DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

 El Iris (Madrid. 1858). 6/6/1858, n.º 6, pp. 5-7 y 13/6/1858, n.º 7, pp.6-7.

Acontecimientos
Castigo y encantamiento
Personajes
Mohamad Alarabi, Zaida, Diego de Uceda
Enlaces

LOCALIZACIÓN

EL CARPIO

Valoración Media: / 5

La cueva de la encantada. Tradición popular.

Hay puntos en el universo que, al par que nos indican el poder y sabiduría de la Divinidad, nos recuerdan acontecimientos memorables; al par que nos ponen como de relieve lo próvida que ha sido con ellos la naturaleza, nos demuestran que también lo ha sido el tiempo, ese anciano majestuoso, que se halla en todas partes y que produce hechos de tal magnitud que la historia y la tradición relatan. Pues bien, uno de esos puntos es la villa del Carpio, situada a cinco leguas de Córdoba. Pueblo este, rico por sus feraces campos y ameno por sus floridas praderas y bosques deliciosos, tiene en su larga vida maravillosos hechos, que pueden ocupar no solamente la atención de los historiadores y filósofos, sino también la imaginación y fantasía del poeta. Después de muchos años que estuvo bajo el imperio de los árabes, vino a ser propiedad de un linaje distinguido de la nobleza española. Todavía existen en él soberbios monumentos, donde el literato observa los conocimientos profundos  que en las ciencias y en las artes poseían aquellos hombres eminentes venidos de la Arabia. Todavía existe un alcázar o palacio y un fuerte castillejo con sus almenas y atalayas, donde el político estudioso ve el rastro de una forma de gobierno a que llamamos feudalismo[1], y el poder que alcanzaron los nobles durante la edad media. Empero no nos proponemos estudiar detalladamente en este momento esa gloriosa obra del arte, sino cierto suceso que aconteció trescientos sesenta y seis años ha. Él nos explicará, a no dudarlo, el origen de llamar Cueva de la Encantada la que existe en medio de un espeso bosque de corpulentos álamos y frondosos tarajes, situado en la margen derecha del caudaloso Guadalquivir, frente a la villa del Carpio, y lindando con la obra magna de moros que apellidan grúas. Describiremos estas antes de dar comienzo a nuestra verídica historia, por la sublimidad que encierran, y ser objeto por consiguiente de consideración estética. Las grúas eran tres colosales ruedas de madera, de las que hoy únicamente hay dos de más de treinta varas de diámetro y con multitud de cajones, construidos en toda su circunferencia. Gira cada una alrededor de su respectivo eje de hierro, que descansa en sólidos posteles de piedra.

Están situadas, como ya hemos indicado, en la orilla derecha del Betis, cuyas aguas detenidas por una azud[2] entran con extraordinario ímpetu por las tragantes que forman los posteles referidos y ponen en movimiento continuo a las tamañas ruedas. Sus cajones de madera arrojan el agua a unas acequias, hechas de mampostería, que la llevan en abundancia a las huertas y jardines limítrofes. El incesante movimiento de estas ruedas produce un ruido singular, que unido al sordo murmullo del río, al que se le asemeja en cierto modo, van sus ecos a perderse en el espacio, oyéndose claramente en la villa, y con particularidad durante la silenciosa noche.

 Esta obra causa la admiración de cuantos la observan, y demuestra los grandes conocimientos hidráulicos de sus autores. Merced a ella, se propusieron los árabes fertilizar un terreno situado más de veinte varas sobre el nivel del río, y lo consiguieron en verdad.

Pero pasemos ahora a exponer en muy breves palabras la historia que desde tiempo inmemorial corre de boca en boca y de generación en generación de la Cueva de la Encantada.

 

II.

 

Era el día 2 de enero del año 1492. La morisca ciudad de Granada, la perla del Genil, presenciaba dentro de sus arabescos muros un cruel espectáculo. Era el triste día de su conquista. Los cristianos, después de un largo sitio, lograron posesionarse de la poética ciudad de las mil torres, consiguiendo la victoria de arrojar de ella a los moros, sus habitantes. Llantos y gemidos, y un terror pánico y una consternación sin límites se notaba por do quier. Ya el día iba tocando su término, ya la noche comenzaba a tender su negro manto por el horizonte, cuando una escena lamentable se representaba en cierta casa principal, próxima al palacio de la Alhambra.

 Era la casa de un respetable musulmán, descendiente de la ilustre familia de los Abencerrajes. Tres caballeros cristianos, con espada en mano, que habían penetrado en ella, cercaban a Aben Mohamad-Alarabi, amenazándole con la muerte si no les presentaba a su hija, la hermosa Zaida Alarabi, cuya admirable belleza había sido causa de tantos desafíos, a la mora más sublime de la patria de los Al-hamares, por quien tantas lanzas se rompieron en la plaza de Bib-rambla, a la dama de más nombre entre la caballeresca juventud de aquella época.

 — ¡Primero os daré mi vida, primero todas mis riquezas que la hija de mis entrañas!, excla?7?mó con profundo sentimiento el noble Aben-Mohamad.

— ¡A él, escuderos, a él! no perdamos tiempo. Dijo con voz tremenda el que parecía más joven y de más dignidad de los cristianos.

Era un gallardo mancebo, de tez morena, de ojos y mostachos como el azabache, de cuerpo bastante fornido y talla regular. Vestía cota de armas, peto de acero y yelmo plateado con ondulantes plumas. Dice la historia que era D. Diego de Uceda, hijo del alcaide del castillo del Carpio, y que dedicado a las cuitas amorosas sobresalía más en la ciencia de los trovadores que en el arte de la guerra. Los escuderos obedecieron el mandato de don Diego, y comprimiendo el cuello del moro con sus desgarradoras manos, le arrojaron al suelo con furor. ¡Tristes y dolorosos gemidos comunicaba al espacio el hijo del profeta! La encantadora Zaida, ocultada por el árabe, no puede, al oír sus lamentos, contener la ira en su corazón, y poseída de un vértigo de amor filial, toma un puñal agudo y se dirige a la estancia do se encuentran los opresores. Al penetrar en ella ve con horror a su padre maltratado y a las plantas de los escuderos. Entonces lánzase despavorida sobre aquellos hombres, raptores de su reposo, y clava en el cuello de uno el acero que empuñara con ebúrnea mano. El otro al punto suelta al venerable muslime[3] y oprime a la linda mora entre sus férreos brazos.

— ¡Mía eres, Zaida! ¡Por Santiago, sujétala, Beltrán! exclamó Diego, tomando terreno como para acometer con ímpetu a Aben-Mohamad Alarabi. Este, cual loba que ve desde la embocadura de su gruta arrebatarle sus cachorros, hace todos los esfuerzos imaginables por apoderarse de su querida hija. Pero ¡oh! el nieto de los Ucedas arroja al suelo la espada, y sacando de su cinturón una daga reluciente, la sepulta en la espalda del árabe que cae instantáneamente a tierra. Era de ver el rostro del cristiano que había sido asesinado por la mora, demacrado y sin esperanza de vida entreabrir sus labios de vez en cuando y lanzar al aire ayes lastimeros. Era de ver la cara del oriundo de los Abencerrajes, lívida y llena de ira y deseo de venganza. Era de ver su cuerpo revolcarse en el pavimento, pidiendo la protección de Allah, blasfemando el santo nombre de nuestro Redentor y maldiciendo a los caballeros cristianos. Era de ver, en fin, la sangre de ambos brotar de sus heridas y regar copiosamente el suelo de la estancia y teñir los vestidos de aquellos desdichados. ¡Al fin el apuesto doncel cumplió en parte su deseo! Estrechó contra su corazón a la oriental doncella, puso en contacto sus labios con la boca purpurina de la hija de Aben-Mohamad... y Zaida, la virgen del desierto, la hurí encantadora se desmayó en los brazos de D. Diego de Uceda...

—Ayúdame y bajaremos esta paloma. Dijo el doncel del Carpio, dirigiéndose a Beltrán, y Dios sea con el alma de Fadrique.

 —¡Ligera le sea la tierra! repuso el interpelado, y entre los dos bajaron hasta el palio de la casa, por una estrecha escalera, a la pura y casta doncella.

Allí les esperaban sus caballos atados a unas columnas de mármol. D. Diego colocó a Zaida en el suyo de la mejor manera posible. Quedó recostada en sus hombros aquella desventurada niña.

—¡Al Carpio, Beltrán! Gritó el doncel.

—¡Al Carpio, señor! Contestó el escudero. Y a los pocos momentos dos briosos caballos,  negros como los cuervos, iban más ligeros que el viento hacia el reino de Jaén.

 El moro Aben-Mohamad-Alarabi después de un corto rato pudo incorporarse, sin embargo de su mortal herida, y tomando un fogoso alazán salió a galope en busca de los fugitivos. Mas al llegar a los montes de Granada, cerca de Iznayos, cayó exánime y quedó su cadáver oculto en la espesura.

El Iris (Madrid. 1858). 6/6/1858, n.º 6, pp. 5-7

 

III.

Al siguiente día de estos  sucesos, ya en la hora del crepúsculo, cuando el cielo empieza a cubrirse de estrellas, se abrían de par en par las pesadas puertas del castillo del Carpio para dar entrada a tres personas, cabalgando en corceles de pura raza árabe. Atravesaron varios departamentos de la fortaleza, y al llegar a una especie de patio de cortas dimensiones, se abrió una puerta de hierro, presentándose a la vista un largo y estrecho callejón o galería subterránea, en forma de cuesta y oscura como el averno. Dos esclavos con hachas encendidas penetraron en ella, para que disipando las tinieblas que allí reinaban, pudiesen entrar los caballos, los cuales uno tras otro y con pausado paso les siguieron. Después de haber andado cerca de seiscientas varas llegaron a un suntuoso palacio, lóbrego y sombrío, por no descender a él la luz del día. Los esclavos y Beltrán encendieron varias lámparas, y dejando iluminado aquel regio edificio, desaparecieron llevando tras sí las cabalgaduras. El joven doncel entró en una habitación del palacio, donde estaba su lecho con ricas colgaduras de damasco, y colocó en él a Zaida, que no había soltado de sus brazos desde que la arrebatara de los de su padre. Más de veinticuatro horas había trascurrido ya y aun no despertaba de su profundo letargo. Allí quedó Uceda admirando su belleza, contemplando lodos sus encantos. Crecía su pasión por momentos. Su pasión le ahogaba. Y al cabo satisfizo sus deseos impuros y un dulce sueño hizo cerrar sus ojos, quedando dormido al lado de la que tanto amaba.

 Bien pronto la seductora Zaida volvió en sí de su éxtasis de amargura; pero ¡oh! al verse deshonrada, al ver perdida su virginal don de tanta  estima y que vale más que todos los tesoros del mundo, no pudo sobrevivir a tal deshonra. La nieta de los Alarabis, la que en sus venas corría la sangre esclarecida de los Abencerrajes, no pudo vivir sin honor, un  dolor agudísimo traspasó su alma y quedó muerta en el acto. Grande fue la sorpresa y sentimiento de don Diego, grande fue su asombro al despertar y ver difunta a su lado a la bella Zaida. Quiere huir de aquel sitio que le causa espanto, pero flaquean sus piernas y una mano de bronce le sujeta. Quiere llamar en su auxilio a Beltrán y a su padre, y le falla la voz. Quiere dar gritos, y un nudo se le interpone en la garganta que hasta la respiración le embarga. Empieza a ver fantasmas por do quiera. No oye sino lamentos y agonías. Solo se halla tranquilo cuando está al lado del cadáver. No parece sino que la justicia divina le impone como pena la contemplación de su crimen. Dos días trascurrieron sin que diese sepultura a la mora, hasta que al fin los remordimientos de su conciencia indujéronle a enterrarla en su misma estancia. Allí, en medio de suspiros y sollozos y de algunas lágrimas que surcaban sus mejillas, se oían los lúgubres golpes del azadón remover y levantar la tierra. Allí, a la luz de una pálida lámpara, labraba la tumba para la que había soñado proporcionarle días de placer y de ventura. Concluida su penosa tarea colocó el cadáver dentro de un cofre de hierro, y ya la que momentos antes le había inspirado dulce amor, excitábale un respeto profundo. La tierra se oyó caer sobre el ataúd... Bien pronto se vio igualado el pavimento... Y en las frías bóvedas de aquel oculto palacio resonaron misteriosamente los ecos del reloj del castillo, que acababa de dar con pausa doce campanadas. El hidalgo del Carpio, postrado de rodillas sobre aquella tumba que él mismo había labrado, pidió el perdón divino. Besó con fervorosa devoción el suelo y exclamó: «No ha querido el verdadero Dios que seas cristiana, bella hurí, para que en medio de mi tristeza no me sonría siquiera la esperanza de unirme a ti en su reino.» Y un llanto copioso afligió al raptor de la hermosa Zaida-Alarabi.

 

IV.

Era el día 30 de enero. No bien había trascurrido un mes desde la muerte de la hija de Aben-Mohamad, cuando el pueblo carpense presenciaba un hecho extraordinario. Desde el -6-amanecer los campanillos[4] de San Pedro y los esquilones de las ermitas de la villa con sus agudos tañidos indicaban algo de notable. De una parte las puertas del castillo, abiertas de par en par y con centinelas a los lados armados de punta en blanco; de otra los suspicaces monagos y levíticos sacristanes, con sus largas y blancas sobrepellices, colocados desde muy temprano en los pórticos de los templos, demostraban algún extraño acontecimiento, llamando como es natural la atención de todos los lugareños, de los que cada cual comentaba a su manera aquellos hechos. Ya era bastante entrada la mañana cuando un sinnúmero de clérigos, con velas amarillas encendidas, y entonando salmos y oraciones, salieron de la iglesia parroquial, dirigiéndose hacia la fortaleza. ¿Qué quería decir esto? ¿Qué misterio encerraban tales ceremonias? hubiera preguntado cualquiera. La tradición asegura que no era otra cosa sino el acto solemne de la conjuración de ciertos espíritus diabólicos existentes en el palacio subterráneo del castillo del Carpio. Tiempo hacia que D. Diego de Uceda penetrara en él con una mora, bella como las flores y el aura de la mañana. Pero nadie volvió a ver al hijo del alcaide. Varios solariegos, guiados por el temerario Beltrán, descendieron diferentes veces en busca del doncel por la oculta galería que comunicaba el palacio con la fortaleza. Mas ¡oh qué espanto! retrocedían al punto llenos de terror. Apenas se abría la puerta de hierro un olor mefítico[5] exhalaba aquella atmósfera deletérea, dando en el rostro las corrientes de un aire más abrasador que el de los desiertos de la Arabia. Luces fatuas se divisaban en lo hondo del palacio; luces de mil colores corrían de aquí para allí. Visiones de hombres y mujeres con la faz escuálida y lívida como la cera, vagaban de un punto a otro. Sombras y espectros más blancos que la nieve lucían rostros horribles en medio de la oscuridad. Centenares de demonios, unos con cuernos de caza, otros con trompas y chirimías, ostentaban aquella infernal palestra. Fuertes graznidos de búhos y lechuzas, que revoloteaban por el edificio, se oían de vez en cuando. Bandadas de murciélagos y cuervos se agrupaban hacia la puerta. Silbidos tenebrosos de culebras y serpientes salían de lo hondo de la tierra, y entonces se conmovía el palacio y se oían tristes lamentos, y en una palabra todo linaje de espantos proporcionaba aquella mansión diabólica. Un historiador fidedigno, contemporáneo de este suceso, afirma que el regio alcázar del castillo del Carpio estaba encantado en aquella época remota, y que lo encantó la muerte trágica de la hermosa Zaida-Alarabi, cuyo horóscopo, averiguado por un sabio nigromántico, ratificaba este suceso. Se detiene el mismo autor en probar que D. Diego de Uceda no fue un caballero cumplido «ca fizo cosas contra ley, merecedoras de divino castigo, e fue aleve é asesino, el non supo que el pleyto de la amistad antigua no fue fecho sino entre los fijos-dalgo: por ende sufrió encantamento, pues ansi plugo a Dios para escarmentar a los nobles.» También traía de algunos incidentes relativos a su vida, manifestando la causa de acompañar a los Reyes Católicos en la conquista de Granada; de cuándo y dónde conoció a la hija de Aben-Mohamad, de cómo quedó prendado de tan fermosa doncella y del pesar que ocasionó al alcaide con esta y otras aventuras; y por último se ocupa de hechos demasiado curiosos, los cuales no trazamos aquí, ya porque no hacen falta para el desenlace de esta escena, ya porque sería salimos de los límites que nos marca la índole de este trabajo, ya también porque no corren en boca del vulgo, cuya tradición fielmente copiamos. Sigamos, pues, solo el hilo de la puntual historia que nos hemos propuesto describir. D. Pe dro de Uceda, persona dignísima bajo todos conceptos, y retrato o modelo de las costumbres de su época, a los pocos días de la llegada de su hijo, asombrado con la observación del encantamiento, y llena su conciencia de escrúpulos y temores, consultó cierto libro donde se hallaba escrito el modo de proceder en las ingeniosas aventuras, y la solución que debía darse a las empresas difíciles y hechos arriesgados que ocurrían a los caballeros dedicados con especialidad al galanteo de las damas. Leyó las clases, de encantamientos, y vio que el plutónico era el más penoso, pero el más fácil de disipar, toda vez que bastaba la presencia en el sitio encantado de un sacerdote, que pronunciara cierta oración destinada a este objeto, con lo cual se extinguía a los espíritus infernales. Inmediatamente lo puso en noticia de su confesor, quien resolvió desde luego ir en persona a pedir el permiso del obispo para proceder a los exorcismos. Al punto obtuvo la venia del reverendo prelado y orden para que todos los clérigos de los pueblos inmediatos acudiesen a la ceremonia, por la gran influencia maligna. La comitiva religiosa que, al principio de este capítulo, dejamos dirigiéndose al castillo, tardó poco rato en hallarse dentro de él, y sus puertas se cerraron para no dar entrada a la muchedumbre. Se encaminó hacia la de hierro, que ya el ?7? lector conoce, y abierta que fue, dióse comienzo a los exorcismos. Los eclesiásticos, provistos de hisopos con agua bendita, se agruparon a la entrada de la oscura galería y entonaron la oración que a este efecto consagra el rito romano. Era de ver ese acto religioso imponente en alto grado. Erizábanse los cabellos al oír los anatemas y al contemplar aquel cuadro de misterio y de terror. No bien se dejó oír la palabra divina en semejante lugar cuando los espíritus que allí reinaban huían confundidos a lo hondo del edificio. El clero entró en el callejón subterráneo, y muy detenidamente iba descendiendo hacia su centro, y los seres diabólicos a la vez íbanse alejando. Llegó en fin a la puerta del salón principal y lanzó al espacio agua bendita en abundancia. En este momento oyóse un ruido espantoso, y al propio tiempo se demolieron varias piedras de una de las bóvedas, por cuya abertura se precipitaron instantáneamente los demonios y demás malignos espíritus, dejando un olor a azufre que se extendió por todos aquellos contornos. Allí se encontró el cadáver de D. Diego de Uceda sobre la tumba de la mora, a lo que dispuso la autoridad eclesiástica no se le tocase. El cadáver fue sepultado en el panteón del castillo, y al siguiente día se le hicieron los funerales. La puerta de hierro fue quitada por orden del alcaide, y entabicado sólidamente el sitio que ocupaba. Ya todas las generaciones olvidaron el palacio, tranquilo desde la época de su conjuración. No se sabe que haya penetrado en él persona alguna, por lo que es desconocido en la actualidad. Solo permanece la abertura que se hizo en la bóveda el día que fue exorcizada, que forma la entrada de una cueva, conocida bajo el nombre de la Encantada, por el suceso que acabo de referir.

 

Fuente: Juan de Dios Montesinos y Neira. Conclusión. La cueva de la encantada.  El Iris (Madrid. 1858). 6/6/1858, n.º 6, pp. 5-7 y 13/6/1858, n.º 7, pp.6-7.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] La torre de Garci Mendez

[2] Azud: 1. m. o f. Máquina en forma de rueda que, movida por la corriente de un río, saca agua para regar los campos. U. menos c. f. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Muslime: muslín, musulmán (Diccionario de la lengua española, RAE).

[4] Campanillo.  1. m. coloq. Ál. Cencerro de cobre o bronce en forma de campana. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Mefítico: 1. adj. Dicho de una cosa: Que, respirada, puede causar daño, y especialmente cuando es fétida. Aire, gas mefítico. Emanación mefítica. (Diccionario de la lengua española, RAE).