DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Periódico para todos. 3/1/1878, n.º 3,pp.40-42.

Acontecimientos
Amores trágicos
Personajes
Tío Andrés y un viajero
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LOCALIZACIÓN

CAZORLA

Valoración Media: / 5

La torre de la mujer blanca

 

I

 Aún todavía los que viajen por el camino que parte directamente desde la antigua ciudad de Baeza a la histórica de Cazorla, pueden verse una serie casi no interrumpida de monumentos que forzosamente han de llamar la atención del hombre estudioso y amante de la ciencia arqueológica.

 Desde el dólmen primitivo hasta la calzada romana, desde la calzada romana hasta las ruinas góticas de algún monasterio antiquísimo, desde éste al castillo feudal, nido únicamente de mochuelos y vencejos, y desde el castillo feudal al cortijo o la venta de nuestros días, todo pasa a la vista del observador, con no poca sorpresa y admiración de quien se detiene a  contemplar estos restos legendarios. El camino es además un camino sui generis. Aún todavía no han llegado por allí los adelantos modernos, y es seguro que aquella senda, tal como hoy existe, sirvió de tránsito a los moros que se dejaban caer por aquellos montes después de la conquista de San Fernando, y los cuales eran detenidos en sus correrías por los célebres Adelantados de Cazorla.

Al compás de estos recuerdos que brotan a cada paso, es seguro que no siempre el pensamiento se detiene en ellos. Los tortuosos rodeos del camino, lo estrecho de algunas  angosturas, lo oscuro de algunos barrancos y lo siniestro de algunos parajes, hacen que la imaginación resucite la época de los bandidos, puesto que el camino se presta a toda clase de sorpresas.

Auméntase el prestigio de estas memorias con el encuentro de algunas cruces que, son otros tantos signos de crímenes cometidos por gente maleante y aventurera: el viajero entonces se quita el sombrero, reza un Padre Nuestro por el alma del que sucumbió en aquel sitio abandonado, y deposita una piedra sobre uno de los brazos de la cruz. Tantas cuantas piedras hay amontonadas en estos parajes fatídicos representan otras tantas  oraciones consagradas de aquellas víctimas de la traición y de la felonía.

Una mañana del mes de octubre del año de 1864, iba yo por el camino que acabo de  nombrar. Cabalgaba en un mal caballejo que  había alquilado en Baeza, y por todo acompañamiento  llevaba a un hombre que, habiendo sido arriero, había dejado la profesión por la de ser capataz de una de las haciendas que existían en la jurisdicción de Cazorla. Mi hombre conocía el terreno a palmos; sabía las trochas más practicables, y respecto de la sierra, que corría hacia nuestra izquierda y se enlazaba con la del Pozo, era tan práctico en ella, que hubiera sido imposible encontrarlo, si él, intencionalmente, se hubiera perdido en la misma. El tío Andrés, que así se llamaba mi hombre, sabía  más historia  que el padre Juan de Mariana, pero con la diferencia de que la historia de mi acompañante era tan nueva y tan variada, que no la hubiera conocido el respetable autor que acabo de nombrar.

 —Aquí reventó el caballo de San Fernando cuando vino a la conquista de Baeza; allá pusieron un cañón de veinticuatro[1] los moros del gran Miramolín[2]; en tal convento arruinado pasó la Caba algunos años de su vida, después de la entriega (uso de la palabra del tío Andrés) de España a los moros; en tal castillo hubo un castellano que mató tres leones y diez panteras, y en tal valle se dio una batalla, que duró siete días y siete noches seguidas.

Tales eran las noticias, con otras muchas que omito, que me comunicaba el tío Andrés, noticias que, si cada una de ellas era un disparate, no dejaban de ser aceptadas ciegamente por aquel hombre, que creía que había cañones de a veinticuatro en  tiempo de los Miramamolines.

Confieso que se me hacía algún tanto agradable la aspereza del camino escuchando a mi interlocutor, y gran parte de la mañana la pasé hablando con el tío Andrés, el cual, sin modestia de ninguna clase, no temía en asegurar que sabía más  que Merlín. La jornada no era muy larga; pero el camino, de suyo áspero y tortuoso, nos detenía más de lo regular. El día, por fortuna, era un hermoso día de otoño, y esto no nos obligaba a apretar el paso.

 Yo me dirigía a visitar a un amigo mío, que después de haber gastado largo y tendido en Madrid, se había retirado a una de sus haciendas, y por consiguiente, no tenía, mucha prisa que digamos. El tío Andrés, que era el capataz de mi amigo, tampoco se fatigaba mucho por adelantar. A eso de la una del día descubrimos un pintoresco y solitario valle cruzado por un riachuelo y poblado de amarillentas alamedas, y en su colina, y en lo alto de una eminencia se descubría una antigua torre de forma redonda, que descollaba gallardamente sobre la colina donde se levanta.

 — ¡Calla! — exclamó sorprendido.

— ¿Qué torre es esa que se descubre allí?

La torre de la Mujer Blanca.

— ¡Cómo la torre de la Mujer Blanca!

—Sí señor, —replicó el tío Andrés; —pero ya que Vd. tiene deseos de conocer esa historia, pues así lo indica la pregunta que acaba de hacerme, llegaremos a la eminencia de dicha torre, ahí entraremos, y mientras tanto oirá lo que acaso no sepa.

 —Desde luego le aseguro a usted que esa historia no la sé.

Me sentí dominado por la curiosidad, y media hora más tarde estábamos al pie de la torre de la Mujer Blanca, sesteando, según la expresión del tío Andrés.

 

III

 Sestear es, en buen castellano, echar la siesta; pero la gente campesina ha dado a esta palabra otra significación distinta. Sestear, para ellos, es sentarse lo más cómodamente posible en el santo suelo, se entiende, y merendar. La merienda, para ellos en el país que nos ocupa, es la comida del mediodía. Con esta explicación, mis lectores comprenderán que después de un rato que me permití para ver la Torre de la Mujer Blanca, nos sentamos el tío Añares y yo al pie de los altos muros de aquella mansión abandonada, y nos pusimos a sestear; es decir, sacamos de las  alforjas algunas fiambres  y nos pusimos a comer. Deliciosa fue aquella merienda, dado el lugar poético en que nos encontrábamos, lo apacible de la temperatura del día y lo suculento de los comestibles; así es que, viéndome el tío Andrés preocupado con la contemplación de la torre, echó mano de la erudición, y, desde luego me dijo con el sentido llano que él acostumbraba.

Voy a contarle a usted la historia de la torre.

— ¿Pero la sabe usted, tío Andrés? -41-

—La tengo al dedillo. Es un hecho muy curioso que le ha de gustar.

—Pues en ese caso prosiga Vd.

 —La cosa no tenía malicia, — dijo el tío Andrés sonriéndose de un modo particular. —Figúrese Vd., caballero, que allá por los tiempos en que el rey rabió...

—¿Pero ha rabiado algún rey, tío Andrés?—le pregunté maliciosamente.

 — ¿Quién lo duda? Eso lo habrá Vd. oído decir siempre, cuando el río suena agua o piedra llega.

—Prosiga Vd.

—Voy allá. Pues en aquellos tiempos de Mari-Castaña[3], vivía en  esta tierra un señor, no sé si barón o marqués, que siempre andaba a  cuchillada limpia con los moros.  Este señor, que no sé cómo se llamaba, tenía un hijo como un sol, un muchacho más rubio que unas candelas, y tan guapetón y tan buen mozo, que no había más que pedir. ¿Cómo se  llamaba? Tampoco lo sé, pero esto no importa a nuestra historia.

 —Adelante, tío Andrés,  dije al escuchar aquella introducción.

 —El padre era hombre de un genio terrible: era viudo, y no faltara quien  dijera que su esposa habla muerto a fuerza de disgustos y soponcios. El hijo, por el contrario, era más bueno que el pan. Cuando salía  a hacer correrías por la sierra, todo su afán era salvar a los prisioneros que su padre quería degollar a todo trance. A causa de esto no dejaba de haber serias reyertas entre el padre y el hijo. El resultado de aquellas algaradas había de traer sus consecuencias. Un día, el hijo, o sea el joven de los cabellos do oro, encontró una mujer... ¡Pero qué mujer, señor mío!

Pero qué mujer, señor mío, hija por línea reta [4]de Mahoma; pero que no por ser hija de tal padre, dejaba de ser más blanca que la leche, con unos ojazos  capaces de dar luz en una noche de truenos. El joven no fue tonto. Ver a la mora, enamorarse de ella y traerla a esta torre, fue  cosa del momento; pero el padre hubo de apercibirse de la novedad, y logró, en fin, ver a la mora, o sea la prisionera de su hijo. Lo que pasó entonces por su alma nadie lo supo; pero desde el punto  y hora que la vio, se inflamó de tal modo por la joven, que llamando a uno de sus más leales escuderos, le dijo:

 —Quiero que la mujer que tiene mi hijo sea mía.

En aquellos tiempos las órdenes se cumplían mejor que ahora, y el escudero quiso poner en práctica las órdenes de su señor; pero tropezó con que el sitio donde estaba  alojada la mora se hallaba fielmente guardado, y el escudero se volvió a su señor, dándole aquellas malas nuevas.

Inflamó tal noticia  en iras y en deseos al padre del valiente mancebo, y en vez de extinguirse la hoguera echó de nuevo combustible en donde había  de abrasarse irremisiblemente aquel señor. Buscó medios y se dio trazas para llegar a la aspiración de sus caprichos: pero todo fue en balde. Entonces estalló la guerra civil entre el padre y el hijo del tal modo que rompieron en sus relaciones, todo por la mora de quien estaban los dos perdidamente enamorados. Como la situación no podía continuar de aquel modo, el hijo pensó abandonar con su dama esta funesta torre; pero el  padre encontró medios para disuadirlo de aquella intención, asegurándolo que no volvería a pensar en la joven cautiva... Hizo su papel tan perfectamente, que el hijo cayó en el lazo. Un día recibió, pues, la misión de su padre para ir a combatir ciertos moros que se acercaban a la frontera, y creyendo que lo pasado había concluido por completo, marchó el confiado joven a la comisión. Pero no bien había traspuesto los montes que circuían esta comarca, cuando el padre, dueño absoluto de la torre, corrió a la estancia donde estaba la mora cautiva. No podré decirle a Vd. caballero, lo que pasó allí, pero lo cierto es que se oyeron gritos, maldiciones y amenazas. La mora, por lo que se infiere, no quiso entregarse a los deseos de aquel hombre insolente, y el resultado fue que éste, ciego de cólera, y al cabo de tres días de una lucha ineficaz y bárbara, sacó un puñal, y, ¡zás!... lo clavó en el pecho de la infeliz, no dejándole tiempo sino para pronunciar con el  último suspiro el nombre de su adorado. Después de esta barbaridad, porque hay que convenir que aquello fue una barbaridad, prosiguió el tío Andrés, el señor ordenó que sacaran el cadáver de la mora en el silencio de la noche y lo enterraran no muy lejos de este sitio. Presenció esta ceremonia un paje adicto y fiel del hijo del señor, y trazando una pequeña cruz de madera, la colocó sobre la sepultura de la mora, y corrió a dar aviso a su señor de todo lo que  había sucedido, cuando el joven se enteró de aquello, lo olvidó todo; dejó sus soldados, y seguido de su paje, llegó en una noche a  las inmediaciones de esta torre. Antes, sin embargo, se hizo conducir por el paje al sitio donde estaba sepultada su adorada amante, y  con una emoción que no es posible explicar, preguntó a su paje:

— ¿Es aquí donde está enterrada?

— Sí, —contestó el interrogado.  

El joven no dijo más: estuvo largo tiempo contemplando la sepultura, y después se encaminó a la torre.  Los centinelas  le dejaron pasar, subió las escaleras, llegó al primer piso y penetró en la alcoba de su padre... ¡Oh, qué escena!... ¡qué crimen, caballero!... Lo que pasó allí no se supo al punto; pero lo cierto es que cuando los criados entraron, como de costumbre, a despertar al señor, lo encontraron asesinado, con un puñal atravesado al pecho.

—¡Demonio! — exclamé; — pues el padre y el hijo no se andaban por las ramas para abreviar sus asuntos.

—Tanto no se andaban, que  ahí  verá usted. La mora espichó[5], el padre acabó trágicamente y el niño...

—¿Se mató también?

—En aquel tiempo, caballero, —me contestó el tío Andrés, como sí pronunciara una sentencia, — ¡no se mataban las gentes como lo hacen en la actualidad! Lo que se sabe  es que el joven desapareció, y se hizo ermitaño. Así vivió entre ayunos y penitencias hasta que acabó santamente, al decir de las crónicas.

—Muy bien, —contesté al escuchar la historieta del tío Andrés. —Pero en medio de esta gran tragedia no encuentro analogía entre ella y el nombre que lleva esta torre.

—Ahora la encontrará usted. Está probado que desde la muerte de la pobre mora, aparece de tiempo en tiempo, especialmente en la velada de San Juan, una mujer vestida de blanco, que se pasea por las salas  abandonadas y por  las almenas, dando gritos desgarradores. Muchos la han visto, y aseguran que lleva un puñal clavado en el pecho, A otros que a deshora han pasado por aquí  se les ha aparecido de repente, y tal es la fama que se ha extendido, que hoy todo el mundo llama a esta torre La torre de la mujer blanca.

—¿Y Vd. ha visto a la mora?—le pregunté con cierta socarronería.

 —Yo;... le diré a Vd. Una vez creí verla allá en lo alto, a la luz de la luna, ¡pero tuve miedo y eché a correr!

 

IV

 Concluimos, pues, nuestra merienda al decir éstas palabras, y poco después emprendimos el camino de nuevo.

— He aquí lo que son las leyendas populares, —dije para mí, volviendo la cabeza para contemplar la torre que iba presentándose en el horizonte como un gigante de -42- piedra.

Las consejas constituyen la historia del pueblo. ¿No es esto una bella ficción, hija de la poesía popular?  El tío Andrés, que no podía comprender lo que yo estaba pensando me arrancó de mis meditaciones, y me dijo.

 —Conviene que apretemos el paso, señor caballero. Aún quedan tres leguas para llegar a la hacienda. Obedecí y la Torre de la Mujer Blanca se perdió entre la bruma de la tarde.

 

FUENTE

 

Tárrago y Mateos, Torcuato, “La torre de la mujer blanca”, El Periódico para todos. 3/1/1878, n.º 3,pp.40-42.

Edición: Pilar Vega Rodríguez