DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Bellezas de la Historia de Cataluña: Lecciones pronunciadas en la Sociedad Filarmónica y Literaria de Barcelona. Imprenta de Narciso Ramirez, 1853, pp. 178-180.

Acontecimientos
Prodigio
Personajes
Ramón Canagó, reina mora de Ciuriana
Enlaces
El salto de la reina mora

LOCALIZACIÓN

CIURANA

Valoración Media: / 5

(Ciuriana)

Pláceme ahora, señores, pues que la ocasión lo reclama, contaros una peregrina tradición, un hecho que el vulgo supone acaecido en aquel mismo año de 1089. En nuestra narración, señores, ya que, como he dicho varias veces, por las bellezas evocamos los recuerdos, fuerza nos es unir la historia al drama, la leyenda a la crónica. Y las leyendas, si sembrarse saben en las relaciones históricas, son como las piedras preciosas con que se borda un manto, mejor aún, como las gotas de rocío que la palpitante flor sostiene en sus trémulas hojas. Oigamos la tradición.

Luego de entrada la ciudad de Tarragona, las armas de Berenguer Ramón dominaron todo el campo. Los infieles fueron perdiendo sus castillos y sus fortalezas como se van perdiendo las perlas que una tras otra se desprenden de un lujoso collar, y la vencedora espada del cristiano conde arrolló a los sarracenos hasta el punto de hacerles refugiar en lo más áspero y montaraz de Prades, al abrigo de Ciurana y de Tortosa.

Ahora bien, una mujer, que la tradición dice una reina mora por ser acaso una de las esposas del Wali[1] de Tarragona, huyendo la cólera de los cristianos se había refugiado en el castillo de Ciurana.

 Este castillo estaba, como están hoy sus ruinas, en lo alto de una montaña que, asombro de la naturaleza, se levanta perpendicular abriendo por su inmensa altura un espantoso abismo, hacia el cual se inclina un poco como un gigante atraído por el vértigo. Desde el pico de la montaña el precipicio es horroroso, tan horroroso que nadie se atreve a asomar siquiera la cabeza por encima de la peña. La naturaleza al formar aquel abismo estuvo espantosa en su obra. No lejos de este precipicio existen aún, guarida hoy de agoreros pájaros y de nocturnas aves, las ruinas de un castillejo árabe con su compuerta —179—y torre de homenaje. En el día está desierta la antigua fortaleza: no quedan allí más que un pasado de ocho siglos, unas cuantas paredes viejas y algunas míseras tumbas.

Este fue el castillo en que se refugió, siguiendo siempre la tradición, la reina mora con su hijo de corta edad, preciosa joya que guardaba y velaba con todo el inextinguible amor del cariño maternal. Con la reina llegaron también algunos servidores, de aquellos que leales y adictos se encuentran casi siempre junto a los tronos, pero que los tronos casi siempre también no conocen sino en el momento del peligro o en la hora de la desgracia.

Fue en vano que allí se refugiara aquel puñado de valientes. Los guerreros catalanes al mando del señor de Canagó, noble y esforzado varón de la comarca, llegaron hasta allí, atravesando, verdaderos atletas de la patria, por entre el sinnúmero de peligros y obstáculos que se les opusieran en su camino. Los pocos árabes que guardaban el castillo salieron a su encuentro decididos a morir en defensa de su reina, que era la obligación que se habían impuesto. ¿Pero quién resistía ni quién era capaz de oponerse al paso del señor de Canagó que cuando se lanzaba era una saeta disparada del arco?....

Los moros hicieron todo lo que podían hacer para llenar su deber: morir como valientes y como buenos. Ni uno quedó para llevar la nueva de la derrota a la pobre reina que en el patio del castillo, junto a un ensillado caballo, y teniendo en brazos a su hijo, esperaba con la impaciencia de la fiebre y con la agonía del sobresalto el regreso de sus defensores.

En lugar de ellos vio aparecer de pronto en la puerta un grupo de cristianos y oyó cómo rasgaban el aire los clamores de triunfo y los gritos de: ¡Victoria por Ramón de Canagó!

La reina se puso pálida como un mármol, pero tomando una resolución desesperada, hija de aquellas resoluciones que con la celeridad del rayo se efectúan en el corazón de las mujeres en los momentos supremos, montó a caballo sin abandonar a su hijo, y lanzando al noble bruto hacia la puerta se arrojó en medio del grupo de enemigos, gritando:

—¡Paso, perros cristianos! ¡paso! ¡abridme paso!

Los catalanes atónitos ante aquella mujer de singular belleza, la abrieron paso maquinalmente, y la reina entonces salió a escape de su caballo, inteligente animal que comprendiendo el peligro en que se hallaba su ama, no necesitó de ningún acicate[2] para acelerar su carrera. Ramón de Canagó vio pasar por delante de sus ojos aquella especie de blanca y aérea visión, y lanzó en pos suyo su negro caballo.—180—

La reina llegó junto al horrendo precipicio de que he hablado, y se detuvo.

—¡Atrás, atrás, caballero!-gritó entonces al cristiano.—Respetad a la reina y a su hijo. Respetadlos o por Alá os digo que buscaré mi salvación en el fondo de este precipicio.

Pero Ramón de Canagó no la oía o no quiso oírla. La había visto pasar hermosa, deslumbrante, peregrina aparición como aquellas que solo veía en sus sueños de amores, y por lo mismo corría tras ella como cuando se es joven se corre tras la esperanza que sonríe, como se corre tras una mujer hermosa.

Entonces la reina, que estaba al borde del precipicio donde su caballo se mantenía inmóvil, arrojó una mirada de supremo desdén a su perseguidor, apretó a su tierno hijo contra su pecho, se envolvió en su manto y en su dignidad de mujer y reina y gritando:

—¡Maldígate Alá, cristiano! y empujó hacia adelante a su caballo.

El generoso bruto no vaciló. Retrocedió solo dos pulgadas asegurándose sobre la peña en la que imprimió con fuerza su herradura, y se lanzó con su doble carga al inmenso precipicio. La tradición, señores, inocente y cándida como todas las tradiciones, esas castas y púdicas hijas del entusiasmo popular, la tradición asegura que cuando Ramón de Canagó llegó al borde del abismo, en lugar de ver a la reina hecha pedazos en el fondo, la vió por el contrario en el valle sana y salva con su hijo en los brazos y corriendo a todo escape montada en su corcel. Admirado el buen caballero, retrocedió atónito, y haciendo la señal de la cruz, pero aun fué mayor su asombro cuando, bajando al suelo los ojos, vió marcada en la dura peña la señal de la herradura del caballo. Allí se había impreso la huella de su pie como hubiera podido en blanda cera. Aun existe esta señal, señores, que ni los hombres, ni las tempestades, ni los siglos han podido borrar, y aun se llama aquel sitio el salto de la reina mora, nombre que entonces se le dió y que desde entonces la popular tradicion le ha conservado.

Balaguer, Víctor. Bellezas de la Historia de Cataluña: Lecciones pronunciadas en la Sociedad Filarmónica y Literaria de Barcelona. Imprenta de Narciso Ramirez, 1853, pp. 178-180.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

[1] Walí: valí (gobernador)

[2] acicate 1. m. Espuela para picar al caballo provista de una punta aguda con un tope para que no penetre demasiado. (RAE, Diccionario de la lengua española)