DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

 Bellezas de la Historia de Cataluña: Lecciones pronunciadas en la Sociedad Filarmónica y Literaria de Barcelona, Imprenta Narciso López, 1853.pp.239-245.

Acontecimientos
Justicia real
Personajes
Don Jaime el Conquistador, doña Eulalia de Cervelló, doña Aurembiaix
Enlaces
Foto Gonçal Peris Sarrià

LOCALIZACIÓN

LÉRIDA

Valoración Media: / 5

Las mocedades de Don Jaime

 

 
Voy a contar, señores, otro episodio de los que se refieren a la juventud  turbulenta y agitada de D. Jaime. Muchos podría contar de estos episodios, cada uno de los cuales es un drama completo lleno de interés y sentimiento, pero temerla abusar de la condescendencia que benévolamente se me presta y temerla traspasar los límites impuestos a cada lección. Por esto me contento solo con referir los más notables para que se empiece a comprender en su juventud al caballero, nuncio del monarca en su virilidad. 

 
Entre las damas que hermosas y deslumbrantes de gracias adornaban la corle de la esposa de D. Jaime, había una descendiente de una familia catalana que se llamaba Eulalia de Cervelló, pero a la que se había vulgarmente dado el nombre de el sol de Cervelló, por su sonrosado rostro que se parecía a un bolón de rosa y por sus rubios cabellos que eran, según una crónica, más bien que cabellos un puñado de rayos de sol. 

 
Eulalia veía agruparse en torno suyo a los más galanes de la corte, a los caballeros de más prez[1] y fama de los reinos unidos en cuya primera línea se distinguían por el entusiasmo de su adoración y por el ardor con que solicitaban la menor de sus miradas y la más insignificante de sus sonrisas, los dos nobles caballeros Guillén de Moncada y Nuño Sánchez, conde del Rosellón. Eran ya estos dos señores enemigos políticos; el amor les hizo rivales, y como la mujer es peor que la política y el amor causa más estragos que esta, los dos nobles empezaron a nutrir en su corazón uno contra otro un odio terrible, un odio a muerte, uno de esos odios que llegan a ser de familia y de raza y que acaban las más de las veces por ensangrentar las páginas de la historia. 

 
Ya los dos rivales habían estado a punto de venir a las manos en varias ocasiones, pero había hasta entonces conseguido evitarlo la prudente dama no inclinándose decididamente por ninguno de los dos, y repartiendo exactamente entre ambos sus inocentes coqueterías. 

 
Un día estaba de caza la corte. Los dos galanes caballeros seguían de cerca a la bella Eulalia no abandonándola un momento, prontos a recoger y a atribuirse cada uno la mirada lánguida caída de sus ojos  o la sonrisa de amor desprendida de sus labios. Rato hiciera que comenzara la cacería, cuando acertó la dama a disparar su azor tras de una garza real que ligera se elevaba hacia las nubes. El azor alcanzó la garza, y después de una lucha -241- desesperada en los aires, esta última cayó desfallecida y palpitante  sobre el verde manto de una pradera inmediata. 

 
Los señores de Rosellón y de Moncada, que habían seguido ávidamente con sus ojos el combate de las dos aves, se precipitaron a un tiempo con toda la impetuosidad de sus caballos para apoderarse de la víctima caída y ofrecerla a Eulalia de Cervelló. Al llegar al punto a que se dirigían, sus caballos chocaron entre sí y ambos se detuvieron, súbitamente retenidos por  las manos de hierro que les guiaban. 

 
El conde del Rosellón fue el primero en apearse del corcel para apoderarse de la presa, pero D. Guillén de Moncada habla arrojado sobre la garza, cubriéndola con él, su guante con las armas de su casa. 

 
— Mía es la garza real, Nuño Sánchez, — le gritó el de Moncada — y la guardo para mi señora Eulalia de Cervelló. 

 
— A la misma dama quiero yo ofrecerla, el de Moncada, — contestó el conde — y mía es la garza pues que he sido el primero en echar pie a tierra. 

 
— Sí, pero antes que vos — contestó impaciente D. Guillén, — ha llegado mi guante y holgárame por cierto de ver quién sería el atrevido que se apoderase de una presa que protegen las armas de mi casa. 

 
Ya en esto los dos caballeros echaban fuego por los ojos. 

 
— En verdad que os hallo ya por demás importuno, el de Moncada, — dijo Nuño Sánchez: — no abandonáis ni un momento a Eulalia de Cervelló. ¿Qué méritos alegáis vos para servirla? ¿os ha dado como a mí derecho de vestir sus colores? 

 
— Me ha dado, — contestó Moncada, — una banda bordada por sus preciosas manos y bendecida por el Santo Padre. 

 
— Y yo tengo para tahalí[2] de mi espada una trenza de sus dorados cabellos — contestó con orgullo Nuño Sánchez. 

 
Al oír estas palabras encendióse como la grana el semblante de D. Guillén de Moncada y echando violentamente mano al acero, exclamó: 

 
—¿Eso tenéis? ¡Pues por Dios que os he de arrancar el corazón y con él la trenza de mi señora, Nuño Sánchez! 

 
En mal hubiera parado indudablemente aquella controversia, si en aquel instante el rey seguido de algunos caballeros no hubiese acudido a interponerse entre los dos rivales antes que tuviesen tiempo para cruzar las espadas. Ahogaron pues entrambos aparentemente y por respeto a la majestad real la cólera que en el interior de sus almas fermentaba, pero desde aquel momento quedaron formados dos bandos que harto dieron que hacer a Ca —242 — taluña y Aragón, siendo causa aquellas dos enemistades que D. Jaime no pudiera enviar, como deseaba y para lo cual convocó cortes en Monzón, una cruzada en socorro de los catalanes que hablan ido a la tierra santa contra Coradino[3] hijo del Soldán de Babilonia. 

 
Luego de terminadas las cortes y en ocasión de haber pasado el rey a Huesca, juntó D. Guillén de Moncada su linaje y gentes y se aprestó a correr las tierras de su rival. D. Ñuño, favorecido particularmente del monarca, acudió a él en semejante apuro, y D. Jaime escribió al de Moncada invitándole a no hacer daño en las tierras de D. Nuño si no quería que de ello le pesara, pero ya hemos visto, señores, en lo que llevamos dicho, que la autoridad real obraba poco en el ánimo de aquellos turbulentos y rebeldes vasallos que agitaron con discordias, disensiones y guerras civiles la minoría de D. Jaime. Y menos que en ninguno aun influía la palabra del rey en Guillén de Moncada, que sobre el orgullo desmedido que distinguía a su familia, tenía la firme  e invencible voluntad que caracterizaba a los de su raza. El mensaje del monarca no consiguió pues otra cosa que hacerle apresurar sus planes. 

 
Acabó de reunir su gente y penetró en el Rosellón donde entró talando toda la comarca, apoderóse de Perpiñán y puso sitio al castillo de Alvari. 

 
Doce días de vigorosa resistencia no debilitaron los ánimos del de Moncada, que dio dos asaltos infructuosos a la plaza, en los cuales pereció la flor de sus hombres de armas. Al décimo tercio día, y al tercer asalto, D. Guillén consiguió apoderarse de la fortaleza y clavar orgullosa su señera[4] en lo alto de las torres donde había tremolado hasta entonces altiva y ufana la del vencido conde Nuño Sánchez. 

 
En el ínterin que esto sucedía, D. Jaime que aunque era muy mozo tenia bríos y carácter varoniles, viendo el desprecio que hiciera de su mensaje y la desobediencia de D. Guillén, le declaraba rebelde, y reuniendo toda su gente de Aragón y cayendo de improviso sobre las tierras de Moncada, tomábale hasta ciento treinta fortalezas entre torres, fuertes y castillos de homenaje y se presentaba aguerrido ante los muros mismos de su señorial castillo que estaba situado en una eminencia cerca de Barcelona, donde aún se levantan ennegrecidas y tristes sus ruinas. 

 
Cuando el rey pasó a poner sitio a esta fortaleza, ya estaba en ella Guillén de Moncada con ciento y treinta caballeros de los suyos, y como eran señores, el de Moncada un castillo inexpugnable  e invencible y era D. Guillén un hombre más difícil de domeñar que su propia fortaleza, el rey D. — 243 — Jaime con todos sus bríos, con todo su corazón y con todas sus fuerzas, pasó tres meses de inútil cerco al pie de aquellos formidables muros, viendo caer en cada asalto lo mejor de su mesnada,[5] y teniendo por fin que retirarse y levantar el cerco. 

 
Algunos meses más tarde cesaron estos dos bandos sin que las crónicas nos digan cómo ni nos manifiesten tampoco lo que se hiciera Eulalia de Cervelló, causa inocente de todo. Solo se sabe que D. Guillén de Moncada, caído por su desobediencia en desgracia de su rey que continuaba apoderado de sus señoríos, pasó a engrosar con su importante presencia los disturbios de Aragón adhiriéndose al partido de D. Fernando pretendiente al trono. 

 
La presencia de ánimo de D. Jaime, su fuerza de voluntad, su aplomo y serenidad hasta en los mayores peligros, hicieron cesar pronto y definitivamente estos disturbios, y ante el rey que empuñaba ya con mano firme el cetro, desapareció todo aquel nublado que se formaba sobre el trono. La sierra de Alcalá presenció un día la entrevista solemne que tuvieron D. Jaime y los principales de su partido con D. Fernando y los magnates del suyo. Estos reconocieron sus yerros y le pidieron perdón. El monarca aragonés, en cuyo corazón de oro no cabía el rencor como no cabía el miedo, se lo otorgó completo. Así tuvieron fin, señores, aquellos bandos que habían ensangrentado el reino y amagado el trono. 

 
Ya en esto se hallaba próximo D. Jaime a cumplir los veinte años de su edad y cuentan de él las crónicas que era el mejor mozo y más gallardo mancebo del orbe, cosa en electo innegable si se ha de dar crédito al retrato que de él nos hacen. Era, dicen, un palmo más alto que los demás hombres, fornido y proporcionado en todos sus miembros, el rostro lleno y colorado, la nariz larga y recta, la boca bien contorneada escondiendo una dentadura tan blanca que parecía una doble hilera de perlas, los ojos rasgados y negros, los cabellos rubios como el oro, las manos hermosas y los pies mejores. Así nos lo pintan los cronistas sus contemporáneos. 

 
Aun me queda, señores, que contar otro dramático episodio de la juventud de D. Jaime, si es que D. Jaime fue alguna vez joven. Contaré este y concluiré con él la historia de la mocedad del monarca, que confío no puede haberse encontrado pesada gracias a los interesantes detalles y peregrinas aventuras que la siembran toda como perlas en un manto. 

 
Descansando se hallaba el aragonés monarca en Lérida de los trabajos que le ocasionara el arreglo de los bandos de que hemos hablado, cuando cierta mañana pidió permiso para hablarle una dama cubierta con un velo — 244 — y vestida de luto que se presentó en palacio acompañada de un anciano escudero vestido de negro como su señora. Al hallarse en presencia de don Jaime, la tapada se arrojó a sus pies y los regó con las lágrimas que abundantes corrían de sus ojos. El rey quiso levantarla y pidióla que alzara su velo, pero la dama le contestó
— Ni me alzaré de vuestras plantas, señor rey, ni me descubriré hasta tanto que me hayáis prometido hacer justicia. 
— No la niego a nadie, señora, contestó el monarca, — y acostumbro siempre a hacerla. 

 
Entonces la dama alzó su velo y D. Jaime pudo conocer a la que había sido su compañera de infancia, Doña Aurembiaix, hija única del difunto  Armengol, octavo conde de Urgel. 

 
— ¿Qué es esto, señora? — preguntóla el rey, — ¿y qué justicia reclamáis del trono? 

 
Contóle entonces la huérfana dama cómo a pesar de ser público que ella era hija única del conde de Urgel y que como tal debía ser suyo todo el señorío de su padre, sin embargo se lo había traidoramente usurpado su primo Geraldo vizconde de Cabrera. La dama concluyó su razonamiento pidiéndole protección y amparo contra su traidor y alevoso deudo. 

 
— Una y otro os daré, señora, — contestó caballerescamente D. Jaime. — Si de grado no os devuelve el vizconde el señorío, de fuerza se lo haremos de volver, que aquí estoy yo para pedírselo en el campo y ahí están buena porción de leales lanzas de mis caballeros para ayudarme en la demanda. 

 
Al día siguiente de esta conversación, Geraldo de Cabrera era citado y emplazado en nombre de Doña Aurembiaix ante el rey de Aragón para responder del derecho con que se había a mano armada apoderado de todas las tierras de Urgel. A esta primera citación contestó el vizconde de Cabrera que no tenía obligación de dar respuesta alguna, y que si acaso, la daría más  o menos larde, cuando y como a él le pluguiese. Segunda y tercera citación tuvo entonces lugar, según era costumbre, pero no obteniendo respuesta satisfactoria, D. Jaime llamó a todos los de su mesnada y partiéndose para las tierras de Urgel, empezó la campaña contra la de Cabrera apoderándose de Albera. La Providencia dio la victoria a las armas de don Jaime protectoras de la buena causa, Menargus siguió la suerte de Albera y Liñola la de Menargus, no deteniéndose en el camino de sus triunfos hasta hallarse ante los muros de Balaguer, a cuya ciudad puso cerco. Geraldo de Cabrera que se hallaba en la ciudad sostuvo por algún tiempo el sitio, — 245 — pero viendo que su estrella se ocultaba ante la del vencedor, abandonó una noche secretamente a Balaguer, que se rindió entonces a D. Jaime y reconoció por su señora a la condesa. Todo el condado de Urgel siguió en breve la suerte de las villas que habían sucumbido. Doña Aurembiaix tornó a recobrar la herencia de su padre, y Geraldo de Cabrera, según asegura un cronista, mortificado en su orgullo y en su ambición se entró en la religión de los caballeros del Temple. 

 

FUENTE

Balaguer, Víctor. Bellezas de la Historia de Cataluña: Lecciones pronunciadas en la Sociedad Filarmónica y Literaria de Barcelona, Imprenta Narciso López, 1853 .pp.239-245

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Prez: 1. m. o f. Honor, estima o consideración que se adquiere o gana con una acción gloriosa; (antiguo). (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] Tahalí: 1. m. Tira de cuero, ante, lienzo u otra materia, que cruza desde el hombro derecho por el lado izquierdo hasta la cintura, donde se juntan los dos cabos y se pone la espada. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Señor de Damasco y de Jerusalén Giovanni TARCAGNOTA, . Delle Historie del Mondo, parte quinta. Aggionta nuovamente alla ..., Volumen 4, Gio.&Varisco Varischi e Fratelli, 1617,p.124.

[4] Señera:  2. f. Bandera de las comunidades que constituyeron la corona de Aragón. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Mesnada: 1. f. Compañía de gente de armas que antiguamente servía bajo el mando del rey o de un ricohombre o caballero principal. (Diccionario de la lengua española, RAE).