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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

 Cuentos populares, Madrid, Imprenta Luis Palacios, 1862, 390p. ; pp. 61-69

Acontecimientos
Jesucristo devuelve milagrosamente la salud a Casilda, hija del rey moro de Toledo, por su compasión hacia los esclavos cristianos, y la convierte al cristianismo.
Personajes
rey de Toledo moro Almenón ; rey de Castilla don Fernando el Grande, hija del rey moro Casilda, esclava y esclavos castellanos ; Cristo (médico de Judea).
Enlaces

LOCALIZACIÓN

BRIVIESCA

Valoración Media: / 5

I

Era el rey de Toledo el moro Almenón, con quien el rey de Castilla don Fernando el Grande mantenía cordial amistad.

Este rey moro tenía una hija muy hermosa y compasiva, llamada Casilda.

Una esclava castellana contó a la hija del rey moro que los nazarenos amaban a su Dios, y a su rey, y a sus padres, y a sus hermanos, y a sus esposas.

También contó la esclava a la hija del rey moro, que los nazarenos nunca quedan huérfanos de madre, porque cuando pierden  a la que los concibió, les queda otra, llamada María, que es una madre inmortal.

Pasaron años, pasaron años, y Casilda fué creciendo en cuerpo y en hermosura y en virtud. Se le murió su madre, y envidió la dicha de los huérfanos nazarenos.

En los confines del jardín que rodeaba el palacio del rey moro, había unas lóbregas mazmorras, donde gemían, hambrientos y cargados de cadenas, muchos cautivos cristianos.

Sucedió que un día fué Casilda a pasear por los jardines de su padre, y oyó gemir a los pobres cautivos. La princesa mora tornó al palacio, lleno su corazón de tristeza.

II

Á la puerta del palacio encontró Casilda á su padre, y arrodillándose á sus pies, le dijo:

—¡Padre! ¡Señor padre! En las mazmorras gime muchedumbre de cautivos. Quítales sus cadenas, ábreles las puertas de su prisión y déjalos tornar a tierra de nazarenos, donde lloran por ellos padres, hermanos, esposas, amadas.

El moro bendijo a su hija en el fondo de su corazón, porque era bueno y amaba a Casilda como á la niña de sus ojos.

El pobre moro no tenía más hija que aquélla.

El pobre moro amaba a Casilda porque era su hija, y porque era además la viva imagen de la dulce esposa cuya pérdida lloraba hacía un año.

Pero el moro, antes que padre, era musulmán y rey, y se creía obligado a castigar la audacia de su hija.

Porque compadecer a los cautivos cristianos y pedir su libertad, era un crimen que el Profeta mandaba castigar con la muerte.

Por eso ocultó la complacencia de su alma, y dijo a Casilda con airado semblante y voz amenazadora:

—¡Aparta, falsa creyente, aparta! ¡Tu lengua será cortada y tu cuerpo arrojado a las llamas, que tal pena merece quien aboga por los nazarenos!

E iba a llamar a sus verdugos para entregarles su hija.

Pero Casilda cayó de nuevo a sus pies, demandándole perdón en memoria de su madre.

El pobre moro sintió sus ojos arrasados en lágrimas, y estrechó á su hija contra su corazón, y la perdonó, diciendo:

—Guárdate, hija mía, de pedir otra vez por los cristianos, y aún de compadecerlos, porque entonces no habrá misericordia para ti; que el santo Profeta ha escrito: «Exterminado será el creyente que no extermine a los infieles.»

 

III

Cantaban los pájaros, era azul el cielo, era el sol dorado, se abrían las flores, y el aura de la mañana llevaba al palacio del rey moro el perfume de los jardines.

Casilda estaba muy triste, y se asomó a la ventana para distraer sus melancolías.

Los jardines le parecieron entonces tan bellos, que no pudo resistir a su encanto y bajó a pasear su tristeza por sus olorosas enramadas.

Cuentan que el ángel de la compasión, en forma de hermosísima mariposa, le salió al paso y encantó su corazón y sus ojos.

La mariposa volaba, volaba, volaba de flor en flor, y Casilda iba en pos de ella sin conseguir alcanzarla.

Mariposa y niña tropezaron con unos recios muros, y la mariposa penetró por ellos, dejando allí inmóvil y enamorada a la niña.

Tras aquellos recios muros oyó Casilda tristísimos lamentos, y entonces recordó que allí gemían, hambrientos y cargados de cadenas, los pobres nazarenos, por quienes en Castilla lloraban padres, hermanos, esposas, amadas.

Y la caridad y la compasión fortalecieron su alma  iluminaron su entendimiento.

Casilda tornó al palacio, y tomando viandas y oro, se tornó hacia las mazmorras, siguiendo á la mariposa, que volvió a presentarse á su paso.

El oro era para seducir a los carceleros, y las viandas eran para alimentar a los cautivos.

Oro y viandas recataba con la falda de su vestido, cuando al volver una calle de rosales tropezó con su padre, que también había salido á distraer allí sus melancolías.

—¿Qué haces aquí tan temprano, luz de mis ojos? La princesa se puso colorada, como las rosas que mecía a su lado el aura de la mañana, y al fin contestó a su padre:

—He venido a contemplar estas flores, a oír trinar estos pájaros, a ver el sol reflejarse en estas fuentes, y a respirar este ambiente perfumado.

—¿Qué llevas envuelto en la falda de tu vestido?

Casilda llamó desde el fondo de su corazón a la madre inmortal de los nazarenos, y respondió entonces a su padre:

—Padre y señor, llevo rosas que he cogido en estos rosales.

Y Almenón, dudando de la sinceridad de su hija, tiró de la falda del vestido de la niña, y una lluvia de rosas se derramó por el suelo.

IV

Pálida estaba la niña, pálida como las azucenas de los jardines del rey moro, su padre.

Cuenta la historia que apenas quedaba sangre en las venas de Casilda, porque todos los días coloraba, arrojada a borbotones, la sarta de blancas perlas que brillaba entre los labios de la princesa.

Pálida estaba la niña, y el rey moro se moría de pena viendo morir a su hija.

La ciencia de los médicos de Toledo no acertaba a devolver la salud a la princesa, y entonces Almenón llamó a su corte a los más afamados de Sevilla y Córdoba.

Pero si impotente había sido la ciencia de los primeros, impotente era también la ciencia de los segundos.

—¡Mi reino y mis tesoros daré al que salve a mi hija!—exclamaba el pobre moro, viendo a Casilda próxima a exhalar el último suspiro.

Pero nadie acertaba á ganar su reino y sus tesoros, que la sangre continuaba colorando, arrojada a borbotones, la sarta de blancas perlas que brillaba entre los labios de la princesa.

—¡Mi hija se muere!—escribió el rey de Toledo al rey de Castilla.—Si en vuestros reinos hay quien pueda salvarla, que venga, que venga á mi corte, que yo le daré... mis reinos, mis tesoros, y hasta le daré mi hija.

V

Por los reinos de Castilla y de León sonaban pregones anunciando que el rey moro de Toledo ofrecía al que devolviera la salud a su hija, su reino y sus tesoros, y hasta la hija cuya salvación anhelaba.

Y cuentan que un médico venido de Judea se presentó al rey de Castilla, ofreciéndole tornar la salud á la princesa mora.

Y era tal la sabiduría que brillaba en las palabras de aquel hombre, y tal la fe que inspiraba la bondad que resplandecía en su rostro, que el rey de Castilla no vaciló en darle cartas, asegurando a Almenón que le enviaba con ellas el salvador de la princesa Casilda.

Apenas el médico venido de Judea tocó la frente de la niña, la sangre cesó de correr, y el color de la rosa empezó á asomar en las pálidas mejillas de la enferma.

—¡Tomad mi reino!—exclamó Almenón, loco de alegría y llorando de agradecimiento.

—Mi reino no es de este mundo—respondió el médico venido de Judea.

—¡Tomad mi mayor tesoro!—repuso el rey de Toledo, designando al médico su hija.

Y haciendo una señal de aceptación el médico, extendió la mano hacia Castilla, y dijo:

—Allí hay unas aguas purificadas que han de completar la salvación de la virgen musulmana.

Y al día siguiente, la princesa Casilda pisaba la tierra de los nazarenos, acompañada aún del médico venido de Judea.

VI

Casilda y el médico venido de Judea caminaban, caminaban, caminaban por la tierra de los nazarenos, y aal fin se detuvieron a la orilla de un lago de aguas azules.

El médico tomó algunas gotas de agua en el hueco de la mano, y exclamó, derramándolas sobre la frente de la princesa:

¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, yo te bautizo!

Y la princesa sintió un bienestar inefable, parecido al que allá en su niñez le había contado la esclava nazarena que sentían los bienaventurados en el paraíso.

Y sus rodillas se doblaron, y sus ojos se fijaron en la bóveda azul del cielo, y en torno suyo resonaron dulcísimos hosannas, que la hicieron volver la vista a su alrededor.

El medicó venido de Judea no estaba ya a su lado, que cercado de vívidos resplandores se elevaba hacia la bóveda azul del cielo.

—¿Quién eres, señor, quién eres?—exclamó la princesa atónita y deslumbrada.

—Soy tu esposo, soy el que dió la salud a la hija de Jairo, que padecía el mal que tú padeciste; soy el que dijo: «Cualquiera que dejase casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras por mi nombre, recibirá ciento por uno, y poseerá la vida eterna.»

En la orilla del lago azul que hoy llaman de San Vicente, y está en tierra de Briviesca, hay una pobre ermita, donde vivió solitaria la hija del rey moro de Toledo, que hoy llaman Santa Casilda.

Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare