DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, vol. 1. Madrid, Mellado, 1849, pp. 113-121.

Acontecimientos
Traición de Bellido Dolfos
Personajes
Rui Diaz de Vivar, el Cid, rey Sancho, Bellido Dolfos, Arias Gonzalo, Diego Ordóñez
Enlaces

LOCALIZACIÓN

ZAMORA

Valoración Media: / 5

[Bellido Dolfos]

 

Si alguno de mis lectores ha estado alguna vez en Zamora, no habrá dejado de admirar sus antiguos y robustos muros, tan célebres en nuestra historia, todavía subsistentes en el lado que mira desde el levante al norte, y habrá reparado también en un portillo que hay en esta parte de la ciudad, flanqueado por dos torreones de mampostería, asaz antiguos, que en la época en que escribió el cronista Sandoval[1], se llamaba, y todavía se llama, Puerta de Zambranos[2] . Junto a este portillo habrá visto igualmente los restos de un palacio que perteneció a la infanta doña Urraca, y si alguien del país lo acompañaba, de seguro le habrá recordado -114- la traición de Bellido Dolfos, atestiguando el relato con una lápida que hay sobre el arco circular de la puerta, por la parte que mira al campo, en la que se ve una cabeza esculpida de bajo relieve, con estas palabras: Doña Urraca; y luego los dos primeros versos del romance 25 del  Romancero del Cid, que dicen así:

Afuera, afuera, Rodrigo
el soberbio castellano.

No es antigua la lápida, y por consiguiente no puede admitirse como prueba de la verdad del hecho, pero sí como una consecuencia de lo arraigada que está la tradición. Por último, habrá visto una ventana abierta en lo espeso del muro del palacio, y le habrán indicado que es la misma donde se asomó la infanta para reconvenir a  Rodrigo de Vivar con sentidas palabras, cuando fue a intimarla que entregase la ciudad a su hermano don Sancho, de cuyas resultas el Cid no tomó parte en el cerco de Zamora.

Acordarte deberías
De aquel buen tiempo pasado
Que te armaron caballero
En el altar de Santiago;

Cuando el rey fue tu padrino
Tú, Rodrigo, el afijado[1],
Mi padre te dio las armas,
Mi madre te dio el caballo.
Yo te calcé espuela de oro
Porque fueses más honrado.
Pensé de casar contigo,
No lo quiso mi pecado.

Todo esto que se ve en Zamora, y todo lo que refieren los zamoranos, tiene un origen histórico que la poesía ha revestido con sus galas, y como supongo que podrá haber entre mis lectores quien ignore el suceso que da asunto a la tradición, y acaso la tradición misma, voy a referirles lo que yo sé, y los autores cuentan, por si en ello les complazco.

 Don Fernando I de Castilla, llamado el Emperador, aunque durante su vida había experimentado las fatales consecuencias que produjeron las últimas disposiciones de su padre, no por eso dejó de imitarle cuando se halló en igual trance y circunstancias. Viendo que se aproximaba su última hora, reunió a sus hijos en torno de su lecho, les dio consejos muy saludables, recomendándoles especialmente que viviesen en paz y buena armonía, y en seguida dispuso que se leyese en alta voz, y en presencia de ellos y de lo más escogido de la grandeza castellana, su -115- testamento en que constaba la repartición que hacía de sus estados, en la forma que ya dijimos en el capítulo sexto[3] (2). Alfonso VI de León y Sancho II de Castilla, permanecieron en paz el corto espacio de dos años después de la muerte de su padre; pero la mutua inclinación que ambos tenían a la guerra, y la celosa envidia con que se miraban, destruyeron todo género de consideraciones, y se declararon enemigos mortales. Tocó a Sancho tomar el papel de agresor en esta contienda, y marchando en son de guerra con dirección a donde estaba su hermano, le acometió con sus huestes y logró desbaratarlos a orillas del río Pisuerga. A consecuencia de algún acomodamiento por entrambas partes, los soberanos contendientes vivieron en paz el período de tres años, posteriores a esta contienda, pero en 1071 vinieron a las manos con igual encarnizamiento, dándose la batalla cerca del río Carrión, en un lugar llamado  Valpellage[4], en la que los castellanos  llevaron lo peor. Sin embargo, repuestos de la derrota, atacaron de nuevo a los de León, y no solo ganaron esta vez la jornada, sino que se hicieron dueños del mismo Alfonso, cuyo soberano es fama que debió la vida a la intercesión de  doña Urraca. Pero la posesión de estas dos coronas no consiguió saciar la grande ambición de don Sancho: en su consecuencia se dirigió sobre Zamora y la puso cerco muy apretado. Aunque la ciudad de Zamora se hallaba bien pertrechada de muros y contaba con las suficientes vituallas para prolongar el asedio, no se amilanó don Sancho, antes bien decidido a llevar a cabo su propósito, envió al Cid de mensajero cerca de Urraca, para que le intimara la rendición de la plaza.

Yo os ruego como amigo
Como bueno y de valía
Que vayáis a Zamora
Con la mi mensajería;
Ya doña Urraca mi hermana,
Decid que me dé la villa
Por gran haber o por cambio
Como a ella mejor sería.

No partió muy contento el Cid para el desempeño de esta embajada, y aunque juró a Sancho no desnudar su tizona[2] contra esta señora, a quien, dijo, debía grandes consideraciones desde la niñez, fue preciso obedecer al soberano y se presentó ante la infanta a la que encontró bella, pero temerosa y cuitada.

—En mal hora me presento a vos, alta señora: antes quisiera verme cautivo de moros, que poner en vuestra noticia la embajada que a vuestra presencia me conduce.

—Hablad, Rodrigo, respondió la princesa sobrecogida. Ya he visto los preparativos que acaba de hacer don Sancho.... ¿Qué nueva quiere decirme? -116-

—Señora, dice mi rey que le entreguéis Zamora, que por ser primogénito de don Fernando le pertenece.

Doña Urraca reunió consejo de los principales de la ciudad, entre los que se hallaban Arias Gonzalo, caballero cargado de años, pero de mucho valor en los combates y de singular prudencia en los consejos. Oyó la embajada con ánimo tranquilo mas,  observando que Urraca lloraba, se levantó del asiento y exclamó:

—No lloréis, soberana princesa, que eso será contristar corazones animosos y dispuestos a derramar su sangre por defenderos. Me pedís consejo, ¿no es verdad?, pues entonces escuchad mi parecer. Convocaré al pueblo, le daré cuenta de la misiva de Sancho y si consintiere en rendirse, daremos la ciudad; pero si escuchare con indignación la propuesta, pelearemos y triunfaremos o moriremos.

Non lloredes, vos, señora,
Yo por merced vos pedía;
Que a la hora de la cuita
Consejo, mejor sería
De no acuitar vos tanto;
Que gran daño a vos venia.
Fablad con vuesos vasallos,
Decid lo que el rey pedía,
Y si ellos lo han por bien,
Dadle al rey luego la villa.
Y si no les pareciere
Facer lo que el rey pedía,
Muramos todos en ella,
Como manda la hidalguía[3].

Las palabras del prudente Arias Gonzalo sonaron bien en los oídos de la princesa, quien algo repuesta de su anterior desaliento, concibió esperanzas de salir airosa de lance tan comprometido. Al poco tiempo volvió el viejo mostrando en su semblante el más grande alborozo. Dirigióse al Cid y le dijo estas palabras:

—Rui Díaz, convoqué a los zamoranos, dije vuestra embajada, y me han contestado con las espadas desnudas y dando gritos de furor, que están dispuestos a defender la plaza, si vos no sacáis de la vaina vuestra tizona, y dejáis que solamente don Sancho dirija el cerco.

El Cid se encaminó al sitio donde estaba el anciano interlocutor, y dándole la mano respondió:

—He jurado por mi fe de caballero, no desenvainar mi espada contra Zamora, por estar dentro de ella una mujer de quien tengo gratos recuerdos, y para que nunca digan que Rui Díaz de Vivar hizo la guerra a débiles mujeres... Adiós, alta princesa, no será mi persona quien os agravie.

Ausentase el Cid, y como es de presumir, el rey supo al momento la resolución de los zamoranos. Conociendo entonces don Sancho, que no quedaba otro partido  -117- que emplear la fuerza, juntó sus huestes y las arengó, y mandó que atacasen a la ciudad, cuyas hostiles operaciones las estuvo presenciando el Cid, sin tomar parte en ellas como lo había prometido. Sin embargo, existían entre los acalorados parciales de don Sancho, espadas tan hábilmente manejadas como las del Cid, y la ciudad sitiada se iba encontrando en grande aprieto.

Comenzaron los zamoranos a sentir los daños del cerco, y a pesar de su porfiada resistencia conocían que al fin iban a ser rendidos. Había en Zamora un hombre astuto llamado Bellido Dolfos, el que viendo el grande apuro de los sitiados, se presentó a doña Urraca con ánimo resuelto y le habló lo siguiente:

—Hace mucho tiempo, esclarecida señora, que vuestra hermosura me tiene deseoso de vos. Ambicionaba una ocasión en que hacerme digno de vuestras singulares prendas. Yo soy el enamorado de vos, Bellido Dolfos, objeto de vuestros desdenes. Si dais a mis afectos una generosa acogida, yo os prometo hacer de modo que los sitiadores levanten el asedio y la ciudad quede gobernada por vos. Doña Urraca, que no pudo adivinar los proyectos de su extraño interlocutor, creyendo que se brindaba a favorecerla por medios leales y honrosos, prometió hasta cierto punto premiar sus afanes, y Bellido, salió de Zamora decidido a llevar a cabo el siniestro propósito que vamos a referir. Fingió que salía huyendo de la ciudad, y pidió a los hombres más principales de Castilla tener una corta conferencia con el rey. Le fue concedida su demanda y entró en la tienda de Sancho y al ver al rey, exclamó:

—En fin, ya tengo quien me ampare, el cielo conserve vuestra vida por años dilatados.

—Bienvenido seas, Bellido, ¿qué tratas de decirme?

—Escuchadme, señor, quiero primeramente deciros, que desde ahora soy vuestro vasallo y que pertenezco a vuestro bando. Conociendo vuestro poder, y la flaqueza de los zamoranos, dije al viejo Arias Gonzalo que os entregase la ciudad, no solo porque nuestros soldados no sabrían defenderla, cuanto porque justamente y de derecho os pertenecía. Apenas estas palabras salieron de mis labios, cuando me quiso matar y excitó la rabia de los demás caballeros que con él estaban para que hiciesen lo mismo. He logrado escaparme, y tal es el espíritu de venganza que en este instante me domina, que quiero que a todo trance ganéis la ciudad, y para ello, cabalgad, seguid mis pasos, y os mostraré un postigo secreto que os proporcionará fácil entrada en la plaza.

El rey, entonces demasiado crédulo a las manifestaciones de Bellido, se levantó lleno de contento, y le siguió al paraje indicado. El traidor astuto, viendo que don Sancho le seguía sin ningún género de acompañamiento, aprovechó un momento de descuido del monarca, y le disparó un venablo[4] que llevaba en la mano con el quo le pasó el cuerpo de parte a parte: «Extraño atrevimiento y desgraciada muerte, dice  Mariana[5], mas que se le empleaba bien por sus obras y vida desconcertada.» Bellido, después que ejecutó el funesto atentado, se encomendó a la fuga, y hasta ahora, -118- la historia no nos cuenta su paradero. La tradición supone que se metió en Zamora por la puerta de Zambranos, de que ya hicimos mérito. El rey, que se revolcaba en su propia sangre, comenzó a dar gritos desesperados, a cuyos dolientes gemidos acudieron los nobles y el Cid entre ellos.

Y como le vio ferido,
Cabalgara en su caballo,
Con la priesa que tenía
Espuelas no se ha calzado:
Huyendo iba el traidor,
Tras él iba el castellano;
Si apriesa había salido.
A muy mayor se había entrado
Rodrigo que ya llegaba
Y el Delfos que estaba en salvo.
Maldito sea el caballero
Que como yo ha cabalgado.
Que si yo espuelas trujera
No se me fuera el malvado.

Esta villana acción prestó motivo para que los sitiadores pensasen que el traidor estaba de cohecho con los sitiados a fin de ejecutarla, y juraron vengar tamaña ofensa. Gallegos y leoneses, cuando vieron muerto a don Sancho, desampararon las banderas y se retiraron a sus casas; pero los castellanos, más afectos al finado monarca, lejos de abandonarle, le lloraron mucho, y le enterraron en el  monasterio de Oña, y si bien con poco aparato, con las exequias de muchos corazones sensibles que se dolieron infinito de su siniestro fin. Concluida esta lúgubre ceremonia, volvieron los castellanos a Zamora resueltos a dar muerte a sus moradores por participantes en aquel trato aleve. Diego Ordóñez, de la casa de Lara, tomó la demanda en el asunto, puesto que el Cid había jurado no hacer armas contra Zamora. Presentose delante de la ciudad armado y en un brioso alazán[5], y desde un lugar alto para que los zamoranos le oyesen, prorrumpió en las siguientes exclamaciones:

—Fementidos[6] y traidores son los zamoranos, porque acogieron al aleve asesino de mi rey. Yo os reto, pues: salgan cinco, según lo manda la orden de caballería en tales casos, y uno a uno los iré venciendo.

Arias Gonzalo que estaba asomado al muro y oyó estas razones, contestó en alta voz lo siguiente:

—Maldito mil veces yo, si en tal traición fui mezclado. Jamás la nobleza de Arias Gonzalo tuvo a bien emplear semejantes medios para vencer a sus contrarios: bástale su espada, bástale su lealtad para triunfar o morir como bueno.

En seguida se volvió al gran número de hombres armados que le rodeaban. -119-

¡Varones, gritó, nobles y pecheros que tales cosas oís... ¿Hay alguno entre vosotros que haya sido partícipe de la muerte del rey don Sancho?

Dígalo muy prestamente,
De decillo no haga empacho.
Mas quiero irme de esta tierra
En África desterrado,
Que no en campo ser vencido
Por alevoso y malvado.

Los zamoranos prorrumpieron a una voz que eran inocentes, pero Ordóñez no quedó satisfecho con esta declaración y pidió de nuevo el combate con sus cinco antagonistas. Arias Gonzalo bajó de la muralla y pasó a ver a la infanta que se hallaba rodeada de sus consejeros. Entró el buen viejo grave, silencioso y seguido de sus hijos, besó la mano a la infanta, saludó después a los hombres buenos que formaban su consejo y habló luego de esta manera:   

—Noble señora, acabo de escuchar a don Diego Ordóñez de Lara, caballero muy principal, y cuyo apellido le basta para recomendación. Nos reta. Nos achaca el asesinato de vuestro hermano don Sancho, y pide que probemos nuestra inocencia en el palenque[7]. Recibid., señora, mis canas para el consejo, y mi espada y las de mis hijos para la pelea. Cinco somos, justamente las personas que pide la orden de caballería para estos casos, dadnos vuestro saludo, y dejadnos salir al campo, sin darnos por ello gracias.

Que el buen vasallo al buen rey
Debe hacienda, vida y fama.

Doña Urraca lloraba amargamente escuchando la relación de este buen viejo, y exclamó:

 —Sola yo, solamente yo soy la culpada de este trance. Yo di mi consentimiento a Bellido para que venciese a mi hermano, pero no para que le matase: ¡Dios confunda al traidor! Os ruego, conde, que no salgáis a la palestra[8], que sois muy viejo, que me dejáis desamparada y necesito de vuestro consejo... Ya sabéis cómo mi difunto padre me dejó encomendada a vuestra prudencia.

—¡Señora!, exclamó Arias Gonzalo con acento altivo y algo enojado, me han llamado traidor, y por Dios que nunca lo fui y he de probarlo.

Últimamente, a instancias de doña Urraca, y de los demás caballeros que presentes estaban, cedió el conde, no sin pesar. Llamó a sus hijos, a los cuales dio sus armas y recomendó su valor, los bendijo y habló así:

—Defendeos como gente que procede de buena raza. Marchad al palenque y yo subiré a la muralla para presenciar el combate.

Bien pronto se coronaron los muros de Zamora de gente; se nombraron los jueces por una y otra parte, sonaron después las fanfarrias, se dio la señal convenida por -120- entrambos bandos y comenzó la pelea. Pedro Arias fue el primero, quien a pesar de su denuedo y valentía tuvo la desgracia de ser vencido por Ordóñez. Salió en seguida Diego, y tuvo la misma suerte que el primero. Ordóñez, orgulloso con el triunfo, se acercó a los muros y dirigiendo su voz al viejo Arias Gonzalo, le dijo:

—Conde, manda el tercero, que los dos primeros ya fueron vencidos.

El conde reprimía su llanto y su grande sentimiento por no dar mal ejemplo a los zamoranos, y envió animoso a su hijo tercero que se llamaba Rodrigo. Fue también herido de muerte: alzó sin embargo la espada como queriendo herir a su contrario, pero hirió al caballo, que asustado corrió de manera que fue imposible detener su impetuosa carrera, durante la cual, sacó a Ordóñez de la silla y le arrojó fuera de la empalizada[9], cuyo acontecimiento, según las buenas leyes de caballería, vale tanto como ser vencido. No obstante, hubo disputas por los jueces de ambas partes, pero se dio el voto por terminado, y

Ansí quedó esta batalla,
Sin quedar averiguado
cuáles son los vencedores.
Los de Zamora o del campo.

Don Diego Ordóñez quiso volver a entrar en la liza, pero los jueces se opusieron, y los de Zamora pasaron a ver a doña Urraca para anunciarle el suceso, entre cuyas personas iba el pobre Arias Gonzalo condolido por la pérdida de sus tres hijos. La infanta mandó mensajes a Toledo donde estaba el rey don Alfonso, participándole la infausta muerte de Sancho, y recordándole sus legítimos derechos a los dominios del-121- difunto monarca su hermano, de que tomó posesión y pronunció el famoso juramento exigido por el Cid en Santa Gadea,

Rey Alfonso, rey Alfonso,
Que te envían a llamar:
Castellanos y leoneses

Por rey alzado te han.

Por la muerte de don Sancho.
Que Bellido fue a matar.

La puerta de Zambranos y los restos del palacio de doña Urraca puede decirse que es lo más notable que encierra Zamora en punto a antigüedades. Junto al palacio episcopal, cerca de la puerta llamada del Obispo, se conservan también restos del que habitó el Cid Rui Díaz y hoy le nombran todavía casa del Cid. La catedral, fundada en 1123 por el rey don  Alonso VII no tiene ninguna particularidad que fije la atención, y en cuanto a parroquias, solo la de San Ildefonso debe verse, porqué se conservan en ella los cuerpos de San Fulgencio y San Atilano,  patrón de la ciudad. Se cree que Zamora es la antigua  Occellum duri que marca el itinerario de  Antonino La conquistó a los sarracenos, que la dominaban, el rey don  Alonso el Católico el año 748; pero habiéndose destruido del todo, la pobló nuevamente  Alonso III de León en 901. Se volvió a destruir el año 985, cuando entró en ella Almanzor, rey de Córdoba, y la restauró don Fernando I de Castilla en 1061, cuando acompañándole Rodrigo Díaz de Vivar, llegaron embajadores de varios reyes moros con presentes para dicho Rodrigo, y besándole la mano le nombraron Cid, que significa emperador o vencedor.

Mellado, Francisco de Paula. Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, vol. 1. Madrid, Mellado, 1849, pp. 113-121.

 

 

Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno

 

[1]  Prudencio de Sandoval (1557, Valladolid – 1620, s.l.)que continuó la Crónica General de España iniciada por Florián de Ocampo. Fue historiador, cronista real y abad de Eu de Tuy en Pamplona.

[2] Algunos autores opinan que zambranos quiere decir músicos, y dan esta etimología a la palabra zambra, que aún se conserva en nuestro idioma. (Nota del autor)

[3]  Véase la página 57. (Nota del autor)

[4] Villaverde de Valpellage, hoy Golpejera.

[5] Juan de Mariana, Talavera de la Reina (Toledo), 2.IV.1536 baut. − Toledo, 16.II.1624.  Jesuita, importante teólogo e historiador español. Autor de la Historia general de España (1601). Autor de Historiae de rebus Hispaniae libri XXV publicada en Toledo en 1792 y traducida al castellano en 1601, Historia general de España.   

 

[1] Ahijado.

[2] Espada, arma blanca.

[3] Cualidad de hidalgo, generosidad y nobleza de ánimo.

[4] Dardo o lanza corta y arrojadiza.

[5] Dicho especialmente de una caballería: De color alazán (rojizo).

[6] Falso o engañoso.

[7] Zona cercada por un palenque (valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines).

[8] Dicho de una persona: Tomar parte activa en una discusión o competición públicas.

[9] Estacada (obra hecha de estacas).