pariente, y suponiendo que iba a las barcas de la Acequia, por si lograba atajarle el paso. Durante la corta travesía indujo al arriero a que le brindara con su casa a consecuencia de quejarse de la incomodidad de los mesones, y como haciéndose rogar algún tanto, admitió lo que deseaba y le convenía a todas luces. A la siguiente madrugada hizo que le llevara el arriero al próximo convento de Cubas, socolor[30] de que había de facilitar mucho su comisión un religioso capuchino; y de aquel santuario le despidió con muy buena paga, no sin encargarle el mayor secreto, para que la persona a quien seguía la pista no adquiriera informes que le excitaran a variar de camino.

Por el padre guardián preguntó el fugitivo religioso en la portería, y guiado a su celda revelóle sin testigos su calidad y situación punto por punto, y le pidió amparo por unos días para hacer una confesión general como buen cristiano, ya que hasta pisar el territorio de Portugal iba a llevar en continuo riesgo su vida. No pareciéndose al prior de San Juan de Dios de Madrid el guardián de capuchinos de Cubas, se interesó por el carmelita descalzo, y le prometió solícita ayuda, y con el fin de dársela más eficazmente, impuso en el secreto a un religioso de muchas campanillas[31] y de gran crédito por todo el contorno llamado fray Ambrosio de Salamanca, quien manifestó a los de su comunidad que el huésped era un colegial mayor[32], muy amigo suyo, con lo que pudo comer en el refectorio[33] sin recatarse de ningún capuchino.

 

IX.

Aunque todavía faltaba a fray Manuel de San José andar mucho para verse libre del todo, se consideraba allí seguro, no creyendo haber dejado huella que señalara su escondite. Pero con sobresalto de los que estaban en el misterio, a los dos días se presentó en el convento de Cubas el alcalde de Getafe, noticioso de que un vecino de su lugar había llevado allí a cierto pasajero desde la Corte y tras de albergarle una noche en su casa. A la grande autoridad de fray Ambrosio fue dado salir del aprieto, manifestando con gran frescura que el individuo a quien hacía referencia no era otro que don José Estrada, colegial mayor y amigo suyo que le había querido sorprender con una visita.

—«Si ud. quiere verle, añadió el grave religioso, venga a mi celda.»

No dudando el alcalde un solo momento de su palabra, se fue muy satisfecho de haber cumplido las órdenes del cardenal de Molina referentes a la prisión del fugitivo Duende, y de no padecer engaño.

Aprestándose estaba el carmelita para irse a la mañana siguiente a Toledo con aprobación del guardián y de fray Ambrosio, por evitar otro peligro como el que acababa de correr en aquel instante, cuando llamó a la portería un personaje misterioso, mostrando necesidad suma de revelar cosas importantes al superior del convento. Otra vez asustados, acordaron que mientras el guardián recibía al desconocido, se bajaran a la huerta el carmelita y fray Ambrosio, y que este protegiera la fuga de aquel en el caso de que apurara el lance. Con impaciencia congojosa aguardaron allí largo rato, mientras el desconocido preguntaba al guardián en tono de suma reserva por el religioso que tenía oculto, y dándole señas capaces de infundir la más absoluta confianza, si bien se recataba el capuchino sesudo, aun cuando no sabía qué hacer o decir para quitársele de encima. Cansados los otros de esperar en la huerta, se aventuraron a salir de incertidumbres, y dirigiéndose al aposento donde estaban el guardián y el desconocido, se entró fray Ambrosio con una luz en la mano, y detrás y con mucha cautela el carmelita, por si reconocía al personaje misterioso. Súbitamente se trocó el sobresalto en regocijo, pues fray Manuel se arrojó alborozado a los brazos del que había movido tal susto, que no era otro que don Alejandro. Por un accidente sobrevenido en casa del alquilador de las caballerías, no pudo acudir puntualmente a San Isidro del Campo, ni avisar a fray Manuel hasta de noche, y no encontrándole por ningún lado, se tornó triste y sin saber qué partido abrazar sin tardanza, hasta que hizo memoria de haberle oído anunciar como posible su detención en el convento de Cubas, donde le hallaba al fin por merced del cielo.

 

X.

Por fin el asendereado[34] Duende tenía ya quien compartiera sus trabajos. A la mañana siguiente despidiose muy agradecido del guardián y de fray Ambrosio de Salamanca y en compañía de don Alejandro fuese a Toledo, y sin detenerse allí más que lo preciso para alquilar un mozo y dos mulas, se encaminaron al monasterio de geronimianos de Guadalupe, adonde llegaron libres de todo contratiempo, bien que sin entrar casi nunca en poblado.

Aún se les ofrecía el tropiezo de ir a Portugal con caballerías de Castilla sin dejar fianza, y llenar otras formalidades.

Como hombre de agudo ingenio el carmelita descalzo trabó y estrechó relaciones con el sacristán de aquel santuario famoso, ungiéndose un caballero de Guadalajara, que iba a Portugal con asuntos de aquella real fábrica de paños; y de esta suerte se dio maña para sacarle una carta de recomendación dirigida a un pudiente de Zafra. Además echó mano a un pliego de papel sellado, que había entre otros sobre la mesa del escritorio del buen monje, y extendió un testimonio que parecía en toda regla para figurar la comisión que suponía de la real fábrica de Guadalajara. Todo esto valía a los fugitivos para ir a Zafra, bastante seguros, y salir de allí sin más fianza que la de dejar el mozo de Toledo.

Solamente les faltaba ya una jornada, si bien muy peligrosa, a causa del mayor resguardo de la frontera. Varias veces divisaron las patrullas castellanas, pero evitaron el encuentro por veredas tortuosas. También dieron con un espía, mas burlaron su astucia, y por último, dejando la población de Valverde a un lado, y vadeando un río, al cabo llegaron al término de sus ansias. Pocos pasos habían andado, cuando vieron una patrulla portuguesa, y por lo que les dijo el jefe se convencieron de que el mozo despachado desde Madrid había evacuado su comisión con tanta honradez como fortuna. Seguidamente marcharon a Olivenza, cuyo gobernador era primo hermano del carmelita, quien se halló allí con carta del ministro de Estado para que en derechura partiese a Lisboa. Tan luego como llegó a esta capital vio al soberano, quien le pintó la necesidad de sufrir por entonces los caprichos de la reina doña Isabel de Farnesio, y de que por consiguiente se fuera a vivir como eclesiástico secular a Italia. Se mostró pronto a la obediencia fray Manuel de San José no sin lograr al mismo tiempo el indulto de don Alejandro y desembargo de su hacienda, de modo que pudo vivir en Portugal de allí adelante, aunque no en la Corte, juntamente con la antigua camarista doña Leonor que por último fue su esposa.

Hasta la muerte de Felipe V, acaecida nueve años más tarde, vivió fray Manuel de San José como eclesiástico secular en Italia. Al cabo tornó en vestir el hábito en Florencia de vuelta a España, y después de permanecer algún tiempo en el convento de Vitoria, ya muy anciano vino a fallecer en el de San Hermenegildo de esta Corte, de donde se había escapado, justificando como se ha visto la calificación de Duende.

ANTONIO FERRER DEL RÍO.

 

 

[1] Gritería o ruido que hacen una o más personas.

[2] Figura humana de paja o trapos que se suele poner en los balcones o que mantea el pueblo en las carnestolendas.

[3] Trapo u otra cosa que se prende en los vestidos para burlarse de los que lo llevan.

[4] Allá o más allá.

[5] Con emulación y competencia

[6] Conjunto de dos grilletes con un perno común, que se colocaban en los pies de los presos para impedirles andar.

[7] Traje que los príncipes, señores y algunas otras personas o entidades dan a sus criados; por lo común, uniforme y con distintivos

[8] Apariencia.

[9] Hacer las diligencias conducentes al logro de algo.

[10] Inclinado a alguien o algo.

[11] Satisfacción que se toma de una ofensa o desprecio que se ha recibido y cuya memoria se conservaba con rencor.

[12] Trance u ocasión crítica.

[13] En aquel tiempo u ocasión.

[14] Cuchillo o arma blanca de los soldados de infantería, que se acopla a la boca del fusil.

[15] Atropello o acto violento, cometido generalmente por quien abusa de su poder.

[16]  De poca importancia.

[17] Cada una de las secretarías del despacho universal, hoy llamadas ministerios.

[18] En gran cantidad o abundancia. También: Sin ningún peligro, sobre seguro.

[19] Conciliar a dos o más personas entre sí.

[20] Discusión, controversia o disputa.

[21] Tira o pedazo de tela con una abertura por donde se mete la cabeza, que cuelga sobre el pecho y la espalda y sirve de distintivo a varias órdenes religiosas.

[22] Dicho de un religioso: Que tiene el gobierno y superioridad sobre todas las casas y conventos de una provincia.

[23] Que no tiene órdenes clericales.

[24] Documentos y escritos que recogen las actuaciones de un procedimiento judicial.

[25] Controlarlo de cerca.

[26] Actuando libremente.

[27] Criada distinguida de la reina, princesa o infantas.

[28] El que acarrea o lleva géneros de un lugar a otro.

[29] Conjunto de animales de carga, que sirve para trajinar.

[30] Pretexto y apariencia para disimular y encubrir el motivo o el fin de una acción.

[31] De mucha relevancia.

[32] Colegial que tenía beca en un colegio mayor.

[33] En las comunidades y en algunos colegios, habitación destinada para juntarse a comer.

[34] Agobiado de trabajos o adversidades.