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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Recuerdos de un viaje por España: Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, Galicia, Navarra. Tomo 1. Establecimiento de Mellado, 1862 (segunda edición).

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Muerte de don Álvaro de Luna
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VALLADOLID

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Recuerdos de un viaje por España, 1849

Don Álvaro de Luna[1]

Corría el año de 1419, cuando reunidas cortes en Madrid, el 7 de marzo, declararon mayor de edad, y tomó las riendas del gobierno don Juan II, rey de Castilla, entonces menor de catorce años. Este monarca, hijo de Enrique III, había quedado sin padre a la edad de veinte y dos meses, viviendo por tanto bajo la tutela de la reina madre doña Catalina, quien suponen que con intento de prorrogar la minoría para conservar el poder, lo crio en un estado de opresión y dependencia tal, que influyó en sus cualidades morales, infundiéndole un ánimo servil y una indolencia suma, que de todo punto le inhabilitaron para el mando.

Durante la minoría del rey, había presentado en la corte el arzobispo de Toledo, don Pedro de Luna, a un joven sobrino suyo, pequeño de cuerpo, pero de apuesta figura, tan galán, expresivo y discreto, que al punto logró fijar la atención de todos. Este joven era don Álvaro de Luna, hijo de un caballero aragonés del mismo nombre, y de una mujer de oscuro nacimiento y de vida poco honesta. Había quedado huérfano don Álvaro a la edad de seis años, y solo contaba veinte cuando apareció en la corte el año 1408. Aprovechándose el arzobispo del favor que gozaba por su carácter-155- y dignidad, y del partido que su sobrino supo ganarse por sus personales prendas, logró que el rey, niño todavía, le nombrase su paje. Poco tiempo bastó para que don Juan se le aficionase con tan extraordinario cariño, que ya no podía estar sin él y enfermaba si se le privaba de su compañía; fácil es explicar esta preferencia por quien tanto sobresalía entre sus compañeros, y tanto se aventajaba a todos los cortesanos en dotes amables, y en todas las prendas que constituían un perfecto caballero. Desde entonces se formó aquel lazo estrecho que tuvo unidos al rey y al vasallo todo el curso de su vida; aquella intimidad que de dos seres distintos no formaba más que uno solo; unión tal, que el uno parecía el alma del otro. Y así se vio que cuando esta alma faltó, no pudo sobrevivir el ser débil, que solo por ella alentaba. Los medros de don Álvaro en palacio fueron rápidos, y en breve se pudo vislumbrar tanto su futura grandeza como la envidia y las asechanzas de que hasta su muerte había de estar rodeado. Aun antes de tener ningún título en la corte, tratábase con esplendor y aparato; y mero doncel todavía sacaba ya su hueste de hasta 300 hombres de armas, siguiendo su pendón mancebos de las más ilustres familias del reino. Mas no tuvo parte alguna en la gobernación del estado durante la larga minoría del rey, ni aun después de haber llegado éste a la mayor edad, hasta que ocurrió el suceso que vamos a referir.

Los infantes de Aragón, don Juan y don Enrique, primos del rey, tenían inmensos bienes y dignidades en Castilla; pero como la ambición del hombre nunca está satisfecha, aspiraban a más poder y a ser los árbitros exclusivos del reino. Al principio estaban divididos, y cada uno tenía su parcialidad que llenaba la corte de disturbios, y dio origen a las discordias civiles que por tantos años trabajaron el reino, y que puede decirse no concluyeron del todo hasta el advenimiento al trono de los reyes católicos.

Aprovechándose el infante don Enrique de la ausencia de su primo, don Juan, que había ido a casarse con una princesa de Navarra, se apoderó una noche del alcázar, estando la corte en Tordesillas, penetró hasta el dormitorio del rey, y se lo llevó como prisionero a Talavera o Ávila, pues sobre este punto hallamos divergencia en los autores. Don Juan suscribió a cuanto le plugo a su primo exigirle, y separaron de su lado a todas las personas que le rodeaban, menos don Álvaro que debió esta excepción al cariño que el rey le tenía y a su poca importancia política entonces. Trataron de ganarle con seductoras promesas, mas él permaneció fiel y solo pensó en sacar de tan oprobiosa esclavitud a su soberano. Consiguiólo al fin, pues, aprovechando una ocasión, en que don Enrique estaba menos vigilante, con pretexto de una cacería, llevó a cabo la fuga del rey, y lo condujo al casti-156- llo de Montalbán, donde muy pronto acudió el infante con su gente. Duró el cerco ocho días, en los cuales fue tal el apuro de los sitiados, que una perdiz introducida furtivamente por la lealtad de un aldeano, fue un regalo de inestimable valor para el poderoso rey de Castilla. Por fin la firmeza que en aquella ocasión desplegó el rey, la actividad de don Álvaro, los socorros que por todas partes acudían, y la llegada del infante don Juan, hicieron desistir a don Enrique de su temerario empeño, y libre el rey pudo volver a la gobernación de sus estados. El eminente servicio que don Álvaro acababa de prestar, tuvo merecida recompensa; hizolo el rey señor de las villas de Ayllón y Santisteban, de las que luego fue conde; pero una dignidad más alta, la primera de Castilla, le estaba reservada para elevarle de repente a la cumbre del poder.

 Uno de los parciales de don Enrique, y el que más le ayudó en su anterior atentado, fue el condestable don Rui López Dávalos, caballero por otra parte de recomendables prendas, honrado y generalmente bien quisto. No pudieron sin embargo estas cualidades librarle de la persecución, y a pretexto de tratos secretos con el rey moro de Granada se le formó causa, y aunque nada se le pudo probar, fue despojado de sus estados, de sus inmensas riquezas, de todos sus honores y confinado a Valencia, donde murió pobre y sin más recursos que los que debió a la generosidad de un antiguo criado.

En el repartimiento de sus despojos, tocó a don Álvaro la dignidad de condestable, y desde aquel momento empezó a ser el árbitro de los destinos de Castilla; pero con su elevación comenzó también aquella lucha de más de treinta años, que mantuvo con los próceres del reino, y en la que unas veces vencedor y otras vencido pudo humillar a sus orgullosos rivales, pero al fin dio al mundo con su sangrienta catástrofe un terrible ejemplo de cuán vanos y efímeros, son los dones de la fortuna y la privanza de los reyes.

Larga y enojosa seria la relación de estas fatales revueltas, que menguaron lastimosamente el poder de Castilla, y ajaron el decoro de la corona. Las fuerzas que debían emplearse en destruir el poder musulmán en España, se volvieron contra la misma patria, y rasgando su seno hicieron en ella dolorosas heridas.

Solo una vez el honor nacional suspendió la discordia civil, reunió a los próceres del reino alrededor de su monarca, y el rey don Juan se movió con poderoso ejército contra los moros. La famosa batalla de la Higuera, dada el 29 de junio de 1431, y llamada así por una higuera que había en el campo, de cuyas resultas los infieles fueron rechazados hasta la falda del monte Elvira, ciñó a la frente de don Álvaro el laurel más puro y brillante de cuantos alcanzara en su vida  probando al -157- mundo que reunía las dotes de gran capitán a todas las demás prendas que le adornaban, y que menos combatido de enemigos domésticos, o menos receloso de perder su alto valimiento y poderío, hubiera quizás podido adelantar la época de la rendición de Granada, y arrebatar su gloria a los reyes católicos.

Ya antes de esta expedición contra los moros había experimentado la fortuna de don Álvaro un sensible revés, presagio de otros muchos que le esperaban. Unidos los dos infantes que antes estaban separados en opuestos bandos, combinaron sus esfuerzos para derrocar al valido. Ardió la corte en intrigas, y estaban ya las cosas a punto de romper, cuando se acordó dejar la decisión de la contienda a una junta compuesta de cuatro compromisarios por cada una de las dos parcialidades. El fallo de esta junta fue contrario al condestable, pues decidió que hubiese de salir de la corte, y permanecer año y medio desterrado de ella. Mas esta sentencia, al parecer tan contraria, se convirtió para él en triunfo. Retirado en la villa de Ayllón, fuéronle a visitar las personas más notables del reino, y en breve se hizo tan numerosa y lucida la concurrencia, multiplicándose a tal punto los festejos, que no parecía sino que la corte había desamparado el lado del rey, para trasladarse a donde estaba don Álvaro.

 Entretanto el monarca, que no podía pasar sin verle, suspiraba por su regreso; las parcialidades de los que aspiraban a sucederle en el mando, promovían diariamente nuevos escándalos, y no bien habían pasado algunos meses, cuando todos aconsejaron a don Juan que le volviese a llamar: no deseaba otra cosa el débil monarca, a quien no habían visto con rostro alegre durante la ausencia de su favorito; y vencedor don Álvaro de todos sus enemigos, por solo el ascendiente de su genio y de su fortuna, ostentó en su primera entrevista con el rey, un aparato y magnificencia de que no había ejemplo.

Pero sus émulos y rivales no podían perdonarle esta victoria; y como su privanza y poderío aumentaban cada día, llegó al más alto grado el encono y la odiosidad, y promoviéronse nuevos desabrimientos que solo tuvieron tregua cuando los infantes, llamados por su hermano el rey de Aragón para acompañarle en sus expediciones a Italia, dejaron respirar a la infeliz Castilla, que alteraban con su ambición insaciable.

Volvieron, sin embargo, y volvieron con ellos los bandos y los disturbios, y a pesar de que el infante don Juan era ya rey de Navarra, más atento a dominar en Castilla que a gobernar su reino, ora uniéndose a la corte, ora combatiéndola, fue el foco principal de las revueltas, que se complicaron todavía, tomando en ellas parte el rey de Aragón, que movió guerra al de Castilla, si bien con poca gloria suya, pues en ella llevó la peor parte, a lo que contribuyeron en gran manera el valor y pericia de don Álvaro. -58-

Sin embargo, el privado a pesar de su grande influencia y superior talento, no siempre lograba sostenerse firme contra tan poderosos enemigos; pero estos reveses de fortuna eran vaivenes pasajeros que le procuraban al fin más estabilidad y firmeza en su puesto.

Logró por último vencerlos completamente. Las parcialidades y bandos de la corte rompieron, como no podía menos de suceder, en una guerra civil. Los campos de Olmedo vieron combatir por un lado al rey y don Álvaro, y por otro a los príncipes aragoneses. Fuéle a estos la suerte funesta; vencidos y derrotados, tuvieron que huir; don Juan a su reino de Navarra y don Enrique a Aragón, donde murió a consecuencia de una herida que recibió en la mano.

La victoria de Olmedo elevó a don Álvaro a la cumbre del poder, y con ella sus rivales quedaron anonadados. Entre las mercedes que obtuvo fue la más importante el maestrazgo de Santiago, que había resultado vacante por la muerte de don Enrique, añadiéndose esta nueva dignidad con sus cuantiosas rentas a los numerosos títulos y tesoros que ya poseía. Desde entonces su ambición, su codicia y su orgullo no tuvieron coto; y en el desvanecimiento que produjo en él tan desmesurada grandeza, cometió faltas que al fin acarrearon su ruina. La reina doña María, primera esposa de don Juan, había sido siempre enemiga de don Álvaro. Quiso aquel contraer segundas nupcias, y aun cuando su inclinación era hacia la hija del rey de Francia, logró el favorito casarle a su despecho con doña Isabel, infanta de Portugal, creyendo que una reina, hechura suya, le sostendría en su privanza por agradecimiento. Mas salióle tan errado este cálculo, que doña Isabel se declaró en breve su más mortal enemiga; y como era joven y hermosa, pudo más su hechizo sobre su esposo, ya entrado en años, que la antigua afición hacia el valido, afición que el tiempo había empezado a debilitar, y trocándose poco a poco en disgusto, no necesitaba más que un ligero impulso para convertirse en odio declarado.

Con efecto, el rey no veía ya en don Álvaro aquel joven seductor, aquel caballero tan brillante por sus sobresalientes prendas, tan superior a todos sus rivales, cual se mostraba en los primeros años. Era ya el condestable viejo, de carácter áspero y altanero, tan exigente con su rey, que hasta quería dirigir las acciones más ocultas de su vida privada, teniéndole, por decirlo así, en prisión perpetua, pues por todas partes y a todas horas se lo encontraba, y donde quiera se veía circundado de sus partidarios. A la disposición desfavorable de don Juan, alimentada por la reina, por el príncipe heredero, por los contrarios de don Álvaro, y principalmente por un criado de éste, a quien había levantado de la nada hasta hacerle contador mayor del rey, mezclóse también otro motivo, que fue la desmedida ambición del monarca, quien concibió deseos de apoderarse de las inmensas riquezas que don Álvaro poseía.

No se ocultó al maestre la traición de su ingrato criado, ni la trama que se le urdía; mas su honor le impedía huir, y su poder y el mucho amor que el rey le había tenido sostenían su esperanza. Pero se engañó; don Juan estaba ya resuelto a perderle: quiso matarle en Valladolid, en una comida que tuvo en el convento de San Benito; lo intentó también en Cigales en una partida de caza, y en Burgos, a donde fueron en la cuaresma de 1453, se intentó varias veces prenderle o matarle; pero don Álvaro avisado de todo, lo pudo evitar sin romper abiertamente con el rey. Desconfiado, sin embargo, en vista del giro que tomaban los negocios de la corte, obligó a don Juan por medio de su ascendiente, antes del viaje a Burgos, a que le firmase en Simancas un salvo conducto que le hizo jurar sobre la hostia consagrada para poner a cubierto su persona que ya juzgaba en peligro. Con ánimo también de ver si quitada la causa principal del mal, el rey volvía a su antiguo amor, el Viernes Santo hizo precipitar desde la torre de su casa al ingrato Alonso Pérez de Vivero que murió en el acto, arrojando con él una de las barandillas del terrado que al intento se había dejado desclavada para que la caída pareciese casual. Pero esto no hizo más que aumentar el enojo del rey y el deseo en sus enemigos de acabar cuanto antes con un hombre tan poderoso y temible. Conociendo don Álvaro el mal estado de sus asuntos, se rodeó de una numerosa guardia y tomó otras disposiciones; entre ellas, la de hacer trasladar a su fortaleza de Portillo dos arcas llenas de oro que tenía guardadas en el convento de San Benito de Valladolid, encomendando su custodia al alcaide de dicha fortaleza, Alfonso González de León y un hijo del mismo, que luego le fueron infieles.

El rey, viendo que de todos los lazos que le tendía se escapaba don Álvaro, le llamó, intimándole que saliese de su corte; pero él lo dilató so pretexto que el monarca no quedase solo sin tener quien le aconsejara, y entonces éste se decidió a prenderle a todo trance. Púsose de acuerdo al efecto con el alcaide del castillo de Burgos, que lo era don Iñigo de Zúñiga, y avisado el conde de Plasencia, hermano de éste para que acudiera con gente de armas, no pudo ir; pero envió a su hijo don Álvaro de Zúñiga, y en la noche del miércoles después pascua, 4 de abril de 1453, fue rodeada la casa de don Pedro de Cartagena, donde el condestable posaba, quien a pesar de tener muy pocos hombres, hizo una tenaz resistencia que duró hasta bastante entrado el día 5. Bien hubiera podido don Álvaro escaparse, y aun salió de su posada por un postigo excusado, y después de haber andado algún trecho, se volvió, pareciéndole vergonzoso huir, lo cual causó su desgraciado fin, porque el rey que se hallaba al frente de alguna gente armada y con su pendón real, viendo que la casa de don Álvaro resistía tanto tiempo, envió a requerirle para que se entregase, y después de varios mensajes y de haberle don Juan dado palabra de que sería respetada su vida y la de los que con él estaban, determinó entregarse. Antes arregló sus papeles, distribuyó grandes cantidades a sus criados y servidores, comió con mucha tranquilidad, montó a caballo armado de todas armas, y salía de su posada para presentarse al soberano, cuando con engaños lo volvieron a hacer entrar, y al momento fue desarmado y su casa ocupada por el rey, quien no solo retiró su palabra de respetarle la vida, sino que dio por nulo el seguro que le había expedido en Simancas. Preso el condestable, don Juan partió a ocupar sus tierras, se dirigió a Portillo en busca del tesoro que le fue entregado, aunque ya muy disminuido; siguió a Maqueda y demás posesiones hasta llegar a Escalona, en que la esposa, hijo y parciales de don Álvaro le resistieron con valor.

Veinte días hacía ya que el rey tenia cercada la villa, y viendo lo difícil y costoso que sería tomarla y la mucha necesidad que padecían sus soldados, porque el año era muy escaso de pan, reunió consejo de sus caballeros, y todos unánimes opinaron que se le diese muerte al condestable. El arzobispo de Toledo fue el único que por razón de su estado no quiso votar. Confirmada la sentencia por el rey, se dio el encargo de notificarla y hacerla ejecutar a Diego López de Estúñiga, el cual salió al momento para Portillo, donde se hallaba preso don Álvaro. Al llegar allí le dijo, que el rey le mandaba conducirlo a Valladolid; pero en el camino le reveló su fatal destino el P. Fr. Alfonso Espina, con quien se confesó el condestable, y pasó toda la noche arreglando sus asuntos y preparando su alma.

He aquí como refiere la crónica sus últimos momentos. «Y a otro día muy en amanecido, oyó misa muy devotamente y recibió el cuerpo de nuestro Señor, y demandó que le diesen alguna cosa con que bebiese, y trajéronle un plato de guindas, de las cuales comió muy pocas, y bebió una taza de vino puro. Y después que esto fue hecho cabalgó en una mula, y Diego de Estúñiga y muchos caballeros que le acompañaban, e iban los pregoneros pregonando en altas voces: Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor a este cruel tirano y usurpador de la corona real en pena de sus maldades, mandándole degollar por ello.

Y así lo llevaron por la calle de Francos y por la costanilla hasta que llegaron a la plaza, donde estaba hecho un cadalso alto de madera y todavía los frailes iban juntos con él, esforzándole que muriese con Dios, y desque llegó al «adalso, hiciéronle descabalgar, y después que subió encima, vido un tapete tendido y una cruz delante y ciertas antorchas encendidas y un garabato[2] de hierro hincado en un madero, y luego hincó las rodillas -161-y adoró la cruz, y después levantóse en pie y paseóse dos veces por el cadalso, y allí el maestre dio a un paje suyo llamado Morales, a quien había dado la mula al tiempo que descabalgó, una sortija de sellar que en la mano llevaba y un sombrero, y le dijo: Toma el postrimero bien que de mí puedes recibir, el cual lo recibió con mucho llanto.

 Y en la plaza y en las ventanas había infinitas gentes que habían venido de todos los lugares de ”aquella comarca a ver aquel acto, los cuales desque vieron al maestre así andar paseando comenzaron de hacer muy gran llanto”; y todavía los frailes estaban juntos “con él, diciéndole, que no se acordase de su gran estado y señorío y muriese como buen cristiano”. Él les respondió que así lo hacía, y que fuesen ciertos que en la fe “parecía a los santos mártires”. Y hablando en estas cosas alzó los ojos y vido a Barrasa, caballerizo del príncipe, y llamóle y dijole: Ven acá, Barrasa, tú estás aquí mirando la muerte que me dan; yo te ruego que digas al príncipe mi señor, que dé mejor galardón a sus criados, que el rey mi señor me mandó dar a mí. E ya el verdugo sacaba un cordel para atarle las manos, el maestre le preguntó: ¿Qué quieres hacer? el verdugo le dijo: Quiero, señor, ataros las manos con este cordel; el maestre le dijo: No hagas así, y diciendo esto quitóse una cintilla de los pechos, y diósela y dijole: Átame con esta, y yo te ruego que mires si traes buen puñal afilado, porque prestamente me despaches; Otrosí, le dijo: Dime, aquel garabato que está en aquel madero, ¿para qué está allí puesto? el verdugo le dijo que era para que después que fuese degollado, pusiesen allí su cabeza; el maestre dijo: Después que yo fuere degollado, hagan del cuerpo y de la cabeza lo que quieran. Y esto hecho comenzó a desabrocharse el collar del jubón, y aderezarse la ropa que traía, que era larga, de chamelote azul; forrada en raposos ferreros[3], y como el maestre fue tendido en el estrado, luego llegó a él el verdugo, y demandóle perdón, y dióle paz, y pasó el puñal por su garganta, y cortóle la cabeza, y púsola en el garabato, y estuvo la cabeza allí nueve días, y el cuerpo tres días; y puso un bacín de plata a la cabecera, donde el maestre estaba degollado, para que allí echasen el dinero los que quisiesen dar limosna para con que lo enterrasen, y en aquel bacín[4] fue echado asaz dinero, y pasados los tres días vinieron todos los frailes de la Misericordia, y tomaron su cuerpo en unas andas, y lleváronle a enterrar en una ermita, que dicen San Andrés, donde se suelen enterrar “todos los malhechores”, y donde a pocos días fue sacado de allí, y llevado a enterrar “al monasterio de San Francisco, que es dentro en la villa. Y pasado asaz tiempo, fue traído el cuerpo con su cabeza, a una muy suntuosa capilla que él había mandado hacer en la iglesia mayor de Toledo”; y así hubo fin toda la gloria del maestre y condestable don Álvaro de Luna. -162-

Un historiador dice, que deseando conocer don Álvaro su destino futuro, consultó a un astrólogo, cuando se hallaba en el apogeo de su privanza, quien le predijo que moriría en cadalso; pero no pudiendo ni remotamente sospechar entonces su desastroso fin, creyó que el adivino querría decir que moriría en un pueblo llamado así, de la provincia de Toledo, del cual era señor, y de resultas jamás quiso ir a él. El historiador a quien nos referimos, que es el P. Mariana, cuenta esta anécdota sin darle entero crédito. Don Álvaro casó dos veces, la primera con doña Elvira, hija de Martin Fernández Portocarrero, de quien no tuvo sucesión, y la segunda con doña Juana Pimentel, hija del conde de Benavente, en la cual tuvo un hijo en 1435, que se llamó don Juan, y fue después conde de San Esteban de Gormaz; y una hija, doña María, que casó con don Iñigo López de Mendoza, duque del Infantado; además tuvo dos hijos bastardos, don Pedro, señor de Fuentidueña, y otra hija, que fue mujer de Juan de Luna, su pariente, gobernador que era de Soria.

Murió el condestable el 5 de julio de 1453, año célebre en los fastos de la cristiandad, por la pérdida de Constantinopla, y al siguiente de 1454, trece meses después que el favorito, falleció el rey don Juan. Algunos escritores suponen que durante este período jamás se le vio alegre, y parecía poseído de terribles remordimientos. Sea de esto lo que quiera, parece fuera de duda que el monarca castellano se manifestó más de una vez arrepentido de su proceder, con un hombre que cualquiera que fuesen sus faltas, no cabe duda de que prestó eminentes servicios en los treinta años que dirigió las riendas del estado.

 

Fuente: Mellado, Francisco de Paula, Recuerdos de un viaje por España: Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, Galicia, Navarra. Tomo 1. Establecimiento de Mellado, 1862 (segunda edición), pp. 154-162.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Para la redacción de este capítulo se han tenido presentes la Historia de España, por el P. Mariana; la Crónica de don Juan II; un excelente artículo publicado en el Semanario Pintoresco, por don A. Gil de Zárate en 1858, y otras varias obras y manuscritos que tratan de la materia. (Nota del autor).

[2] Garabato: 7. m. Palo de madera dura que forma gancho en un extremo. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Raposos ferreros:  en piel de raposo Ferrero. 1. m. Zorro propio de los países glaciales, cuyo pelaje, muy espeso, suave, largo y de color gris azulado, se estima mucho para forros y adornos de peletería. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[4] Bacín: 1. m. Vasija pequeña para diversos usos. (Diccionario de la lengua española, RAE).