DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Monasterio de Piedra; Las leyendas de Montserrat; Las cuevas de Montserrat. 1885. [S.l.] [s.n.] Madrid Imp. y Fundición de Manuel Tello. Capítulo X, pp. 79-88.

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Foto. Tomás
SACRA SAXA II. LAS PIEDRAS SAGRADAS DE LA PENÍNSULA IBÉRICA.  Actas del II Coloquio Internacional sobre Sacra Saxa, celebrado en Huesca en noviembre de 2019, bajo la coordinación de Martín Almagro-Gorbea y Ángel Gari Lacruz.  Huesca : Instituto de Estudios Altoaragoneses (Diputación Provincial de Huesca), 2021
 

LOCALIZACIÓN

MONASTERIO DE PIEDRA

Valoración Media: / 5

La peña del diablo

 

I.

 

Si Ponce, el bastardo de Guevara como se le llamaba, era el mejor y más apuesto caballero que manejaba lanza y embrazaba escudo en toda la comarca de Huesca, Eladia, la heredera de Pomares, era el más hermoso par de ojos negros que brillaba en todo el principado de  Cataluña.

Ponce amaba a Eladia y Eladia amaba a Ponce; pero esto no bastaba.

Había en medio de los dos amantes, como una estatua  de bronce, el gigantesco barón de Pomares, hombre de corazón de hierro, padre de Eladia, y el cual no quería que un miserable bastardo llegase a ser jamás el poseedor de su hermosa hija.

En vano Ponce, ardiendo de amor, se había hecho un nombre famoso en los torneos y en las batallas; en vano Eladia se había arrojado suspirando y bañada en llanto a los pies de su padre diciéndole:

—He de ser de Ponce o del sepulcro.

El barón le había contestado tranquilamente:

—Ni serás de Ponce ni del sepulcro, sino del señor de Lizana, que muere de amor por ti. ?79?

—Es que yo no le amo.

—No importa.

—Es que me es odioso.

—El odio se calma.

—Seré desgraciada.

—Serás feliz.

Y para que empezara a estudiar la felicidad que le esperaba con el señor de Lizana, el barón encerró a su hija en un obscuro calabozo, de donde ya no salió más que para ir al altar, ante el cual la unieron con el hombre a quien ella aborrecía más en el mundo.

La misma noche del enlace de Eladia con el de Lizana Ponce desapareció del país sin que se volviese a saber de él.

 

II.

 

Habían transcurrido tres años.

En el monasterio de Piedra había un monje misterioso, a quien el pueblo llamaba el monje inspirado, y al cual sus compañeros parecían tener cierto respeto, y le concedían como instintivamente cierta superioridad sobre ellos.

Era de todos el que más tarde se quedaba a orar en la iglesia; en el templo estaba siempre de rodillas; jamás se le había visto sonreír; sus ayunos y maceraciones eran frecuentes, y su rostro, aunque joven, estaba surcado por hondas arrugas, arrugas de esas que se deben al dolor o al desengaño.

Muchas veces salía por la noche de su celda, como si no pudiera dormir, perseguido por algún recuerdo que la austeridad del claustro a templar no bastara, y entonces recorría silencioso los corredores, murmurando en voz baja y sorda palabras entrecortadas que bien podían ser las de una letanía o de un rezo, y a menudo, en éstos ?80? momentos extraños y a esta hora intempestiva, se bajaba la iglesia, y, uno tras otro, doblaba la rodilla ante todos los altares, golpeando su frente en el pavimento y clavándose en el corazón las uñas, como si de la una y del otro arrancar quisiera una importuna memoria.

Otras veces cruzaba con precipitados pasos la huerta, e iba a sentarse al borde de los abismos, junto a las mugidoras cascadas, y allí, cara a cara con la naturaleza y con Dios, hundía su frente entre las manos, y ya lloraba con sollozos estridentes, que ahogaban la voz de las cascadas, ya se estremecía y revolvía en medio de terribles crisis nerviosas que por largo rato le aquejaban.

¿Quién era aquel hombre?

Nadie lo sabía.

Sólo el abad conocía su nombre, su secreto quizá, y el abad no se lo había comunicado a nadie. El día que le hizo tomar asiento entre los que durante su vida debían ser sus hermanos y compañeros, le dijo tan sólo:

—Bien venido seas, hermano Ponce.

Los otros, pues, sólo sabían que se llamaba Ponce.

Con nadie se comunicaba el misterioso monje; sus hermanos jamás habían oído de él otras palabras que las que les dirigía al encontrarles por fraternal saludo.

Un empleo o comisión había querido Ponce reservarse, y el abad se lo concediera.

Cuando un monje estaba en los últimos momentos de su vida, Ponce era el que bajaba al claustro, y empuñando el aldabón que colgaba del pilar fúnebre, daba a compás los tres golpes con que se convocaba a la comunidad en torno del lecho de la agonía, y que era una imitación de aquellos que, según tradición entre los cistercienses, solían oírse sobrenaturalmente en las celdas de los moribundos, y se llamaban los golpes de San Benito.

 

Cuando cumplía este encargo, que voluntariamente se había impuesto, los monjes, al pasar por delante de -81-  Ponce para ir a hincarse de rodillas junto al lecho mortuorio,  oíanle murmurar entre golpe y golpe estos rudos versos:

Aquí la muerte entró.
Ya todo concluyó.
Te llamo yo.
Yo soy la voz del llanto,
el eco del quebranto:
del duelo y del espanto
yo soy el aldabón.
Mortal feliz, advierte
que me caíste en suerte:
Mortal, yo soy la muerte.
Rompí tu corazón.
Aquí la muerte entró.
Ya todo concluyó.
Te llamo yo.

 

Estos versos eran los que frecuentemente se le oían murmurar también cuando sus largos paseos por la huerta o cuando sus horas de insomnio, las cuales pasaba recorriendo las galerías y claustros del monasterio.

A fuerza de meses, de rezos, de soledad, de penitencia, el monje inspirado, el monje Ponce pareció hacerse más amable y más comunicativo.

Era sin duda que había acabado por arrancar de su corazón el punzante recuerdo que sin cesar le aquejaba, como quien arranca de un campo una yerba venenosa.

En efecto, ya no tenía horas de insomnio, ya no sollozaba en medio de nerviosas crisis a orillas de los abismos.

La oración, ese bálsamo de los desesperados, había acabado sin duda por cicatrizarle la llaga del alma.

Ponce era otro hombre.

Ponce era uno de los varones más respetados, uno de los monjes más santos del monasterio de Piedra.  -82-

 

III.

 

Esta es  la hora en que el aire se puebla de misteriosos fantasmas; esta la hora en que los genios del mal cruzan en todas direcciones para ir a reunirse en misterioso conciliábulo; esta la hora en que susurran las flores y las hojas de los árboles mecidas por el viento nocturno que las roba sus perfumes; esta la hora en que sombríos vapores se elevan de los lagos, y suenan en los montes desconocidos rumores ¡Esta es la hora! …

¡Media noche!

Reina por do quier universal silencio, el silencio de las tumbas. El viento gime melancólicamente entre los árboles, y las hojas secas, al chocar entre sí arrastradas por el suelo, remedan el crujir de los esqueletos. Esta es la hora en que la luna brilla vistiendo con amarillenta luz las puntas peladas de las rocas que se dibujan a  lo lejos como grupos de relucientes cráneos. ¡Las doce de la noche! … 

¡Esta es la hora!

Esta es la hora en que la naturaleza se duerme y los espíritus de las tinieblas se despiertan; la hora en que el ruido de los torrentes y cascadas, despeñándose desde prodigiosa altura, ahoga la gritería de los brujos reunidos en el sábado; la hora en que vemos cruzar sombras misteriosas por los espacios, en que oímos sonidos incomprensibles remedando voces humanas, sin acertar a comprender qué sombras son esas que se agitan y cuáles esas voces que se oyen.

Esta es la hora en que, jinete en una nube que remeda un monstruoso lagarto, un diablo cruza rápido los aires y desciende a las profundidades de la tierra, que se raja para abrirle paso, como si fuera una masa de vapor que corta una ráfaga impetuosa. -83-

Misteriosa caverna se presenta a sus ojos, y sin vacilar penetra en ella el aéreo mensajero.

Baja del monstruo que se desvanece en cuanto se siente libre, una puerta se abre a su paso, y se encuentra en una estancia cuyas paredes son de fuego y cuyo pavimento es de encendidas ascuas.

Allí está Satán sentado sobre dragones que abren sus bocas y agrupan sus cabezas para formarle un trono; su mano, en lugar de cetro, empuña una haz de serpientes.

—Ponce se nos ha escapado,—dice el recién llegado.—La oración pudo más que yo. Este monje pertenece ya al cielo. El recuerdo de su amor ha muerto en su alma. Su corazón está frío.

Satán baja la cabeza y medita.

A los pocos momentos se sonríe, se sonríe con una sonrisa de infierno que hace retemblar de espanto los cimientos del infernal palacio.

—Vuela,—dice;—en el castillo de Lizana hay la mujer que Ponce ha idolatrado un día. Desliza en su oído palabras dulces que evoquen sus recuerdos de amores ya olvidados, enciende la fiebre de su deseo, arda en delirios del amor de Ponce, que lo arrostre todo, que se precipite, que vea al monje que fue un día el bastardo de Guevara, y Ponce y Eladia son nuestros. ¡Vuela!

El mensajero se inclina y parte.

IV .

 

En un sitio árido y desierto, en lo alto de un monte desnudo, donde siempre viven las nubes y de donde huyen las aves, se levanta una torre solitaria. Allí vive la triste.

Una voz melodiosa, más dulce que el susurro de las fuentes, más suave que el murmullo de los arroyos, más  -84-  armoniosa que el suspiro de la brisa, entona melancólica cantiga acompañada del laúd de los amores.

« La estrella de la noche, la reina de las tinieblas, está absorta escuchando mis cantares. »

«La noche ha tendido su manto de sombras entre los mortales, y se ha vestido de luto por la muelle de su hermano el día. »

«Yo las pregunto: ¿dónde está mi amante?.... Y el silencio es su respuesta. »

«Veo que sombras misteriosas vagan fúnebres en torno mío. »

«Oigo el graznido del búho que canta la tristeza de la noche. »

« El aura silenciosa agita mi negra cabellera».

« La lechuza bate sus alas y revolotea en rededor de la lámpara que alumbra mi estancia».

«Yo les pregunto: ¿dónde está mi amante? Y el silencio es su respuesta».

«Cuando nace la rica aurora animando las flores de los campos y los árboles del bosque, las flores y los árboles mueven alegres sus hojas y la saludan, libres de las tinieblas que sobre sus frentes pesaban. Yo pregunto entonces a la aurora: ¿dónde está mi amante? Y la aurora, sin contestarme, llora perlas de rocío.»

El canto ha cesado. El silencio vuelve a ser sepulcral.

Sólo se oye el viento que silba entre las ruinas, el agua que se queja entre los guijarros.

Ha rechinado una puerta sobre sus mohosos goznes.

Se oye un paso furtivo bajar rápido la escalera del torreón.

Una mujer atraviesa por entre los escombros, vestida de blanco, el cabello suelto flotando en mar de ébano sobre los desnudos hombros.

Cruza las ruinas, salva el torrente, baja la montaña.

Ya está en el valle.

Si allí hubiese algún campesino a quien poder preguntar, os diría:

— ¿Esa mujer? Esa mujer es la loca.  -85-

Pero si lo preguntáis al cronista, el cronista os dice:

— ¿Esa mujer? Esa mujer es Eladia.

 

V.

 

¡Qué triste cosa es un claustro! El silencio, el silencio siempre, el silencio eternamente. El hombre camina a la tumba contando los pasos que de ella le separan. El edificio que sirve de morada al monje, le sirve de patria y de destierro a un tiempo, y la campana que ronca suena sobre su cabeza entonando himnos a la Virgen, es la misma que entonará sobre su féretro las preces de difuntos.

Y sin embargo, el claustro es el puerto de salvación para las almas enfermas. Allí todo habla de Dios a los desgraciados: han trocado la embriaguez de la vida por el éxtasis de la soledad, el órgano les acaricia cantándoles himnos melancólicos, aspiran el perfume de la oración, de esa flor mística que brota consoladora al borde de la tumba donde han amortajado su esperanza, y cada día suben una grada de la escalera del cielo.

Entre los solitarios de Piedra, Ponce es el más asiduo al templo.

Miradle allí de hinojos ante el altar. Su rezo es largo, muy largo. Hace ya mucho tiempo que sus hermanos han abandonado el coro, y él reza todavía.

Sale por fin del templo, la cabeza baja, murmurando:

«Aquí la muerte entró.
Ya todo concluyó.
Te llamo yo».
«Yo soy la voz del llanto,
el eco del quebranto:
del duelo y…
 

¿Por qué se ha interrumpido? ¿por qué se detiene? ¿por -86- qué clava sus ojos espantados en la bizantina galería del claustro?

Es que junto a una columna se dibuja una forma blanca. Es que allí está una mujer arrodillada, y esta mujer, el corazón se lo ha dicho a Ponce, es Eladia.

Eladia, la cabellera suelta, el rostro pálido, los labios blancos como una azucena marchita.

El monje se ha detenido como si una mano de hierro le hubiese clavado en el pavimento; pero la heredera de Pomares se ha destacado de la columna, y adelantándose grave y pausada, con pasos cada uno de los cuales ha resonado en el corazón de Ponce, ha caído a sus pies alzando hacia él unos ojos delirantes de fiebre.

— ¡Ponce, Ponce, soy yo, soy Eladia! ¡He sufrido tanto, Ponce!

Ni fuerzas ha tenido el monje para retroceder; pero su cuerpo todo se ha estremecido al sentir la mano de Eladia buscar la suya por entre los pliegues del tosco sayal.

 —¡He sufrido tanto!—repite Eladia—Me unieron a un hombre a quien yo no amaba. Yo no sé lo que le dije, pero sé que a fuerza de repetírselo, me llamó loca y me encerró en la torre solitaria. Allí he visto pasar entre cuatro paredes muchos días, muchos, no sé cuántos.

Tal vez un año, tal vez más, yo no sé, no me entretenía en contar los días, porque sólo pensaba en mi amante. Me acuerdo que vino a verme dos veces el hombre a quien me había unido. Cada vez me preguntó:

—¿Estáis loca aún?

Y cada vez le contesta:

—¿Qué habéis hecho de mi amante?....

Un día he encontrado abierta la puerta de mi prisión; entonces me he salido y he empezado a andar a la ventura; he llegado a las puertas de esta casa. No sé quién me ha dicho: aquí está tu amante, y he entrado en busca de Ponce. ¡Aquí me tienes, pues; vámonos!  -87-

¡Pobre mujer! su lenguaje es de una sencillez melancólica que desgarra el alma. Ponce siente brotar una lágrima en sus párpados y caer a lo largo de sus mejillas, abrasándoselas como si fuera una gota de plomo derretido.

— ¡Eladia, pobre víctima de amor!—dice Ponce con voz fúnebre que parecía salir de entre su sayal como de entre los pliegues de un sudario; —yo no te conozco, no debo conocerte. Huye de este sitio que profanas.

La joven aparta los cabellos que caen sobre su frente y fija sus ojos en el monje.

— ¿Qué es eso?—dice. — ¿Qué palabras son esas que no comprendo? Ponce, Ponce, amado de mi alma, ¿por qué me hablas así? Ponce, yo te he amado siempre, te he amado con todo el cariño de mi alma. Ponce, yo no puedo vivir sin ti; tu amor es mi vida; tu desamor mi muerte.

¿Por qué has estado tanto tiempo lejos de tu amada? ¿Por qué has tardado tanto tiempo en reunirte con ella? ¡Ingrato! ¿qué sitio es ese? ¿qué hacías aquí?

La voz de Eladia punza como un dardo envenenado el pecho del solitario. Aquella voz, un día tan querida; aquella mujer, un tiempo tan idolatrada, evoca todos sus pasados sueños de felicidad y de ventura, despierta en su corazón todos los recuerdos cuya rebeldía tanto le había costado domar. ¡Oh! ¿por qué ha puesto la fatalidad a aquella mujer en mitad de su camino?

Y Eladia continúa diciendo:

—Ven, ven, huyamos de este sitio.

Ponce se vence otra vez, reúne todas sus fuerzas y desprende su mano de las manos de Eladia.

—Huye, mujer, huye. Este sitio es un claustro. Aquí no cabe más amor que el amor divino. Yo también he sufrido, yo también he llorado, a mí también me han tenido por loco y por delirante. ¿Ves las arrugas de mi rostro, mujer? Cada una de ellas es el fruto de un año ?88? de tormento, de un siglo de agonía, Pero por fin he vencido, y de cuajo he arrancado el amor de mi pecho como el númida aquel que se cortó de un hachazo la mano que había herido a su dueño. [1] Huye, mujer, huye.

Tú perteneces a otro hombre y yo pertenezco a Dios. Entre los dos hay un abismo, y sobre nuestra frente un anatema.

Eladia le mira, en seguida baja la frente que cubre con sus manos, y solloza.

—Yo no entiendo, no sé lo que dices,—exclama la pobre mujer;—no comprendo de qué me hablas sólo veo que quieres alejarme. ¡Ay! Tú no eres Ponce, o si lo eres, no me has amado jamás. Ponce vendría conmigo, iríamos a recorrer como antes el jardín del castillo, nos sentaríamos bajo la enramada, y al susurrar del viento, al gemir de las flores y al piar de las aves, nos diríamos palabras tiernas y amantes como sólo nosotros sabíamos. ¡Oh! Tú no eres Ponce. ¡Adiós, hombre desconocido, que sólo tienes palabras que hielan, adiós! Si ves a Ponce, dile que Eladia todavía le ama.

Dice, y se aparta, deslizándose lentamente como un fantasma por bajo las arcadas del sombrío claustro.

Ponce siente la fiebre apoderarse de su corazón, danzar el vértigo en su mente, y presa de una agitación desconocida, impelido por un poder sobrenatural, se lanza hacia la mujer que se aleja, va a llamarla; pero en el fondo del claustro, fría, misteriosa, negra, abriendo melancólica sus brazos, ve alzarse la cruz solitaria en que murió, mártir de la humanidad entera, el Redentor del mundo.

Eladia se aleja, y Ponce cae de rodillas abrazado a la cruz.

 

VI.

 

¿Qué es eso? ¿Qué sucede en torno al monasterio? ¿Qué figuras son esas extrañas y misteriosas que se agitan, se mueven, se confunden, se cruzan y se esparcen por todos lados?

Diríase una legión de trabajadores nocturnos.

Pero ¡cosa más extraña! Sus pies no hacen ruido al andar, y nada se percibe tampoco cuando arrojan al suelo los pinos que llevan en hombros y que arrancan con solo sus manos del bosque vecino.

Son los demonios que, irritados al ver que Ponce se les escapa, quieren quemar el monasterio.

En un momento han arrancado todo el pinar inmediato,  llenado de leña todo el circuito del monasterio.

Van a pegarle fuego, pero se detienen ante una seña de Satán.

Es que a Satán le ha ocurrido una idea.

Ha pensado que los monjes pueden escapar de las llamas, burlarle con esto y hacer inútil su venganza.

Mejor será, se dice, coger una montaña y dejarla caer sobre el monasterio aplastándole con todos sus habitantes.

Sonríe Satán a la idea de acabar a un tiempo con el edificio y con los anacoretas; dice a los suyos que se estén quedos; bate sus negras alas, y de un vuelo se coloca en los Pirineos.

Escoge allí la peña más grande, rompe sus uñas y ensangrienta sus manos para arrancarla; consigue por fin cargársela al hombro, y, aunque no tan ligero como la primera vez, vuelve a rasgar los aires [2]-90-

Está ya a la vista del monasterio. Un vuelo más, y todo ha concluido para los monjes.

En este momento supremo suena de pronto la campana que saluda a la aurora. Satán se estremece; al movimiento  que hace resbala la peña de sus hombros, y cae con un ruido terrible en el sitio donde está todavía.

Vuelve a sonar el toque de maitines, y a la voz de la campana que convida a la oración y saluda al día, disípase dando rugidos de furor la infernal cohorte.

A la puerta del templo, cuando la abrieron por la mañana, los monjes encontraron a una mujer tendida en el suelo y cadáver.

Era Eladia, la pobre loca escapada de la abadía, donde la tenía presa su marido, muerta de hambre y de frío junto al monasterio de Piedra.

Aquella misma tarde los tres golpes de San Benito reunieron a la comunidad junto al lecho de Ponce, que entregó su alma al Señor después de una larga agonía.

Desde entonces le quedó a la peña el nombre de La Peña del Diablo.

 

FUENTE:

Balaguer, Víctor. “La peña del diablo” en El Monasterio de Piedra; Las leyendas de Montserrat; Las cuevas de Montserrat. 1885. [S.l.] [s.n.] Madrid Imp. y Fundición de Manuel Tello. Capítulo X, págs.. 79-88.

 

Edición: Rosario Álvarez Rubio

 

[1] Referencia que puede haber sido tomada de Los Doce Césares o de la Vida de Apolonio de Tiana. Nota del autor).

[2] Hay quien dice y afirma que Satán no se tomó la molestia de ir a buscar la peña a los Pirineos, sino que la arrancó buenamente, teniéndola a  mano, del vecino monte. (Nota del autor)