DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

VALVERDE Y PERALES Francisco : Leyendas y tradiciones. Toledo. Córdoba. Granada., Toledo, Imprenta y librería de la viuda e hijos de J. Peláez, 1900, 210p. ; pp. 5-14

Acontecimientos
Personajes
el Rey Fernando (siglo XIII), un alguacil, la mujer y los hijos de un mercader, una vieja
Enlaces

LOCALIZACIÓN

TOLEDO

Valoración Media: / 5

Los niños hermosos

I

 

Entre el dédalo confuso

de misteriosas callejas

que por la imperial Toledo

suben, bajan y serpean,

una existe, flanqueada

 por casas pobres y viejas,

que de los Niños Hermosos

el extraño nombre lleva.

Lo debió, en remotos días,

á una curiosa leyenda

en que de un infame procer

hizo rodar la cabeza

un Rey que de su justicia

dió en ello acabada muestra.

De tan peregrina historia

el narrador nada inventa;

la copia de un viejo libro

que, en enrevesadas letras,

refiere el caso, y os juro

que según apunta fechas

y nombres, tiene la historia

carácter de verdadera.

 

              II

El siglo trece mediaba

y por el Rey en Toledo

un Alguacil gobernaba

á quien el pueblo miraba

con justificado miedo.

Hombre á la guerra avezado,

lascivo, duro y cruel,

de la codicia picado;

sin duda tomó el pecado

humanas formas en él.

Diz que, casada ó doncella,

mujer á quien llegó á hablar

si nació, por su mal, bella,

no cejaba hasta saciar

sus apetitos en ella.

Y si algún padre ó marido

á la defensa salía,

callábase por sabido,

que á mano airada moría

ó era á prisión reducido.

Y el noble y el menestral

que el atropello brutal

en su vecino miraban,

llenos de temor, guardaban

sus hijas y su caudal.

De tan graves desafueros

iban, hasta el Eey Fernando,

por cartas y mensajeros,

amargas quejas llegando

de nobles y de pecheros.

Y espantado el Soberano

de los hechos inauditos

del Alguacil toledano,

se dispuso, por su mano,

á castigar sus delitos.

 

                 III

El Alguacil, entretanto,

de honras y de sangre ebrio,

sin saciarse, acumulaba

sobre un crimen otro nuevo,

de Dios y del Santo Rey

las leyes dando al desprecio.

Salió un domingo cercado

de esbirros y recorriendo

las calles pasó por una

donde, en infantiles juegos

entretenidos y alegres,

halló dos ñiños pequeños.

Blancos eran cual las flores

del azahar entreabierto,

de sonrosadas mejillas

y azules ojos de cielo

que dulces se dilataban

en irisados reflejos.

Iguales eran sus trajes,

y tan semejantes ellos,

que uno se copiaba en otro

como en transparente espejo.

Detúvose el Alguacil

mirándolos algún tiempo,

y una vieja que pasaba

le dijo: —Son los gemelos

del mercader de la esquina.

—Nunca ví rostros tan bellos,

repuso aquél, y la vieja,

—son el retrato perfecto

de su madre, dijo, y son,

también, el fruto primero

del matrimonio, —Marchaos,

dijo el Alguacil, y

luego añadió á su gente: —Aquí

os quedaréis en acecho,

y cuando no pase nadie

agarrad esos chicuelos,

al Alcázar conducidlos

y á buen recaudo ponedlos.

 

               IV

Los esbirros, avezados

á crímenes parecidos,

llevaron sin ser sentidos

los dos niños secuestrados.

Y cuando el sol declinaba

la pobre madre, Leonor,

con lágrimas de dolor

por sus hijos preguntaba.

Nadie de los niños bellos

razón alguna sabia,

y la madre se sentía

morir de pena por ellos.

Fué inútil todo cuidado

por hallarles; que seguros

los guardó, tras fuertes muros,

el Alguacil desalmado.

Huyeron las alegrías

de aquel venturoso hogar

y entre gemir y llorar

iban pasando los dias.

Ya declinaba el tercero

cuando, á la madre angustiada,

le fué una esquela entregada

por extraño mensajero.

Leyóla, y un ronco grito

de su pecho se escapó

cuando el contenido vió

de aquel anónimo escrito.

Decía: «Si queréis ver

á vuestros hijos, Leonor,

sólo el Alguacil mayor

os los puede devolver.

Sola al Alcázar iréis;

que en este grave secreto

con cualquier paso indiscreto

su vida comprometéis.»

Quedó con los ojos fijos

en aquel papel Leonor,

que iba á pedirle su honor

en rescate de sus hijos.

Y del dilema espantada

se sintió desfallecer,

que aquella infeliz mujer

era madre y era honrada.

Ante una imagen bendita

de la Virgen se postró

y ferviente le pidió

remedio para su cuita;

que todo pecho cristiano

busca, por recto camino,

protección en lo divino

si no la encuentra en lo humano.

Su fe le daba consuelo

en situación tan cruel,

cuando un segundo papel

hizo más grave su duelo.

«Tres días, leyó, han pasado

sin ir donde se os espera;

habéis, cual hirsuta fiera,

vuestros hijos olvidado;

un último plazo os dan;

cuando marque la campana

la media noche mañana,

al Tajo los echarán.»

 

                V

Sin dar crédito á sus ojos,

Leonor, en llanto anegada,

leyó repetidas veces

aquella terrible carta.

El amor de madre en ella

rompió violento sus vallas

y á salvar la vida á aquellos

pedazos de sus entrañas

se dispuso, y como loca,

á la siguiente mañana,

cuando se ausentó el marido,

salió sola de su casa

dispuesta á inmolar su honra,

y cuando libres llevara

al padre sus tiernos hijos,

hundir del Tajo en las aguas

su cuerpo, para lavar

dando la vida su mancha.

Salió por una calleja

á la cuesta del Alcázar

donde se vió detenida

por una barrera humana

que sin cesar, «viva el Rey» ,

con entusiasmo gritaba.

Por encima de la gente

miró, solemne y pausada,

avanzar sobre un caballo

una figura gallarda,

y adivinando quién era ,

corrió á su encuentro, y postrada

de hinojos ante el caballo,

arrancó un grito del alma

diciendo: «Señor, justicia»;

y sorprendido el Monarca ,

ante el dolor de la hermosa

detuvo un punto su marcha;

Escuchó atento sus quejas

y le dijo: —Mujer, calma

tus penas y ven conmigo

que haré justicia á tu causa.

— Poco después se veian

en una lujosa estancia

del Alcázar, al buen Rey

que despacio compulsaba

la letra de unas esquelas;

al Alguacil entre guardias ,

y á Leonor con sus dos hijos

que en silencio se besaban.

Vistas las pruebas, el Rey

dictó sentencia, y el hacha

del verdugo cortó al punto

del culpable la garganta.

Luego la horrible cabeza

del Alguacil, colocada

sobre un plato de madera,

se expuso en calles y plazas,

y para dejar memoria

en la ciudad toledana

del crimen y del castigo,

dispuso el Rey que, á la entrada,

sobre la Puerta del Sol,

un grabado se fijara

en piedra, y él atestigua

que esta leyenda es exacta.

También dispuso, admirado

de las infantiles gracias

y hermosura de los niños,

cambiar el nombre que usaba

la calle donde nacieron ,

y desde aquel tiempo data

el de los Niños Hermosos ,

como hoy la calle se llama.

 

 

Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare