DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Ilustración artística. Barcelona, 28 enero de 1884, año III, núm. 109, pp. 35 y 38.

Acontecimientos
Milagro del sangrado de una imagen
Personajes
Santo Cristo
Enlaces

LOCALIZACIÓN

EL BURGO DE OSMA

Valoración Media: / 5

Patrimonio. Rinconete. Centro Virtual Cervantes

 

 

El  Cristo del Milagro[1]

 

I

 

Si hubieran Vds. preguntado a los vecinos de los pueblos de aquella comarca, habrían oído lo siguiente: “Nadie sabe cómo vino a este sitio, pero se cree que apareció milagrosamente.”

Sin embargo, personas interesadas, si tal puede decirse, contaban otra historia.

Según los  primeros, aquel Cristo, tan viejo, y recientemente restaurado por orden y a costa del alcalde, previo un guante[2] entre los devotos, era mucho más primitivo que los  primitivos tiempos de España.

—En la época  de los abuelos de los abuelos de los romanos—decía el padre cura del lugar inmediato, sin saber lo que se decía. —ya estaba ahí esa imagen.

Y como el maestro de escuela del pueblo  se atreviese a objetar humildemente que antes de la época romana y de la fundación de Roma no había venido al mundo Jesucristo, el párroco estuvo tentado de excomulgarle por contaminado con el virus moderno.

Durante las persecuciones de los cristianos por  los emperadores, el Cristo estuvo oculto; uno de los infelices que consiguieron escapar de la muerte, lo trajo de Roma.

Esta era una versión, además de la del señor cura mencionado.

Pero la verdad, según opinión de un testigo ocular, que negaba el milagroso origen, era que aquella imagen había sido tallada y regalada a la iglesia del pueblo, por un  escultor hijo  del  lugar y que de regreso de América a mediados del siglo XVII, quiso manifestar su gratitud, por haber realizado una fortuna, a la iglesia donde fuera bautizado.

Vivían los descendientes del escultor, y conservaban parte del capital, a pesar de los desastres sufridos en tiempo de la invasión francesa y de que uno de los descendientes del rico artista, había derrochado algunos miles de duros viajando, también en América, en busca de otra fortuna, como la que reunió su antecesor.

Hablar del Cristo del Milagro en el pueblo, en cuya iglesia estaba guardado, era lo mismo que hablar de todos los vecinos, que le cuidaban y le custodiaban, no solamente por su representación divina sino que además porque le consideraban como padre y fundador del pueblo y convecino de todos.

En tiempo de guerra civil o de cualquiera clase de resueltas, se redoblaba la vigilancia de la iglesia.

Sacar el Cristo en rogativa y romper las nubes a llover  agua sobre la comarca, era todo uno.

Sacar el Cristo para que cesaran las lluvias y aparecer el sol, era lo mismo.

Cuando le sacaron una vez para  que el gobierno aliviara de contribuciones al pueblo, recibieron la noticia de que les habían aumentado el cupo.

—En materias políticas no tiene jurisdicción—observó alcalde.

—O no la usa—replicó el cura.

—Es lo mismo.

Las muchachas casaderas acudían a pedir al Cristo del Milagro que practicase uno, presentándolas novio en buenas condiciones matrimoniales.

Los enfermos iban de continuo a pedir alivio, o se encomendaban al  Cristo desde el lecho del dolor, cuando no podían salir a la calle para visitar el templo.

Las viudas lloraban ante la sagrada imagen durante algunos días: después ya no la veían sino a la hora de la misa, lo mismo que al cura.

Las madres que habían  perdido algún hijo, no faltaban un día en la iglesia: decían que allí, en derredor del Santo Cristo, veían a sus perdidos angelitos.

¡Cosas de madres!

Ello era que milagrosa o naturalmente aparecida la imagen, obraba grandes prodigios, al decir de los lugareños, y que en cuestión de enfermedades, por ejemplo, entre el médico de los tres  pueblecillos allí próximos y el Cristo, no cabía duda; el que curaba a los enfermos era el Cristo; y el que mataba a los demás, el médico.

Son achaques de la carrera.

¡Cómo le engalanaban en el día de la fiesta  que le dedicaba el vecindario!

(Al Cristo, por supuesto, que no al médico.)

La alcaldesa prestaba sus mejores alhajas para  que se las colgasen al Cristo, y aunque en otro tiempo lo hacían así aquellos cariñosos y agradecidos vecinos, en tiempo moderno han suprimido la gala con uniforme que vestían a la imagen.

—Es un escándalo—me decía el maestro de escuela y no sé si por emulación—lo que he presenciado yo en los primeros años de mi estancia en este pueblo de cafres.

—Me parece—le dije-que los trata V. con mucha franqueza.

—¡Pues no le pusieron  al Santo Cristo un zagalejo[3] de la alcaldesa y un pañuelo de Manila y unos pendientes de la boticaria! Hoy no se hace esto; se le rodea de ramos de flores.

Las flores simbolizan mejor la religión y la fe,  que los zagalejos, siquiera sean de alcaldesa.

 

II

 

La familia heredera del autor de la imagen, se componía de padre y dos hijos, uno de éstos hembra y otro varón.

Era ella más hermosa que “la sonrisa de un ángel”, como decía el maestro de escuela en unos versos que la sacó en día de su santo.

Muestra cariñosa que le valió cinco duros de regalo en metálico que le hizo el padre del ángel.

Contaba escasamente diez y nueve años Rosita, y más de diez y nueve cientos de pretendientes la habían importunado con sus amoríos; pero el tío Cosme era una fiera vestida de corto.

Preguntarle por su hija, en vez de halagar su cariño, era lo mismo que sacudirle un puntapié en el reverso de la figura.

Entiéndase sí el preguntón o interesado en la salud de la chica, era animal macho.

— Bastante te importará a ti,—solía responder a los mozos con quienes tenía franqueza.

En una ocasión cayó enferma Rosita y el médico se vio muy apurado para tomarla el pulso, porque el padre no consentía que que la tocara.

Velay[4] usté, —decía—si los médicos no pudieran  serlo hasta llegar a ser viejos, no se darían estos casos de inmoralidad.

¿Qué ley ni qué razón pueden obligarme a mí a que tolere que V. manosee a la chica?

Por fin cedió ante el temor de que su Rosa se desgraciase, y cuando logró verla buena y sana, le dijo al médico:

—Mire V., yo conozco que soy algo raro, pero V. no se incomode, porque no tengo malos pensamientos.

— Ya lo sé—replicó el médico.

—Ahí tiene V. dos onzas peluconas[5] por la cura, y en paz.

—Aquí sobra dinero, hombre.....

—Nada, dos onzas y tan amigos; cuando yo se las doy, guárdeselas y ahur. No es porque yo crea que V. lo ha hecho todo.

—La naturaleza ayuda.

—¡La naturaleza! ¡la naturaleza! ¡Qué manera de pensar tienen estas gentes de letras! Todo se lo echan a la naturaleza y no dejan nada para Dios.

—Hombre, Dios sobre todo.

Y el Cristo del Milagro. Ese, ese ha sido el verdadero doctor. Vds. entran a ciegas en la habitación del enfermo; le pulsan, le miran la lengua, le tocan el testuz, y en seguida recetan lo que les parece: si aciertan, bueno, y si no, también. Con decir que la enfermedad venía derecha, y extender la cédula de empadronamiento para el cementerio, se acabó.

La teoría del tío Cosme era la que profesa la mayoría del vulgo.

El tío Cosme era un hombre, que nada tenía de tonto.

Pero sí de malicioso.

Rosita era una hermosura de primer  orden y un ángel por su carácter y sentimientos.

En cambio Ramoncito, el hermano de Rosa, joven de veintidós años, había nacido para dar disgustos a su padre.

El primero se lo dio al nacer, puesto que  su nacimiento costó la vida a su madre.

Convencido de que somos mortales y de que a lo mejor de la vida, se viene la muerte tan  callando como decía Jorge Manrique, aun cuando él no había leído a ningún poeta, rechazaba cuantos oficios y carreras le proponía su padre.

—V. es rico, decía, ¿para qué quiere que yo me sacrifique y sirva a nadie?

—Yo no quiero que sirvas a alguien, pero sí que sirvas para alguna cosa.   ¿Te parece justo pasar la vida hecho un vago y sin aprender siquiera dónde tienes tu mano derecha?

—Lo que es eso... diga V. que llegue una ocasión en que pueda probar dónde tengo mi mano derecha, y ya verá V.

El tiempo pasó y el mozo, libre del servicio de las armas, mediante el pago de la cantidad exigida por la ley, permaneció en el pueblo, sin ocuparse siquiera de la labranza en los terrenos de su padre.

 

III

 

Qué pasó ni cómo Rosa pudo llegar a enamorarse del médico del lugar, no pudo saberse.

Pero es verdad que estas cosas no las saben más que los interesados y cuando son prudentes y no las comunican, no hay medio de saberlas por más que se adivine o se presuma.

El principio del amor es siempre lo mismo aunque varíe en causas y accidentes.

Tal vez agradecida Rosita por la curación de su enfermedad primera, fijó sus ojos en el médico.

Este no se sabe por qué los fijaría; ¡pero es de suponer que porque le gustó la chica!

El resultado fue unos amores que no sospecharon ni el tío Cosme ni Ramón, quien decía de aquel: “Inconvenientes de ser jóvenes los médicos”

Pero como los médicos ni sus novias tienen  privilegio para no perder la salud, siquiera sea accidentalmente, y aun para  morir son iguales a los profanos. Rosita cayó enferma segunda vez.

Inútil será pintar la diligencia con que D. Ricardo, el médico, acudiría al mal.

La enfermedad tomaba un carácter alarmante.

Aquellos labios de púrpura estaban cárdenos.

Aquellos ojos negros en los  que se adivinaba un fondo insondable de pasión y un foco de luz celestial, velados por los párpados, parecía como que se despedían de la vida.

—Si yo consiguiera llevarla a ver nuestro Cristo; ese Santo Señor patrono del  pueblo y particularmente de nuestra familia...

Este ligero egoísmo del tío Cosme, podía disculparse, aparte de la impiedad manifiesta, porque de ordinario no sabía lo que hablaba, pero mucho menos en aquellos momentos.

Salió precipitadamente de su casa y se dirigió a la del cura, a pesar de ser su enemigo electoral.

Esta es una clase de enemigos irreconciliables en las localidades pequeñas.

—Vengo a  proponer a V. una cosa.

— ¿Una transacción?—preguntó el cura satisfecho.

—No, y sí.

—Sepamos.

—Mi hija está muy malita.

—Ya lo sé. ¿Necesita V. mi auxilio? Voy corriendo; no quita lo cortés...

—A lo impertinente—interrumpió con ira el pobre padre al oír semejante suposición.

— ¿Eh?

—Lo que yo quiero es que me autorice V. para llevar el Santo Cristo a mi casa.

El cura le miró con asombro.

—Doy mil reales para el culto.

—Ni aunque diera V. un millón: lo que me propone es una profanación completa.

—No lo sé, pero....

—No lo consentiré jamás.

—En secreto, sin que nadie se entere....

—He dicho que no, y basta.

Los esfuerzos del tío Cosme fueron inútiles.

El cura no accedió a la pretensión del padre de Rosa, que salió gritando:

—Pues bien, si mi hija se muere....

— ¿Qué?

—Yo sé lo que he de hacer.

Para un padre no hay obstáculos ante el peligro de sus hijos.

El plan fue tan rápidamente concebido como ejecutado.

Llegó la noche.

El tío Cosme, no queriendo fiar de nadie la ejecución de su proyecto, se dirigió solo en dirección a la iglesia.

Se detuvo e inspeccionó con una mirada los alrededores.

Luego dio dos golpecitos en la puerta, y esta se abrió.

— ¡Silencio!—dijo una voz de mujer—si nos oyeran ¿qué sería de nosotros?

Era la mujer del sacristán, más dulce y maleable que el cura.

Ella se encargó de cobrar los mil reales no precisamente para el culto, pero sí para ella (que tan relacionada estaba con las cosas de él).

El tío Cosme entró y  puerta  se cerró tras sí.

En aquel momento llegó hasta la puerta de la iglesia un hombre envuelto en una capa.

— ¡Esto es inconcebible! son ladrones! ladrones... y....

—Ahora veremos si sé dónde tengo la mano derecha, ya que lo duda mi padre.

Los minutos trascurrieron y la puerta de la iglesia volvió a abrirse, oscura por dentro como la boca de un monstruo.

Un bulto salió.

El hombre que esperaba se lanzó sobre él cuchillo en mano, y descargó un golpe.

— ¡Detente!—gritó el que salía.

Pero entre uno y otro hombre cayó... tal vez un tercero.

Afortunadamente el que salía, que era el tío Cosme, como queda dicho, reconoció la voz del otro. (…)-38-

—Ramón, hijo, —murmuró—soy yo, cállate y ayúdame a levantarle. ¡Ah! ¡qué profanación! ¡qué sacrilegio!...

Pero tú me perdonarás, ¿no es verdad, Señor? siquiera en gracia del cariño paternal que me impulsaba.

Si ella muere ¿qué será de mí?

Ramón, que durante algunos segundos había permanecido inmóvil, dominado por el espanto, creyendo mal herido a su padre, se aproximó, al fin, con vacilante paso.

— ¡Perdón, padre mío!—balbuceó.

—No, no, hijo, no hay de qué perdonarte;  tú has  cumplido como bueno, pero.... vamos, no perdamos tiempo.

—¿Qué significa?....

—Ramón, tu hermana se muere, si no la salva esta Santa imagen; la he pedido al cura, le he suplicado con lágrimas en los ojos que me concediese este beneficio, y nada he conseguido. Afortunadamente la sacristana es menos escrupulosa. Vamos, ayúdame, hijo.

Entre ambos levantaron cuidadosamente la Santa imagen, que no había sufrido desperfecto en la caída.

Pero el puñal de Ramón se veía clavado en el pecho del Santo Cristo.

— ¡Dios mío!

— ¡Horror!

Gritaron casi a un tiempo el padre y el hijo al hallar el acero clavado en la imagen.

— ¡Rosa! ¡Rosa mía!—murmuró el tío Cosme dominado por una exaltación repentina—mi hija se muere: Dios castigará en mí el sacrílego crimen de mi hijo.

 

 

IV

Pero Dios tuvo piedad de Rosa que recobró la salud, merced a la visita de la divina imagen y a los esfuerzos di la ciencia.

¡Pobre doctor!

¡Cuánto estudió, cuánto sufrió y cuánto creció su amor por la enferma!

Pero no daba con una ingrata el médico; que Rosita, que entregaba voluntariamente su salud y su vida en manos del joven, también le entregaba su corazón.

Cuando pasaron los días de peligro inminente, cuando despejada y tranquila pudo la enamorada doncella darse cuenta del mal pasado, el doctor respiró.

— ¡Cuánto te debo! decía la hermosa niña, cuando estaba sola con el doctor y una buena mujer criada del tío Cosme y tan antigua como su amo en la casa.

— ¡Cuánto le debo a V.!—repetía cuando se hallaba presente su padre.

— ¡A él! ¡a él! ¿Y al Santo Cristo, nada?

— ¡Padre!

—A él le debes la vida y yo también: él me libró de morir de una puñalada la noche que le traje a esta casa.

— ¡Milagro, milagro patente! sabe que le amo, que uno de mis antepasados le dio forma y....

— ¡Padre!....

—Ya sé  que estoy diciendo herejías y disparates, pero el contento de verte buena me trastorna.

Nadie se enteró en el pueblo de la visita del Cristo a la casa del tío Cosme.

Este antes del amanecer lo volvió a conducir al templo.

Solamente se observó, que la santa imagen tenía en el costado izquierdo una señal que parecía la cicatriz de una herida.

De ella, no se supo cómo, empezó a manar sangre, y este milagro se repetía cada año en el día de la fiesta dedicada al Cristo del Milagro.

Rosita y el médico declararon cierto día al tío Cosme sus atrevidos pensamientos.

No creían ambos que  tan a gusto accediera el buen hombre a sus pretensiones matrimoniales.

Pero el tío Cosme respondió:

—Es buen mozo, te quiere  mucho, y ha trabajado el pobretico lo mismo que un negro por salvarte la vida. Si no lo ha conseguido hasta que yo traje el Santo Cristo, eso es otra cosa. ¿Pero qué tiene que ver el pobre con un médico como Nuestro Señor? La intención ha sido buena.

Más me gusta para marido que para médico. Ahí verás lo que yo decía: “Esos son los inconvenientes de los médicos jóvenes.”

Y los chicos se casaron.

En cuanto a Ramón....

Al año justo de haber sorprendido a su padre al salir de la iglesia con el Cristo, su cadáver, con un puñal clavado en el costado izquierdo, fue hallado en un barbecho próximo al pueblo.

 

FUENTE

Eduardo de Lustonó, “El Cristo del Milagro”,  Ilustración artística. Barcelona, 28 enero de 1884, año III, núm. 109, pp. 35 y 38.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Son muchas las localidades en las que podría emplazarse esta leyenda. Entre ellas, la catedral del Burgo de Osma donde hay un Cristo del Milagro. La leyenda cuenta que un sacristán lanzó una piedra a un gallo que se había subido a la cabeza del Cristo para espantarlo; pero, desafortunadamente,  dio a la imagen en la frente.  Y comenzó a brotar sangre de uno de sus ojos.  La sangre que brotó se guarda como reliquia. Otros Cristos del Milagro se exponen en las catedrales de Burgos, Murcia.

[2] Guante: colecta

[3] Zagalejo: 1. m. Refajo que usan las lugareñas. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[4] Velay: velahí, 1. interj. p. us. U. para dar por cierto o asegurar lo que se dice, a veces con resignación o indiferencia. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Pelucona: 3. f. coloq. Onza de oro, y especialmente cualquiera de las acuñadas con el busto de uno de los reyes de la casa de Borbón, hasta Carlos IV inclusive.(Diccionario de la lengua española, RAE).