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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Ilustración Española y Americana, núm. XIII, 8 de abril de 1900, pp. 199-203.

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PITRES

Valoración Media: / 5

Grabado de Tomás Carlos Capuz

 para  Los Monfíes de las Alpujarras (1859)
novela de Manuel Fernández y González.

 

El beneficiado Mayorgas

Tradición alpujarreña

I

En el año de 1599 era beneficiado[1] de un pueblo de la Alpujarra cuyo nombre no podemos decir con precisión, pero que por su proximidad al Mulhacén debió pertenecer a la taha[2] de Pitres, el licenciado Mayorgas, varón de ejemplarísimas virtudes, que por su evangélico proceder y su caridad inagotable habíase conquistado general estimación en toda la comarca.

Contaría el beneficiado de treinta  a treinta y cinco años, y en la faz llevaba impresa la bondad de su espíritu.

Era su frente ancha y serena. Larga la nariz y un poco aguileña. Los ojos garzos[3], y de una ternura tal  la mirada, que era imposible resistir su dulce y avasalladora influencia.

Ornábase de barba aquel rostro y de larga melena aquella cabeza de perfil marcadamente hebraica y hubiérase tenido un busto viviente de Jesús de Galilea, tal como le pintaran Pilatos y el cónsul Lentulo en sus cartas a los emperadores Tiberio y Octaviano.

Sin otros bienes de fortuna que la escasa congrua[4] de su beneficio, el licenciado Mayorgas atendía sin embargo, con ella a su sustento, al de su anciana madre, y al decoro del templo, y aún quedábale no poco relativamente (tal era su caridad y su modestia) que repartir entre los pobres.

Corazón generoso y enérgico, nunca se le vio vacilar cuando de hacer una buena obra se trataba, ni hubo jamás obstáculo que le hiciera retroceder en el cumplimiento de sus deberes. Tenía el valor de la virtud firme y las enterezas de la convicción arraigada. De haber vivido en tiempo de persecuciones en la Iglesia, el beneficiado Mayorgas habría sido antes mártir que apóstata de su fe.

Querido y venerado de todos, el cuidado de su madre, el ejercicio de su ministerio y la práctica del bien compartían por igual su existencia, que como manso arroyo deslizábase sin ruido hacia la muerte, que era en el beneficiado ir a dar en aquel piélago del terreno amor que más se alimenta de las claras y tranquilas linfas del humilde riachuelo que de las aguas turbulentas del impetuosos torrente.

 

II

Aquel[5] alma sencilla, encontrábase turbada, sin embargo, por hondas y dolorosas amarguras; y en el momento en que le presentamos a nuestros lectores, la tribulación extendía sus negras alas sobre la frente del beneficiado Mayorgas.

La rebelión de la Alpujarra estaba en su apogeo. Sangre de moriscos y de cristianos viejos corrían en abundancia por doquiera[6]. Los crímenes más nefandos perpetrábanse por todas partes; el incendio devastaba pueblos y comarcas enteras; y como torvos ministros de aquel reinado de desolación y muerte, los sanguinarios monfíes[7] tigres nunca saciados de matanza y pillaje, recorrían como plaga del inferno la agreste región que limitan Sierra Nevada y el Mediterráneo, entrando a saco las aldeas alpujarreñas, incendiando sus templos y sus hogares, arrasando sus campos y hartando su sed de exterminio en cuantos cristianos lograban aprender, mientras reservaban para los ministros del Señor los más horribles tormentos que pudiera concebir la fantasía.

Cuando las primeras noticias de tales horrores llegaron hasta el beneficiado, sintió este clavársele en el corazón una argolla de punzantes espinas Y, sin embargo, para nada pensó en él; por los demás tembló: por su madre querida, por sus amados feligreses; y por ellos día y noche, ante el altar, ofreció a Dios en holocausto su existencia pidiéndolo en cambio protección para todos entra la furia de los monfíes.

Por fortuna, en el pueblo eran muchos los cristianos viejos y contados los moriscos que tenían vecindad. Estos pocos, cuando la rebelión se fue extendiendo, había ido a aumentar las filas de los combatientes, sin atreverse a hostilizar a sus convecinos; pero tal ausencia no era razón bastante para considerar libre de todo riesgo un lugar como aquél, sin defensa de castillo ni guarnición alguna -203- y en el que los moradores, más avezados a las faenas agrícolas que a los rigores de la guerra, poca resistencia podían ofrecer a enemigos de condición tan dura como los rebeldes alpujarreños.

Así sucedió que, a medida que iban llegando a la feligresía de nuestro beneficiado nuevas noticias de recientes horrores cometidos por los monfíes iban los vecinos abandonándola y apresurándose a buscar refugio más seguro en las fortalezas y castillos que guarnecían las tropas de Felipe II. Y tal cundió el pánico entre los que anduvieran rehacios [8]en la huida cuando alguien divulgó la temible nueva de que una partida de moriscos había entrado como torrente devastador por los primeros lugares de la taha, que el mismo día que esto se divulgaba, Jueves Santo de 1569, quedó el pueblo abandonado, sin que por sus calles y campos se viera uno solo de sus amedrentados moradores.

¿Qué hacía en tanto el beneficiado Mayorgas?

¿Había huido también? No, ciertamente.

Con profunda pena vio la desbandada de sus feligreses, que, como ovejas a la proximidad del lobo, abandonaban en precipitada fuga a su pastor; y allí quedó él, en la lúgubre soledad del pueblo vacío, junto a su anciana madre, postrada desde hacía tiempo por larga y fatigosa dolencia que iba acabando su miserable vida; dispuesto a aceptar con el heroísmo de las almas grandes la suerte que la Providencia quisiera depararle ¡Jueves Santo! La Pasión dolorosa había comenzado.

III

Amaneció el día del viernes espléndido y magnífico. Un sol primaveral bruñía con sus rayos los nevados picachos de la sierra. El Mulhacén, coronado de ligeras nubecillas, se destacaba con rudo realce en el azul purísimo del cielo, como grandioso mausoleo sobre el que evaporara sus esencias un pebete oriental. Las cañadas y laderas de sus faldas aparecían revestidas de verdes festones que esmaltaban las lágrimas del rocío; mientras los primeros lirios, símbolos del padecer de Cristo, desplegaban sus moradas túnicas y exhalaban las violetas su penetrante aroma al recibir los templados besos del astro del día. Y allá, más lejos, donde termina al Sur la tierra alpujarreña, el mar, dulce y tranquilo, murmuraba su eterna y arrobadora plegaria, siempre llena de encantos y saturada de mística e indefinible poesía. Triste y silencioso estaba el pueblo desierto. Ningún ruido percibíase. Dormía el aire, callaban los pájaros, y el más absoluto reposo reinaba por doquiera. La Naturaleza sonreía, es cierto; pero hallábase sumida a la vez en esa solemne calma que suele preceder casi siempre a las grandes catástrofes.

 

IV.

De repente aquel silencio augusto se turbó con un rumor lejano, que rápidamente fue acercándose y creciendo, hasta convertirse en belicoso estrépito de caballos que corrían, hierros que chocaban y gritos de guerra, proferidos en castellano y en árabe; y a poco, cabalgando en ligeros corceles cubiertos de sangre y de espuma, ceñidos de rojos almaizares[9] y vestidos de marlotas[10] de brillantes colores, como legión de monstruos del Averno una veintena de monfíes penetró en el pueblo abandonado, buscando con instintos de hiena rabiosa cristianos viejos en quienes aplacar anhelos de exterminio y venganza, y hogares en que hartarse de saqueo y pillaje. Comenzaron a recorrer la aldea, y cuando se convencieron de que las víctimas condenadas al sacrificio habían huido llevándoselos objetos de más valor, la rabia de los monfíes llegó a los límites  del paroxismo; y profiriendo horribles denuestos contra los perros cristianos y contra el Dios de los mismos, diéronse a destruir cuanto encontraban al paso, y en breve el humo del incendio obscureció la limpidez de la serena atmósfera, y el estrépito de los hogares que se derrumbaban turbó la calma solemne en que la Naturaleza hallábase sumida. De pronto, el jefe de aquellos condenados, torvo negrazo de aspecto repulsivo y feroz, gritó con voz de trueno:

— ¡A la iglesia, monfíes; arrasemos el templo del falso profeta!

Y allá se dirigió la tromba devastadora; mas como hallaran cerrada la puerta del templo, comenzaron a descargar sobre ella hachas, lanzas, mosquetes y cuanto encontraron a mano; pero no bien sucedió esto cuando las pesadas hojas giraron lentamente sobre sus goznes, y el beneficiado Mayorgas, pálido como un muerto, pero con la augusta tranquilidad de un mártir, apareció ante los moriscos, exclamando con reposada voz:

— ¿Qué queréis? En aquellos instantes recordaba a Jesús adelantándose majestuoso hacia la turba que le buscaba para prenderle en el huerto de las Olivas.

Ante la inesperada aparición de aquel sacerdote indefenso, los monfíes retrocedieron un paso, contemplándole un instante con sorpresa mezclada de estupor; pero pronto se repusieron, y lanzando un rugido de frenética alegría, semejante al del chacal que por fin halla la codiciada presa, cayeron sobre el beneficiado; y levantando el jefe de los bandidos su negra y formidable zarpa, le descargó un golpe terrible en la mejilla, haciéndole rodar ensangrentado al suelo, entre el coro de carcajadas y blasfemias de la innoble traílla de asesinos. Después, empujándole con brutales golpes, invadió la canalla vil el santuario, y a la vista de aquel mártir de su fe y de su amor filial cayeron por tierra, decapitadas, las imágenes; flotaron en jirones los morados velos que las cubrían; desprendiéronse con metálico estrépito las lámparas que alimentara la piedad cristiana, y la iglesia ofreció pronto un triste cuadro de ruina, que hizo correr dos lágrimas de amargo desconsuelo por la faz ensangrentada del beneficiado Mayorgas. En aquel instante la luz del sol comenzó a obscurecerse tras una densa cortina de nubes que colgaba sus crespones do las afiladas crestas de la montaña.

 

V

¿Qué era mientras tanto de la madre del beneficiado? Aletargada por la fiebre que la consumía, ninguno de aquellos ruidos de muerte había estremecido su cerebro. Su hijo, que velaba junto a ella cuando los monfíes penetraron en el pueblo, apercibióse bien pronto de la proximidad de éstos; oyó los golpes descargados sobre las puertas de la iglesia; vió que era llegado el momento terrible, y anhelando salvar a la que lo dio el ser, besó y regó con sus lágrimas la frente venerable de la anciana que empapaba el sudor de la calentura, y se encaminó al santuario, decidido a ofrecerse, si era preciso, como víctima a los infieles, con la esperanza de que hallándole éstos no buscarían más, y tal vez lograría con su sacrificio librar de la profanación y el ultraje la agonía de la infeliz anciana.

 

VI.

 

 La ruina del templo estaba consumada; su sacerdote aún vivía. Mas de pronto una idea espantosamente diabólica cruzó por la mente del capitán de aquellos forajidos.

— ¡Monfíes!—bramó con el resoplido de una bestia feroz.

—Viernes es hoy; nuestra gran fiesta y fiesta de los perros cristianos, que recuerdan la muerte en cruz de su falso profeta ¿Queréis que crucifiquemos también a éste? Y así diciendo, de un fuerte empellón hizo caer de rodillas al beneficiado. Un rugido de salvaje alegría acogió la pregunta.

—¡Sí, sí! ¡Crucifiquémosle, crucifiquémosle! aullaron todos con el mismo rencor insano con que la plebe de Jerusalén pedía la muerte del Justo. El beneficiado, al escuchar la terrible sentencia, estremecióse un momento bajo los egoístas impulsos de la carne; pero recobrando pronto la habitual fortaleza de su espíritu noble, dispúsose a aceptar el tremendo sacrificio, y levantando en alto las temblorosas manos, clamó con acentos de dolorida resignación:

Padre, si quieres, traspasa de mí este cáliz. Mas no se haga mi voluntad, sino la tuya.

 

VII

Lo que ocurrió entonces no hay pluma que acierte a describirlo en toda su trágica grandeza. Los sanguinarios monfíes descolgaron una gran cruz que pendía sobre la pila bautismal, desnudaron al mártir y amarráronle a ella. Por imitar los clavos de la Pasión, hincáronle un puñal en cada mano y otro en ambos pies, y coronándole con apretado círculo de tallos de zarzas, levantaron la cruz y la sujetaron a la baranda del presbiterio, comenzando a mofarse de la ensangrentada víctima, que, sin exhalar un quejido, baja la frente y agitado el pecho, sentía ya posarse en su cabeza la mano misericordiosa de la muerte.

—Ahora—gritó el jefe de los asesinos—registrad la casa de este perro santón y buscad su tesoro, porque debe tenerlo. Algunos monfíes corrieron a cumplir la orden, penetrando por la sacristía en la casa del beneficiado. Este, que oyó el mandato, pensó en su madre infeliz, y sintiendo destrozársele el pecho con un martirio aún más cruel que el que en aquella cruz padecía, clamó de nuevo con indefinible amargura: —¡Dios, mío!, ¡Dios mío! ¿por qué me has desamparado?

 

VIII

Mientras tanto, las tinieblas invadían cada vez más el firmamento, y la obscuridad iba espesando sus crespones en las altas naves de la iglesia. Pronto volvieron los monfíes que habían ido en busca del tesoro del beneficiado ¡Lo traían, sí, lo traían! Su madre idolatrada; descompuestas las ropas y desgreñado el blanco pelo, agonizante y arrastrada por sus verdugos.

— Esto hemos hallado no más —gritaron los moriscos, Y arrojaron a la anciana moribunda al pie de la cruz en que expiraba el hijo. — ¡Madre! — gritó el mártir poniendo en aquel grito los últimos alientos de su vida. Y al escuchar aquella voz desesperada y angustiosa, que bajó hasta lo más profundo de su alma, la anciana abrió desencajadamente los ojos, miró al sitio de donde aquellos acentos indefinibles salieran, vio al hijo crucificado, y tendiendo a él las manos con horrible desesperación, irguióse fiera un punto como irritada leona; pero bien pronto vaciló, y clamando: «¡Hijo mío!» rodó muerta al pie de la cruz, mientras, agitándose en ella, lanzaba al par el mártir su postrimer suspiro. Eran las  tres de la tarde, hora en que el Redentor del mundo expiraba también sobre la cumbre del Calvario. Y sucedió que, en aquel mismo instante, sobre las cimas del Mulhacén vibró un trueno espantoso, que hizo retemblar cielos y tierra; encendióse la atmósfera con lívido fulgor, y el capitán de los monfíes rodó carbonizado por el templo. La turba de asesinos, poseída de indescriptible pánico, huyó de la iglesia y del pueblo, como el populacho de Jerusalén de las cimas del Gólgota al morir Jesucristo. Huyeron, sí, sintiendo sobre sus cabezas retemblar la ennegrecida bóveda, azotados por la lluvia y el rayo, empujados por el huracán como engendros monstruosos del abismo concebidos en los delirios de la calentura. Y atrás quedó el templo profanado. Destacándose en el fondo la ensangrentada cruz de que el mártir pendía; al pie la madre amorosa, sin vida y abrazada a ella; a un lado el verdugo feroz; fuera la soledad del pueblo desierto, y arriba la cólera de Dios rugiendo en el vendaval y destellando en la cárdena luz de los relámpagos. Y es fama que duró la tormenta toda la noche de aquel Viernes Santo, y que durante ella el templo estuvo iluminado por una luz sobrenatural, que como nimbo divino irradiaba de la cabeza de los mártires; y que ante la cruz del beneficiado Mayorgas los ángeles del cielo velaron de rodillas hasta la aurora, cantando con doloridos acentos: Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam.

IX

A la mañana siguiente, un destacamento de tropas de Felipe II, al que acompañaban algunos vecinos del pueblo, hizo su entrada en él, hallando por doquiera ruinas y estragos. Inútilmente buscóse por todas partes al beneficiado y a su madre; jamás volvió a saberse de ellos. En cambio los vecinos llenáronse de asombro al hallar en el templo una escultura que nunca había existido, y que representaba Cristo en la Cruz y la Virgen al pie de ella; siendo lo más asombroso que aquel Crucificado y aquella Dolorosa eran, salvo algunos detalles, vivos retratos del beneficiado y de su madre. Y como no llegó a saberse qué había sido de éstos, ni quién había llevado a la iglesia aquel grupo de tan maravillosa semejanza, bautizáronle los naturales con el nombre de paso del beneficiado Mayorgas, con que de generación en generación se trasmitió a los venideros siglos, siendo objeto de culto muy piadoso por parto de los creyentes alpujarreños.

 

CAYETANO DEL CASTILLO[11]

 

Fuente:

Ilustración Española y Americana, núm. XIII, 8 de abril de 1900, pp. 199-203.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Beneficiado: 1. m. En la Iglesia católica, presbítero o clérigo que goza de un beneficio eclesiástico. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] Distrito en tiempo de los árabes. (Nota del autor)

[3] Garzos: de color azulado.

[4] Congrua: 2. f. Der. Renta mínima de un oficio eclesiástico o civil o de una capellanía para poder sostener dignamente a su titular. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Sic. Por aquella.

[6] Doquiera: por todas partes

[7] Monfíes: 1. m. Moro o morisco que formaba parte de las cuadrillas de salteadores de Andalucía después de la Reconquista. U. m. en pl. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[8] Reacios

[9] Almaizar: 1. m. Toca de gasa usada por los moros. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[10] Marlotas: 1. f. Vestidura morisca, a modo de sayo baquero, con que se ciñe y ajusta el cuerpo. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[11] Cayetano del Castillo Tejada (Loja, 1864-Granada, 1933). Maestro, fue también poeta y escritor. Otras colaboraciones con la Ilustración Artística “El Cristo de las lágrimas” el 27/3/1893, página 11. En 1915 era escribiente en el Museo Nacional de las Artes Industriales.