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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Historia de la muy noble y leal ciudad de Valladolid, desde su más remota antigüedad hasta la muerte de Fernando VII, tomo I. Valladolid: Imprenta de D. M. Aparicio, 1851-1854, pp. 265-275.

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Don Álvaro de Luna
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VALLADOLID

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[Don Álvaro de Luna]

Derrotados en 1445 los infantes de Aragón en la famosa batalla de Olmedo, el condestable Don Álvaro de Luna, que por su  reconciliación con el príncipe había vuelto a la corte, fue promovido, por muerte del Infante Don Enrique, a la dignidad de Gran Maestre de la Orden de Santiago. En este mismo año murió la reina de Castilla Doña María, y Don Álvaro, abusando de la confianza que el rey le dispensaba, trató, sin anuencia de éste, su segundo matrimonio con la Infanta Doña Isabel, hija de Don Juan, Infante de Portugal. El rey, acostumbrado a sujetarse a la voluntad y capricho de su favorito, consintió en él y se celebraron las bodas en la villa de Madrigal en el mes de agosto de 1447.

Antes de este suceso celebró cortes Don Juan en Valladolid –266- por el mes de marzo, respondiendo en 20 de este mes a las sesenta y cuatro peticiones que le presentaron los procuradores de las ciudades, siendo muy de notar entre las acertadas disposiciones que se acordaron en estas cortes, la declaración que se hizo en ellas de algunas leyes de partida sobre heredamiento; la prohibición que se impuso a las manos muertas para adquirir bienes raíces por cualquier título; y la inhabilitación de los extranjeros para obtener beneficios eclesiásticos en el reino.

Celebró el rey la Pascua de Natividad del siguiente año de 1448 en Valladolid, y firmadas las treguas concertadas entre Castilla y Navarra llegó a esta  villa en el mes de febrero Micer Jaques de Lalain[1], consejero del duque Felipe de Borgoña, demandando al rey de Castilla plaza segura para combatir con uno de los más esforzados caballeros de su Corte. Don Juan accedió desde luego a sus súplicas, y mandó construir la liza[2] y levantar las tiendas en el terreno que hoy ocupa la huerta del convento de San Pablo. El valeroso caballero Don Diego de Guzmán, obtenida la licencia del Rey, se presentó en el día señalado a combatir con el ilustre borgoñón. Ambos guerreros dieron pruebas de su habilidad en el manejo de la hacha de armas, pero obtuvo la victoria el paladín[3] castellano que con hercúlea fuerza logró oprimir con su mano de hierro la garganta del contrario, que hubiera muerto irremediablemente estrangulado, si el rey, apercibido del peligro que corría aquel caballero, no hubiese arrojado su bastón a la arena para poner fin a tan tremenda lucha.

La discordia que merced a los ocultos manejos de los favoritos germinaba entre el rey Don Juan y el príncipe Don Enrique, su hijo, y el modo de atraerles a una sincera reconciliación, era el asunto de mayor importancia que por este tiempo llamaba más principalmente la aten-267-ción de los inquietos cortesanos. Aplazóse al fin una entrevista entre padre e hijo en la villa de Tordesillas, y el rey con este motivo partió de Valladolid seguido de toda la corte y de los procuradores de las ciudades, que salieron a despedirle respetuosamente fuera de la puerta del Campo que, según hemos dicho en otro lugar, era entonces el arco de Santiago. En este sitio, apartándose el Rey con ellos, les declaró, que el objeto de su viaje a Tordesillas, además de avenirse con su hijo, era el de castigar a los que intentaban promover nuevas inquietudes y premiar a los que tan fiel y lealmente le habían prestado sus servicios, para lo cual tenía pensado repartir todos los bienes de los caballeros que se hallaban presos y ausentes de sus reinos.

Hecha esta franca manifestación pidió sobre ello su parecer a los procuradores. Pero Díaz, diputado por Burgos, aprobó las intenciones del rey calificándolas de justas y santas, adhiriéndose a esta aprobación la mayoría de los procuradores: pero Mosén Diego Valera, diputado por Cuenca, fue el único que se atrevió a aconsejar al rey en diverso sentido, demostrándole por medio de un bien meditado y juicioso razonamiento, que consideraba más digno de su clemencia y nunca desmentida justicia, que los caballeros que habían sido tratados como rebeldes se les hiciese comparecer por sí o por medio de procuradores ante el Consejo Real, y que si sustanciado legalmente el proceso resultasen declarados criminales, podría entonces confiscárseles los bienes y hacer el rey de ellos lo que fuere su voluntad; pero que proceder de otra manera sería luchar abiertamente contra las terminantes disposiciones de las leyes, que justamente establecen, que ninguna persona pueda ser condenada sin antes ser oída.

No desagradó al rey el discurso que con tanta energía pro-268-nunció Diego Valera, mas Don Fernando Rivadeneira, que apenas podía contener su enojo, exclamó en altas voces: "Voto a Dios Diego Valera, vos os arrepintáis de lo que habéis dicho." Don Juan, con muestras de grande turbación, mandó imperiosamente callar al imprudente Don Fernando, y sin oír a los demás procuradores se alejó de Valladolid.

No volvió el rey a esta villa hasta el año de 1451, en que hizo venir a ella los procuradores de las ciudades para celebrar unas cortes, que fueron las últimas que en lo restante de su reinado presidió en Valladolid. Don Juan firmó en 10 de marzo el cuaderno de las cincuenta y cuatro peticiones que en ellas se presentaron, dando acertadas providencias para evitar el cohecho de los recaudadores de las rentas reales y el fraude en el arrendamiento de las mismas, se resolvió además en estas cortes sobre los tributos de martiniega [4]y yantar[5], sobre las behetrías[6] y otros asuntos de no menor interés[7].

Las prisiones que el rey Don Juan había mandado ejecutar en Castilla a persuasión de Don Álvaro de Luna, tenía sumamente disgustada a toda la nobleza que aguardaba ansiosa la ocasión de sacudir el tiránico yugo del aborrecido favorito. No se hizo ésta mucho tiempo de esperar; Don Álvaro, no contento aún con su opresora dominación, para asegurarse más contra sus enemigos, aconsejó al rey se apoderara de la persona del conde Don Pedro Destuñiga, de quien él recelaba por su mucho poder y valimiento; mas éste, informado de las intenciones del condestable, llamó en su auxilio a sus parciales y confederados contra Don Álvaro, y acordaron venir a Valladolid y darle la muerte. Tan arriesgado proyecto, -269- ni se puso en ejecución con la rapidez que era de desear para el buen logro de la empresa, ni se hizo con tanto sigilo que no llegara a traslucirlo el condestable. Temeroso éste del resultado de esta conjuración, influyó con el Rey para que trasladara la corte de Valladolid a Burgos, y en efecto se hizo así. En aquella ciudad el rey Don Juan, bien hostigado por las repetidas quejas de los más principales caballeros del Reino, bien porque él mismo deseara salir de la opresión en que le tenía Don Álvaro de Luna, o como otros quieren, movido por la codicia de los inmensos tesoros que éste poseía, consultó con la reina sus intenciones de apoderarse del condestable. Doña Isabel trató este negocio con la condesa de Rivaldo, y vino a decidir la cuestión la desastrosa muerte que mandó dar Don Álvaro de Luna al contador mayor del rey, Alonso Pérez de Vivero. Decretada y ejecutada la prisión del condestable en 4 de abril de 1453, fue conducido de orden del rey, por Don Diego Destuñiga, a Valladolid y desde aquí a la fortaleza de Portillo.

Ordenó inmediatamente el rey que doce doctores de los de su Consejo se ocupasen, con preferencia a otro negocio, en la averiguación de los delitos del condestable Don Álvaro de Luna y formación del proceso[8]. Este indudablemente debió instruirse con demasiada precipitación, y acaso sin observar las formalidades prescriptas por las leyes, porque en los primeros días del mes de junio -270-de aquel año, asociados los miembros del Consejo con otros caballeros presididos por el rey, pronunciaron en el Real de Escalona la fatal sentencia condenando al ilustre prisionero por tirano, usurpador de la corona real y de sus rentas a ser públicamente degollado y colgada de una escarpia su cabeza.

Requerido en nombre del rey Don Diego Destuñiga, que custodiaba en Portillo la persona del condestable, para hacer ejecutar la sentencia de muerte, salió de la fortaleza conduciendo a Don Álvaro entre una numerosa guardia con dirección a Valladolid. Antes de llegar a la villa de Tudela de Duero, dos leguas y media distante de esta población, salieron al encuentro, preparados de antemano, el venerable P. Fr. Alonso de la Espina y otro compañero, religiosos ambos del convento del Abrojo. Prevalido Fr. Alonso de la amistad y confianza que en todo tiempo le dispensara el Condestable, entabló con él sabrosa plática sobre la instabilidad de las cosas de esta vida y los terribles desengaños que con frecuencia suele dar el mundo a los que se dejan alucinar por su falso brillo, elogiando al mismo tiempo a los innumerables mártires que perseguidos por él, pero escudados con la fe de Jesucristo, habían sufrido una gloriosa muerte con la esperanza de alcanzar la vida eterna. Por el giro que el sabio religioso iba dado a la conversación, llegó a concebir Don Álvaro vehementísimas sospechas de que estaba condenado a muerte; conmovido por esta terrible idea dirigió varias preguntas a Fr. Alonso de la Espina en este sentido, y cerciorado de que tal era la voluntad del rey, apartando su imaginación de las ilusorias grandezas de esta vida, comenzó a prepararse con resignación a morir como cristiano caballero. En estas santas y piadosas exhortaciones llegaron a Valladolid, y Don Diego Destuñiga condujo a -271-Don Álvaro a las casas del difunto Alonso Pérez de Vivero[9], donde fue recibido por la viuda y criados de la casa con horribles imprecaciones y amenazas, diciéndole, entre otras cosas, para mayor tormento, que la justicia divina había dispuesto viniese a morir a la casa de la inocente victima que había mandado asesinar.

A consecuencia de este alboroto se trasladó al  condestable a la casa de Don Alonso Destuñiga en la calle de Francos[10], y allí con más tranquilidad y sosiego pasó la noche acompañado de Fr. Alonso de la Espina y de otros religiosos que vinieron a derramar espirituales consuelos en aquel arrepentido y contrito corazón. Apenas los primeros albores del venidero día comenzaban a disipar las sombras de la noche, cuando ya Don Álvaro abandonando el lecho, humildemente prosternado ante el altar, oía devotamente misa y esperaba recibir la sagrada Comunión. Fr. Alonso, que había prometido no abandonarle en tan apurado trance, volvió terminada la misa a fortalecer aquel corazón con los abundantes recursos que suministra nuestra religión sacrosanta, ofreciéndole en nombre del cielo aquella ventura y felicidad suprema que Dios concede a los que reconocidos de sus errores llegan a depositar en él su única esperanza.

Destinada Valladolid en este día (7 de junio de 1453) a ser testigo de uno de aquellos terribles acontecimientos que, por decirlo así, forman época en la historia de los pueblos, presentaba un aspecto severo e imponente momentos de la ejecución de la sentencia fulminada contra el condestable. La  illa había sido vigilada durante la noche por silenciosos escuadrones que recorrían pausadamente sus solitarias calles; en la Plaza mayor, que según se ha indi-272-cado ocupaba entonces el terreno que hoy la plazueleta del Ochavo y sus inmediaciones, se había construido un enlutado cadalso, sobre el cual lucían con trémula claridad algunos cirios colocados delante de una cruz, y se levantaba detrás de ella un elevado madero, en cuyo remate se veía la escarpia o garfio de hierro destinado a recibir la ensangrentada cabeza de Don Álvaro. A la hora prefijada salió éste de las casas de Don Alonso Destuñiga cabalgando sobre una mula cubierta de negros paños, rodeado de una fuerte escolta y acompañado de Fr. Alonso de la Espina y otros religiosos de la orden Seráfica. Esta fúnebre comitiva vino a la plaza desde la calle de Francos por el Cañuelo, Cantarranas y Platería, que se veían obstruidas por un inmenso gentío que miraba con espantados ojos conducir al patíbulo al que tantas veces babean visto acariciado por el rey, que ahora le privaba de la vida. Al través del murmullo y gritos de la muchedumbre que corría desalada al encuentro del se oían confusamente de tiempo en tiempo las desacordes voces de los pregoneros que con fuerza repetían: "Esta es la justicia «que manda hacer el Rey nuestro Señor a este cruel tirano, «é usurpador de la corona real: en pena de sus maldades « mandanle degollar por ello.” A lo que el reo contestaba: "Mas merezco.”

Llegó el animoso Don Álvaro al lugar del suplicio, y apeándose con desembarazo de la mula subió las gradas del cadalso con pausada gravedad, y puesto humildemente de hinojos ante la cruz permaneció algunos instantes en muda y fervorosa oración. Levantase por fin, y llamando a Morales, su paje favorito, que tenía la mula por la rienda, sacó del dedo un primoroso anillo, y con tono cariñoso así le dijo: "Toma Morales, este es el postrimer don que de mi puedes recibir.”

 Deshacíase en tiernas -273- lágrimas el joven page al recibir de su Señor tan marcada prueba de su afecto, y ese llanto que hirió los aires interrumpiendo el pavoroso silencio que reinaba en la plaza, cual fuego eléctrico vino a comunicarse en aquel numeroso concurso que dio libre rienda a sus mal reprimidos sollozos. Don Álvaro con una serenidad imperturbable dirigí sus inquietas miradas en torno del patíbulo, y alcanzando a ver entre la muchedumbre a Barrasa, caballerizo mayor del príncipe Don Enrique, le dirigió estas palabras: "Ven acá Barrasa, tú estás aquí mirando la muerte que me dan; yo te ruego que digas al Príncipe, mi Señor, que dé mejor galardón a sus criados, que el Rey, mi Señor, mandó dar a mí.” Pronunciadas estas sentidas expresiones comenzó a pasearse por el cadalso y los religiosos le exhortaron a que apartase de su imaginación las cosas terrenas y eleváse sus pensamientos a aquel Dios de bondad y de infinita misericordia que esperaba ansioso recibirle en sus divinos brazos. El verdugo, satisfechos los deseos del condestable que había preguntado con ahinco con qué objeto se había colocado aquella escarpia, comenzó a prepararse para ejercer las terribles funciones de su ministerio atando a Don Álvaro las manos con una cinta que éste mismo le diera; después separó cuidadosamente la ropa de su cuello, y mandándole tender sobre el enlutado pavimento, un agudo puñal, que brilló por un momento ante los atemorizados espectadores, cortó en breve la existencia del desgraciado condestable [11]

En una inquietud y agitación horrible pasó el rey Don Juan II el día de la ejecución de la sentencia: naturalmente -274- inclinado a la clemencia, luchaba con increíble esfuerzo entre el deseo de salvar la vida al condestable y el cumplimiento de la justicia, e indudablemente hubieran triunfado los generosos impulsos de su benéfico corazón, si la reina Doña Isabel, que conocía el carácter veleidoso de su marido, y que estaba interesada en la muerte de Don Álvaro, no le hubiera vigilado tan de cerca. Sin embargo de esto, el rey en uno de aquellos momentos en que el recuerdo de sus primeros años y su excesivo cariño al condestable sobrepujó a toda otra consideración, hizo llamar a Solís, su maestresala , y le dio por dos diferentes veces, antes de la ejecución, un papel cerrado con encargo de entregarle a Don Diego Destuñiga, que custodiaba al reo; mas otras tantas, vuelto a dominar por contrarios sentimientos y una espantosa incertidumbre, se los volvió a arrebatar de las manos diciéndole: déjalo, déjalo, y pronunciadas estas expresiones que revelaban bien el triste estado de su alma, se arrojó en su lecho profundamente conmovido.

La cabeza de Don Álvaro de Luna, según se ordenó en la sentencia, fue colocada por mano del verdugo en el garfio de hierro, donde permaneció por espacio de puede días: a los tres, los hermanos de la misericordia llevaron en unas andas su mutilado cadáver a enterrar a la iglesia de San Andrés, que era entonces una ermita extramuros de la villa, en la que, según costumbre, se daba sepultura a los ajusticiados. Dos meses después, juntamente con la cabeza, fue llevado con grande acompañamiento al convento de San Francisco de esta villa, donde permaneció -275- hasta que algunos años después se le trasladó a la suntuosa capilla que él mismo había mandado construir en la Santa Iglesia de Toledo, donde hoy yace.

La ensangrentada sombra de Don Álvaro de Luna seguía incesantemente por do quier al rey Don Juan II de Castilla : una profunda y tenaz melancolía comenzó a consumir lentamente sus fuerzas, y esta excesiva debilidad, unida a otros disgustos que a la muerte del condestable se siguieron, le ocasionaron las malignas cuartanas que en breve tiempo le condujeron al sepulcro. Murió Don Juan en su palacio de Valladolid en el día 21 de julio de 1454. Tres horas antes de morir, viendo a la cabecera de su lecho al bachiller Cibdareal, su médico, le dijo: "Bachiller, naciera yo fijo de un mecánico, é hobiera sido Frayle del Abrojo, é no Rey de Castilla.” Su cuerpo fue depositado en el convento de San Pablo, donde se le hicieron suntuosísimas exequias, y desde aquí fue llevado a la Cartuja de Miraflores, donde hoy subsiste, siendo reputado su magnífico sepulcro como uno de los más preciosos monumentos de las artes. Dejó el rey Don Juan II de su primer matrimonio con Doña María de Aragón un solo hijo, que fue el príncipe Don Enrique, y del segundo con Doña Isabel de Portugal, los Infantes Doña Isabel y Don Alonso.

 

Sangrador Vitores, Matías. Historia de la muy noble y leal ciudad de Valladolid, desde su más remota antigüedad hasta la muerte de Fernando VII, tomo I. Valladolid: Imprenta de D. M. Aparicio, 1851-1854, pp. 265-275.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

 

 

 

[1] Jacques de Lalaing (1421–1453).

[2] Liza: 1. f. Campo dispuesto para que lidien dos o más personas. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Paladín: 1. m. Caballero fuerte y valeroso que, voluntario en la guerra, se distingue por sus hazañas. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[4] Tributo sobre la tierra que se pagaba en torno a la festividad de San Martín (30 de noviembre).

[5] Tributo para el mantenimiento del soberano cuando viajaba por sus tierras.

[6] Tributo de infurción: 1. f. Tributo que en dinero o especie se pagaba al señor de un lugar por razón del solar de las casas. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[7] Colección de Cortes y ordenamientos, tomo XIV. (Nota del autor).

 

[8] El proceso instruido contra el condestable Don Álvaro de Luna, es uno de los documentos de que apenas se conserva noticia, pues aunque algunos, y entre ellos Salazar de Mendoza, refieren que existió una copia en la famosa  biblioteca que en esta ciudad tenía Don Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar, en la casa del Sol, no fue otra cosa que un mal traslado de otro proceso que se formó cuarenta años después por no hallarse el original, o por no bastar él ni el testimonio de la carta que el rey dirigió a todas las ciudades a la muerte del condestable, para el intento del Marqués de Villena, a quien convenía que resultase justificado el delito de lesa Majestad para heredar ciertos Estados que habían sido de la pertenencia de aquel. Véase Abarca. Anales de Aragón, tomo 2, pág. 227. (Nota del autor). Se trata de la obra del jesuita Pedro Abarca, (1619-1693). Los Reyes de Aragón en Anales Históricos, distribuidos en dos Partes. Madrid, en la Imprenta Imperial, 1682 [Primera Parte] y Salamanca, por Lucas Pérez, Impresor de la Universidad, 1684 [Segunda Parte].

 

[9] Estas casas son las que hoy ocupan la Audiencia y Capitanía General. (Nota del autor).

[10] Señalada hoy con el número 17 de la numeración moderna. (Nota del autor).

[11] Es tradición, vulgarmente admitida, que el mascarón de bronce que hoy se ve en la plaza mayor de esta ciudad sobre los portales titulados Panadería de Villanubla, entre los segundos balcones de las casas números 46 y 47, se colocó en aquel paraje en recuerdo de la ejecución del condestable Don Álvaro de Luna. Confesamos francamente la inutilidad de nuestras investigaciones sobre este punto, y solo vemos llegado a presumir, suponiendo algún fundamento en la tradición, que este busto de bronce debió ponerse allí dos siglos después de la muerte de Don Álvaro por los años de 1658 en que el Supremo Consejo de Castilla, en juicio contradictorio con el fiscal de S. M., declaró a Don Álvaro leal y fiel vasallo del rey Don Juan II e injusta la sentencia pronunciada contra él, aludiendo sin duda la argolla, que el mascarón tiene en la boca, a la falsedad con que depusieron los testigos. (Nota del autor).