DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

BÉCQUER Gustavo Adolfo, «El beso. Leyenda toledana», La América, año VI, nº 14,  27 de julio de 1863, pp. 14-15

Acontecimientos
Unos soldados de Napoleón se alojan en una iglesia. Uno quiere darle un beso a la estatua de doña Elvira de Castañeda, pero la estatua de su marido se lo impide
Personajes
soldados de Napoleón, estatuas de doña Elvira de Castañeda y de su marido
Enlaces

LOCALIZACIÓN

TOLEDO IGLESIA SAN PEDRO MARTIR

Valoración Media: / 5

EL BESO. LEYENDA TOLEDANA.

 

I.

 Cuando una parte del ejército francés se apoderó á principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro á que se esponian en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los mas grandes y mejores edificios de la ciudad.

 Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la casa de Consejos, y cuando esta no pudo contener mas gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando á la postre por trasformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy á referir, cuando una noche, ya á hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol al Zocodover con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

 Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como á distancia de unos treinta pasos de su gente hablando á media voz con otro, también militar á lo que podia colegirse por su traje: este, que caminaba á pié delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guia por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
 —En verdad, decia el ginete á su acompañante, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me le pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo ó en medio de una plaza.
 —Y qué queréis, mi capitán? contestóle el guia, que efectivamente era un sargento aposentador; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto mas un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares: el convento á donde voy á conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres ó cuatro dias nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
 —En fin, esclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el estraño alojamiento que la casualidad le deparaba, mas vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos á cubierto y algo es algo.

 Interrumpida la conversación en este punto, los ginetes, precedidos del guia, siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar á una plazuela en cuyo fondo se destacaba la negra  silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.

 
 —Hé aquí vuestro alojamiento, esclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer alto á su tropa, echó pie á tierra, tomó el farolillo de manos del guia y se dirigió hacia el punto que este le señalaba.
 Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creido que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo á pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.

 Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.

 A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con jigantescas proporciones sobre el muro la fantástica silueta del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba á abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pié á tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fué acomodándola como mejor pudo.
 Segun dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada: en el altar mayor pendían aun de las altas cornisas los rotos girones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves, veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aun anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas, y allá, á lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y á lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes á blancos é inmóviles fantasmas, las estátuas de piedra que unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.

 A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, ó menos acostumbrado á ver estos sacrilegios como la cosa mas natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro é imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos á los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez mas confuso repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
 Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado á su gente, mandó colocar un saco de forraje al pié de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, á los cinco minutos roncaba con mas tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.

 Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poco á poco fué apagándose el murmullo de sus voces.

 A la media hora solo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote, á lo largo del pórtico.

II.

 En la época á que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era mas que un poblachon destartalado, antiguo, ruinoso é insufrible.
 Los oficiales del ejército francés, que, á juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas ó arqueólogos, no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.

 En esta situación de ánimo, la mas insignificante novedad que viniese á romper la monótona quietud de aquellos dias eternos é iguales, era acojida con avidez entre los ociosos; así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete, ó la llegada de una fuerza cualquiera á la ciudad, convertíase en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía á sustituirle, sirviendo de base á nuevas quejas, críticas y suposiciones.
 Como era de esperar, entre los oficiales, que según tenían de costumbre acudieron al dia siguiente á tomar el sol y á charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo á pierna suelta, y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba á interpretarse de diversos modos la ausencia del recien venido, á quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las boca-calles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capoton de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas, y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos, y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

 Apenas le vio su camarada salió á su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron  casi todos los que á la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oido referir acerca de su carácter original y estraño.

 Después de los estrechos abrazos dé costumbre y de las esclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra, y los amigotes muertos ó ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación, vino á parar al tema abligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
 Al llegar á este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el jóven oficial se había resignado á acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:

 —Y á propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupais?
 —Ha habido de todo, contestó el interpelado; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada.

 El insomnio junto á una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
 —¡Una mujer! repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recien venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.

 —Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue á Toledo para hacerle mas soportable el ostracismo, añadió otro de los del grupo.

 —Oh, no, dijo entonces el capitán; nada menos que eso. Juro, á fé de quien soy, que no la conocía, y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.

 —iContadla! ¡contadla! exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como este se dispusiera á hacerlo así, todos prestaron la mayor atención á sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos:

 —Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando hé aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado é incorporarme sobre el codo un estruendo horrible: un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme después los oidos zumbando cerca de un minuto como si un moscardón me cantase á la oreja.

 Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oia de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar á disgustos á los necesitados de reposo.
 Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a cojer nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino á herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor vi una mujer arrodillada junto al altar.

 Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada é incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su naracion producía, continuó de este modo:
 —No podéis figuraros nada semejante á aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse á lo lejos blancas y luminosas sobre el oscuro fondo de las catedrales.

 Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones, llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademan reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían á la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño ¡castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
 Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.

Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare