DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias (1849), pp. 148-150.

Acontecimientos
Venganza. Crimen
Personajes
Octavio Orsini y Fernando de Alvaerado
Enlaces
Miguel Ángel García. Foto: ermita de San Zoilo

LOCALIZACIÓN

CÁSEDA

Valoración Media: / 5

Foto

Miguel Ángel García

 

[Villa de Cáseda]

Una curiosa y terrible historia se nos refirió en Cáseda como sucedida allí, y de que no debemos privar a nuestros lectores.

Corría el último tercio del siglo XV, y era señor del castillo y villa de Caseda, el muy noble y valiente caballero mosén Fernando de Alvarado. Habíase distinguido por sus proezas en la guerra de Nápoles a las órdenes del famoso Alfonso V, rey de Aragón, y Juan II hermano de éste, que reuniendo a aquel reino el de Navarra, recompensó a mosén Fernando con el rico dominio de Caseda. Había éste traído de Italia un famoso médico, anciano doctor de la universidad de Padua, llamado Octavio de Orsini, al cual más bien que como asalariado, miraba el señor de Caseda como particular amigo, pues le debía la vida, que de resultas de sus heridas hubiera perdido, a no haber sido salvado por él.

 Un día el alcalde, acompañado de dos jurados, presentó al señor feudal un largo pergamino para que se dignara trazar en él su firma, y autorizarlo con su sello. Era una sentencia de muerte pronunciada contra una bellísima joven, que tenía por nombre Engracia, acusada de judaizante, y que pertenecía a una familia de cristianos nuevos. Mosén Fernando de Alvarado firmó y selló sin titubear, y fijó la ejecución de la sentencia, que debía ser en la hoguera, para la tarde del día siguiente.

 En efecto, llegada la hora fatal, se veía un rico repostero recamado de oro, y en el que estaba bordado el escudo de armas del señor, cubriendo el principal balcón del castillo, y al frente, en la espaciosa explanada, una gran pira formada por maderos cruzados unos sobre otros, y de entre los que sobresalía un alto poste o columna de piedra, rodeado de cadenas de hierro, al que debía sujetarse la víctima. Al pie de la pira, que estaba cercada de soldados, se veía un hombre de formas atléticas, de torva mirada y siniestro aspecto, con una tea encendida en la mano, que era el sayón señorial, y a pocos pasos una especie de galería alta, que ocupaban el alcalde y los jurados, que debían presenciar la ejecución. Dejóse ver mosén Fernando de Alvarado, acompañado de Orsini, en el balcón que antes mencionamos, y a los pocos instantes, un murmullo de la multitud, anunció la llegada de la infeliz Engracia. Marchaba ésta a la muerte con paso tardío, sus negros ojos desencajados derramaban un torrente de lágrimas, y la vida parecía iba a abandonarla antes de llegar al sitio fatal.

Al pasar rodeada de su fúnebre comitiva por bajo el balcón, dirigió una mirada de súplica, y que encerraba un tesoro de dolor -149-  inconmensurable al doctor Octavio. Aquella mirada encendió instantáneamente en el helado corazón del anciano, la llama más devoradora que existió jamás. Arrojóse a los pies de Alvarado y le gritó:

—¡Señor, gracia para esa mujer!.. dádmela, y pedidme en cambio mi vida.

—¡Doctor, que decís!

—¡Oh, no me neguéis su perdón! ¡recordad que a no ser por mí, hubierais muerto en Italia de vuestra última herida!

Había tanta verdad, tanto fuego en las súplicas de Orsini, que mosén Fernando hubo de acceder a su repentina demanda, y extendió su lienzo blanco gritando; ¡perdón! perdón!

Estas voces de consuelo llegaron al oído de Engracia cuando ya el verdugo rodeaba su delicado talle con la gruesa cadena, y no pudiendo soportar la terrible transición de la muerte a la vida, perdió los sentidos. Octavio Orsini penetró por entre la multitud, cual el impetuoso torrente que se desgaja de la montaña al valle, desató con robusta mano los hierros que aprisionaban a Engracia, la cogió en sus brazos, y corrió rápidamente al castillo donde se encerró en su aposento con su preciosa carga.

Pocos días habían pasado después de este suceso, cuando Orsini pidió a mosén Fernando licencia para casarse con su vasalla Engracia. Otorgósela aquel asombrado al ver a un decrépito anciano poseído de una pasión amorosa tan ardiente, y quiso ser el padrino. Verificáronse los desposorios con toda la pompa de la época, en la capilla del castillo; hubo saraos a los que concurrió la mayor parte de la nobleza navarra, trovadores provenzales, músicos de Italia, fuegos de artificio y lidia de toros.

Vivía feliz Orsini con su bella esposa, cuando un su doméstico que trajera desde Nápoles, y en quien tenía depositada toda su confianza, vino a anunciarle la más terrible nueva. Mosén Fernando amaba y era correspondido de Engracia, a la que veía todas las tardes en un cenador del parque, cuando aquel figuraba ir a la caza, y en tanto el deshonrado esposo se entregaba con ardor a sus estudiosas tareas. Apenas podía Octavio Orsini dar crédito a tan horrible traición, y resolvió convencerse por sus ojos. Verificóse esto en la tarde siguiente, en que oculto entre el ramaje del cenador indicado, oyó el coloquio de los adúlteros, que estaban muy ajenos de sospechar eran espiados. Orsini sin embargo tuvo bastante valor para ocultar su rabia, con objeto quizás de preparar mejor la venganza.

Conversaban cierta noche tranquilamente el señor de Caseda, Engracia y Octavio, cuando un mensajero desconocido que se anunció como enviado del rey don Juan el II, puso en sus manos un escrito que solo contenía estas palabras: «El rey a mosén Fernando de Alvarado, señor del castillo y villa de Caseda, salud. Tan luego recibáis estas mis letras, os pondréis en camino secretamente, y acompañado tan solo de un escudero, y vendréis a encontrarnos a esta nuestra buena ciudad de Pamplona, donde os confiaremos una delicada misión muy importante -150- al servicio de Dios y de nuestra corona real.»

Excusado es decir que mosén Fernando se dispuso a marchar inmediatamente, y habiéndose ofrecido Orsini a acompañarle, no quiso llevar consigo ningún otro servidor. Al llegar ambos viajeros a un espeso bosque se vieron de improviso rodeados por seis bandidos enmascarados, que a pesar de la desesperada resistencia que intentó oponerles Alvarado, se apoderaron de uno y otro, y les condujeron al interior de una caverna que había en el corazón del bosque. Aquí Orsini depuesto ya todo disimulo, y ebrio con el placer de la venganza, dijo a mosén Fernando que el escrito del rey era fingido para atraerlo solo a aquel lugar retirado; que los seis bandidos no eran sino seis amigos suyos, interesados en el desagravio de su honor, y que iba a morir en aquel instante. No dio tiempo Octavio Orsini a que mosén Fernando articulase una sola palabra, pues al acabar de hablar, le hirió con su puñal en la garganta, y cayó al suelo envuelto en su sangre. Saboreó con placer el implacable viejo hasta el último instante, la dolorosa agonía de su rival, y luego no satisfecha su venganza, abrió el cadáver, sacó el corazón que daba su último latido, y lo guardó cuidadosamente en una bolsa de cuero. Después continuó, sin duda para hacer observaciones quirúrgicas, sajando aquel cuerpo muerto con su agudo puñal, en varias partes...

Volvió Orsini al castillo, salióle a recibir Engracia con las mayores muestras del más puro cariño, y él por su parte disimulando también el furor que le devoraba, abrazó a la pérfida esposa y la dijo, que apenas llegado a Pamplona con mosén Fernando, había dado la vuelta para volar a su lado, y celebrar juntos al día siguiente, el primer aniversario de su dichosa unión.

Al efecto dispuso un gran banquete al que asistieron varios nobles del país inmediato. A uno de estos llamó la atención un cierto objeto, cubierto con un paño de seda rojo, que dos criados colocaron cuidadosamente en un ángulo del salón; mas Octavio Orsini le dijo era un presente con que pensaba sorprender agradablemente a su esposa después de la comida. Reinó en esta la mayor alegría, y a los postres sirvieron cierta especie de jaletina[1], en tantos platos como convidados había.

El destinado para Engracia se distinguía de los demás, por una cifra de confitura, en que se leía su nombre, galantería que fue celebrada por todos. En seguida hizo traer Orsini el objeto encubierto de que hablamos antes, que era un largo cajón, del que entregó la llave a su esposa; fue ésta a abrirlo gozosa, y retrocedió dando un espantoso grito. Todas las miradas de los circunstantes se dirigieron al fondo de la caja misteriosa, y descubrieron con horror un esqueleto, que en sus manos recientemente descarnadas, tenía un pergamino en el que se leía en abultados caracteres:

«Yo fui mosén Fernando de Alvarado.»

Orsini con infernal sonrisa dijo entonces a Engracia: «Mírale, infame adúltera, mírale y emplea en esa agradable ocupación, los pocos momentos que te restan de vida, pues acabas de comer el corazón de tu cómplice, preparado por mí con una activa ponzoña que te hará morir con horribles dolores.»

Dicho esto desapareció Octavio Orsini, v no se le vio más; se dijo había vuelto a su país. Inútil es añadir que Engracia murió en efecto pocos momentos después.

 

Mellado, Francisco de Paula. Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias (1849), pp. 148-150.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Jaletina: gelatina.  1. f. Especie de jalea fina y transparente, que se prepara generalmente cociendo cola de pescado con cualquier fruta, o con sustancias animales, y azúcar. (Diccionario de la lengua española, RAE).