DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Entre col y col lechuga. Álbum de viaje. Barcelona, Manuel Clusellas, 1847,pp.128-133.

Acontecimientos
Personajes
Zila, reina Adelfa, Pedro del del Puñal
Enlaces
Seo de Zaragoza

LOCALIZACIÓN

ZARAGOZA SEO

Valoración Media: / 5

La calle de la traición. Pedro el del Puñal. El tribuno del pueblo

Al dirigirnos al magnífico edificio de la Seo, que es lo primero que debe visitar todo viajero y todo cristiano, pasamos por la calle llamada de la traición. En 1118 tuvo lugar una sublevación del pueblo moro pues quería casar al sabio Zila con la reina Adelfa. Abuhasalen a quien la reina había dado palabra de esposo, hizo matar a Zila, y el pueblo para vengar al sabio que era su ídolo, asesinó a Abuhasalen en la -128-calle llamada por esta causa de la traición; también hubiera sido asesinada la reina aquel mismo día si un cristiano no la hubiese escondido en su casa haciéndola pasar en seguida por un subterráneo que la condujo al templo del Pilar. [1]La calle de la traición, hasta hace pocos años que fue renovada y mejorada en parte, ha sido siempre de las más terribles, peores y peligrosas de la capital aragonesa: innumerables son los robos y asesinatos que en ella se han cometido.

 Al hallarnos en la plaza de la Seo señalóme Borao un seminario sin concluir, empezado por el último arzobispo, y que está junto al palacio arzobispal. En otro tiempo se levantaba allí la casa de la diputación. Por un instante transportóse mi mente a aquella época, cuando aquella casa era palacio de las cortes, cuando aquella plaza veía reunidos en su recinto los jurados más nobles, los caballeros más leales de la España. El día en que D. Pedro el del puñal trató de revocar el privilegio de la Unión, como así lo hizo, paseábase por los corredores de aquella casa célebre, que ya no existe, con la misma agitación y sobresalto con que espera un reo la deliberación de sus jueces para saber si a vida o -129-muerte se le condena. Largo rato estuvo entregada su alma a aquella agitación pueril por un lado y noble por otro, y cuando entró para saber la revocación, tiró del puñal y rasgó con él el privilegio— no sin dar otros en cambio— pero quiso la casualidad que con la prisa se hiriese en una mano y entonces fue cuando profirió aquellas nunca bien ponderadas palabras de que privilegio que daba facultad de hacer Reyes, sangre de Rey debía costar.

A la plaza de la Seo y a este mismo palacio va anexa una tradición.

En época, algo remota ya, la escasez de víveres se hizo sentir y algunos motines presenció Zaragoza con este motivo. Llegó un día en que al nacer el sol encontró cerradas todas las tiendas de comestibles y el pueblo se halló sin pan y sin comida.

Empezaron las calles y las plazas a llenarse de grupos, empezó el populacho a discurrir de un lado a otro, empezaron los grupos a engrosarse, empezaron a brillar a la luz del sol algunas armas y lo que fuera en su principio un motín sin consecuencia, empezó a tomar el carácter de una verdadera revolución. Pan, pan gritaban unos; pan, pan decían otros; y pan, pan  era el grito que proferían millares de bocas y la bandera que revolucionariamente alzaban millares de hombres. -130-

Donde eran mayores los gritos y mayor el tumulto, ya porque allí se había reunido más considerable número de gente, ya tal vez porque allí estaba colocada la casa de la diputación, era en la plaza de la Seo. A aquellos gritos incesantes, a aquel clamor unánimemente repetido, varios jurados salieron al balcón para apaciguar el tumulto, pero no era aquel un tumulto que pudiese sosegarse con palabras ni con discursos. A todo lo que se les decía, el pueblo contestaba con esta sola palabra: pan y oídnos decían los jurados, y pan repetía el pueblo. Por fin, lograron entenderse en un solo punto. Pidieron los jurados que se deputase a uno que hablase con ellos en nombre de la ciudad y el pueblo escogió al más bravo, el más fiel, al más denodado, al que de más partido y de más influjo gozaba en las populares masas. Este subió al palacio, habló como tribuno del pueblo, profirió tal vez algunas palabras que no debieron de sentar bien a los jurados, se le hizo reportar, habló entonces más fuerte y enérgicamente y concluyóse con pedirle que al día siguiente llevase extendidas y escritas las condiciones del tratado que entre el pueblo y los jurados había de tener lugar. A los pocos instantes, apaciguado el tumulto -131-con las palabras del representante popular, quedó desierta la plaza y retiróse cada mochuelo a su olivo como vulgarmente se dice. Al día siguiente nueva animación, nuevos gritos por parte del pueblo, nuevas protestas, nuevas peroratas por parte de los jurados. Sube confiadamente para presentarse a estos últimos al animoso tribuno, estudiadas ya las condiciones del tratado, y un ministril [2]le hace entrar en un aposento interior diciéndole que pronto sabrá la suerte que se le destina. Sin saber por qué hielan de espanto aquellas palabras al denodado defensor de los privilegios populares. Tiende la vista por lo que le rodea y las negras colgaduras con que se visten las paredes del reducido aposento en que se halla, hacen nacer en su mente una idea punzante y desgarradora. Veloz como un relámpago hace arrugar su rente una sospecha.

— ¡Si quisieran asesinarme! Dice y el tribuno se lanza a la puerta, pero en vano: está cerrada. Por otra parte, la ventana ostenta una reja de hierro imposible de forzar y no hay más salida que la puerta que le ha dado entrada. El infeliz tuerce sus brazos con desesperación, muge de rabia como un león acorralado; ya no le queda duda: le han vendido cobarde y traidoramente. -132-

Sin embargo, hínchase su pecho a una esperanza y brota de sus ojos un rayo de alegría. Ha oído pasos... ¿pertenecerán tal vez a los jurados que vienen a devolverle la libertad?  Ábrese la puerta y dos hombres aparecen en la estancia. El infeliz retrocede con espanto y cae de rodillas porque aquellos dos hombres son la muerte: un confesor y un verdugo. Cumple con su misión el confesor y cede su plaza al verdugo. Que el verdugo cumplió con la suya, lo probaron el fúnebre y angustioso ay que rasgó los aires interrumpiendo el silencio que reinaba y las manchas de sangre que quedaron impresas en el pavimento para no borrarse jamás; — huellas indelebles que allí dejó marcadas la justicia de Dios, — letras indefinibles que en desconocido idioma apuntaron una víctima más en el libro en que se hallan escritos los nombres de los mártires del pueblo. Sin embargo, el nombre de aquella víctima lo sabe Dios pero es desconocido a los hombres. Entre el largo catálogo de mártires que cuenta el pueblo, falta un mártir; entre las muchas tumbas que han abierto las pasiones populares, falta una tumba. — Del mismo modo que desapareció su cadáver se oscureció su nombre. —133-

¡Señor, Señor! ¡que deba haber en todas partes misterios, que no puedan faltar en parte ninguna sepulcros! [3]

Balaguer, Víctor. Entre col y col lechuga. Álbum de viaje. Barcelona, Manuel Clusellas, 1847,pp.128-133.

 

[1] Esto fue en la calle de la amargura.

[2] 1. m. Ministro inferior de poca autoridad o respeto, que se ocupa en los más ínfimos ministerios de justicia (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Dice y asegura una conseja popular que el alma del infeliz tribuno vaga errante por el mundo y que en ciertas ocasiones se presenta en la plaza a altas horas de la noche permaneciendo invisible casi siempre, pero visible algunas veces para ciertos y determinados ojos.